Cuentos del hogar
Los corretones​
 de Antonio Trueba


Los corretones editar

I editar

-¿Qué noticias tenemos hoy? -preguntó el más hablador de la tertulia a un señor forastero, en el barrio de Salamanca, allá hacia fines de 1873.

-¿Ya sabrán ustedes lo de Villalain? -contestó el forastero, que por señas había huido de su pueblo porque (como a mí me había sucedido) había llevado una paliza por sospechoso de carlista y otra por sospechoso de liberal.

-Hombre, nada sabemos. ¿Pues qué ocurre?

-Lo que ocurre es que los vecinos de este barrio están expuestos a ver el mejor día a Villalain asomar por las Ventas del Espíritu Santo o los cerros de Máudes, y tener que apresurarse a emigrar a Madrid cargados con los trebejos de su casa.

-¡Hombre, ni en broma diga usted eso!...

-¿Broma? ¡No es mala la broma en que nos metieron ustedes los revolucionarios madrileños!

-¿Cómo que nosotros? Poco a poco con eso, don Francisco, que todos los que aquí estamos, menos usted, somos madrileños y ninguno tuvimos arte ni parte en la gloriosa

-Bueno, ustedes serán de los pocos que no tomaron parte en ella ni la aprobaron; pero la verdad es que los que desde lejos observábamos lo que en Madrid pasaba a raíz de la revolución de 1868, tenemos derecho a creer que casi todos los madrileños eran revolucionarios.

-Pues les niego a ustedes ese derecho.

-¿Por qué?

-Porque sólo una mínima parte de Madrid simpatizaba con la revolución. La inmensa mayoría de los madrileños la reprobábamos.

-Tengo poderosas razones para creer que o usted se equivoca, o la inmensa mayoría de los madrileños disimulaba muy bien esa reprobación.

-Diga usted cuáles son esas razones.

-¡Vaya si las diré! Días pasados fuí a la Biblioteca Nacional, y queriendo refrescar mi memoria, porque empezaba a dudar de su fidelidad al ver que apenas hay un madrileño para quien no sea ya peor que llamarle perro judío el llamarle revolucionario, me entretuve en hojear los periódicos madrileños del último trimestre de 1868, y apenas encontré uno que no se entusiasmase, más o menos, con el jolgorio revolucionario.

-Esa no es razón, ni Cristo que lo fundó.

-¡Pues no lo ha de ser, hombre! La Prensa es el eco de la opinión pública. Además, cuando Madrid veía con los brazos cruzados que su Ayuntamiento le entrampaba para siglos enteros y demolía sus templos, empezando por el venerando de Santa María la Mayor, que simbolizaba y recordaba sus más gloriosas tradiciones religiosas e históricas, claro es que Madrid simpatizaba con el carnaval revolucionario.

-Pues yo no lo veo tan claro como usted.

-¿Por qué no?

-Porque uno que apunta con un trabuco puede más que mil que apuntan con el dedo. Pero dejémonos de esto y díganos usted qué es lo que hay de Villalain.

-Hombre, lo que hay de Villalain es que por fuerza tiene alas en los pies, como Mercurio, porque anteayer anocheció hacia Molina y ayer amaneció hacia Segovia.

-Pues a ese paso no dudo que el mejor día anochezca en Sigüenza y al siguiente amanezca en el barrio de Salamanca. ¡Cuidado que los tales carlistas tienen piernas!

-Diga usted que las tenemos los españoles, seamos carlistas o seamos republicanos, con tal que seamos facciosos o simplemente transgresores de la ley.

-No entiendo lo que usted quiere decir con eso.

-Lo que con esto quiero decir es que el gran mal de España está en lo ligeros de piernas que somos los españoles.

-Pues todavía le entiendo a usted menos.

-Yo me explicaré de modo que todos ustedes me entiendan. ¿Creen ustedes que entre los que se meten a contrabandistas, a cazadores furtivos, a bandoleros o a facciosos blancos o negros hay muchos cojos?

-Claro es que habrá muy pocos, porque la cojera es malísima condición para dedicarse a oficios como esos, en que teniendo siempre que andar a salto de mata, la principal e indispensable defensa está en los pies.

-¡Ajá! Esa es mi opinión, y veo que nos vamos entendiendo. ¿Con que viene usted, y al parecer convienen estos señores, cuya voz lleva usted muy a su satisfacción, en que si los españoles se quedaran cojos en el momento en que faltan a las leyes, y, por tanto, se hacen acreedores a la persecución de la justicia, representada por la Guardia Civil, por los guardas de monte, por los carabineros o por la tropa, apenas habría un español que faltara a las leyes, metiéndose a contrabandista, a cazador furtivo, a bandolero o a faccioso blanco o negro?

-¡Vaya si convenimos!

-Pues me alegro mucho, porque así convienen ustedes en que no es irremediable la transgresión de las leyes cuando para esta transgresión el principal elemento es la ligereza de pies.

-Dispense usted, don Francisco, si le digo que en esa segunda parte no estamos conformes, ni lo puede estar ninguna persona de sentido común.

-¡Gracias por la merced que usted me hace suponiendo, o que yo no le tengo, o que digo lo que no creo!

-¡Don Francisco, por Dios, no lo tome usted así! Lo que digo es que el remedio que usted encuentra para que los españoles no falten a las leyes es muy parecido al que encontró el italiano para matar las pulgas.

-Pues si dice usted eso, dice muy mal.

-¡Cómo que digo mal, hombre! Los batallones carlistas de las Provincias Vascongadas se componen casi en su totalidad de forzosos, a pesar de que el pretendiente tiene la poca vergüenza de llamarles voluntarios. Nadie duda que el principal recurso de que conviene privar allí al pretendiente es el de hombres, a quienes pone un fusil en la mano tan pronto como cumplen diez y siete años. Pues según el sistema de usted, sería muy fácil privar al pretendiente del recurso de hombres en las Provincias Vascongadas, sin más que cortarle la mano derecha, para que el pretendiente no pueda poner en ella un fusil, a todo varón de catorce a diez y siete años...

-Eso sería una barbaridad, que yo rechazo por dos razones.

-Vamos a ver cuáles son las razones que usted tiene para rechazarlo, aunque una de ellas ya la supongo.

-Las dos razones son que yo tengo corazón y sentido común. Cortar la mano a los jóvenes de catorce a diez y siete años para que no puedan manejar el fusil, sería una barbaridad, no sólo por lo inhumano, sino también porque la cura sería peor que la enfermedad.

-Explíquenos usted eso último.

-La explicación es muy sencilla: el bien que a la patria resultaría que los jóvenes no tuviesen mano para manejar el fusil en el estado anormal, que es el de guerra, valdría muy poco, comparado con el mal que resultaría a la patria con que los jóvenes no tuviesen mano para manejar la azada o el martillo en tiempo normal, que es el de paz.

-Tiene usted mucha razón en eso; pero nos tiene usted aún completamente a oscuras sobre la eficacia de su descubrimiento para que los españoles no se metan a contrabandistas, cazadores furtivos, bandoleros, o facciosos blancos o negros, y hasta seguimos creyendo que se parece mucho al del italiano que vendía polvos para matar pulgas.

-Bueno, crean ustedes lo que les dé la gana, que yo estoy seguro de la eficacia de mi descubrimiento.

-Pero, hombre de Dios, también es mucho cuento...

-¿Cuál es mucho cuento? ¿El que les voy a contar a ustedes? Ciertamente es un poquillo largo, pero no renuncio a contarle si ustedes me lo permiten.

-¡Que le cuente! ¡que le cuente!-exclamaron todos los contertulios, muy contentos, porque sabían que don Francisco se parecía a mí más de lo que a ustedes se les figura.

Digo que don Francisco se parecía mucho a mí, porque careciendo de ciencia y filosofía propias para llevar su piedrecita al edificio de los conocimientos humanos, andaba siempre moliendo, para que se la prestase, a un señor muy bruto y muy sabio, llamado, no sé si por mal o buen nombre, el Pueblo, que tiene canteras inagotables, sin saber el muy pedazo de alcornoque que hasta diamantes finos hay en ellas.

-Ustedes -dijo don Francisco- no tendrán probablemente noticia de la Corretania.

-En mi vida la he oído nombrar.

-Ni yo.

-Ni yo.

-Ni yo.

-Pues no diré yo lo que decía un ex zapatero remendón, portero de un instituto de segunda enseñanza, a las personas que iban a ver el gabinete de física del establecimiento, después de cerciorarse de que eran legas en aquella ciencia.

-¿Qué les decía?

-«¿Ustedes -les preguntaba- entienden de física?» «No señor». «¡Ah! Pues entonces, es inútil que yo les explique a ustedes estas máquinas, porque no me han de entender». Yo no tengo inconveniente en explicarles a ustedes la Corretania, porque estoy seguro de que ustedes me han de entender perfectamente.

Así diciendo, don Francisco contó el cuento de Los Corretones, que por cierto se resiente de la falta de creencias definidas y concretas que caracteriza a nuestro tiempo, en que la vaguedad y la duda reinan en todo, por lo que me permitiré alguna vez interrumpir al narrador.


II editar

-Digo y redigo y vuelvo a decir que el gran mal de España está no tanto en la ligereza de cabeza como en la ligereza de pies de los españoles.

Yo tengo derecho a contarme entre los historiadores modernos, porque he averiguado las antigüedades nada menos que prehistóricas, de la península corretánica, y para muestra basta un botón.

Los historiadores modernos tenemos una ganga en la ciencia prehistórica, de que carecían los historiadores antiguos.

Si yo fuera historiador antiguo echaría a volar mi obra, seguro de no haber dejado cronicón, ni anales, ni becerro, ni diploma, ni cartulario, ni calendario, ni memorial que no hubiese consultado y explotado; pero cuando menos lo esperara me encontraría con que un fraile eruditón había dado con documentos de mí desconocidos, y en virtud de ellos me ponía como hoja de perejil, probándome que no sabía de la misa la media.

Como soy historiador moderno, me pongo a hurgar bajo la tierra, saco tales y cuales lápidas y fósiles, digo que unos garabatos que tienen las primeras dicen que si fue, que si vino, y que la forma y dimensiones que tienen los segundos prueban esto, lo otro o lo de más allá, y... ¡que me echen frailecitos eruditos que convirtiéndose en topos me prueben con lápidas y fósiles que el verdadero topo soy yo!

La ciencia prehistórica, que se pudiera definir: Una «ciencia que es a la historiografía lo que el catalejo a los ojos», la ciencia prehistórica es brava cosa, pues a ella debo el conocer con todos sus pelos y señales la península corretánica, tan prehistórica que ni siquiera la mencionan Estrabón ni Plinio, que tanto puntualizan en sus referencias a la región septentrional de España, y eso que de la tal península no queda más rastro que una islita de dos o tres millas de circunferencia.

Describamos la prehistórica Corretania, cuyo nombre eúscaro he traducido en castellano sin más libertad que la de latinizar su terminación, como hicieron los romanos con los ibéricos o eúscaros, de lo que son buen ejemplo los de Edetania, Bastitania, Lacetania, Carpetania, etcétera, que son puramente ibéricos con terminación latina.

Sobre esto hablaría yo hasta por los codos para echarla de historiógrafo, arqueólogo y lingüista grave; pero da la pícara casualidad de que no se me puede tomar por lo serio más que como narrador de historias vulgares, y no me quiero meter en camisa de once varas cuando la necesito lo menos de veintidós para estar un poco holgado.

A pesar de esto, no se escapan ustedes sin que les encaje un poco de geografía, arqueología, lingüística e historia.

La Corretania era una península, o más bien una subpenínsula, situada al Norte de España, con la que estaba unida por un istmo a que pertenece el único pedazo de ella que el Océano no ha conseguido tragar por más que le ha aislado por completo y ruge eternamente en su derredor, indignado de la resistencia que le ofrece aquel pedacillo de tierra cimentado en durísima roca.

En la costa de Vizcaya, entre Bermeo y el cabo Ogoño, frente a la puebla de Mundaca, o sea de la desembocadura en el mar del hermoso y fértil valle de Guernica, hay una islita que lleva el nombre de Izaro, cuya traducción es «continente redondo cercado de mar».

En aquella islita existió desde principios del siglo XV a principios del XVIII un convento de frailes franciscanos con la advocación de la Madre de Dios. Desde que en el último tercio del siglo XIV el señor de Vizcaya heredó la corona de Castilla con el nombre de don Juan I y los monarcas castellanos fueron sucediendo en el señorío de Vizcaya, estos monarcas bajaban a fomentar sus reinados a jurar las libertades del señorío al pie del árbol de Guernica, en la iglesia de San Hemeterio y San Celedonio de Larrabezúa y en la Santa Eugenia de Bermeo, frontera a

los anchos muros del solar de Ercilla,
solar antes fundado que la villa

como dijo el insigne cantor de La Araucana.


¡Ay! No saben ustedes con qué honda pena pienso que algunos proyectiles lanzados desde el mar por las mismas naves de la patria pueden convertir en ruinas los gloriosos monumentos que por incidencia recuerdo, si continúa esta desoladora guerra civil con que inunda de lágrimas y sangre a España una dinastía de príncipes ambiciosos y sin corazón, de quienes se ha constituido en humilde esclava la tierra más libre y altiva del mundo, pues aquella tierra había visto pasar todas las tiranías que conmemora la historia del mundo sin que osaran profanarla con su planta de tiranos.

Nunca los señores de Vizcaya tornaban a Castilla sin ir a orar y a dejar memorias de su piedad y munificencia en la verde islita de Izaro, poblada sólo por unos humildes y penitentes hijos de San Francisco, y allí se descubre aún, entre el césped y las zarzas, la memoria de los grandes Reyes Católicos, que iban como a ratificar ante la majestad del Océano indomable el juramento que acababan de hacer ante la majestad de un pueblo nunca domado.

Un fraile, llamado Fray Pedro de Loibe, escribió hace un siglo unas curiosas Memorias de lo memorable que se hallaba en el archivo del convento de la Madre de Dios de Izaro, y estas Memorias han sido la clave de que me he valido para penetrar en las tenebrosidades prehistóricas de la antigua Corretania.

No es ésta ocasión para detenerme a referir los muchos sucesos peregrinos de que da noticia fray Pedro de Loibe; pero no debo pasar por alto dos puntos que toca en sus Memorias, porque están relacionadas con mi cuento.

«Esta isla -dice Fray Pedro- no admite dentro ningún género de animal ponzoñoso; y si los traen de fuera, quedan como turbados y dentro de media hora mueren».

Y más adelante añade:

«El año 1600, siendo provincial de Cantabria fray Tomás de Iturmendi y presidente fray Martín, de Aguirre, quiso abrir una sepultura dicho fray Martín para ver lo que contenía, por ser tradición haber algunos cuerpos enteros de Santos, y tembló toda la isla, cayéndoseles las herramientas de las manos. Yo la he visto, que está en la iglesia vieja a la parte Norte respecto de la nueva, y después ninguno se ha atrevido a tocarla, atribuyéndose a la santidad de algún cuerpo que en ella yace».

Así decía fray Pedro de Loibe. Ustedes creerán...

-Permítame el señor don Francisco que le interrumpa. Siendo el señor don Francisco tan amigo mío, ya podía haber advertido que las Memorias de fray Pedro de Loibe obran en mi poder, y haber aprovechado la ocasión para llamarme ilustrado, popular u otra cosa así, aunque fuese mentira, pues bien sabe que me gustan los piropos, como a todo hijo de vecino. Me parece que nada tiene de particular el que se me llame eso, aunque sea mentira, porque he escrito cerca de treinta libros, que si no valen nada por otra cosa, valen mucho por el tesoro de gracia, de ingenio y de filosofía popular que he ido desenterrando de entre las diferentes capas sociales para encerrarle en esos libros, y particularmente en siete u ocho de ellos que se componen de cuentos y tradiciones populares, cuya adquisición y limpieza me han costado lo mejor de mi vida, pues como el pueblo, aunque ingenioso, es tan sucio y desmadejadote, estaban que no se podían ver. Ahora que continúe el señor don Francisco.

-Ustedes creerán que meterme en estas digresiones es gana de moler, pues nada tienen que ver con la península o subpenínsula corretánica, y menos con que la ligereza de piernas de todos los españoles sea el mayor mal de España.

Pues si lo creen, creerán may mal. Siendo la isla de Izaro resto de la antigua Corretania, y averiguado que la isla no admite ningún género de animal ponzoñoso, está también averiguado que la subpenínsula corretánica era mucho más feliz que la península ibérica, pues en ella no había los sapos y culebras que en nuestra península abundan. Y en cuanto a la sepultura cuya apertura no se podía intentar sin que toda la isla temblara, con decirles a ustedes que yo, como soy tan valiente, la abrí, y en ella encontré toda la historia de la Corretania, se convencerán de que no la traigo a cuento por gana de moler.

Les ocurrirá a ustedes que siendo Izaro una isla, no podía ser el istmo que unía a la subpenínsula corretánica con la península ibérica. No he dicho que lo sea, sino que es resto de la subpenínsula y el istmo. Cuando el Océano se había tragado hasta aquel punto la subpenínsula y se abrió paso entre aquel punto y el continente ibérico, del que separa a la isla un canal de más de una milla, la isla que resultó recibió el nombre que correspondía a sus condiciones tópicas, siguiendo el uso constante de la nomenclatura geográfica eúscara, que siempre designa la condición más característica de la localidad. Yo les probaría a ustedes esto último, analizando el nombre y las circunstancias características de tantas y tantas localidades como hay en toda nuestra península, con nombre perteneciente a la lengua eúscara, que es la antigua lengua ibérica, a la que pertenece el nombre de España, equivalente a labio, extremo, límite, como lo era nuestra península de Europa o del mundo conocido de los antiguos.

Para que con razón no digan ustedes que esto es gana de moler, paso a describir en pocas palabras la Corretania.

La subpenínsula corretánica tenía la forma de una pera de donguindo, porque ya saben ustedes cuán dados eran los geógrafos antiguos, de quienes yo me valgo, a estas comparaciones, como lo prueban la bota de Italia y la piel de toro de España.

El istmo que la unía con la península ibérica era el pezón o pedículo de la pera, y la actual isla de Izaro debe corresponder adonde la parte leñosa del pezón comenzaba a convertirse en carnosa.

La subpenínsula corretánica se extendía tanto Océano afuera y particularmente al Noroeste, que era un cómodo mirador, adonde iban todos los veranos los españoles para divertirse en ver a los ingleses alegrarse con la parte tónica de las bebidas alcohólicas, y a los franceses entusiasmarse con la parte espumosa.

Era la Corretania país muy hermoso, y tan apropiado para la agricultura por la fertilidad natural de su suelo, como para la industria fabril por sus ricas minas, por sus ríos y por su situación, que le daba facilísimo acceso a todos los mercados de Europa.

Los ríos de origen interior no eran caudalosos, pero lo era, y mucho, uno que la recorría en toda su extensión desde el Mediodía al Norte. Este río era el que procedía de las erriac cantábricas en la península ibérica, y después de fertilizar el valle de Guernica, penetraba por el istmo en la subpenínsula corretánica.

Dirán ustedes que el río de Guernica no es cosa mayor; pero es que entonces lo era, porque entonces llovía en el litoral cantábrico mucho más que ahora, que sólo llueve lo necesario.

A pesar de los grandes elementos naturales que la Corretania tenía para ser un reino próspero y feliz, era un reino miserable y desgraciado. El gran mal de la subpenínsula corretánica consistía en lo que consiste el gran mal de la península hispánica: en que los corretones eran tan ligeros de pies como los españoles.


III editar

El gobierno de la Corretania era monárquico. Cuando subió al trono el joven rey Resoluto I por muerte de su predecesor Pusilánime XVII, el estado del reino era tan lastimoso que cuantos extranjeros le visitaban decían que el Océano haría un gran bien a la Humanidad y aun a la Corretania misma tragándose a ésta, o como decimos los modernos, haciéndola desaparecer del mapa.

No se la había tragado ya, porque lo único que no se había desatendido en ella durante el largo período en que los Pusilánimes se habían sucedido en el trono corretánico, era la reparación y conservación de unos ciclópeos muros o malecones que defendían a la subpenínsula de la invasión del Océano por la parte Norte de la misma.

Los últimos monarcas de la dinastía pusilanímica habían acabado de echar a perder el reino, concediendo con la mejor intención del mundo a sus súbditos libertades de que los corretones abusaron escandalosamente, confundiendo la santa idea de la libertad con la abominable del libertinaje.

Las libres erriac cantábricas confinantes con la Corretania indujeron a los reyes corretánicos a ensayar las libertades populares en su reino, armonizándolas, por supuesto, con la autoridad real.

Pero aun a riesgo de que piensen ustedes, con razón, que tengo gana de moler, necesito decir cuatro palabras sobre las erriac cantábricas orientales, cuyo núcleo era el territorio vizcaíno, unido materialmente al corretánico.

Las erriac o circunscripciones formaban aquella confederación cuyos nombres geográficos, en tiempos relativamente cercanos al nuestro, es decir, hace unos dos mil años, decían los historiadores romanos ser tan ásperos y bárbaros que no querían escribirlos. Las leyes de cada erriá, que se iban modificando y perfeccionando con arreglo a las necesidades públicas y a las enseñanzas de la experiencia, eran puramente consuetudinarias y pasaban de una a otra generación conservadas en la memoria del pueblo.

Un tribunal compuesto de los dos ancianos más venerables y prudentes de la erriá, se instalaba a la sombra del arechazabal o roble grande, y castigaba el crimen y recompensaba la virtud. Cuando había que tratar asuntos graves del procomún, se tañía la bocina de batzarrac o congregación de ancianos, y todos los de la erriá se reunían, conferenciaban y acordaban al pie del arechazabal. Cuando era necesaria la convocación de baterriac o congregación de las erriac confederadas, se tañían cinco bocinas en los cinco montes más altos de la confederación, y la Junta general se reunía so el Guernicaco-arecha, o sea el roble de Guernica, donde en caso de guerra se elegía caudillo de las erriac confederadas, y en todo caso se acordaba todo aquello que convenía al bien de la tierra libre.

Enamorados los monarcas corretánicos de la prosperidad y la dicha que desde tiempo inmemorial proporcionaba a sus vecinos de ultraistmo este sencillo sistema de gobierno y estas patriarcales libertades populares, prosperidad y dicha que contrastaban con el atraso y la infelicidad que ofrecía su reino, regido por leyes que no daban al pueblo participación alguna en la gobernación del Estado, empezaron a introducir en la Corretania las libertades populares de la confederación cantábrica oriental, y entonces fue cuando verdaderamente empezó Cristo a padecer, y quien dice Cristo dice la subpenínsula corretánica, porque desde entonces todo fue en ella motines, pronunciamientos, sublevaciones militares, facciosos blancos por aquí, facciosos negros por allá, de modo y manera que cuando Resoluto I subió al trono después de más de un siglo de ensayos liberalescos, parecía que la Corretania estaba a punto de llevársela la trampa.

Apenas se había sentado en el trono Resoluto I, recibió del hombre más sabio de toda la Corretania una exposición que en resumen venía a decir:

«Señor: Tengo ya ciento veinte años y me sucede lo que al diablo, que sabe más por ser viejo que por ser diablo. He visto por mis propios ojos y he juzgado por mi propio entendimiento los ensayos liberalescos que hace un siglo se hacen cada vez con menos fruto en esta desdichada nación, y cada vez que un nuevo monarca ha ocupado el trono, he creído en mi santo deber de patriotismo el advertirle lo que, cumpliendo igual deber, voy a advertir a vuestra majestad. Las libertades populares, que son fuente de prosperidad y dicha en las erriac cantábricas, tienen que ser fuente de perturbación, de tiranía y de miseria aplicadas a la Corretania, por la razón sencilla de que la confederación cantábrica ha nacido y ha crecido en aquellas libertades y son en ella una segunda naturaleza, al paso que el pueblo corretánico ha nacido en el sistema de gobierno opuesto, y a su vez ha formado una segunda naturaleza de tal sistema.

»El hombre que en toda su vida no ha gastado más ropa que un taparrabo, se siente tan ricamente así; pero si un día le visten de pies a cabeza, se achicharrará o vivirá en prensa y renegará dando a doscientos mil de a caballo el abrigo o la opresión del traje. El hombre que desde que nació ha vivido bien arropadito, está tan contento, tan sano y tan guapo viviendo así; pero si un día le obligan a no gastar más ropa que un taparrabo, le da una pulmonía que se le llevan doscientos mil demonios.

»En resumidas cuentas, señor: el día en que a las erriac cantábricas se empiece a quitarles sus libertades populares[1] empezarán a hacerse tan revoltosas y desdichadas, cuanto con ellas son pacíficas y felices; así como el día en que empezó a dar a la Corretania libertades populares empezó a hacerse revoltosa y mucho más desdichada que lo era sin ellas. Cercenar o abolir las libertades de las erriac, sería levantar una perpetua bandera de rebelión sobre cada techo.

»No digo que al fin y al cabo las erriac cantábricas no llegasen a connaturalizarse con la tiranía, y la Corretania no llegue a connaturalizarse con la libertad; pero para estos cambios de naturaleza se necesitan siglos, y suponiendo que el cambio haya progreso, la cura es cien veces peor que la enfermedad.

»Suplico, pues, a vuestra majestad que medite mucho la política que ha de seguir en la gobernación de su pueblo, y no olvide que el sistema liberalesco (y no liberal) ensayado por sus augustos antecesores durante el último siglo, ha dado fatales resultados.

»Es natural que vuestra majestad no sepa todavía cuál es la política que ha de seguir, porque es muy joven, y lo ha encontrado todo patas arriba; pero también es natural que sepa que esto va mal, muy mal, retemal, y, por tanto, hay que resolverse a ensayar algo nuevo.

»Si vuestra majestad necesita de la experiencia de este pobre cañoño para meter en vereda a los corretones, que confunden la libertad con el libertinaje, no tiene nada más que levantar el dedo y, me tendrá a su disposición».

-¿Saben ustedes -dijo el joven rey, que era listo como un demontre- que el abuelo éste habla con cabeza? La verdad es que esto va muy torcido y ni Cristo lo endereza mientras no haya quien diga: «Herrar o quitar el banco»; porque andarse con paños calientes, es andarse con tonterías y armas al hombro. Y me parece que quien va a decir eso soy yo. Pero, francamente, eso de mermar las libertades a mi pueblo me hace poquísima gracia, porque lo que yo quisiera es aumentárselas. El abuelito ése dice que los corretones confunden la libertad con el libertinaje, y me parece que en eso habla también con cabeza.

«Aquí no hay agricultura, ni fabricación, ni comercio, ni nada, cuando se pudiera ganar el oro y el moro cultivando esos fértiles campos que están cubiertos de zarzales, llenando de fábricas las riberas de esos ríos que están desiertas, y poblando de buques de carga y descarga esos puertos donde no se ve una vela.

»Aquí todo ciudadano se dedica a corretear burlándose de las leyes, merced a su ligereza de piernas. Todos los días tenemos motines, y pronunciamientos y formación de facciones con pretexto de esto o de lo otro o lo de más allá. Señor, que la facción está en tal o cual parte. Sale en su persecución la tropa, y echando los bofes consigue sorprenderla; pero los facciosos toman las de Villadiego, dispersándose por los montes, y... ¡cógelos del rabo!

»La Guardia civil tiene noticia de que una partida de ladrones está al anochecer metiendo mano a los viajeros de Lapurcozubi[2]; llega allá al amanecer, segura de que les va a echar el guante, ¡y se encuentra con que ya están diez leguas de allí!

«Toda la frontera y la costa están llenas de carabineros para impedir y perseguir el contrabando que arruina a la Hacienda pública, y el contrabando entra por todas partes como Pedro por su casa, y no hay medio de echar la mano a un contrabandista, porque, amigo, ¿quién puede con la ligereza de piernas que tienen?

»Todos los días tiene el Gobierno reclamaciones y amenazas de guerra de los Estados vecinos por que contrabandistas y facciosos y malhechores corretones han penetrado en su territorio y han hecho barbaridades, prevalidos de su ligereza de piernas.

»Cuando por casualidad rinden las tropas alguna fortaleza facciosa sin que puedan tomar el tole sus defensores, tiene que fusilar a los prisioneros, porque si no, por arte o por parte se escapan, y vuelta a las andadas.

»Es inútil poner guardas en los sotos para impedir la caza en vedado, porque hormiguean los cazadores furtivos; y como por casualidad no alcance a alguno una bala, ¿quién ha de alcanzar a hombres que tienen las piernas tan ligeras?

»De modo que esto es una perdición, porque no hay hombre en la Corretania, como no sea algún cojitranco o viejo que no puede con los calzones, que, prevalido de su ligereza de piernas, no se dedique a contrabandista, a cazador furtivo, a bandido o a faccioso blanco o negro.

»Así, ¿qué ha de suceder sino estar completamente perdidas la agricultura y la industria, porque nadie quiere trabajar en los campos ni en los talleres, y todos quieren andar de viga derecha?...

»¡Porrazo! -añadió el rey dando uno tremendo en la mesa con el puño cerrado, porque, aunque joven, era muy templado y tenía un geniecito que ¡ya, ya!- ¡Esto no puede seguir así! ¡O yo pierdo el nombre que tengo, o hago entrar en vereda a los corretones!»


IV editar

Más quemadas aún que el rey Resoluto I estaban las solteras y las casadas de la Corretania con la vida que traían sus señores novios y maridos.

Para dar idea aproximada del disgusto de unas y otras, voy a traducir de la lengua eúskara (que era, por supuesto, la que se hablaba en la Corretania) dos discursos, uno de ellos de una soltera, y el otro de una casada, que encontré en los curiosísimos documentos encerrados en la supuesta sepultura de cuerpo santo de que habla fray Pedro de Loibe en sus Memorias de Izaro.

Debo advertir que el cronista a quien debemos el que hallan llegado a nosotros las de la Corretania pone a la cabeza de cada discurso el lema: Ascorac-bat, que equivale: «Muchas en una», con lo que advierte ingeniosamente que lo que decía una soltera o una casada era lo que decía todo el gremio.

He aquí el discurso de la soltera:

«¡Por vida del otro Dios, que es divertido el tener novio en la Corretania, como no tenga una la suerte de que el novio sea cojo! ¿Cojo? ¿Y quién es la maja que pesca un novio así, entrando tan pocos en libra y alampándose todas las chicas por los pocos que entran? Los meses enteros se le pasan a una sin ver al novio y aun sin saber si es vivo o muerto, porque siempre ha de estar el novio correteando por esos mundos de Dios, cuando no metido a faccioso, metido a contrabandista ¡u otra cosa peor! Así, además de no verle casi nunca, está una casi siempre con el alma en un hilo, pensando que si le cogerán y le fusilarán, ¡ o si se enredará con otra en esas tierras por donde anda!... ¡Y vaya si es natural que una piense y tema esto! Como tienen las piernas tan ligeras nuestros hombres, rara vez se dejan coger; pero cuando los cogen los fusilan sin remisión para que no vuelvan a las andadas. Mi novio pruebas me ha dado de que me quiere; pero como cuando vuelven siempre están contando que en la tierra por donde han andado todas las chicas eran prodigio de hermosura y gracia y todas se enamoraban de ellos, y hasta con millonarias podían haberse casado allí si hubieran querido, ¡está una que no le llega la camisa al cuerpo en cuanto pierde al novio de vista!

»¡Válgame Dios, qué dichosos seríamos mi novio y yo si mi novio, en lugar de pasar la vida correteando, sabe Dios por dónde, la pasara en el pueblo como los pocos cojos que en el pueblo hay, trabajando en la heredad o en el taller!

»Figurémonos que fuera labrador y se pasara el día layando, cavando, arando, o recolectando en unas hermosas heredades que hiciese en los zarzales de la ribera del río, donde la tierra es tan buena que, según me ha dicho Mari Juana, su novio Pepe Antón el cojo coge cuarenta fanegas por cada una que siembra en las heredades que allí ha hecho. Desde la ventana o desde el huerto de casa le estaría yo viendo todo el día, y hasta nos diríamos nuestras cosas por medio de cantares, tales coma éstos, con que ayer Mari Juana y Pepe Antón se decían las suyas:

-Querida Mari Juana,
no te sonroje
el tener novio cojo,
que el cojo coge.

-Pepe Antón, yo por eso
no me sonrojo,
que entre manos y piernas
manos escojo.

-Anden los corretones
con pies de plomo,
y no serán bribones
de tomo y lomo.

-Así buenos labradores
como buenos artesanos
no los hacen buenas piernas,
que los hacen buenas manos.

»Cuando alrededor de mediodía bajara yo a la fuente, con pretexto de traer agua fresca para la hora de comer, mi novio desde su heredad oiría mis cantares, cogería la mejor fruta que hubiera en los árboles de la heredad, y saldría al seto a obsequiarme con ella y charlar un rato conmigo.

»Cuando a la caidita de la tarde me oyese cantar, bajando otra vez a la fuente con pretexto de traer agua fresca para la cena, se apresuraría a salir también al seto para hacerme otro regalito y tener a media luz otro rato de palique conmigo.

»Después que cenara se vendría hacia acá como haciéndose el tonto, y al ver que yo le esperaba ya asomada a la ventana, se acercaría callandito, y mientras los viejos se entregaban como troncos al primer sueño, él de abajo y yo de arriba, ¡qué de cosas tan dulces y tan hermosas nos diríamos!

»Pero, hija, esto de no vernos más que de higos a brevas, y estar una siempre volada pensando si le fusilarán o se enredará con otra por esos mundos de Dios, y una se quedará para vestir imágenes, ¡es para matar un caballo!»

Así discurrían y se lamentaban las solteras; y en cuanto a las casadas, discurrían y se lamentaban de este otro modo:

¡Jesús, Jesús, esto no se puede sufrir! ¡Está una cuando soltera con el pío pío de casarse, y así que una se casa es cuando comienza Cristo a padecer! ¡Qué azotes tan bien dados le daría yo a la pícara que sabe lo que en esta Corretania pasa con los hombres, y todavía tiene valor para casarse!

»¡Jesús qué hombres! ¡No se les tronzaran las piernas (Dios me perdone) el día que se casan, a ver si así se conseguía que dejasen de corretear y viviesen como Dios manda con su mujer y sus hijos!

»Aquí me tienen ustedes a mí cargada de chicos, que son el enemigo malo, pues no piensan ni suenan mas que en ir a correr las aventuras como su padre así que estén un poco espigados, y, como dijo el otro, ni soltera ni casada ni viuda es una. En primer lugar, pasa una la pena negra con tantas boquitas como tiene que tapar, porque los señores hombres le dejan a una una miseria, creyendo sin duda que una tiene la virtud de hacer milagros y puede convertir los ochavos en onzas de oro, y no sale una de una ración de hambre y otra de necesidad, pues en esta pícara tierra no tiene la mujer dónde ganar un cuarto, porque ni hay fábricas, ni comercio, ni nada.

»Luego está una siempre pensando: ¡Señor, si le cogerán, y por consiguiente, le fusilarán! ¡Si, como no hay cosa más ligera que las balas, le alcanzará algún balazo! ¡Si, como cuentan cuando vuelven tantas grandezas de las tierras donde han andado, le dará la tentación de quedarse para siempre por allá! ¡Si, como dicen que en esas tierras todas las mujeres son unas diosas y se despepitan por ellos, la echará de soltero y se enredará con alguna de ellas!

»¡Señor! Si sucede algo de esto, ¿qué va a ser de una habiéndose ido cargando con tantos chicos?,

»¡Y pensar que podíamos vivir como el pez en el agua, y si no vivimos es porque ese hombre se empeña en andar siempre correteando, metiéndose hoy a contrabandista, mañana a cazador furtivo, esotro a faccioso blanco o negro para andar siempre a salto de mata y tener el gustazo de burlarse de la justicia, prevalido de que tiene las piernas ligeras!...

»¡Malhaya la ligereza de piernas de estos pícaros hombres, que la Corretania y ellos y sus pobres mujeres y sus hijos ganaríamos mucho con que todos fueran cojitrancos, pues así no pensarían en andar de Herodes a Pilatos, y harían la que hacen los pocos cojos que hay en el pueblo que es ganarse la vida honradamente en su taller o su heredad, con su mujer y sus hijitos al lado!...

»¡Cada vez que pienso en la vida que pasaríamos si ese hombre tirara, pongo por caso, por la labranza, pierdo el juicio y me parece que se puede alcanzar el cielo sin salir de la tierra!

»Como en las cercanías del pueblo lo que sobra es tierra que sólo produce broza y podría producir excelentes cosechas de cuanto Dios crió, sin más trabajo que, como quien dice, arañarla un poco y tirar la semilla, podríamos hacernos en nada de tiempo con unas cuantas heredades de lo mejor, con sus hileras de frutales y todo en las lindes. Además pondríamos nuestra poca de viña y plantaríamos un castañarcito y una docena de nogales.

»Con el respeto que el padre impone a los chicos, pues a las madres no nos hacen caso, los chicos irían mañana y tarde a la escuela y se criarían como Dios manda. Yo me ocuparía muy tranquila en el gobierno de la casa, y el rato que tuviera desocupado me iría a acompañar a mi marido en el trabajo de la heredad, haciendo lo que buenamente pudiera. Tendríamos nuestras gallinas, nuestra vaquita y nuestra parejita de bueyes con que aquél labraría la tierra, bajaría leña del monte para el invierno, y se ganaría buenos cuartos carreteando por ahí cuando la labranza lo permitiera. Además, criaríamos, con perdón de ustedes, nuestro par de cerditos, que mataríamos por Nochebuena y nos llenarían la casa de morcillas, longanizas y perniles. Como en un rincón de las heredades tendríamos nuestra miaja de huerta, todos los días me iría yo allá por la mañanita y volvería a casa con un delantazo de habas, de guisantes, de alubias, de repollo, de cebollas, de pimientos, de tomates, en fin, de todo lo que se necesita para el buen gobierno de la casa. Los chicos, que rabian por la fruta y cada día me dan una sofocación apedreando los frutales de los pocos vecinos que los tienen y vienen a quejárseme de las fechorías de esos enemigos, ¡cómo se consolarían de fruta los pobres sin que nadie tuviera que decirles nada!

»Todas las noches cenaríamos todos juntos en paz y en gracia de Dios, rezaríamos el rosario, nos acostaríamos y dormiríamos como unos bienaventurados.

»El domingo tendría yo la ropa de mi marido y mis hijos más limpia que la plata, porque a pobre me ganarán a mí, pero ¡caramba! a limpia no me gana ninguna, y bajaríamos juntos a misa con los chicos delante más alegres y aseados que el mismo sol.

»Desde primeros de agosto a fin de octubre iríamos llenando la casa de trigo, de maíz, de alubias, de patatas, de manzanas, de castañas y de nueces, y con todo esto y el ítem del par de cerditos que reventarían de gordos en la cuadra, y el par de barricas de vino que trascenderían a gloria en la cubera, ¡ya podían venir lluvias y nieves y fríos y truenos y relámpagos durante el invierno, y la primavera, que a nosotros poco cuidado se nos había de dar!

»Pero es tontería que una piense en esto, que aquél no ha de dejar de corretear mientras no le fusilen o no pueda ya con los calzones. Y... vamos, podría una consolarse un poco si pudiera esperar que los chicos no habían de salir a su padre; pero sí, ¡buenas y gordas! A los chicos les sucede como a todos los de la Corretania, por buen aquél que tengan: como desde que tienen uso de razón viven embobados oyendo contar grandezas y valentías de contrabandistas y cazadores furtivos y bandidos y facciosos e invasores de territorio extranjero, que siempre se les representa triunfantes de los encargados de perseguir a los que falten a las leyes y siempre aparecen ganando el oro y el moro y enamorándose de ellos las mujeres más ricas y hermosas, aunque tales grandezas y valentías y triunfos y enamoramientos sean descaradas patrañas, cuya única razón sea aquello de a luengas tierras luengas mentiras, apenas hay en la Corretania un chico cuyo sueño dorado no sea llegar a hombre para meterse a contrabandista, o cazador furtivo, o bandido, o invasor de territorio extranjero, o faccioso blanco o negro, y mis chicos son en esto el vivo retrato de casi todos los chicos de la Corretania».

Tales son los discursos de una soltera y una casada de la subpenínsula corretánica que encontré en la supuesta sepultura de cuerpo santo, y conviene recordar que ambos estaban encabezados con el significativo Ascorac-bat eúscaro.


V editar

Decidido el rey Resoluto I a poner pies en pared para acabar de una vez con la afición de los corretones a ganarse la vida andando siempre a salto de mata en vez de ganársela trabajando honradamente, reunió su Consejo de ministros, y ocupando la presidencia, inauguró el consejo con el siguiente discursito:

«Señores, el asunto que vamos a tratar es de padre y muy señor mío, como que hay que acordar medidas eficaces para acabar de una vez con el escándalo de que viene siendo teatro la Corretania desde que mis gloriosos antecesores, con fines muy patrióticos y santos, cuales eran los de que a sus súbditos no se les hiciesen los dientes agua viendo las libertades de las erriac cantábricas nuestras vecinas, empezaron a introducir en la subpenínsula libertades populares.

»Hay que buscar algún medio de evitar que continuemos siendo el escándalo de Europa con nuestra holgazanería y nuestro espíritu revoltoso. Conque a ver, señores consejeros míos, si se aguza el entendimiento y se encuentra el consabido medio»

-Yo creo haberlo encontrado -dijo el ministro de la Guerra.

-Veamos cuál es.

Uno muy sencillo: a todo hombre que abandone su heredad o su taller para irse a corretear en contravención de las leyes, contrabandeando, cazando en vedado, metiendo mano a los viajeros o haciéndose faccioso blanco o negro, se le quema la casa y se le apalea, y aun, si es necesario, se le fusila el padre, la madre y los hijos o el pariente más cercano.

-Esa, señor ministro, es una barbaridad.

-Mayores barbaridades hacen ellos.

-En algo se han de diferenciar los que representan la ley, y, por tanto, la justicia, de los que representan la ilegalidad, y, por tanto, el crimen.

-Si no, se sigue fusilando a todo el que se coja contraviendo la ley.

-Eso es muy cómodo, pero tiene grandes inconvenientes; primero, son muy pocos los que se dejan coger, porque los corretones tienen los pies muy ligeros; segundo, la efusión de sangre, aunque sea de criminales, me repugna profundamente, y es indigna de estos tiempos en que con razón se duda que sea justo matar a un hombre para castigar la muerte de otro; tercero, todo buen gobierno debe procurar el armento de la población, y con la pena de muerte, la población disminuye; y cuarto, el que muere por revoltoso, de criminal se convierte en mártir. Conque a buscar otro medio de salir del paso, que ése sólo sirve para enbarrancarnos más.

-Pues a mí -dijo el ministro de la Gobernación- me ocurre uno que no tiene los graves inconvenientes que reconozco en los que acaba de indicar mi respetable colega.

-Vamos a ver cómo baila Miguel.

-Yo creo que aunque los últimos monarcas han cercenado mucho las libertades populares, no las han cercenado bastante...

-En este asunto me abstengo yo de meterme por respeto a mis augustos antecesores y por convicciones propias. Continúe el ministro de la Gobernación.

-Continúo. Digo que conviene cercenar aún más sus libertades a los corretones...

-Yo no estoy por esos cercenamientos. En primer lugar, falta averiguar si las pocas que le quedan son causa de su espíritu levantisco, cosa que estoy muy lejos de creer; y en segundo, cuanto más se les tiranice, más razón tendrán para rebelarse. Hable otro de mis consejeros, que los que han hablado no han dado pie con bola.

En efecto, los demás ministros hablaron sucesivamente, y sucesivamente fueron disparatando.

-Señores -dijo el rey después de oírles a todos-, ustedes serán muy alhajas para todo, pero no sirven para gobernar la nación cuando todo está patas arriba, y no ciertamente por culpa del nuevo monarca.

-Pues señor -dijo el presidente del Consejo- el ministerio tiene le honra de presentar a vuestra majestad su respetuosa dimisión.

-Y yo tengo la honra de admitirla en el acto -contestó el rey-, que honra es para todo monarca el mandar a paseo a los consejeros que no sirven más que para aconsejarle picardías o borricadas.

El rey, apenas se retiró del consejo, envió a llamar con toda urgencia al viejo de ciento veinte años.

Mientras el cañoño llega, voy a referirles a ustedes dos lances que vienen a cuento y me han sucedido estos días.

A mí me gusta mucho pasear por el campo, sobre todo cuando el campo es tan ameno, tan verde, tan frondoso, tan variado, tan pintoresco, tan rico de tonos, tan fértil, tan bien cultivado como éste que rodea a Madrid...

-El señor don Francisco ha de perdonar si le digo que nada tiene de particular que el campo que rodea a Madrid sea así, puesto que toda España le fertiliza.

-Pues por eso digo que lo es. Como iba a decir, días pasados fui a dar un paseo por esos poéticos campos, y sacando del bolsillo un periódico noticiero, iba leyéndole por la linde de una heredad.

Un labrador que cojeaba de una pata y, como ustedes verán, cojeaba aún más de la cabeza y el corazón, trabó conversación conmigo.

-Diga usted, caballero -me preguntó-, ¿qué noticias trae de los carlistas ese papel?

-Que andan los carlistas muy boyantes.

-¿Dónde, en el Norte?

-Y en Cataluña y en el Centro.

-¿En el Centro también? Pues trabajillo les mando a éstos para acabar con ellos. Ya sabe usted lo que pasó la última vez que nos levantamos en Cataluña y el Maestrazgo.

-Sí, ya sé que a pesar de estar entonces la nación en paz y prosperidad y no perdida como ahora, y de no haberlos secundado ni un hombre en el Norte, costó años enteros el acabar con ellos, y se acabó sabe Dios cómo. Pero ¿por qué ha dicho usted «nos levantamos» y no «se levantaron»?

-Porque yo estuve con ellos.

-¡Hizo usted mal!

-¿Mal? Si no fuera por esta pícara pata coja, ya me tenía usted hace tiempo luciendo la boina.

Ira me dio el oír a aquel cojitranco hablar así, y viendo que se acercaba la noche, me vine hacia Madrid.

Al pasar yo por frente de una fábrica, salieron de ella dos trabajadores y tomaron delante de mí. Uno de ellos era ya anciano, y el otro era joven y cojo.

Cuando entrábamos por la puerta de Alcalá oímos pregonar un papel que anunciaba la rendición de los cantonales de Cartagena.

-¿Será verdad eso, caballero? -me preguntó el anciano, muy conmovido.

-Yo creo que sí -le contesté.

-No extrañe usted que se lo pregunte, porque tengo un hijo con los cantonales, y gracias que no tengo dos.

-Le compadezco a usted, amigo.

-¡Sabe Dios lo que habrá sido de él!

-Pero por fin, si le queda a usted otro...

-Eso sí señor. El otro es éste que usted ve. De buena gana se hubiera ido con su hermano; pero como tiene el defecto que está usted viendo, no ha tenido más remedio que quedarse en la fábrica ganando, como yo, su buen jornalito. De suerte que no hay mal que por bien no venga. Yo creo, caballero, que Dios nos haría un gran favor a todos los españoles si nos pusiese cojos... con tal que la cojera no fuese cosa mayor, como no lo es la de éste.

Volviendo a la Corretania, nos encontramos con que el cañoño de ciento veinte años se había apresurado a acudir al llamamiento del rey Resoluto I.

El rey tenía las dotes de orador que debe tener un buen rey, reducidas a hablar con sencillez, corrección y claridad...

-El señor don Francisco me permitirá preguntarle por qué se han de reducir a eso las dotes de orador de un buen rey.

-Porque está averiguado que los pico de oro gobiernan muy mal, sin duda porque toda la fuerza se les va por la boca

El rey tomó la palabra y explicó perfectamente al cañoño su deseo de encontrar un medio eficaz de obligar a los corretones a pasar la vida trabajando honradamente, en vez de pasarla correteando de aquí para allá como contrabandistas, como cazadores furtivos, como bandidos o como facciosos blancos o negros.

-Haga vuestra majestad cuenta de que ya ha encontrado ese medio -contestó el cañoño.

-Pero ha de ser tal, que no coarte las libertades populares ni repugne a la Humanidad.

-Nada de eso, señor. Así que se ponga en práctica, vuestra majestad podrá aumentar las libertades populares de la Corretania sin el menor peligro de que el pueblo abuse de ellas; y la Humanidad habrá ganado mucho, porque habrán acabado para siempre esos atroces fusilamientos con que hoy se manda al otro barrio al contrabandista o al cazador furtivo, o al bandido o al faccioso blanco o negro o colorado a quien se echa la uña.

-Esos fusilamientos también me parecen a mí atroces; pero no hay más remedio que pasar por ellos, porque si no se fusila a los prisioneros, como tienen los pies tan listos, se escapan y vuelta a las andadas.

-Pues yo he encontrado medio seguro de que los corretones que aún no han correteado no vayan a corretear, y de que no haya necesidad de fusilar a los que en la actualidad corretean. Vuestra majestad sabe que la circuncisión es operación dolorosa, y a pesar de eso, donde se usa se la tiene por saludable y santa. Vuestra majestad sabe que en los países civilizados apenas hay mujer a quien de niña no se le haya hecho un agujero en cada oreja, y sin embargo, a nadie le ha ocurrido combatir esa costumbre como cruenta e inhumana, aunque sólo resulta de ella la satisfacción de una ridícula vanidad. Vuestra majestad sabe que los letanazos con que se vacuna hacen ver las estrellas, y no obstante, no hay quien no los tenga por muy útiles...

-Habla usted con cabeza, abuelito.

-Vuestra majestad sabe también que la ciencia ha adelantado hasta el punto de que hoy es posible cortarle a uno, sin que sienta el menor dolor, aunque sean las narices, con sólo aplicarle a ellas un poco de cloroformo u otro anestésico.

-Abuelito, me parece que le veo a usted venir. Si lo que usted me va a proponer es lo que yo me figuro, no hemos adelantado nada, porque lo que yo quiero no es que los fusilados mueran sin dolor.

-Permita vuestra majestad que interrumpa su honrada palabra diciéndole que ni vuestra majestad me ve venir, ni yo quiero que se fusile a nadie sin dolor ni con dolor.

-Pues si no, ¿qué es lo que usted quiere, abuelito?

-Lo que yo quiero es que por medio de una operación quirúrgica, que será muy poco cruenta sin el uso de anestésicos, y con el uso de ellos ni siquiera se sentirá, se imposibilite a los unos de meterse a corretones cuando sean hombres, y se imposibilite a los otros cuando caigan prisioneros, sin necesidad de fusilarlos, de volver a las andadas; todo, por supuesto, sin que a unos ni otros sirva del menor obstáculo la operación de que se trata para atender a las necesidades lícitas de la vida y dedicarse al trabajo en la heredad, en el taller, en las minas, en las fábricas y en los establecimientos comerciales.

-¡Hombre -exclamó el rey, abriendo tanto ojo al oír esto-, explíquese usted, que estoy en ascuas hasta saber de qué operación se trata!

-Se trata, señor, de una sencilla solución de continuidad del tendón de Aquiles, cuyo resultado será que los corretones corporalmente se ladearán un poco, y moralmente andarán derechos como un huso. Se trata de conmutar a los prisioneros el fusilamiento por la cojera, que permitirá ponerlos inmediatamente en libertad, sin peligro de que vuelvan a las andadas, y se trata de encojecer a los niños para que cuando sean hombres vayan a trabajar como Dios manda, y no a hacer picardías como manda el diablo.

Al oír esto, el rey Resoluto I se quedó un momento parado, reflexionó, y encandilándosele los ojos de alegría, exclamó:

-¡Habla usted con cabeza, abuelito, habla usted con cabeza! Queda usted nombrado presidente de mi Consejo de ministros y encargado de la formación de nuevo Gabinete, cuya política tendrá por ancha base el luminoso proyecto que acaba usted de someter a mi aprobación.


VI editar

Las Memorias de la Corretania que yo, como soy tan valiente, encontré donde fray Pedro de Loibe, como era tan candoroso, creía haber cuerpo santo, dan un salto de más de medio siglo, pues al volver a hablar del rey Resoluto I nos le presenta ya muy anciano, aunque no tanto como el cañoño que sabemos se echó de consejero poco después de su advenimiento al trono corretánico.

La Corretania había experimentado transformación maravillosa en el reinado de Resoluto I, fuese por el justo medio que este monarca había adoptado en punto a libertades populares, o fuese (como yo creo, por más que los filántropos lo lleven a mal) por haberse puesto en práctica en la subpenínsula el ingenioso medio ideado por el cañoño para impedir el correteo.

La subpenínsula era una balsa de aceite y una colmena de abejas desde que se adoptó en ella la solucioncita de continuidad del tendón de Aquiles, practicada sobre el calcañal a todos los varones, previa la administración de un anestésico, que permitía cortarle a uno aunque fueran las narices sin que uno lo sintiera.

Es verdad que todos los corretones eran cojos, pero las corretonas decían que su cojera les hacía retemuchísima gracia, porque así los hombres tenían a cada paso unas caiditas que enamoraban.

Ni guerras fuera, ni pronunciamientos dentro, ni en toda la subpenínsula un bandido que metiera mano a los viajeros, ni un contrabandista, ni un faccioso blanco ni negro ni rojo.

Así, el bello ideal del rey de ver a sus súbditos, en la heredad y en el taller, y el bello ideal de las solteras y las casadas de ver al novio o al marido hechos unos perritos falderos, se habían realizado por completo.

La población se había duplicado, los puertos estaban constantemente llenos de buques, las fábricas hormigueaban por todas partes, la agricultura podía competir con la más adelantada y multiplicada de Europa, la minería había adquirido un desarrollo inmenso, los pueblos comerciales e industriales habían centuplicado su población, su vida y su riqueza: en resumen, la Corretania gozaba de tal prosperidad, que la envidiaban todas las plagas de Egipto; porque la Corretania les hacía muy mal tercio con su industria fabril y los productos de su suelo, con que no podían competir de ningún modo ni en precios ni en calidad las susodichas naciones.

El rey Resoluto I se consideraba dichosísimo viendo aquella prosperidad y pensando cuán desgraciado había encontrado a su pueblo, y cuán dichoso le iba a dejar el día que él cerrase el ojo.

Este día llegó, y la Corretania, después de llorar la muerte de tan gran rey, como pueblo alguno no ha llorado la del suyo, llenó la subpenínsula de monumentos conmemorativos y apologéticos del glorioso Resoluto I.

Las naciones que tenían tirria y mirria y mala voluntad a la Corretania porque su industria fabril y los productos de su suelo no podían competir en ningún concepto con los corretáneos, así que tuvieron noticia del fallecimiento de Resoluto I, conferenciaron secretamente para ponerse de acuerdo sobre dos puntos, a saber: el de la conveniencia de arruinar a la Corretania, y el de los medios de que se habían de valer para procurar esta ruina.

En cuanto al primer punto, se resolvió afirmativamente sin la menor vacilación ni duda; y en cuanto al segundo, los pareceres fueron diversos y acalorada la discusión.

La idea de declarar la guerra a la Corretania con cualquier pretexto fue muy bien acogida y estaba a punto de aprobarse, teniendo en cuenta que, como los corretones eran cojos, sería fácil vencerlos, a pesar de su gran poder y riquezas; pero una sencilla observación hecha por uno de los representantes de las naciones, para tan pérfidos fines congregados, bastó para que se desechase por unanimidad la idea de la guerra.

La observación fue ésta:

-Es verdad que los corretones son cojos, pero también lo es que no son mancos.

Por último, para no moler con la reseña completa de aquella infame discusión me limitaré a añadir que se acordó minar la paz, la prosperidad y la concordia de la Corretania, introduciendo en ella por lo fino groseras ideas subversivas de toda sociedad cimentada en el buen sentido práctico, que era la base de la prosperidad y la dicha del pueblo corretánico.

El sucesor de Resoluto I, que tomó el nombre de Choriburu no sé cuantos, era dignísimo de este nombre, perteneciente a la lengua ibérica y equivalente a Cabeza de Chorlito.

Si así como le tocó ser rey le hubiera tocado ser arquitecto, hubiera hecho casas del techor siguiente:

En los solares del cielo
tengo de hacer un casa,
que yo estoy sube que sube,
y tú estás baja que baja.

Ya saben ustedes por propia y dolorosa experiencia que son la mayor calamidad del mundo los estadistas ideólogos, es decir, los estadistas que tienen el comedor en la tierra y el resto de la casa en el éter. Pues figúrense ustedes lo que los reyes ideólogos serán, y calculen qué alhaja serías Choriburu no sé cuántos, que era flor y nata de esta casta de pájaros.

Por de contado, se rodeó de una turba de filósofos llamados del porvenir, que en materia de religión, cuando más, reconocían un Ser Supremo, aunque no le hubieran reconocido por tal si se les hubiese presentado a cobrarles una letrita de cinco duros; y en materia de libertad eran tan anchos de manga, que, cuando menos, disculpaban todos los horrores de la plebe, calificándolos, de «transformaciones de la historia que conducen, al progreso de la idea»; y en materia de popularidad era la suya tan entrañable, que cuando alguno de ellos pescaba un Gobierno civil de provincia, y había elecciones, ahorraba al pueblo hasta el trabajo de romperse la cabeza en busca de candidatos a quienes dar sus sufragios pues se los proporcionaba en amigotes particulares suyos; y para que la votación fuera más lucida, y, por tanto, el pueblo no pudiera ser acusado de indiferentista en materias tan trascendentales como la elección de diputados a Cortes, estiraba, estiraba de tal modo los sufragios emitidos, que convertía en millares las centenas.

Choriburu no sé cuántos convino por de pronto con sus amigos y consejeros los ideólogos del porvenir, en que era un horrible atentado a la personalidad humana, cuyos derechos eran imprescriptibles y anteriores y superiores a toda legislación, la solución de continuidad del tendón de Aquiles, y la tal solución fue abolida, por lo que en la Corretania empezó a cantarse:

¡Ya te han restablecido,
tendón de Aquiles,
y ahora fastidiaos,
guardias civiles.
Pronto en la Corretania
los cojitrancos
seremos facciositos,
negros o blancos.

Y, en efecto, así que fue espigando la nueva generación de corretones, o sea antes de transcurrir veinte años, la idea traída del Extranjero y sembrada en la Corretania por los filósofos del porvenir, cuyo gran maestre y favorecedor era el rey Choriburu no sé cuántos, brotó por todas partes en forma de mocetones, con los pies más listos que un ajo, y el trabuco, el puñal o la lata de petróleo en la mano, y la Corretania se convirtió en un volcán moral y material, a cuya siniestra luz se frotaban las manos de satisfacción, allá a lo lejos, los que desde allá a lo lejos le habían encendido.

Lo primero que hicieron los filósofos del porvenir fue arrasar los monumentos levantados al glorioso Resoluto I y su sabio consejero el cañoño de ciento veinte años, porque decían que eran atentatorios a la fraternidad humana, que ha borrado el nombre de patria, como nombre impío para sustituirle con el santo de cosmos.

Un siglo después, la subpenínsula corretánica era lo que hoy es la isla de Izaro, reliquia suya, cuyo providencial destino es conservar la memoria de aquel gran continente tragado por el Océano. La soledad y las ruinas que hoy vemos en la isla de Izaro son la imagen compendiada de la soledad y las ruinas que ofrecía en toda su extensión la subpenínsula corretánica un siglo después de la muerte, por decapitación popular de su último rey Choriburu no sé cuántos.

Entonces Dios dijo al Océano:

-Haz desaparecer ese padrón de ignominia que avanza hacia tu turbulento y fecundo seno, y sólo conserva para memoria de la existencia de la Corretania y para lección de las libres, honradas y sensatas erriac cantábricas, sus vecinas, un pedacito de tierra que eternamente se ofrezca a la vista de las erriac de tal modo, que casi proyecte en él su santa sombra el Guernicaco-arecha.

Obediente el Océano cantábrico a la única voz que tiene autoridad sobre él, rugió como gigante león calenturiento, embistiendo a la Corretania en todo su perímetro, desguarnecido ya de aquellos ciclópeos muros, cuya conservación ni aun la dinastía de los Pusilánimes había descuidado, y pronto la Corretania desapareció del mapa de Europa.

Aquí tienen ustedes el cuento de los corretones; y perdónenme lo mucho que les he molido con mis digresiones mientras lo he contado.

No hay de qué perdonar, don Francisco; pero permítame usted que le pregunte qué ha querido usted decirnos con ese cuento.

-¿Qué he querido decirles a ustedes? Nada: que a continuación de donde estuvo la subpenínsula corretánica está la península ibérica.

Todos callamos y reflexionamos al oír esta contestación; pero todos penetramos al fin su sentido, y dijimos para nuestros adentros: «¡Te veo, besugo!»


Notas:

  1. De 1839 a 1870 se les quitaron casi todas.
  2. El puente de los ladrones.