Los cuatro jinetes del Apocalipsis/Primera parte/II
En 1870, Marcelo Desnoyers tenía diecinueve años. Había nacido en los alrededores de París. Era hijo único, y su padre, dedicado a pequeñas especulaciones de construcción, mantenía a la familia en un modesto bienestar. El albañil quiso hacer de su hijo un arquitecto, y Marcelo empezaba los estudios preparatorios, cuando murió el padre repentinamente, dejando sus negocios embrollados. En pocos meses, él y su madre descendieron la pendiente de la ruina, viéndose obligados a renunciar a sus comodidades burguesas para vivir como obreros.
Cuando, a los catorce años, tuvo que escoger un oficio, se hizo tallista. Este oficio era un arte y estaba en relación con las aficiones despertadas en Marcelo por sus estudios, forzosamente abandonados. La madre se retiró al campo, buscando el amparo de unos parientes. Él avanzó con rapidez en el taller, ayudando a su maestro en todos los trabajos importantes que realizaba en provincias. Las primeras noticias de la guerra con Prusia le sorprendieron en Marsella, trabajando en el decorado de un teatro.
Marcelo era enemigo del Imperio, como todos los jóvenes de su generación. Además, sentíase influido por los obreros viejos, que habían intervenido en la República del 48 y guardaban vivo el recuerdo del golpe de estado del 2 de diciembre. Un día vio en las calles de Marsellla una manifestación popular en favor de la paz, que equivalía a una protesta contra el Gobierno. Los viejos republicanos, en lucha implacable contra el emperador; los compañeros de la Internacional, que acababan de organizarse, y gran número de españoles e italianos, huidos de sus países por recientes insurrecciones componían el cortejo. Un estudiante melenudo y tísico llevaba la bandera. «Es la paz que deseamos; una paz que una a todos los hombres», cantaban los manifestantes. Pero en la Tierra los más nobles propósitos rara vez son oídos, pues el Destino se divierte en torcerlos y desviarlos. Apenas entraron en la Cannebière los amigos de la paz con su himno y su estandarte, fue la guerra lo que les salió al paso, teniendo que apelar al puño y al garrote. El día antes habían desembarcado unos batallones de zuavos de Argelia que iban a reforzar el ejército de la frontera, y estos veteranos, acostumbrados a la existencia colonial, poco escrupulosa en materia de atropellos, creyeron oportuno intervenir en la manifestación, unos con las bayonetas, otros con los cinturones desceñidos «¡Viva la muerte!» Y una lluvia de zurriagazos y golpes cayó sobre los cantores. Marcelo pudo ver cómo el cándido estudiante que hacía llamamientos a la paz con una gravedad sacerdotal rodaba envuelto en su estandarte bajo el regocijado pateo de los zuavos. Y no se enteró de más, pues le alcanzaron varios correazos, una cuchillada leve en un hombro, y tuvo que correr lo mismo que los otros.
Aquel día se reveló por primera vez su carácter tenaz, soberbio, irritable ante la contradicción, hasta el punto de adoptar las más extremas resoluciones. El recuerdo de los golpes recibidos le enfureció como algo que pedía venganza. «¡Abajo la guerra!» Ya que no le era posible protestar de otro modo, abandonaría su país. La lucha iba a ser larga, desastrosa, según los enemigos del Imperio. Él entraba en quinta dentro de unos meses. Podía el emperador arreglar sus asuntos como mejor le pareciese. Desnoyers renunciaba al honor de servirle. Vaciló un poco al acordarse de su madre. Pero sus parientes del campo no le abandonarían, y él tenía el propósito de trabajar mucho para enviarle dinero. ¡Quién sabe si le esperaba la riqueza al otro lado del mar!... ¡Adiós Francia!
Gracias a sus ahorros, un corredor del puerto le ofreció el embarco sin papeles en tres buques. Uno iba a Egipto; otro, a Australia; otro, a Montevideo y Buenos Aires. ¿Cuál le parecía mejor?... Desnoyers, recordando sus lecturas, quiso consultar el viento y seguir el rumbo que le marcase, como lo había visto hacer a varios héroes de novelas. Pero aquel día el viento soplaba de la parte del mar, internándose en Francia. También quiso echar una moneda en alto para que indicase su destino. Al fin, se decidió por el buque que saliese antes. Sólo cuando estuvo con su magro equipaje sobre la cubierta de un vapor próximo a zarpar tuvo interés en conocer su rumbo. «Para el río de la Plata...» Y acogió estas palabras con un gesto de fatalista. «¡Vaya por la América del Sur!» No le desagradaba el país. Lo conocía por ciertas publicaciones de viajes, cuyas láminas representaban tropeles de caballos en libertad, indios desnudos y emplumados, gauchos hirsutos volteando sobre sus cabezas lazos serpenteantes y correas con bolas.
El millonario Desnoyers se acordaba siempre de su viaje a América: cuarenta y tres días de navegación en un vapor pequeño y desvencijado, que sonaba a hierro viejo, gemía por todas sus junturas al menor golpe de mar y se detuvo cuatro veces por fatiga de la máquina, quedando a merced de olas y corrientes. En Montevideo pudo enterarse de los reveses sufridos por su patria y de que el Imperio ya no existía. Sintió la vergüenza al saber que la nación se gobernaba por sí misma, defendiéndose tenazmente detrás de las murallas de París. ¡Y él había huido!... Meses después, los sucesos de la Commune le consolaron de su fuga. De quedarse allá, la cólera por los fracasos nacionales, sus relaciones de compañerismo, el ambiente que vivía, todo le hubiese arrastrado a la revuelta. A aquellas horas estaría fusilado o viviría en un presidio colonial, como tantos de sus antiguos camaradas. Alabó su resolución y dejó de pensar en los asuntos de su patria. La necesidad de ganarse la subsistencia en un país extranjero, cuya lengua empezaba a conocer, hizo que sólo se ocupase de su persona. La vida agitada y aventurera de los pueblos nuevos le arrastró a través de los más diversos oficios y las más disparatadas improvisaciones. Se sintió fuerte, con una audacia y un aplomo que nunca había tenido en el viejo mundo. «Yo sirvo para todo -decía- si me dan tiempo para ejercitarme.» Hasta fue soldado -él, que había huido de su patria por no tomar un fusil-, y recibió una herida en uno de los muchos combates entre blancos y colorados de la Ribera Oriental.
En Buenos Aires volvió a trabajar de tallista. La ciudad empezaba a transformarse, rompiendo su envoltura de gran aldea. Desnoyers pasó varios años ornando salones y fachadas. Fue una existencia laboriosa, sedentaria y remuneradora. Pero un día se cansó de este ahorro lento que sólo podía proporcionarle, a la larga, una fortuna mediocre. Él había ido al Nuevo Mundo para hacerse rico, como tantos otros. Y a los veintisiete años se lanzó de nuevo en plena aventura, huyendo de las ciudades, queriendo arrancar el dinero de las entrañas de una Naturaleza virgen. Intentó cultivos en las selvas del Norte; pero la langosta los arrasó en unas horas. Fue comerciante de ganado, arreando con sólo dos peones tropas de novillos y mulas, que hacía pasar a Chile o Bolivia por las soledades nevadas de los Andes. Perdió en esta vida la exacta noción del tiempo y el espacio, emprendiendo travesías que duraban meses por llanuras interminables. Tan pronto se consideraba próximo a la fortuna, como lo perdía todo de golpe por una especulación desgraciada. Y en uno de estos momentos de ruina y desaliento, teniendo ya treinta años, fue cuando se puso al servicio del rico estanciero Julio Madariaga.
Conocía a este millonario rústico por sus compras de reses. Era un español que había llegado muy joven al país, plegándose con gusto a sus costumbres y viviendo como un gaucho, después de adquirir enormes propiedades. Generalmente, lo apodaban el gallego Madariaga, causa de su nacionalidad, aunque había nacido en Castilla. Las gentes del campo trasladaban al apellido el título de respeto que precede al nombre, llamándole don Madariaga.
-Compañero -dijo a Desnoyers un día que estaba de buen humor, lo que en él era raro-, pasa usted muchos apuros. La falta de plata se huele de lejos. ¿Por qué sigue en esta perra vida?... Créame, gabacho, y quédese aquí. Yo voy haciéndome viejo y necesito un hombre.
Al concertarse el francés con Madariaga, los propietarios de las inmediaciones, que vivían a quince o veinte leguas de la estancia, detenían al nuevo empleado en los caminos para augurarle toda clase de infortunios.
-No durará usted mucho. A don Madariaga no hay quien lo resista. Hemos perdido la cuenta de sus administradores. Es un hombre que hay que matarlo o abandonarlo. Pronto se marchará usted.
Desnoyers no tardó en convencerse de que había algo de cierto en tales murmuraciones. Madariaga era de un carácter insufrible: pero, tocado de cierta simpatía por el francés, procuraba no molestarlo con su irritabilidad.
-Es una perla ese gabacho -decía, como excusando sus muestras de consideración-. Yo lo quiero porque es muy serio... Así me gustan a mí los hombres.
No sabía con certeza el mismo Desnoyers en qué podía consistir esta seriedad tan admirada por su patrón; pero experimentó un secreto orgullo al verlo agresivo con todos, hasta con su familia, mientras tomaba, al hablar con él, un tono de rudeza paternal.
La familia la constituían su esposa, misiá Petrona, a la que él llama la china, y dos hijas, ya mujeres, que habían pasado por un colegio de Buenos Aires, pero al volver a la estancia recobraron en parte la rusticidad originaria. La fortuna de Madariaga era enorme. Había vivido en el campo desde su llegada a América, cuando la gente blanca no se atrevía a establecerse fuera de las poblaciones por miedo a los indios bravos. Su primer dinero lo ganó como heroico comerciante, llevando mercancías en una carreta de fortín a fortín. Mató indios, fue herido dos veces por ellos, vivió cautivo una temporada, y acabó por hacerse amigo de un cacique. Con sus ganancias compró tierra, mucha tierra, poco deseada por lo insegura, dedicándose a la cría de novillos, que había de defender carabina en mano de los piratas de la pradera. Luego se casó con su china, joven mestiza que iba descalza, pero tenía varios campos de sus padres. Estos habían vivido en una pobreza casi salvaje sobre tierras de su propiedad que exigían varias jornadas de trote para ser recorridas. Después, cuando el Gobierno fue empujando a los indios hacia las fronteras y puso en venta los territorios sin dueño -apreciando como una abnegación patriótica que alguien quisiera adquirirlos-, Madariaga compró y compró a precios insignificantes y con larguísimos plazos. Adquirir tierra y poblarla de animales fue la misión de su vida. A veces, galopando en compañía de Desnoyers por sus campos interminables, no podía reprimir un sentimiento de orgullo.
-Diga, gabacho. Según cuentan, más arriba de su país parece que hay naciones poco más o menos del tamaño de mis estancias. ¿No es así?...
El francés aprobaba... Las tierras de Madariaga eran superiores a muchos principados. Esto ponía de buen humor al estanciero.
-Entonces no sería un disparate que un día me proclamase yo rey. Figúrese, gabacho. ¡Don Madariaga Primero!... Lo malo es que también sería el último, porque la china no quiere darme un hijo... Es una vaca floja.
La fama de sus vastos territorios y sus riquezas pecuniarias llegaban hasta Buenos Aires. Todos conocían a Madariaga de nombre, aunque muy pocos lo habían visto. Cuando iba a la capital pasaba inadvertido por su aspecto rústico, con las mismas polainas que usaba en el campo, el poncho arrollado como una bufanda, y, asomando sobre éste, las puntas agresivas de una corbata, adorno de tormento impuesto por las hijas, que en vano arreglaban con manos amorosas para que guardase cierta regularidad.
Una mañana había entrado en el despacho del negociantes más rico de la capital.
-Señor, sé que necesita usted novillos para Europa, y vengo a venderle una puntita.
El negociante miró con altivez al gaucho pobre. Podía entenderse con uno de sus empleados; él no perdía el tiempo en asuntos pequeños. Pero ante la sonrisa maliciosa del rústico, sintió curiosidad.
-¿Y cuántos novillos puede usted vender, buen hombre?
-Unos treinta mil.
No necesitó oír más el personaje. Se levantó de su mesa y le ofreció obsequiosamente un sillón.
-Usted no puede ser otro que el señor Madariaga.
-Para servir a Dios y a usted.
Aquel instante fue el más glorioso de su existencia.
En el antedespacho de los gerentes de banco, los ordenanzas le ofrecían asiento misericordiosamente, dudando de que el personaje que estaba al otro lado de la puerta se dignase recibirlo. Pero apenas sonaba adentro su nombre, el mismo gerente corría a abrir. Y el pobre empleado quedaba estupefacto al escuchar cómo el gaucho decía a guisa de saludo: «Vengo a que me den trescientos mil pesos. Tengo pasto abundante y quisiera comprar una puntita de hacienda para engordarla.»
Su carácter desigual y contradictorio gravitaba sobre los pobladores de sus tierras con una tiranía cruel y bonachona. No pasaba vagabundo por la estancia que no fuese acogido por el rudamente desde sus primeras palabras.
.Déjese de historias, amigo -gritaba como si fuese a pegarle-. Bajo el sombraje hay una res degollada. Corte y coma lo que quiera, y remédiese con esto para seguir viaje... Pero ¡nada de cuentos!
Y le volvía la espalda luego de entregarle unos pesos.
Un día se mostraba enfurecido porque un peón iba clavando con demasiada lentitud los postes de una cerca de alambre. ¡Todos lo robaban! Al día siguiente hablaba con sonrisa bonachona de una importante cantidad que debería pagar por haber garantizado con su firma a un conocido en completa insolvencia: «¡Pobre! ¡Peor es su suerte que la mía!»
Al encontrar en el camino la osamenta de una oveja recién descarnada, parecía enloquecer de rabia. No era la carne. «El hambre no tiene ley, y la carne la ha hecho Dios para que la coman los hombres. Pero ¡al menos que le dejasen la piel!... » Y comentaba tanta maldad repitiendo siempre: «Falta de religión y buenas costumbres.» Otras veces, los merodeadores se llevaban la carne de tres vacas, abandonando las pieles bien a la vista; y el estanciero decía, sonriendo: «Así me gusta a mí la gente: honrada y que no haga mal.»
Su vigor de incansable centauro le había servido poderosamente en la empresa de poblar sus tierras. Era caprichoso, despótico y de grandes facilidades para la paternidad, como sus compatriotas que siglos antes, al dominar el Nuevo Mundo, clasificaron la sangre indígena. Tenían los mismos gustos que los conquistadores castellanos por la belleza cobriza, de ojos oblicuos y cabello cerdoso. Cuando Desnoyers le veía apartarse con cualquier pretexto y poner su caballo al galope hacia un rancho cercano, se decía sonriendo: «Va en busca de un nuevo peón que trabajará sus tierras dentro de quince años.»
EL personal de la estancia comentaba el parecido fisonómico de ciertos jóvenes que trabajan lo mismo que los demás, galopando desde el alba para ejecutar las diversas operaciones del pastoreo. Su origen era objeto de irrespetuosos comentarios. El capataz Celedonio, mestizo de treinta años, generalmente detestado por su carácter duro y avariento también ofrecía una lejana semejanza con el patrón.
Casi todos los años se presentaba con aire de misterio alguna mujer que venía de muy lejos, china sucia y malcarada, de relieves colgantes, llevando de la mano a un mesticillo de ojos de brasa. Pedía hablar a solas con el dueño; y al verse frente a él, le recordaba un viaje realizado diez o doce años antes para comprar una punta de reses.
-¿Se acuerda, patrón, que pasó la noche en mi rancho porque el río iba crecido?
El patrón no se acordaba de nada. Únicamente un vago instinto parecía indicarle que la mujer decía verdad.
-Bueno; y ¿qué?
-Patrón, aquí lo tiene... Más vale que se haga hombre a su lado que en otra parte.
Y le presentaba al pequeño mestizo. ¡Uno más y ofrecido con esta sencillez!... «Falta de religión y buenas costumbres.» Con repentina modestia dudaba de la veracidad de la mujer. ¿Por qué había de ser precisamente suyo?... La vacilación no era, sin embargo, muy larga.
-Por si es, ponlo con los otros.
La madre se marchaba tranquila, viendo asegurado el porvenir del pequeño; porque aquel hombre pródigo en violencias también lo era en generosidades. Al final no le faltaría a su hijo un pedazo de tierra y un buen hato de ovejas.
Estas adopciones provocaron al principio una rebeldía de misiá Petrona, la única que se permitió en toda su existencia. Pero el centauro le impuso un silencio de terror.
-¿Y aún te atreves a hablar, vaca floja?... Una mujer que sólo ha sabido darme hembras. Vergüenza debías tener.
La misma mano que extraía negligentemente de un bolsillo los billetes hechos una bola, dándolos a capricho, sin reparar en cantidades, llevaba colgada a la muñeca un rebenque. Era para golpear al caballo; pero lo levantaba con facilidad cuando alguno de los peones incurría en su cólera.
-Te pego porque puedo -decía como excusa al serenarse.
Un día, el golpeado hizo un paso atrás, buscando el cuchillo en el cinto.
-A mí no me pega usted, patrón. Yo no he nacido en estos pagos... Yo soy de Corrientes.
El patrón quedó con el látigo en alto.
-¿De verdad que no has nacido aquí?... Entonces tienes razón: no puedo pegarte. Toma cinco pesos.
Cuando Desnoyers entró en la estancia, Madariaga empezaba a perder la cuenta de los que estaban bajo su potestad a uso latino antiguo y podían recibir sus golpes. Eran tantos, que incurría en frecuentes confusiones. El francés admiró el ojo experto de su patrón para los negocios. Le bastaba contemplar por breves minutos un rebaño de miles de reses para saber su número con exactitud. Galopaba con aire indiferente en torno del inmenso grupo cornudo y pataleante, y de pronto hacía apartar varios animales. Había descubierto que estaban enfermos. Con un comprador como Madariaga, las marrullerías y artificios de los vendedores resultaban inútiles.
Su serenidad ante la desgracia era también admirable. Una sequía sembraba repentinamente sus prados de vacas muertas. La llanura parecía un campo de batalla abandonado. Por todas partes, bultos negros; en el aire, grandes espirales de cuervos que llegaban de muchas leguas a la redonda. Otras veces era el frío: un inesperado descenso del termómetro cubría el suelo de cadáveres. Diez mil animales, quince mil, tal vez más, se habían perdido.
-¿Qué hacer? -decía Madariaga con resignación-. Sin tales desgracias, esta tierra sería un paraíso... Ahora lo que importa es salvar los cueros.
Echaba pestes contra la soberbia de los emigrantes de Europa, contra las nuevas costumbres de la gente pobre, porque no disponía de bastantes brazos para desollar a las víctimas en poco tiempo y miles de pieles se perdían al corromperse unidas a la carne. Los huesos blanqueaban la tierra como montones de nieve. Los peoncitos iban colocando en los postes del alambrado cráneos de vaca con los cuernos retorcidos, adorno rústico que evocaba la imagen de un desfile de liras helénicas.
-Por suerte queda la tierra -añadía el estanciero-.
Galopaba por sus campos inmensos, que empezaban a verdear bajo las nuevas lluvias. Había sido de los primeros en convertir las tierras vírgenes en praderas, sustituyendo el pasto natural con la alfalfa. Donde antes vivía un novillo, colocaba ahora tres. «La mesa está puesta -decía alegremente-. Vamos en busca de nuevos convidados.» Y compraba a precios irrisorios el ganado desfallecido de hambre en los campos naturales, llevándolo a un rápido engordamiento en sus tierras opulentas.
Una mañana, Desnoyers le salvó la vida. Había levantado su rebenque sobre un peón recién entrado en la estancia, y éste le acometió cuchillo en mano. Madariaga se defendía a latigazos, convencido de que iba a recibir de un momento a otro la cuchillada mortal, cuando llegó el francés y, sacando su revólver, dominó y desarmó al adversario.
-¡Gracias, gabacho! -dijo el estanciero, emocionado-. Eres todo un hombre y debo recompensarte. Desde hoy... te hablaré de tú.
Desnoyers no llegó a comprender qué recompensa podía significar este tuteo. ¡Era tan raro aquel hombre!... Algunas consideraciones personales vinieron, sin embargo, a mejorar su estado. No comió más en el edificio donde estaba instalada la Administración. El dueño exigió imperativamente que en adelante ocupase un sitio en su propia mesa. Y así entró Desnoyers en la intimidad de la familia Madariaga.
La esposa era una figura muda cuando el marido estaba presente. Se levantaba en plena noche para vigilar el desayuno de los peones, la distribución de la galleta, el hervor de las marmitas de café o de mate cocido. Arreaba a las criadas, parlanchinas y perezosas, que se perdían con facilidad en las arboledas próximas a la casa. Hacía sentir en la cocina y sus anexos una autoridad de verdadera patrona; pero apenas sonaba la voz del marido, parecía encogerse en un silencio de respeto y temor. Al sentarse la china a la mesa lo contemplaba con sus ojos redondos, fijos como los de un búho, revelando una sumisión devota.
Desnoyers llegó a pensar que en esta admiración había mucho de asombro por la energía con que el estanciero -cerca ya de los sesenta años- seguía improvisando nuevos pobladores para sus tierras.
Las dos hijas, Luisa y Elena, aceptaron con entusiasmo al comensal, que venía a animar sus monótonas conversaciones del comedor, cortadas muchas veces por las cóleras del padre. Además, era de París. «¡París!», suspiraba Elena, la menor, poniendo los ojos en blanco. Y Desnoyers se veía consultado por ellas en materias de elegancia cada vez que encargaban algo a los almacenes de ropas de Buenos Aires.
El interior de la casa reflejaba los diversos gustos de las dos generaciones. Las niñas tenían un salón con muebles ricos -apoyados en paredes agrietadas- y lámparas ostentosas que nunca se encendían. El padre perturbaba con su rudeza esta habitación, cuidada y admirada por las dos hermanas. Las alfombras parecían entristecerse y palidecer bajo las huellas de barro que dejaban las botas del centauro. Sobre una mesa dorada aparecía el rebenque. Las muestras de maíz esparcían sus granos sobre la seda de un sofá que sólo ocupaban las señoritas con cierto recogimiento, como si temiesen romperlo. Junto a la entrada del comedor había una báscula, y Madariaga se enfureció cuando las hijas le pidieron que la llevase a las dependencias. Él no iba a molestarse con un viaje cada vez que se le ocurriese averiguar el peso de un cuero suelto... Un piano entró en la estancia, y Elena pasaba las horas tecleando lecciones con una buena fe desesperante. «¡Irá de Dios! ¡Si al menos tocase la jota o el pericón!» Y el padre, a la hora de la siesta, se iba a dormir sobre un poncho, entre los eucaliptos cercanos.
Esta hija menor, a la que apodaba la Romántica, era el objeto de sus cóleras y sus burlas. ¿De dónde había salido con unos gustos que nunca sintieron él y su pobre china? Sobre el piano se amontonaban cuadernos de música. En un ángulo del disparatado salón, varias cajas de conservas, arregladas a guisa de biblioteca por el carpintero de la estancia, contenían libros.
-Mira, gabacho -decía Madariaga-. Todo versos y novelas. ¡Puros embustes!... ¡Aire!
Él tenía su biblioteca, más importante y gloriosa, y ocupaba menos lugar. En su escritorio, adornado con carabinas, lazos y monturas chapeadas de plata, un pequeño armario contenía los títulos de propiedad y varios legajos que el estanciero hojeaba con miradas de orgullo.
-Pon atención y oirás maravillas -anunciaba a Desnoyers, tirando de uno de los cuadernos.
Era la historia de las bestias famosas que había entrado en la estancia para la reproducción y mejoramiento de sus ganados; el árbol genealógico, las cartas de nobleza, la pedigree de todos los animales. Había de ser él quien leyese los papeles, pues no permitía que los tocase ni su familia. Y con las gafas caladas iba deletreando la historia de cada héroe pecuario: «Diamond III, nieto de Diamond I, que fue propiedad del rey de Inglaterra, e hijo de Diamond II, triunfador en todos los concursos.» Su Diamond le había costado muchos miles; pero los caballos más gallardos de la estancia, que se vendían a precios magníficos, eran sus descendientes.
-Tenía más talento que algunas personas. Sólo le faltaba hablar. Es el mismo que está embalsamado junto a la puerta del salón. Las niñas quieren que lo eche de allí... ¡Que se atrevan a tocarlo! ¡Primero, las echo a ellas!
Luego continuaba leyendo la historia de una dinastía de toros, todos con nombre propio y un número romano a continuación, lo mismo que los reyes; animales adquiridos en las grandes ferias de Inglaterra por el testarudo estanciero. Nunca había estado allá; pero empleaba el cable para batirse a libras esterlinas con los propietarios británicos, deseosos de conservar para su patria tales portentos. Gracias a estos reproductores, que atravesaron el Océano con iguales comodidades que un pasajero millonario, había podido hacer desfilar en los concursos de Buenos Aires sus novillos, que eran torreones de carne, elefantes comestibles, con el lomo cuadrado y liso lo mismo que una mesa.
-Esto representa algo, ¿no te parece, gabacho? Esto vale más que todas las estampas con lunas, lagos, amantes y otras macanas que mi Romántica pone en las paredes para que críen polvo.
Y señalaba los diplomas honoríficos que adornaban el escritorio, las copas de bronces y demás bisutería gloriosa conquistada en los concursos por los hijos de su pedigree.
Luisa, la hija mayor -llamada Chicha, a uso americano-, merecía más respeto de su padre. «Es mi pobre china -decía-; la misma bondad y el mismo empuje para el trabajo, pero con más señorío.» Lo del señorío lo aceptaba Desnoyers inmediatamente, y aun le parecía una expresión incompleta y débil. Lo que no podía admitir era que aquella muchacha pálida, modesta, con grandes ojos negros y sonrisa de pueril malicia, tuviese el menor parecido físico con la respetable matrona que le había dado la existencia.
La gran fiesta para Chicha era la misa del domingo. Representaba un viaje de tres leguas al pueblo más cercano, un contacto semanal con gentes que no eran las mismas de la estancia. Un carruaje tirado por cuatro caballos se llevaba a la señora y a las señoritas con los últimos trajes y sombreros llegados de Europa a través de las tiendas de Buenos Aires. Por indicación de Chicha, iba Desnoyers con ellas, tomando las riendas al cochero. El padre se quedaba para recorrer sus campos en la soledad del domingo, enterándose mejor de los descuidos de su gente. Él era muy religioso: «Religión y buenas costumbres.» Pero había dado miles de pesos para la construcción de la vecina iglesia, y un hombre de su fortuna no iba a estar sometido a las mismas obligaciones de los pelagatos.
Durante el almuerzo dominical, las dos señoras hacían comentarios sobre las personas y méritos de varios jóvenes del pueblo y de las estancias próximas que se detenían a la puerta de la iglesia para verlas.
-¡Háganse ilusiones, niñas! -decía el padre-. ¿Ustedes creen que las quieren por su lindura?... Lo que buscan esos sinvergüenzas son los pesos del viejo Madariaga; y así que los tuviesen, tal vez les soltarían a ustedes una paliza diaria.
La estancia recibía numerosos visitantes. Unos eran jóvenes de los alrededores, que llegaban sobre briosos caballos haciendo suertes de equitación. Deseaban ver a don Julio con los más inverosímiles pretextos, y aprovechaban la oportunidad para hablar con Chicha y Elena. Otras veces eran señoritos de Buenos Aires, que pedían alojamiento en la estancia, diciendo que iban de paso. Don Madariaga gruñía:
-¡Otro hijo de tal que viene en busca de los pesos del gallego! Si no se va pronto, lo... corro a patadas.
Pero el pretendiente no tardaba en irse, intimidado por la mudez hostil del patrón. Esta mudez se prolongó de un modo alarmante, a pesar de que la estancia ya no recibía visitas. Madariaga parecía abstraído, y todos los de la familia, incluso Desnoyers, respetaban y temían su silencio. Comía enfurruñado, con la cabeza baja. De pronto levantaba los ojos para mirar a Chicha, luego a Desnoyers, y fijarlos últimamente en su esposa, como si fuese a pedirle cuentas.
La Romántica no existía para él. Cuando más, le dedicaba un bufido irónico al verla erguida en la puerta a la hora del atardecer contemplando el horizonte, ensangrentado por la muerte del sol, con un codo en el quicio y una mejilla en una mano, imitando la actitud de cierta dama blanca que había visto en un cromo esperando la llegada del caballero de los ensueños.
Cinco años llevaba Desnoyers en la casa, cuando un día entró en el escritorio del amo con el aire brusco de los tímidos que adoptan una resolución.
-Don Julio, me marcho, y deseo que ajustemos cuentas.
Madariaga lo miró socarronamente. ¿Irse?... ¿Por qué? Pero en vano repitió sus preguntas. El francés se tascaba en una serie de explicaciones incoherentes. «Me voy; debo irme.»
-¡Ah ladrón, profeta falso! -gritó el estanciero con voz estentórea.
Pero Desnoyers no se inmutó ante el insulto. Había oído muchas veces a su patrón las mismas palabras cuando comentaba algo gracioso o al regatear con los compradores de bestias.
-¡Ah ladrón, profeta falso! ¿Crees que no sé por qué te vas? ¿Te imaginas que el viejo Madariaga no ha visto tus miraditas y las miraditas de la mosca muerta de su hija, y cuando os paseabais tú y ellas agarrados de la mano, en presencia de la pobre china, que está ciega del entendimiento?... No está mal el golpe, gabacho. Con él te apoderas de la mitad de los pesos del gallego, y ya puedes decir que has hecho la América.
Y mientras gritaba esto, o, más bien, lo aullaba, había empuñado el rebenque, dando golpecitos de punta en el estómago de su administrador con una insistencia que lo mismo podía ser afectuosa que hostil.
-Por eso vengo a despedirme -dijo Desnoyers con altivez-. Sé que es una pasión absurda, y quiero marcharme.
-¡El señor se va! -siguió gritando el estanciero-. ¡El señor cree que aquí puede hacer lo que quiera! No, señor; aquí no manda nadie más que el viejo Madariaga, y yo ordeno que te quedes... ¡Ay las mujeres! Únicamente sirven para enemistar a los hombres. ¡Y que no podamos vivir sin ellas!...
Dio varios paseos silenciosos por la habitación, como si las últimas palabras le hiciesen pensar en cosas lejanas muy distintas de lo que hasta entonces había dicho. Desnoyers miró con inquietud el látigo que aún empuñaba su diestra. ¿Si intentaría pegarle, como a los peones?... Estaba dudando entre hacer frente a un hombre que siempre le había tratado con benevolencia o apelar a una fuga discreta, aprovechando una de sus vueltas, cuando el estanciero se plantó ante él.
-¿Tú la quieres de veras..., de veras? -preguntó-. ¿Estás seguro de que ella te quiere a ti? Fíjate bien en lo que dices, que en eso del amor hay mucho de engaño y ceguera. También yo, cuando me casé, estaba loco por mi china. ¿De verdad que os queréis?... Pues bien; llévatela, gabacho del demonio, ya que alguien se la he llevar, y que no te salga una vaca floja como su madre... A ver si me llenas la estancia de nietos.
Reaparecía el gran productor de hombres y de bestias al formular este deseo. Y como considerase necesario explicar su actitud, añadió:
-Todo esto lo hago porque te quiero; y te quiero porque eres serio.
Otra vez quedó absorto el francés, no sabiendo en qué consistía la tan apreciada seriedad.
Desnoyers, al casarse pensó en su madre. ¡Si la pobre vieja pudiese ver este salto extraordinario de su fortuna! Pero mamá había muerto un año antes, creyendo a su hijo enormemente rico, porque le enviaba todos los meses ciento cincuenta pesos, algo más de trescientos francos, extraídos del sueldo que cobraba en la estancia.
Su ingreso en la familia de Madariaga sirvió para que éste atendiese con menos interés a sus negocios.
Tiraba de él la ciudad, con la atracción de los encantos no conocidos. Hablaba con desprecio de las mujeres del campo, chinas mal lavadas, que le inspiraban ahora repugnancia. Había abandonado sus ropas de jinete campestre y exhibía con satisfacción pueril los trajes con que le disfrazaba un sastre de la capital. Cuando Elena quería acompañarle a Buenos Aires, se defendía pretextando negocios enojosos. «No; ya irás con tu madre.»
La suerte de campos y ganados no le inspiraba inquietudes. Su fortuna, dirigida por Desnoyers, estaba en buenas manos.
-Este es muy serio -decía en el comedor, ante la familia reunida-. Tan serio como yo... De éste no se ríe nadie.
Y al fin pudo adivinar el francés que su suegro, al hablar de seriedad, aludía a la entereza de carácter. Según declaración espontánea de Madariaga, desde los primeros días que trató a Desnoyers pudo adivinar un genio igual al suyo, tal vez más duro y firme, pero sin alaridos ni excentricidades. Por esto le había tratado con benevolencia extraordinaria, presintiendo que un choque entre los dos no tendría arreglo. Sus únicas desavenencias fueron la causa de los gastos establecidos por Madariaga en tiempos anteriores. Desde que el yerno dirigía las estancias, los trabajos costaban menos y la gente mostraba mayor actividad. Y esto sin gritos, sin palabras fuertes, con sólo su presencia y sus órdenes breves.
El viejo era el único que le hacía frente para mantener el caprichoso sistema del palo seguido de la dádiva. Le sublevaba el orden minucioso de arbitrariedad extravagante, de tiranía bonachona. Con frecuencia se presentaba a Desnoyers algunos de los mestizos a los que suponía la malicia pública en íntimo parentesco con el estanciero. «Patroncito, dice el patrón viejo que me dé cinco pesos.» El patroncito respondía negativamente, y poco después se presentaba Madariaga, iracundo de gesto, pero midiendo las palabras, en consideración a que su yerno era tan serio como él.
-Mucho te quiero, hijo, pero aquí nadie manda más que yo... ¡Ah gabacho! Eres igual a todos los de tu tierra: centavo que pilláis va a la media, y no ve más luz del sol aunque os crucifiquen... ¿Dije cinco pesos? Le darás diez. Lo mando yo y basta.
El francés pagaba, encogiéndose de hombros, mientras su suegro, satisfecho del triunfo, huía a Buenos Aires. Era bueno hacer constar que la estancia pertenecía aún al gallego Madariaga.
De uno de sus viajes volvió con un acompañante: un joven alemán, que, según él, lo sabía todo y servía para todo. Su yerno trabajaba demasiado. Karl Hartrott le ayudaría en la contabilidad. Y Desnoyers lo aceptó, sintiendo a los pocos días una naciente estimación por el nuevo empleado.
Que perteneciesen a dos naciones enemigas nada significaba. En todas partes hay buenas gentes, y este Karl era un subordinado digno de aprecio. Se mantenía a distancia de sus iguales y era inflexible y duro con los inferiores. Todas sus facultades parecía concentrarlas en el servicio y la admiración de los que estaban por encima d él. Apenas despegaba los labios Madariaga, el alemán movía la cabeza apoyando por adelantado sus palabras. Si decía algo gracioso, su risa era de una escandalosa sonoridad. Con Desnoyers se mostraba taciturno y aplicado, trabajando sin reparar en horas. Apenas le veía entrar en la administración, saltaba de su asiento irguiéndose con militar rigidez. Todo estaba dispuesto a hacerlo. Por cuenta propia, espiaba al personal, delatando sus descuidos y defectos. Este servicio no entusiasmaba a su jefe inmediato, pero lo agradecía como una muestra de interés por el establecimiento.
Alababa el viejo estanciero su adquisición como un triunfo, pretendiendo que su yerno la celebrase igualmente.
-Un mozo muy útil, ¿no es cierto?... Estos gringos de la Alemania sirven bien, saben muchas cosas y cuestan poco. Luego, ¡tan disciplinados!, ¡tan humilditos!... Yo siento decírtelo, porque eres gabacho; pero os habéis echado malos enemigos. Son gente dura de pelar.
Desnoyers contestaba con un gesto de indiferencia. Su patria estaba lejos y también la del alemán. ¡A saber si volverían a ella! Allí eran argentinos, y debían pensar en las cosas inmediatas, sin preocuparse del pasado.
-Además, ¡tiene tan poco orgullo! -continuó Madariaga con tono irónico-. Cualquier gringo de éstos, cuando es dependiente en la capital, barre la tienda, hace la comida, lleva la contabilidad, vende a los parroquianos, escribe a máquina, traduce de cuatro a cinco lenguas, y acompaña, si es preciso, a la amiga del amo, como si fuese una gran señora... todo por veinticinco pesos al mes. ¿Quién puede luchar con una gente así? Tú, gabacho, eres como yo..., muy serio, y te morirías de hambre antes de pasar por ciertas cosas. Por eso te digo que resultan temibles.
El estanciero, después de una corta reflexión, añadió:
-Tal vez no son tan buenos como parecen. Hay que ver cómo tratan a los que están debajo de ellos. Puede que se hagan los simples sin serlo, y cuando sonríen al recibir una patada, dicen para sus adentros: «Espera que llegue la mía, y te devolveré tres.»
Luego pareció arrepentirse de sus palabras.
-De todos modos, este Karl es un pobre mozo; un infeliz, que apenas digo yo algo, abre la boca como si fuese a tragar moscas. Él asegura que es de gran familia, pero ¡vaya usted a saber de estos gringos!... Todos los muertos de hambre, al venir a América la echamos de hijos de príncipes.
A éste lo había tuteado Madariaga desde el primer instante, no por agradecimiento, como a Desnoyers, sino para hacerle sentir su inferioridad. Lo había introducido igualmente en su casa, pero únicamente para que diese lecciones de piano a la hija menor. La Romántica ya no se colocaba al atardecer en la puerta contemplando el sol poniente. Karl, una vez terminado su trabajo de Administración, venía a la casa del estanciero, sentándose al lado de Elena que tecleaba con una tenacidad digna de mejor suerte. A última hora, el alemán acompañándose en el piano, cantaba fragmentos de Wagner, que hacían dormitar a Madariaga en un sillón con el fuerte cigarro paraguayo adherido a los labios.
Elena contemplaba, mientras tanto, con creciente interés al gringo cantor. No era el caballero de los ensueños esperado por la dama blanca. Era casi un sirviente, un inmigrante rubio tirando a rojo, carnudo, algo pesado y con ojos bovinos que reflejaban un eterno miedo a desagradar a sus jefes. Pero, día por día, iba encontrando en él algo que modificaba sus primeras impresiones: la blancura femenil de Karl más allá de la cara y las manos tostadas por el sol; la creciente marcialidad de sus bigotes: la soltura con que montaba a caballo; su aire trovadoresco al entonar con una voz de tenor algo sorda romanzas voluptuosas con palabras que ella no podía entender.
Una noche, a la hora de la cena, no pudo contenerse, y habló con la vehemencia febril del que ha hecho un gran descubrimiento:
-Papá, Karl es noble. Pertenece a una gran familia.
El estanciero hizo un gesto de indiferencia. Otras cosas le preocupaban en aquellos días. Pero durante la velada sintió la necesidad de descargar en alguien la cólera interna que le venía royendo desde su último viaje a Buenos Aires, e interrumpió al cantor.
-Oye, gringo: ¿qué es eso de tu nobleza y demás macanas que le has contado a la niña?
Karl abandonó el piano para erguirse y responder. Bajo la influencia del canto reciente, había en su actitud algo que recordaba a Lohengrin en el momento de revelar el secreto de su vida. Su padre había sido el general von Hartrott, uno de los caudillos secundarios de la guerra del 70. El emperador lo había recompensado ennobleciéndolo. Uno de sus tíos era consejero íntimo del rey de Prusia. Sus hermanos mayores figuraban en la oficialidad de los regimientos privilegiados. Él había arrastrado el sable como teniente.
Madariaga le interrumpió, fatigado de tanta grandeza. «Mentiras..., macanas..., aire.» ¡Hablarle a él de nobleza de los gringos!... Había salido muy joven de Europa para sumirse en las revueltas democráticas de América, y aunque la nobleza le parecía algo anacrónico e incomprensible, se imaginaba que la única auténtica y respetable era la de su país. A los gringos les concedía el primer lugar para la invención de máquinas, para los barcos, para la cría de animales de precio; pero todos los condes y marqueses de la gringuería le parecían falsificados.
-Todo farsas -volvió a repetir-. Ni en tu país hay noblezas, ni tenéis todos juntos cinco pesos. Si los tuvierais, no vendríais aquí a comer ni enviaríais las mujeres que enviáis, que son... tú sabes lo que son tan bien como yo.
Con asombro de Desnoyers, el alemán encogió esta rociada humildemente, asintiendo con movimientos de cabeza a las últimas palabras del patrón.
-Si fuesen verdad -continuó Madariaga implacablemente- todas estas macanas de títulos, sables y uniformes, ¿Por qué has venido aquí? ¿Qué diablos has hecho en tu tierra para tener que marcharte?
Ahora Karl bajó la frente, confuso y balbuciendo.
-Papá... papá -suplicó Elena.
¡Pobrecito! ¡Cómo le humillaban porque era pobre!... Y sintió un hondo agradecimiento hacia su cuñado al ver que rompía su mutismo para defender al alemán.
-Pero si yo aprecio a este mozo! -dijo Madariaga, excusándose-. Son los de su tierra los que me dan rabia.
Cuando, pasados algunos días, hizo Desnoyers un viaje a Buenos Aires, se explicó la cólera del viejo. Durante varios meses había sido el protector de una tiple de origen alemán olvidada en América por una compañía de opereta italiana. Ella le recomendó a Karl, compatriota desgraciado que, luego de rodar por varias naciones de América y ejercer diversos oficios, vivía al lado suyo en clase de caballero cantor. Madariaga había gastado alegremente muchos miles de pesos. Un entusiasmo juvenil le acompañó en esta nueva existencia de placeres urbanos, hasta que al descubrir la segunda vida que llevaba la alemana en sus ausencias y cómo reía de él con los parásitos de su séquito, montó en cólera, despidiéndose para siempre, con acompañamiento de golpes y fractura de muebles.
¡La última aventura de su historia!... Desnoyers adivinó esta voluntad de renunciamiento al oír que por primera vez confesaba sus años. No pensaba volver a la capital. ¡Todo mentira! La existencia en el campo, rodeado de la familia y haciendo mucho bien a los pobres, era lo único cierto. Y el terrible centauro se expresaba con una ternura idílica, con una firme virtud de sesenta y cinco años, insensibles ya a la tentación.
Después de su escena con Karl, había aumentado el sueldo de éste, apelando como siempre a la generosidad para reparar sus violencias. Lo que no podía olvidar era lo de su nobleza, que le daba motivo para nuevas bromas. Aquel relato glorioso había traído a su memoria los árboles genealógicos de los reproductores de la estancia. El alemán era un pedigree, y con este apodo le designó en adelante.
Sentados, en las noches veraniegas, bajo un cobertizo de la casa, se extasiaba patriarcalmente contemplando a su familia en torno de él. La calma nocturna se iba poblando de zumbidos de insectos y croar de ranas. De los lejanos ranchos venían los cantares de los peones que se preparaban su cena. Era la época de la siega, y grandes bandas de emigrantes se alojaban en la estancia para el trabajo extraordinario.
Madariaga había conocido días tristes de guerra y violencias. Se acordaba de los últimos años de la tiranía de Rosas, presenciados por él al llegar al país. Enumeraba las diversas revoluciones nacionales y provinciales en las que había tomado parte, por no ser menos que sus vecinos, y a las que designaba con el título de puebladas. Pero todo esto había desaparecido y no volvería a repetirse. Los tiempos eran de paz, de trabajo y abundancia.
-Fíjate, gabacho -decía, espantando con los chorros de humo de su cigarro los mosquitos que volteaban en torno de él-. Yo soy español, tú, francés, Karl es alemán, mis niñas argentinas, el cocinero ruso, su ayudante griego, el peón de cuadra inglés, las chinas de cocina, unas son del país, otras gallegas o italianas, y entre los peones los hay de todas castas y leyes... ¡Y todos vivimos en paz! En Europa tal vez nos habríamos golpeado a estas horas; pero aquí todos amigos.
Y se deleitaba escuchando la música de los trabajadores: lamentos de canciones italianas, con acompañamiento de acordeón, guitarreos españoles y criollos apoyando a unas voces bravías que cantaban al amor y la muerte.
-Esto es el Arca de Noé -afirmó el estanciero.
Quería decir la torre de Babel, según pensó Desnoyers, pero para el viejo era lo mismo.
-Yo creo -continuó- que vivimos así porque en esta parte del mundo no hay reyes y los ejércitos son pocos, y los hombres sólo piensan en pasarlo lo mejor posible gracias a su trabajo. Pero también creo que vivimos en paz porque hay abundancia y a todos les llega su parte... ¡La que se armaría si las raciones fuesen menos que las personas!
Volvió a quedar en reflexivo silencio, para añadir poco después.
-Sea por lo que sea, hay que reconocer que aquí se vive más tranquilo que en el otro mundo. Los hombres se aprecian por lo que valen y se juntan sin pensar en si proceden de una tierra o de otra. Los mozos no van en rebaño a matar a otros mozos que no conocen, y cuyo delito es haber nacido en el pueblo de enfrente... El hombre no es una mala bestia en todas partes, lo reconozco; pero aquí come, tiene tierra de sobra para tenderse, y es bueno, con la bondad de un perro harto. Allá son demasiados, viven en montón, estorbándose unos a otros, la pitanza es escasa, y se vuelven rabiosos con facilidad. ¡Viva la paz, gabacho, y la existencia tranquila! Donde uno se encuentre bien y no corra peligro de que lo maten por cosas que no entiende, allí está su verdadera tierra.
Y como un eco de las reflexiones del rústico personaje, Karl, sentado en el salón ante el piano, entonaba a media voz un himno de Beethoven: «Cantemos la alegría de la vida; cantemos la libertad. Nunca mientas y traiciones a tu semejante, aunque te ofrezcan por ello el mayor trono de la Tierra.»
¡La paz!... A los pocos días se acordó Desnoyers con amargura de estas ilusiones del viejo. Fue la guerra, una guerra doméstica, la que estalló en el idílico escenario de la estancia. «Patroncito, corra, que el patrón viejo ha pelado cuchillo y quiere matar al alemán.» Y Desnoyers había corrido fuera de su escritorio, avisado por las voces de un peón. Madariaga perseguía cuchillo en mano a Karl, atropellando a todos los que intentaban cerrarle el paso. Únicamente él pudo detenerlo, arrebatándole el arma.
-¡Ese pedigree sinvergüenza! -vociferaba el viejo con la boca lívida, agitándose entre los brazos de su yerno-. Todos los muertos de hambre creen que no hay más que llegar a esta casa para llevarse mis hijas y mis pesos... ¡Suéltame te digo! ¡Suéltame para que lo mate!...
Y con el deseo de verse libre, daba excusas a Desnoyers. A él lo había aceptado como yerno porque era de su gusto, modesto, honrado y... serio. ¡Pero ese pedigree cantor, con todas sus soberbias!... ¡Un hombre que él había sacado... no quería decir de dónde! Y el francés, tan enterado como él de sus primeras relaciones con Karl, fingió no entenderlo.
Como el alemán había huido, el estanciero acabó por dejarse empujar hasta su casa. Hablaba de dar una paliza a la Romántica y otra a la china por no enterarse de las cosas. Había sorprendido a su hija agarrada de las manos con el gringo en un bosquecillo cercano y cambiando entre ellos un beso.
-¡Viene por mis pesos! -aullaba-. Quiere hacer la América pronto a costa del gallego, y para esto tanta humildad, y tanto canto, y tanta nobleza. ¡Embustero!... ¡Músico!
Y repitió con insistencia lo de ¡músico!, como si fuese la concreción de todos sus desprecios.
Desnoyers, firme y sobrio en palabras, dio un desenlace al conflicto. La Romántica, abrazada a su madre, se refugió en los altos de la casa. El cuñado había protegido su retirada; pero a pesar de esto, la sensible Elena gimió entre lágrimas pensando en el alemán: «¡Pobrecito! ¡Todos contra él!» Mientras tanto, la esposa de Desnoyers retenía al padre en su despacho, apelando a toda su influencia de hija juiciosa. El francés fue en busca de Karl, mal repuesto aún de la terrible sorpresa, y le dio un caballo para que se trasladase inmediatamente a la estación de ferrocarril más próxima.
Se alejó de la estancia, pero no permaneció solo mucho tiempo. Transcurridos unos días, la Romántica se marchó detrás de él... Iseo la de las blancas manos fue en busca del caballero Tristán.
La desesperación de Madariaga no se mostró violenta y atronadora, como esperaba su yerno. Por primera vez le vio este llorar. Su vejez robusta y alegre desapareció de golpe. En una hora parecía haber vivido diez años. Como un niño, arrugado y trémulo, se abrazó a Desnoyers, mojándole el cuello con sus lágrimas.
-¡Se la ha llevado! ¡El hijo de una gran... pulga se la ha llevado!
Esta vez no hizo pesar su responsabilidad sobre su china. Lloró junto a ella, y como si pretendiese consolarla con una confesión pública, dijo repetidas veces:
-Por mis pecados... Todo ha sido por mis grandísimos pecados.
Empezó para Desnoyers una época de dificultades y conflictos. Los fugitivos le buscaron en una de sus visitas a la capital, implorando su protección. La Romántica lloraba, afirmando que sólo su cuñado, «el hombre más caballero del mundo», podía salvarla. Karl lo miró como un perro fiel que se confía a su amo. Estas entrevistas se repitieron en todos sus viajes. Luego, al volver a la estancia, encontraba al viejo malhumorado, silenciosos, mirando con fijeza ante él, como si contemplase algo invisible para los demás, y diciendo de pronto: «Es un castigo: el castigo de mis pecados.» El recuerdo de sus primeras relaciones con el alemán, a antes de llevarlo a la estancia, le atormentaba como un remordimiento. Algunas tardes hacía ensillar su caballo, partiendo a todo galope hacia el pueblo más próximo. Ya no iba en busca de ranchos hospitalarios. Necesitaba pasar un rato en la iglesia, hablar a solas con las imágenes, que estaban allí sólo para él, ya que era él quien había pagado las facturas de adquisición... «Por mi culpa, por mi grandísima culpa.»
Pero a pesar de su arrepentimiento, Desnoyers tuvo que esforzarse mucho para obtener de él un arreglo. Cuando le habló de regularizar la situación de los fugitivos, facilitando los trámites necesarios para el matrimonio, no le dejó continuar. «Haz lo que quieras, pero no me hables de ellos.» Pasaron muchos meses. Un día, el francés se acercó con cierto misterio. «Elena tiene un hijo, y le llaman Julio, como a usted.»
-Y tú, grandísimo inútil -gritó el estanciero-, y la vaca floja de tu mujer vivís tranquilamente, sin darme un nieto... ¡Ah gabacho! Por eso los alemanes acabarán montándose sobre vosotros. Ya ves: ese bandido tiene un hijo, y tú, después de cuatro años de matrimonio..., nada. Necesito un nieto, ¿lo entiendes?
Y para consolarse de esta falta de niños en su hogar, se iba al rancho del capataz Celedonio, donde una bandada de pequeños mestizos se agrupaban, temerosos y esperanzados, en torno del patrón viejo.
De pronto murió la china. La pobre misiá Petrona se fue discretamente, como había vivido, procurando en su última hora evitar toda contrariedad al esposo, pidiéndole perdón con la mirada por las molestias que podía causarle su muerte. Elena se presentó en la estancia en la estancia para ver el cadáver de su madre, y Desnoyers, que llevaba más de un año sosteniendo a los fugitivos a espaldas del suegro, aprovechó la ocasión para vencer el enojo de éste.
-La perdono -dijo el estanciero después de una larga resistencia-. Lo hago por la pobre finada y por ti. Que se quede en la estancia y que venga con ella el gringo sinvergüenza.
Nada de trato. El alemán sería un empleado a las órdenes de Desnoyers, y la pareja viviría en el edificio de la Administración, como si no perteneciese a la familia. Jamás dirigiría la palabra a Karl.
Pero apenas lo vio llegar, le habló para tratarle de usted, dándole órdenes rudamente, lo mismo que a un extraño. Después pasó siempre junto a él como si no lo conociese. Al encontrar en su casa a Elena acompañando a la hermana mayor, también seguía adelante. En vano la Romántica, transfigurada por la maternidad, aprovechaba todas las ocasiones para colocar delante de él a su pequeño y repetía sonoramente su nombre: «Julio... Julio.»
-Un hijo del gringo cantor, blanco como un cabrito desollado y con pelo de zanahoria, quieren que sea nieto mío... Prefiero a los de Celedonio.
Y para mayor protesta, entraba en la vivienda del capataz, repartiendo a la chiquillería puñados de pesos.
A los siete años de efectuado el matrimonio, la esposa de Desnoyers sintió que iba a ser madre. Su hermana tenía ya tres hijos. Pero ¿que valían éstos para Madariaga, comparados con el nieto que iba a llegar? «Será varón -dijo con firmeza-, porque yo lo necesito así. Se llamara Julio, y quiero que se parezca a mí pobre finada.»
Desde la muerte de su esposa, que ya no la llamaba la china, sintió algo semejante a un amor póstumo por aquella pobre mujer que tanto le había aguantado durante su existencia, siempre tímida y silenciosa. «Mi pobre finada» surgía a cada instante con la obsesión de un remordimiento.
Sus deseos se cumplieron. Luisa dio a luz un varón, que recibió el nombre de Julio, y aunque mostraba en sus rasgos fisonómicos, todavía abocetados, una gran semejanza con su abuela, tenía el cabello y los ojos negros y la tez de moreno pálido. ¡Bienvenido!... Este era su nieto.
Y con la generosidad de la alegría permitió que el alemán entrase en su casa para asistir a la fiesta del bautizo.
Cuando Julio Desnoyers tuvo cuatro años, el abuelo lo paseó a caballo por toda la estancia, colocándolo en el delantero de la silla. Iba de rancho en rancho para mostrarlo al populacho cobrizo, como un anciano monarca que presenta a un heredero. Más adelante, cuando el nieto pudo hablar sueltamente, se entretuvo conversando con él horas enteras a la sombra de los eucaliptos. Empezaba a marcarse en el viejo cierta decadencia mental. Aún no chocheaba, pero su agresividad iba tomando un carácter pueril. Hasta en las mayores expansiones de cariño se valía de la contradicción, buscando molestar a sus allegados.
-¡Ven aquí, profeta falso! -decía a su nieto-. Tú eres un gabacho.
Julio protestaba como si lo insultasen. Su madre le había enseñado que era argentino, y su padre le recomendaba que añadiese español, para dar gusto al abuelo.
-Bueno; pues si no eres gabacho -continuaba el estanciero- grita: ¡Abajo Napoleón!
Y miraba en torno de él para ver si estaba cerca Desnoyers, creyendo causarle con esto una gran molestia. Pero el yerno seguía adelante, encogiéndose de hombros.
-¡Abajo Napoleón! -decía Julio.
Y presentaba la mano inmediatamente, mientras el abuelo buscaba sus bolsillos.
Los hijos de Karl, que ya eran cuatro, y se movían en torno del abuelo como un coro humilde mantenido a distancia, contemplaban con envidia estas dádivas. Para agradarle, un día que lo vieron solo se acercaron resueltamente, gritando al unísono: «¡Abajo Napoleón!»
-¡Gringos atrevidos! -bramó el viejo-. Eso se lo habrá enseñado a ustedes el sinvergüenza de su padre. Si lo vuelven a repetir, los corro a rebencazos... ¡Insultar así a un gran hombre!
Esta descendencia rubia la toleraba, pero sin permitirle ninguna intimidad. Desnoyers y su esposa tomaban la defensa de sus sobrinos, tachándole de injusto. Y para desahogar los comentarios de su antipatía buscaba a Celedonio, el mejor de los oyentes, pues contestaba a todo: «Sí, patrón.» «Así será, patrón.»
-Ellos no tienen culpa alguna -decía el viejo-, pero yo no puedo quererlos. Además, ¡tan semejantes a su padre, tan blancos, con el pelo de zanahoria deshilachada, y los dos mayores llevan anteojos, lo mismo que si fuesen escribanos!... No parecen gentes con esos vidrios: parecen tiburones.
Madariaga no había visto nunca tiburones, pero se los imaginaba, sin saber por qué, con unos ojos redondos de vidrio, como fondos de botella.
A la edad de ocho años Julio era un jinete. «¡A caballo, peoncito!», ordenaba el abuelo. Y salían a galope por los campos, pasando como centellas entre millares y millares de reses cornudas. El peoncito, orgulloso de su título, obedecía en todo al maestro. Y así aprendió a tirar el lazo a los toros, dejándolos aprisionados y vencidos, a hacer saltar las vallas de alambre a su pequeños caballo, a salvar de un bote un hoyo profundo, a deslizarse por las barrancas, no sin rodar muchas veces debajo de su montura.
-¡Ah gaucho fino! -decía el abuelo, orgulloso de estas hazañas-. Toma cinco pesos para que le regales un pañuelo a una china.
El viejo, en su creciente embrollamiento mental, no se daba cuenta exacta de la relación entre las pasiones y los años. Y el infantil jinete, al guardarse el dinero, se preguntaba qué china era aquélla y por qué razón debía hacerle un regalo.
Desnoyers tuvo que arrancar a su hijo de las enseñanzas del abuelo. Era inútil que hiciese venir maestros para Julio o que intentase enviarlo a la escuela de la estancia. Madariaga raptaba a su nieto, escapándose juntos a correr el campo. El padre acabó por instalar al hijo en un gran colegio de la capital cuando ya había pasado de los once años. Entonces, el viejo fijó su atención en la hermana de Julio, que sólo tenía tres años, llevándola, como al otro, de rancho en rancho sobre el delantero de su montura. Todos llamaban Chichí a la hija del Chicha, pero el abuelo le dio el título de peoncito, como a su hermano. Y Chichí, que se criaba vigorosa y rústica, desayunándose con carne y hablando en sueños del asado, siguió fácilmente las aficiones del viejo. Iba vestida como un muchacho, montaba lo mismo que los hombres, y para merecer el título de gaucho fino conferido por el abuelo, llevaba un cuchillo en la trasera del cinturón. Los dos corrían el campo de sol a sol. Madariaga parecía seguir como una bandera la trenza ondulante de la amazona. Ésta, a los nueve años, echaba ya con habilidad su lazo a las reses.
Lo que más irritaba al estanciero era que la familia le recordase su vejez. Los consejos de Desnoyers para que permaneciese tranquilo en casa los acogía como insultos. Así que avanzaba en años, era más agresivo y temerario, extremando su actividad, como si con ella quisiera espantar a la muerte. Sólo admitía ayuda de su travieso peoncito. Cuando al ir a montar acudían los hijos de Karl, que eran ya unos grandullones, para tenerle el estribo, los repelía con bufidos de indignación.
-¿Creen ustedes que yo no puedo sostenerme?... Aún tengo vida para rato, y los que aguardan que muera para agarrar mis pesos se llevan chasco.
El alemán y su esposa, mantenidos aparte en la vida de la estancia, tenían que sufrir en silencio estas alusiones. Karl, necesitado de protección, vivía a la sombra del francés, aprovechando toda oportunidad para abrumarle con sus elogios. Jamás podría agradecer bastante lo que hacía por él. Era su único defensor. Deseaba una ocasión para mostrarle su gratitud; morir por él, si era preciso. La esposa admiraba a su cuñado con grandes extremos de entusiasmo. «El caballero más cumplido de la Tierra.» Y Desnoyers agradecía en silencio esta adhesión, reconociendo que el alemán era un excelente compañero. Como disponía en absoluto de la fortuna de la familia, ayudaba generosamente a Karl sin que el viejo se enterase. Él fue quien tomó la iniciativa para que pudiesen realizar la mayor de sus alusiones. El alemán soñaba con una visita a su país. ¡Tantos años en América!... Desnoyers, por lo mismo que no sentía deseos de volver a Europa, quiso facilitar este anhelo de sus cuñados, y dio a Karl los medios para que hiciese el viaje con toda su familia. El viejo no quiso saber quién costeaba los gastos. «Que se vayan -dijo con alegría- y que no vuelvan nunca.»
La ausencia no fue larga. Gastaron en tres meses lo que llevaban para un año. Karl, que había hecho saber a sus parientes la gran fortuna que significaba su matrimonio, quiso presentarse como un millonario en pleno goce de sus riquezas. Elena volvió transfigurada, hablando con orgullo de sus parientes: del barón, coronel de húsares, del comandante de la Guardia, del consejero de la corte, declarando que todos los pueblos resultaban despreciables al lado de la patria de su esposo. Hasta tomó cierto aire de protección al alabar a Desnoyers, un hombre bueno, ciertamente, pero sin nacimiento, sin raza, y además francés. Karl, en cambio, manifestaba la misma adhesión de antes, permaneciendo en sumisa modestia detrás de su cuñado. Éste tenía las llaves de la caja y era su única defensa ante el terrible viejo... Había dejado sus dos hijos mayores en un colegio de Alemania. Años después, fueron saliendo con igual destino los otros nietos del estanciero, que éste consideraba antipáticos e inoportunos, «con pelos de zanahoria y ojos de tiburón.»
El viejo se veía ahora solo. Le habían arrebatado su segundo peoncito. La severa Chicha no podía tolerar que su hija se criase como un muchacho, cabalgando a todas horas y repitiendo las palabras gruesas del abuelo. Estaba en un colegio de la capital, y las monjas educadoras tenían que batallar grandemente para vencer las rebeliones y malicias de su bravía alumna.
Al volver a la estancia Julio y Chichí durante las vacaciones, el abuelo concentraba sus predilecciones en el primero, como si la niña sólo hubiese sido un sustituto. Desnoyers se quejaba de la conducta un tanto desordenada de su hijo. Ya no estaba en el colegio. Su vida era la de un estudiante de familia rica que remedia la parsimonia de sus padres con toda clase de préstamos imprudentes, Pero Madariaga salía en defensa de su nieto: «¡Ah gaucho fino!...» Al verlo en l estancia, admiraba su gentileza de buen mozo. Le tentaba los brazos para convencerse de su fuerza; le hacía relatar sus peleas nocturnas, como valeroso campeón de una de las bandas de muchachos licenciados, llamados patotas en el argot de la capital. Sentía deseos de ir a Buenos Aires para admirar de cerca esta vida alegre. Pero, ¡ay!, él no tenía dieciséis años como su nieto. Ya había pasado de los ochenta.
-¡Ven acá, profeta falso! Cuéntame cuántos hijos tienes... ¡Porque tú debes de tener muchos hijos!
-¡Papá! -protestaba Chicha, que siempre andaba cerca, temiendo las malas enseñanzas del abuelo.
-¡Déjate de moler! -gritaba éste, irritado-. Yo sé lo que me digo.
La paternidad figuraba inevitablemente en todas sus fantasías amorosas. Estaba casi ciego, y el agonizar de sus ojos iba acompañado de un creciente desarreglo mental. Su locura senil tomaba un carácter lúbrico, expresándose con un lenguaje que escandalizaba o hacía reír a todos los de la estancia.
-¡Ah ladrón, y qué lindo eres! -decía, mirando al nieto con sus ojos que sólo veían pálidas sombras-. El vivo retrato de mi pobre finada... Diviértete, que tu abuelo está aquí con sus pesos. Si sólo hubieses de contar con lo que te regale tu padre, vivirías como un ermitaño. El gabacho es de los de puño duro: con él no hay farra posible. Pero yo pienso en ti, peoncito. Gasta y triunfa, que para eso tu tatica ha juntado plata.
Cuando los nietos se marchaban de la estancia, entretenía su soledad yendo de rancho en rancho. Una mestiza ya madura hacía hervir en el fogón el agua para su mate. El viejo pensaba confusamente que bien podía ser hija suya. Otra de quince años le ofrecía la calabacita de amargo líquido, con su canuto de plata para sorber. Una nieta tal vez, aunque él no estaba seguro. Y así pasaba las tardes, inmóvil y silencioso, tomando mate tras mate, rodeado de familias que lo contemplaban con admiración y miedo.
Cada vez que subía a caballo para estas correrías, su hija mayor protestaba. «¡A los ochenta y cuatro años! ¿No era mejor que se quedase tranquilamente en casa? Cualquier día iban a lamentar una desgracia...» Y la desgracia vino. El caballo del patrón volvió un anochecer con paso tardo y sin jinete. El viejo había rodado en una cuesta, y cuando lo recogieron estaba muerto. Así terminó el centauro, como había vivido siempre: con el rebenque colgado de la muñeca y las piernas arqueadas por la curva de la montura.
Su testamento lo guardaba un escribano español de Buenos Aires casi tan viejo como él. La familia sintió miedo al contemplar el voluminoso testamento. ¿Qué disposiciones terribles habría dictado Madariaga? La lectura de la primera parte tranquilizó a Karl y Elena. El viejo mejoraba considerablemente a la esposa de Desnoyers; pero aun así, quedaba una parte enorme para la Romántica y los suyos. «Hago esto -decía- en memoria de mi pobre finada y para que no hablen las gentes.» Venían a continuación ochenta y seis legados, que formaban otros tantos capítulos del volumen testamentario. Ochenta y cinco individuos subidos de color -hombres y mujeres- que vivían en la estancia largos años como puesteros y arrendatarios, recibían la última munificencia paternal del viejo. Al frente de ellos figuraba Celedonio, que en vida de Madariaga se había enriquecido ya sin otro trabajo que escucharle, repitiendo: «Así será, patrón.» Más de un millón de pesos representaban estas mandas de tierras y reses. El que completaba el número de los beneficiados era Julio Desnoyers. El abuelo hacía mención especial de él, legándole un campo «para que atendiera a sus gastos particulares, supliendo lo que no le diese su padre».
-Pero ¡eso representa centenares de miles de pesos! -protestó Karl, que se había hecho más exigente al convencerse de que su esposa no estaba olvidada en el testamento.
Los días que siguieron a esta lectura resultaron penosos para la familia. Elena y los suyos miraban al otro grupo como si acabasen de despertar, contemplándolo bajo una nueva luz, con aspecto distinto. Olvidaban lo que iban a recibir para ver únicamente las mejoras de los parientes.
Desnoyers, benévolo y conciliador, tenía un plan. Experto en la administración de estos bienes enormes, sabía que un reparto entre los herederos iba a duplicar los gastos sin aumentar los productos. Calculaba, además, las complicaciones y desembolsos de una partición judicial de nueve estancias considerables, centenares de miles de reses, depósitos en los bancos, casas en las ciudades y deudas por cobrar. ¿No era mejor seguir como hasta entonces?... ¿No habían vivido en la santa paz de una familia unida?...
El alemán, al escuchar su proposición se irguió con orgullo. No; cada uno a lo suyo. Cada cual que viviese en su esfera. Él quería establecerse en Europa, disponiendo libremente de los bienes heredados. Necesitaba volver a su mundo.
Lo miró frente a frente Desnoyers, viendo a un Karl cuya existencia no había sospechado nunca cuando vivía bajo su protección, tímido y servil. También el francés creyó contemplar lo que le rodeaba bajo una nueva luz.
-Está bien -dijo-. Cada uno que se lleve lo suyo. Me parece justo.