Los condenados: 12


Escena X

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SALOMÉ, JOSÉ LEÓN.


JOSÉ LEÓN.- Mejor es, sí, que hablemos sin testigo.

SALOMÉ.- (Mirando por el fondo con temor.) No sé por qué, hoy me asusta la soledad.

JOSÉ LEÓN.- ¿Quieres que vengan?

SALOMÉ.- (Con temor.) ¡No, no!

JOSÉ LEÓN.- Pues a mí no me importa. (Alzando la voz.) ¡Señor Gastón, Señor Paternoy, vengan, si gustan, a oírme decir al ángel de esta casa que ha llegado la hora de abandonarla!

SALOMÉ.- ¡Oh, no... es muy pronto, León! Déjame pensarlo. ¿Pero qué... tú mismo no temes...?

JOSÉ LEÓN.- ¿Yo? ¿Qué he de temer yo teniéndote a ti, a ti que eres mi fe, mi fuerza, el estímulo de esta voluntad que a nada se rinde?... (Impaciente.) Ea, prepara todo. Tu ropa de diario. No saques alhajas, ni vestidos de lujo. A las diez, te espero en el robledal.

SALOMÉ.- ¿Esta noche?... ¡Qué prisa!... No, no.

JOSÉ LEÓN.- ¿Por qué te asustas?... ¡Ah! sin duda, alguien te ha trastornado refiriéndote las mil patrañas que corren acerca de mí. Estos pobres ansotanos han hecho de José León un héroe de romance, de esos que cantan y venden los ciegos en las romerías. Que me como los niños crudos; que soy de sangre real, pero con un sin fin de demonios metidos en el cuerpo; que sé volar por los aires, o desaparecer como un espíritu, o filtrarme en las entrañas de la tierra; que he cometido mil crímenes, muertes, incendios, qué sé yo...

SALOMÉ.- (Riendo.) ¡Qué lindos disparates! No, no eres endemoniado, ni criminal. Si lo fueses, Dios no habría permitido que yo te quisiera como te quiero. Pero hay en ti... ¿lo digo? hay en ti un secreto, un... no sé decirlo.

JOSÉ LEÓN.- Misterio.

SALOMÉ.- Eso es... ¡Si no sé hablar!... Vamos, eres como una mascarita que no quiere enseñar el rostro.

JOSÉ LEÓN.- No hay tal, hija mía. Pero si lo sabes todo, y para ti no existe tal misterio. Enterada estás de las razones que tuve para expatriarme y buscar un refugio en este rincón del Pirineo, disfrazando nombre y persona, y escondiendo mi educación, mis maneras debajo de la tosquedad de este traje y de estas salvajes apariencias. Ah! (Suspirando con tristeza.) ¿Sabes de qué proviene la malquerencia de tus paisanos? Pues de la superioridad mía, que no puedo disimular todo lo que quisiera. Me niegan el agua y el fuego. No doy un paso sin tropezar con algún estorbo, y la vida material es para mí un problema terrible. Pues todo eso, y aun más, soportaré por ti, pero teniéndote a mi lado. No más, no más separación, Salomé, (Con profundo cariño.) sal de mi vida... (La mira fijamente, y observando su indecisión, prosigue en tono grave.) ¿Pero qué, dudas todavía? Habíamos convenido en huir juntos; hablamos acordado aprovechar la ocasión más propicia. Pues bien; la ocasión ha llegado.

SALOMÉ.- (Temblando.) Todavía no, no... Un poco más.

JOSÉ LEÓN.- (Con severidad.) ¡Oh! no quieres seguirme...

SALOMÉ.- Sí, sí; contigo siempre, siempre... Pero no olvides la condición primera que te puse.

JOSÉ LEÓN.- Que nos casaremos, sí.

SALOMÉ.- Pero pronto, pronto.

JOSÉ LEÓN.- Tan pronto, que si sales de aquí esta noche, mañana tempranito serás mi mujer.

SALOMÉ.- ¿De veras? ¿Me lo aseguras?

JOSÉ LEÓN.- Ya te dijo que hay en Biniés un curita que me ha prometido casarnos. Es grande amigo mío. El pobrecito está enfermo. Hoy fui a verle, y me dijo: «Date prisa, date prisa, que yo me muero.»

SALOMÉ.- ¡Ángel de Dios! Que viva siquiera un poquito más, para que nos eche las santas bendiciones... (Con alegría.) ¿Pero es verdad que nos casaremos? ¿No me engañas?

JOSÉ LEÓN.- (Ofendido.) ¡Oh!

SALOMÉ.- Te creo. Debo creerte... No extrañes que dude de todo, pues desde que nos queremos, y por querernos tan a la calladita, vivimos tú y yo encenegados en la mentira... ¡la mentira! que es lo que más he odiado siempre. ¡Oh! si me llevas, que sea para entrar muy a mis anchas en la ley, para no ocultar nada y sacar al rostro la conciencia. ¡Nos casamos; soy tu mujer; cumplimos con Dios y con los hombres, y viva la santísima verdad!

JOSÉ LEÓN.- (Meditabundo.) ¡La verdad!... ¡Ay, Salomé de mi vida, yo también quiero poseerla y respirarla, como el asfixiado que anhela llenarse de aire los pulmones!

SALOMÉ.- Así te quiero. ¡Qué gusto oírte maldecir la mentira!

JOSÉ LEÓN.- La mentira mala, se entiendo.

SALOMÉ.- Pues qué, ¿hay mentiras buenas?

JOSÉ LEÓN.- Te diré: de algunas no podemos renegar, sin renegar de la vida.

SALOMÉ.- Explícame eso.

JOSÉ LEÓN.- Eres una inocente, y por tu inocencia te quiero más. Óyeme: ¿cómo hemos de condenar en absoluto la mentira, si mentiras hay de tal poder y hermosura que ellas gobiernan el mundo?... Ficciones y engaños nos envuelven, Salomé. El orden social, todo ese mecanismo del cual ves aquí la última ruedecilla, se funda en mil cosas contrarias a la verdad. La verdad apenas existe en el mundo. Sólo es verdad Dios Omnipotente y su ley soberana. ¿Y qué sería de nosotros, pobres desterrados en este mundo tristísimo, si ese Dios tan bueno no hubiera puesto en lo mejor de nuestra alma la imaginación, la gran mentirosa, que nos consuela con deliciosos embustes?

SALOMÉ.- La imaginación... (Aturdida.) ¿Qué es?

JOSÉ LEÓN.- Si lo sabes.

SALOMÉ.- ¡Ah, sí!... soñar despierta; creer lo que nos gusta, y figurarnos tener lo que no tenemos.

JOSÉ LEÓN.- La imaginación arrulla nuestra alma y adormece nuestras penas. A ella debemos mil consuelos: la poesía, que es como un cristal, por el cual vemos todas las cosas más bellas de lo que son.

SALOMÉ.- ¡Oh, qué bonito!

JOSÉ LEÓN.- Pues si esa facultad preciosa nos engaña para endulzarnos la vida, la Naturaleza no es menos mentirosa, porque ahí tienes el cielo que parece azul...

SALOMÉ.- (Comprendiendo.) Ya...

JOSÉ LEÓN.- Y ese sol que parece que anda, y...

SALOMÉ.- (Festivamente, interrumpiéndole.) Bueno; deja al sol y al cielo que mientan todo lo que quieran, y reneguemos nosotros de la mentira. Por vivir en ella, tú y yo estamos condenados.

JOSÉ LEÓN.- ¡Condenados, sí! El vivir solo es ya condenación. Pero el amor salva, el amor redime, y prevalece contra todos los infiernos de acá y de allá.

SALOMÉ.- ¿Contra todos?

JOSÉ LEÓN.- (Con efusión.) Sí, Sí.

SALOMÉ.- (Con entusiasmo y amor.) ¡Oh, me enloqueces con lo que dices... y la manera de decirlo! ¿Dónde, dónde has aprendido eso? ¿En cuantas Universidades estudiaste? ¿O es cosa de tu talento natural, sin ninguna ciencia?

JOSÉ LEÓN.- Esto lo sabe cualquiera, vida mía.

SALOMÉ.- Pues mira: no vas descaminado. Porque todo eso que has dicho, todo, todo, lo había pensado yo. ¿Qué tal? Lo que no tengo en mí es la palabra para poder decirlo. Tú has leído mucho, y sabes cuanto hay que saber. Hablas como los libros más bonitos. Tu lenguaje me trastorna, y yo te quiero con toda mi alma. (Se abrazan.)

JOSÉ LEÓN.- ¡Corazón divino; noble criatura!... (Transición.) Pero no perdamos tiempo. ¿Estás dispuesta a seguirme?

SALOMÉ.- (Con resolución.) Sí.

JOSÉ LEÓN.- ¿Esta noche?

SALOMÉ.- (Después de vacilar.) Sí.

JOSÉ LEÓN.- Dios te bendiga.

SALOMÉ.- No creas; ¡siento una pena...!

JOSÉ LEÓN.- Fuera miedo. Comprendo, eso sí, que ha de dolerte la separación de cosas y personas que has visto desde niña.

SALOMÉ.- ¡Ay, qué pena!... ¡La casa... mi pobre tío, que es tan bueno y me quiere tanto!... Estas paredes, aquellos árboles... (Mirándolo todo con amor.) las montañas, hasta el suelo, León... ¡Qué triste se pone todo, cuando pienso que me voy! Lloran las cosas, ¿verdad? ¿Pues y los pobres animalitos? ¡Parece que lo han comprendido, y me miran con una cara tan triste?... Todo, todo. También las piedras tienen algo que hablar cuando las piso, y esta mañana, cuando fui a la fuente, hasta el chorrillo del agua me decía: «Salomé, no te vayas.»

JOSÉ LEÓN.- (Abrazándola con pasión.) Pues yo te digo: «Salomé, alma mía, ven.» Y vendrás. Ánimo. Tú me has dicho: «Contigo, al fin del mundo.»

SALOMÉ.- Y más allá; (Con infantil alegría.) pues donde acaba el fin del mundo, empieza el principio de la eternidad.

JOSÉ LEÓN.- ¡Qué hermoso es amar! Bendigo mi desgracia, porque a ella debo el conocerte y hacerte mía.

SALOMÉ.- ¿Iremos a Francia?

JOSÉ LEÓN.- Si no arrecia la persecución contra mí, pienso arrendar una granja modesta y bonitísima... río abajo: verás... con buena casa, molino, huerta... Limpiaré los cauces, transformaré el molino, aplicando el salto de agua a una pequeña industria. Podré mover un torno para fabricar objetos de boj. Al propio tiempo, cultivaré la huertecita a estilo de la Ribera, con un esmero que desconocen los labradores de por acá.

SALOMÉ.- ¡Oh, qué bonito! (Batiendo palmas.) Trabajaremos. Pues mira, León: hasta podría suceder que nos hiciéramos ricos.

JOSÉ LEÓN.- ¡Quién sabe!

SALOMÉ.- Y entonces, el tío Gastón y el primo Santiago nos perdonarán.

JOSÉ LEÓN.- Pero no cantes victoria tan pronto. Aún no tengo la granjilla, y mientras la consigo, nos estableceremos en Santa Lucia, en una casita vieja construida entre las ruinas del castillo de los Templarios. No falta comodidad. (Poco antes aparece BARBUÉS por el fondo cautelosamente, y les oye las últimas expresiones. Aguarda como esperando a que vengan los demás. VICENTA y PRISCA entran precipitadamente por la derecha, y despavoridas se abalanzan a SALOMÉ.)