Los cuatro hijos de Eva: 2
Capítulo II
editarDe vez en cuando un querubín volaba en torno á la granja, como un palomo perdido.
Huyendo por algunas horas de la tarea de hacer gorgoritos en los coros celestiales, había osado descender á las regiones terrestres, con la esperanza de que el Señor le perdonaría esta escapada cuando le contase lo que había visto y cómo progresaban los negocios de los humanos después del pecado original.
Eva, con sus ojos de mujer curiosa, no tardaba en descubrir la carita mofletuda que le estaba espiando medio oculta en las espesuras del follaje. Entonces, iniciando una de sus más hermosas sonrisas, lo llamaba:
—Oye, chiquitín, ¿vienes de allá arriba? ¿Cómo está el Señor?
Viéndose descubierto, el niño celestial se aproximaba hasta dejarse caer sobre las rodillas de nuestra madre.
El Señor se mantenía, como siempre, inmutable y magnífico.
—Cuando le veas—continuaba Eva—, dile que estoy muy arrepentida de mi desobediencia. ¡Qué tiempo tan agradable el que pasé en el Paraíso! ¡Qué espléndidas recepciones daba yo allá! ¡Y qué buffet tan distinguido!... ¡Ay, las tortas celestiales!...
Una de sus melancolías más dolorosas era á causa de las tortas celestiales. Eva lamentaba su pérdida tanto como la de la amistad de los bienaventurados.
En vano Adán se calentaba la cabeza buscando algo adecuado para sustituirlas. Hizo tortas de trigo, que roció con la miel de las abejas, recientemente subyugadas; secó los frutos de la viña, inventando las pasas antes que el vino, y así llegó á descubrir el pudding. Pero ninguna de tales golosinas pudo hacer olvidar á su mujer las tortas deliciosas que ella encargaba á los pasteleros del cielo para sus tés paradisíacos de cinco á siete de la tarde.
—Dile también—continuaba Eva—que ahora trabajamos y sufrimos mucho. Dile que deseamos verle, una vez solamente, para presentarle nuestras excusas. Mi marido y yo necesitamos convencernos de que Él no nos guarda rencor.
—Se hará como se pide—contestaba el pequeñuelo.
Y dando dos ó tres golpes de ala, se perdía en las nubes.
Pero por más recados de esta clase que dió, nunca pudo conseguir una respuesta de lo alto. En general, la mayor parte de los volátiles celestes jamás volvían á las regiones terrenales, pero de tarde en tarde la mujer de Adán lograba reconocer la cara de alguno de estos seres alados.
—Sé quién eres, pequeño—decía—. La semana pasada te vi rondando por estos sitios. ¿Diste al Señor mi recado? ¿Qué es lo que contestó?
Las más de las veces los ángeles permanecían silenciosos ó balbuceaban palabras sin ilación, como niños bien educados que no quieren decir cosas desagradables á una señora.
—¡Pero Él te habrá dado alguna respuesta!—insistía Eva—. ¡Vamos, habla!
Y una vez encontró á un querubín pequeñito, de cara mofletuda, que le respondió:
—Sí, señora. Su Divina Majestad ha contestado algo. Al darle yo su recado, me dijo: «¿Pero es que ese par de sinvergüenzas viven todavía?...»
Eva sólo quiso ver en tales palabras una broma de niño falto de buena crianza. Juzgaba imposible que el Señor hubiera dicho esto. Si insistía en mantenerse invisible, era seguramente porque estaba muy ocupado en la dirección de sus dominios infinitos, no quedándole media hora libre para dar un paseo por la tierra.
Una mañana fué recompensada su fe en la bondad divina. Se presentó un mensajero celeste, saltando de nube en nube, y gritó á Eva:
—Escucha, mujer: si no llueve esta tarde, es posible que el Señor venga á haceros una visita corta. ¡Ha pasado tanto tiempo sin ver la tierra!... Anoche, hablando con el arcángel Miguel, le dijo: «A veces me pregunto en qué habrán venido á parar aquellos dos canallas desagradecidos que teníamos en el Paraíso. Me gustaría verlos.»
Eva quedó aturdida por la noticia, y llamó á Adán, que trabajaba en un campo próximo.
¡Cómo describir la agitación que conmovió á la granja!... El tío Correa la comparaba con la fiesta del santo patrono en cualquier pueblo de España, cuando las mujeres limpian en la víspera sus casas, desde la puerta al tejado, preparando además la gran comilitona del día siguiente.
La esposa de Adán barrió y lavó los pisos de la entrada de la casa, de la cocina y del dormitorio. También puso una colcha nueva sobre la cama y frotó las sillas con arena y jabón. Después inspeccionó el guardarropa de la familia, y al ver que las pieles de cordero de su marido no estaban presentables, le confeccionó en un momento una casaquilla de hojas secas. ¡Para un hombre, bien estaba!
El tiempo restante lo consagró al adorno de su persona. Contempló con mirada perpleja unos cuantos centenares de vestidos que había hecho y rehecho, preguntándose con desconsuelo:
—¿Cómo me arreglaré para recibir dignamente á tan gran personaje? Verdaderamente, tengo muy poco que ponerme.
Miró con ternura una larga túnica negra, de corte severo, que no dejaba visible ni una línea de su blanco cuerpo. Pero á continuación pensó que, por ser hombres todos los visitantes, no convenía recibirlos con tanta austeridad.
Acababa de escoger uno de sus trajea mixtos, muy atrevido por un extremo y muy discreto por el otro, cuando llegó á sus oídos una verdadera tempestad de gritos y llantos. Toda su prole se sublevaba. Sólo se componía de unos cien muchachos, pero se hubiera dicho que la tierra entera había empezado á gritar.
Por primera vez en su vida Eva contempló atentamente á sus hijos. Eran demasiado feos para presentarlos al Señor. Tenían los cabellos en maraña, las mejillas manchadas de barro seco y las narices cubiertas de costras. Eva, absorbida por sus inventos de modista, los había olvidado durante meses y meses.
—¿Cómo presento estos granujas á Dios?... El Todopoderoso va á creer que soy una sucia y una mala madre.... Porque el Señor es hombre, y los hombres no comprenden lo difícil que es cuidar á tantos chiquillos.
Después de esto empezó á insultar á Adán, como si éste fuese el responsable del abandono en que vivían sus hijos.
Pero transcurría el tiempo y era urgente tomar una resolución. Luego de muchas dudas y titubeos, Eva escogió á los hijos preferidos (¿qué madre no los tiene?) para lavarlos y vestirlos lo mejor que pudo. Después empujó á los otros á puro cachete, hasta dejarlos encerrados en un establo, bajo llave, á pesar de sus protestas.
Ya llegaban los visitantes. Eva apenas tuvo tiempo de dar una última mano al arreglo de su persona. Sacudió su vestido para hacer desaparecer las arrugas de la lucha con la terrible chiquillería y se pasó un peine por los pelos alborotados.
En el horizonte, una columna de nubes, blanca y luminosa, descendió del cielo hasta posarse en la tierra. Empezó á sonar un ruido de alas innumerables, acompañado por las voces de un coro inmenso, cuyos «¡hosanna!» repercutieron á través del espacio infinito.
Los primeros viajeros celestes, desembarcando de la nube que los había traído, empezaron á remontar el sendero de la granja. Estaban envueltos en tal esplendor, que parecía que todas las estrellas del firmamento hubiesen bajado á la tierra para juguetear entre los bancales de trigo cultivados por Adán.
Iba delante la escolta de honor, compuesta de un destacamento de arcángeles cubiertos de cabeza á pies con centelleantes armaduras de oro. Después de haber envainado sus sables, se acercaron á Eva para decirle unos cuantos chicoleos, asegurando que no pasaban por ella los años y que se mantenía tan fresca y apetitosa como en los tiempos que habitaba el Paraíso.
—Los soldados son así—explicó el tío Correa—. Allá donde van se lo comen todo, y lo que no se comen lo rompen ó se lo apropian. Cuando ven á una mujer sienten excitado su heroísmo, lo mismo que si oyesen sonar el toque de asalto....
Total: que algunos más atrevidos intentaron unir los actos á las palabras, abrazando á Eva. Pero ésta tenía cerca su escoba, y los obligó con una rápida contraofensiva á refugiarse en la huerta, donde se subieron á los árboles.
El viejo segador rió un poco, añadiendo después:
—El pobre Adán no sabía qué hacer. «¡Van á comerse todos mis higos y mis melocotones!», gritó levantando los brazos. Para él hubiera sido mejor un ciclón en su huerto que la entrada de la alegre soldadesca. Pero como era hombre de tacto, aunque juró un poco, acabó por callar.
El Señor llegaba ya. Su barba era de plata y su cabeza tenía como adorno un triángulo resplandeciente que lanzaba rayos lo mismo que el sol. Detrás venía Miguel, con una armadura incrustada de piedras preciosas formando fantásticos dibujos. Cerraban la marcha todos los ministros y altos dignatarios de la corte celestial.
—El Creador saludó á Adán con una sonrisa de lástima—prosiguió el viejo—. «¿Cómo estás, infeliz?», le preguntó. «¿Tu mujer no te ha metido en nuevos líos?...» Después acarició á Eva, tomándole la barbilla. «¡Hola, buena pieza! ¿Aún continúas haciendo locuras?»
Conmovidos por tanta simplicidad, los esposos ofrecieron al Señor el único mueble que poseían, semejante á un trono. Era una silla de brazos como las mejores que se pueden encontrar en una granja rica.
—¡Qué asiento, hijos míos!—dijo el tío Correa con entusiasmo—. Ancho, blandísimo, hecho con madera de algarrobo de la mejor y con cuerda de esparto bien tejido; un sillón, en fin, como sólo puede tenerlo un cura de pueblo rico.
Sentado en él Su Divina Majestad, fué escuchando lo que le contaba Adán, sus fatigas, sus malos negocios, las dificultades que había de vencer para ganar el sustento de él y su familia.
—¡Muy bien! ¡Me alegro mucho!—decía el Señor, mientras una sonrisa agitaba su barba resplandeciente—. Eso te enseñará á no desobedecer á tus superiores, y sobre todo, á no seguir los consejos de una hembra. ¿Creías acaso que ibas á comer gratis en el Paraíso y hacer al mismo tiempo lo que se te antojase?... ¡Sufre, hijo mío! ¡Trabaja y rabia! Así aprenderás lo que cuesta la libertad.
El Señor contempló luego á Eva. Desde mucho antes le había dirigido rápidas miradas de curiosidad y de indignación. Era la primera vez que veía á una mujer vestida. ¿De dónde había salido este animal de plumaje fantástico, este loro sin alas, cuya forma absurda y colores chillones no hubiera podido concebir Él, ni aun en sus momentos de más frenética creación?...
Dándose cuenta de que el Señor la observaba, Eva fué adoptando las actitudes que consideró más interesantes, esforzándose por hacer valer con ellas las gracias de su cuerpo y la elegancia de sus adornos. Al mismo tiempo sonreía, segura de sí misma.
—Y el Todopoderoso—continuó el tío Correa—no pudo menos de reconocer cierta gracia en estos adornos mujeriles que al principio había considerado feísimos.
—Continúa siendo la misma frívola de siempre—murmuró el Señor dirigiéndose al gran capitán Miguel, que le acompañaba á todas partes y se mantenía ahora de pie detrás de su sillón—. Es la misma cabeza de chorlito que conocimos en el Paraíso.... Pero hay que confesar que sabe adornarse con gusto.
Tal vez estas consideraciones, unidas á las sonrisas de Eva y al humilde silencio con que Adán acogió las reprimendas del Señor, ablandaron el corazón de éste. Pareció arrepentirse de su anterior severidad, y añadió con un tono de benevolencia:
—No esperéis que os perdone, permitiendo que volváis á disfrutar por segunda vez los placeres del Paraíso. Lo que está hecho ya está hecho, y debéis sufrir los efectos de mi maldición. Mi palabra es sagrada; y si la retirase, me desconocería á mí mismo.... Pero ya que he venido á veros, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi visita. A vosotros no puedo daros nada: los dos estáis malditos; pero vuestros hijos son inocentes y tendré mucho gusto en hacer un don á cada uno de ellos.... Yo había creído que teníais una descendencia más numerosa. ¿Sólo cuatro hijos? Seguramente que no me arruinaré con mis regalos. Anda, Eva, tráeme á tus pequeños.
Los cuatro pilletes se alinearon ante el Todopoderoso, que los examinó atentamente.
—Ven aquí, tú—dijo designando á un pequeño, serio y gordo, de mirada penetrante y cejas fruncidas, que había estado chupándose un dedo mientras escuchaba gravemente la conversación—. Te confiero el poder de juzgar á tus iguales. Serás el dispensador de la justicia; interpretarás según tu criterio las leyes hechas por los otros; poseerás el privilegio de establecer lo que es el Bien y lo que es el Mal, cambiando de opinión cada siglo. Sujetarás todos los delincuentes á las mismas reglas penales, medida tan cuerda y acertada como si los médicos pretendiesen curar á los enfermos con el mismo remedio. Tu situación será en el mundo la más estable é inconmovible. Podrá ocurrir que los hombres duden con el tiempo de todo lo que les rodea. Hasta llegará un día en que se atrevan á discutir mi existencia y á negarme. Pero no temas por ti. Tú serás la Justicia augusta é infalible, incapaz de equivocarse, sin la cual no es posible la vida. Los mismos que ostenten como un título de gloria su incredulidad absoluta, se indignarán si alguien tiene la audacia de poner en duda tu rectitud. Y si incurres en errores que cuestan la vida ó la libertad á los hombres, la mayoría disimulará tu horrible equivocación, apelando al «carácter sagrado de la cosa juzgada».
El Todopoderoso hizo señal para que avanzase un segundo muchacho.
Era moreno, de aspecto jovial y atrevido, con la cabeza puntiaguda, la mandíbula cuadrada y unas orejas prominentes. Llevaba siempre en su mano derecha un bastón, con el que pegaba á sus hermanos. A la hora de las comidas se apoderaba de las porciones de los otros, amenazándoles si protestaban.
Al llegar á corta distancia del Todopoderoso se cuadró, con las manos pegadas á los muslos y los ojos fijos, lo mismo que un soldado alemán bien disciplinado.
Y el Señor le dijo:
—Tú serás el hombre de guerra, el héroe. Conducirás tus semejantes á la muerte, como el matarife guía los rebaños al matadero. Esto no impedirá que todos te admiren y te aclamen (hasta aquellos mismos que serán hechos pedazos bajo tu dirección), pues emplearás como fetiches de poder inagotable las palabras Gloria, Honor, Patria, Bandera. Los hombres hablarán con emoción de leyes morales y mandamientos religiosos que les ordenan «no matarás», «no robarás», «amarás á tu prójimo como á ti mismo»; pero tú, guerrero semejante á un semidiós, vivirás más allá del Bien y del Mal. Si los otros hombres matan, serán juzgados como criminales y terminarán sus días en un presidio ó en el cadalso. Tú, por el contrario, te agrandarás en proporción de tus matanzas, y cuando las gentes te admiren cubierto de sangre humana, gritarán á coro: «¡Este es un verdadero héroe!»
»Si alguna vez deseas un territorio, lo primero que harás será apoderarte de él por la fuerza, exterminando á todos los que intenten resistirse en nombre de sus antiguos derechos. Siempre encontrarás jurisconsultos que se encarguen de probar, textos en mano, tu derecho á la posesión de las tierras conquistadas. Comete toda clase de atrocidades...pero vence. Nunca dejarás de tener razón si eres victorioso. Nadie osa pedir cuentas al conquistador, y en sus templos, los sacerdotes de todas las religiones cantarán por tu salud, celebrando tu triunfo. Inunda los países de sangre, pasa los pueblos á cuchillo, incendia las ciudades, mata, destruye, roba.... Esto no impedirá que los poetas te celebren y los historiadores perpetúen tus hazañas más que si fueses un benefactor de la humanidad. Pero los que intenten imitarte y cometan tus mismas atrocidades sin vestir unas ropas de corte y color especiales llamadas uniforme, arrastrarán una cadena en el calabozo de una cárcel.... Puedes retirarte. ¡Que avance otro!.
El tercero era un adolescente, seco de carnes, nervioso, con una palidez verdosa y los ojos de mirada astuta.
Reflexionó el Señor un instante antes de decidir lo que haría de él, y dijo finalmente:
—Tú dirigirás los negocios del mundo, siendo al mismo tiempo mercader y banquero. Prestarás oro á los reyes, lo que te permitirá tratarlos como si fuesen tus iguales; y si llegas á arruinar á toda una nación en provecho tuyo, el mundo admirará tu habilidad. Tus grandes combinaciones financieras extenderán el pánico por el universo entero, haciendo pesar sobre las ciudades horas de angustia mortal. Tus victorias en la Bolsa irán acompañadas por los pistoletazos de tus víctimas empujadas al suicidio y los llantos de sus familias. Provocarás guerras incomprensibles y favorecerás tratados de paz ruinosos, siendo responsable del envío de acorazados y de ejércitos expedicionarios para sostener tus reivindicaciones injustas y usurarias contra las naciones débiles.
»Tus hijos creerán proteger las artes manteniendo lujosamente bailarinas, cantantes ó simples portadoras de costosos trajes y joyas inauditas para halago de su orgullo. Tú, retenido por tus negocios, envejecerás y llegarás tarde á la escena de la vida, para ser un Mecenas de esta especie, contentándote con proteger á los pintores.
»La disparidad de opiniones más absoluta acompañará el recuerdo de tu nombre durante treinta ó cuarenta años, porque tu nombre, como el de los tenores y el de los cómicos, vivirá nada más lo que vivan las personas que te conocieron. «Sirvió al progreso humano», dirán algunos acordándose de tus flotas de buques mercantes y de las vías férreas con que surcastes los desiertos. «Era un bandido», afirmarán otros pensando que por cada kilómetro de rieles colocados llenaste un cementerio de trabajadores. «Fué un monstruo, que para ganar sus riquezas sacrificó más vidas humanas que un conquistador.» Y todos tendrán razón, todos dirán la verdad; porque lo que hay más divertido en la vida de los hombres es que todos ellos hablan de la verdad, de la verdad absoluta é indiscutible, ignorando que esta verdad absoluta no es mas que un ensueño y que siempre habrá tantas verdades como intereses.... Acuérdate de esto y sigue tu camino.
Llegó el turno al cuarto muchacho, y éste avanzó.
—Viendo al tal mocoso, el Señor empezó á reír—dijo el tío Correa—. Apenas levantaba dos palmos del suelo; y el Omnipotente, como lo sabe todo, vió que era el hijo preferido de su madre.
Ésta únicamente dudaba de la justicia de su preferencia al comparar á este pequeño con el hermano de las orejas grandes, armado siempre con un garrote. La mujer se siente en todas ocasiones atraída por el guerrero; pero cuando el pequeño abría la boca, Eva, completamente subyugada, reconocía su superioridad sobre el belicoso mayor.
El Omnipotente examinó al diminuto personaje con un regocijo mal disimulado. Se fijó en sus robustos hombros, su cabeza enorme y su amplia frente. Su mirada era orgullosa y sus labios se contraían con una mueca en la que se mezclaban el menosprecio y la adulación. Tenía á la vez algo de comediante y de rey.
No parecía intimidado el chicuelo por la presencia del Creador. Se mantuvo erguido, con una mano sobre el pecho y la otra apoyada en el respaldo de una silla. Su frente elevada parecía aguardar la inspiración de lo alto. Mostraba la rigidez de un modelo, como si estuviera delante del escultor encargado de su futura estatua.
Su madre le conocía bien. Cuando sentía hambre y deseaba un pedazo de pan, nunca lo reclamaba á gritos, como los niños ordinarios. Tenía el sentimiento precoz de las fórmulas parlamentarias, no conocidas aún en el mundo, y decía gravemente:
—Señora Eva, permítame su señoría una pequeña interpelación: ¿puedo tomar un poquito de pan?
La madre apelaba á su auxilio cada vez que tenía necesidad de mantener tranquila á la numerosa prole, mientras se consagraba á la confección de sus trajes.
—Ven aquí, vida mía—suplicaba Eva—. Hazme el favor de divertir á tus hermanos con uno de tus discursos.
Y el niño, empujado por su propia elocuencia, hablaba horas y horas, sin saber ciertamente lo que decía, dando tiempo á la madre para terminar su obra.
—Tú serás el rey de la tierra—declaró el Todopoderoso—; tú serás el Orador, y con eso queda dicho todo. A pesar de su poder y su orgullo, tus hermanos vivirán al amparo de tu palabra. El guerrero te obedecerá; el juez te servirá y sostendrá, para mantener su propia situación; el banquero te dará cuanto le pidas, para que seas su abogado y defiendas sus terribles combinaciones. Tu único mérito consistirá en hablar bien, y eso es suficiente para que todos te consideren el hombre más sabio de la tierra.
»Sin necesidad de estudiar los asuntos, hablarás de ellos indefinidamente; si alguna vez necesitas mostrar conocimientos, serán de tercera ó cuarta mano, y sin embargo las masas te aclamarán como un genio. En los tiempos difíciles todos te buscarán, viendo en ti la única esperanza de la patria. «Coloquémosle á la cabeza del gobierno, ya que habla mejor que todos», dirán las gentes.
»La humanidad se deja regir por una lógica absurda. Para gobernar una nación, para administrar su hacienda y hasta para mandar sus ejércitos, nadie vale lo que un buen orador, capaz de hablar a todas horas fácilmente y sin fatiga. Cuando surja una guerra, tú dirigirás desde tu sillón á los generales; cuando llegue el momento de negociar la paz, confiarán esta misión á un congreso de oradores. La palabra gobernará al mundo más aún que el sable. Habla, hijo mío, habla elocuentemente y sin cansancio, y el mundo será tuyo.