Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LOS COLONOS

El criterio general es injusto con esa parte del pais.

Por inperdonable ignorancia, se cree todavía que los Territorios Nacionales están en la barbarie, y que sus pobladores son seres hirsutos y temibles.

De la conquista del desierto han quedado lúgubres leyendas, propagadas en la ciudad por tartarines más ó menos hazañosos.

Viajeros que ni siquiera han tenido ocasión de ver conejos vienen á espeluznar la piel de los intonsos, refiriendo entreveros con indios y malsines, ú ostentando como pieles de leones destripados por ellos, cualquier quillango de factura patagónica.

Concurre á este funesto desprestigio, la exajerada información de los corresponsales alarmistas, y la natural tendencia de las gentes á dejarse herir la fantasía por todo lo remoto y agreste.

Cualquier trasgresión policial comunicada de los Territorios á los diarios, llega á la oficina telegráfica convertida en tragedia fulminante, y hace gastar más tinta de redacción, que la consumida en pregonar la criminalidad metropolitana de un mes.

En una tolderia de indios corre menos riesgos el reloj de bolsillo que en la plataforma de los tramways, y más á pierna suelta se puede dormir al reparo de un barranco, que en plena plaza Victoria.

Aquí corresponde á cada cuadra un vigilante, en tanto que allá hay parajes de veinte leguas sin un solo gendarme á la redonda, lo que á las veces, y dada la calidad de ciertas comisarías, llega á ser motivo de tranquilidad para el colono.

Este sabe entonces que cada puño es un guardián y que en la ausencia de cada vigilante tiene un enemigo menos.

Es verdad que á los Territorios va casi siempre la resaca de las ciudades, representando á la autoridad ó huyendo de esta.

Pero también es innegable que en muchos de esos despojos de miseria urbana, ejerce su acción lustral el aire del desierto y los resortes de la energía se retemplan al sol libre.

Cuando ese miedo por la lejanía se haya podido combatir, no será difícil resolver el problema de la descongestión en las ciudades y de la colonización en las fronteras.

Si lo que hoy se gasta en aprisionar vagos é imbéciles, se empleara en organizarles viajes y colonias, se llegaría á trocar las plagas de insectos por las cosechas de trigo.

Allí se presencian transformaciones sorprendentes.

Familias que han llegado pálidas de hambre y aterradas por la inmensidad de la llanura, se convierten al poco tiempo en núcleos de fecundidad y regocijo, con bienestares y alegrías de sobra para brindar hospitalidad á los viajeros.

Bajo el azote de los huracanes, muchos mozos contrahechos por las opresiones del tugurio y mohinos de timidez inmemorial, se transforman en jayanes ufanos de pujanza.

En la mejilla mustia y estrujada por el vicio, el aire riega sus semillas metálicas de aurora, y las venas florecen en carnación de bronce, reveladora del carácter firme.

Por la costumbre de mirar al sol sin pestañear, la pupila no se desmaya en la cobardía del disimulo. Mira de frente á las cúspides, á los abismos, á la soledad y al prójimo..

Empleados inservibles que de la ciudad se envían, con los deterioros y lacraduras de muebles viejos, no tardan en tirar el mísero sueldo que les ha servido de muletas, á fin de recuperar su condición de hombres libres y conquistar fortuna independiente, apacentando rebaños.

Los heridos que el ejército argentino abandonó por muertos á orillas de los arroyos, todos son hoy patriarcas amañados á la abundancia de sus hatos, y muchos sombrean sus canas bajo vides generosas, mientras su prole discurre por el valle entre gavillas y vellones.

Son de ver las caravanas de pastores chilenos descendiendo hacia este lado de los Andes, sin más patrimonio que su piño de cabras esqueléticas, ni más vituallas que la proverbial bolsa de ñaco.

En el primer valle que encuentran al acaso, plantan los cuatro horcones á inmediaciones del arroyo, arman el rancho, lo embarran y se ponen á vivir sin el sobresalto de las azotainas que amenudo sufrieran en el fundo patrio.

A la vuelta de pocos años, las lomas circundantes blanquean más de vellones que de nieve, los clarines de los potros repercuten en las sierras, el trigal ondula hasta perderse en el confin, los graneros panzones se desbordan, y las doradas eras de la trilla, se empenachan de día con las crines de las yeguas, y en las noches de luna con las trenzas de las mozas, que ebrias de amor y vino danzan la zamacueca, dibujando con sus pañuelos liviandades gentiles y con sus caderas ritmos de ansia creadora.Es así como hoy están estriadas de barbechos las hondonadas más recónditas y llenas de bohios las colinas más abruptas.

Esas gentes tienen admirable habilidad para la canalización. En la región de «Las Minas», por ejemplo, canales que los ingenieros creyeron irrealizables, han sido ideados y abiertos por chilenos, con mínimas expensas. Allí se asombra uno de ver el agua cuesta arriba, faldeando riscos hasta desembocar en una cumbre. Todo eso es obra de un instinto ingénito de raza montañosa, y lo atribuyen á cierto don misterioso de hechicería, especie de hipnotismo, en virtud del cual el agua, al oir determinada frase mágica, emprende su ascensión á la montaña, obedeciendo el curso trazado por el bordón de encantamiento.

Es lamentable que la ley de tierras no dė margen para regularizar la situación de esos colonos, consagrándoles títulos de propiedad lejítima, sobre esos eriales que su energia transfiguró en. prados ubérrimos.

Hoy muchos de esos poseedores viven en permanente consternación, esperando la visita del Juez de Paz, que va á desalojarlos en nombre de un propietario, cuyos únicos viajes por el territorio argentino se limitan á los que hace de su hotel al barrio de la Bolsa.

Los pobladores quedan entonces amenazados otra vez por la servidumbre de un patrón desconocido, que sobre haberse ganado la valorización dada al campo con la fatiga agena, les pone un cánon de arrendamiento extorsionante.

Ante esa perspectiva, las familias emprenden otra vez su vida nómade en busca de otro valle más remoto, ó regresan á su patria propagando el desaliento.

De ahí, de ese despojo repentino, provienen también las cuadrillas de bandoleros que se forman en la cordillera, desencantadas del esfuerzo honrado, despechadas de la ley y desesperadas de hambre.

Todo eso se remediaría fácilmente, desentralizando la administración de tierras públicas, y autorizando á las gobernaciones para reconocer sobre pequeños lotes, títulos de propiedad á los dueños legítimos. á los autores del cultivo.

La actual forma de colonización es en la mayoría de los casos ilusoria.

Al paso que casi toda la cordillera del Neuquén está poblada por poseedores sin título, las regiones destinadas á las tres Colonias Nacionales, Sargento Cabral, Coronel Barcala y Nahuel Huapí no son sino añojales donde no moran ni las águilas.

Exijir á los colonos de vanguardia un viaje á Buenos Aires para ¡contratar abogado: y sacar título, es algo tan absurdo como exigir á los delicados latifundistas de aquí, un galopito á conocer sus dominios dilatados.

Los restos de las tribus aborígenes forman allí otra categoria de pobladores. Son las más humildes, á pesar de su dominio prehistórico.

La mayoría pretende incorporarse al régimen de vida llevado por sus vencedores.

Muchos, como el Coronel Namuncurá, que han tenido el coraje de venir á Buenos Aires á pedir la restitución de un pedazo de su inmenso patrimonio, están prósperos.

Otros hacen su pequeña agricultura trashumante, huyendo de desalojo en desalojo, hasta amontonarse como sapos á la orilla de las vertientes escondidas. Allí instalan sus aplastadas rancherías, donde por obra de quien sabe qué ley de selección secreta, concurren todas las degeneraciones posibles, bajo el imperio sombrío de los parásitos: Vacas con mas astas que debilidades en las patas; gozques afónicos y de un genio más insoportable que su sarna; cabras de barba venerable y flacura inverosímil; negras ovejas arqueológicas, que esperan el sacrificio ritual del villatun; y niños que en la penumbra de los ranchos duermen su herencia de hambre, con las cabecitas de luto reclinadas sobre la barriga de los cerdos.

Hay otros rezagos de tribus pastoras, que desde la conquista permanecen errantes por la cordillera ó por las llanuras inexploradas. Esos se asocian con los bandidos puestos fuera de la ley en Chile, y sólo de tarde en tarde se les divisa oteando presa sobre una loma lejana, conglomerados como buítres, devorando alguna yegua.

Con los baguales, sus antiguos camaradas, y los guanacos, sus eternos perseguidos, forman su mundo aparte.

A todos los indios en general se les acusa de ladrones. Es cierto que sus nociones de propiedad son muy vagas; pero correspondería considerar si ese excepticismo no tiene su origen en el despojo que les hicimos, y si merecen el rigor de infractores á una civilización que se les notificó á balazos, pero que todavía no se les ha explicado suficientemente en las escuelas.

Lo más oportuno seria reconcentrarlos en una ó varias colonias, donde se les podria hacer propietarios, que es su mayor aspiración. Allí se les vigilaria en defensa de los otros pobladores; y por medio de escuelas especiales destinadas á gravar ciertos conceptos, se les iniciaria en la vida nueva.

A la parte esencialmente pastoril del Territorio, acude con éxcito la colonización boer.

A esos intrépitos les arrebató el inglés su tierra, pero no pudo quitarles su energia.

Todo el desorden de la derrota y el desastre del destierro, nada han podido contra la admirable cohesión de esas familias.

Cada una de esas enormes carretas en que se aventuran á hacer la travesia de los desiertos, es un home compacto, donde no sólo viajan las personas, sino las costumbres, las tradiciones y los pedazos de patria desterrados.

Esas barbas luengas de oro, parecen aun enmarañadas por la montaña del África y perfumadas con pólvora. En esos ojos acostumbrados á resistir con altivéz las miradas de los ingleses y los tigres, viajan cielos nativos, arrobamientos místicos y ternuras celestes.

La energia femenil se destaca en ese cuadro.

Las muchachas de quince años arriba, trabajan al lado de sus padres y rivalizan con sus hermanos mocetones en las faenas del campo.

Su misticismo lo guardan en el pecho, sin que se trasparente en gazmoñerias externas, ni oprima en lo más mínimo el ensan che opulento de las formas audaces.

Cuando se lanzan tras las reses cerriles, galopando á toda rienda, no se sabe si admirar más la pantorrilla enguantada por la bota de gamuza y ceñida al ijar del potro desbocado, ó la rubia cabellera suelta á los vientos libres bajo el chambergo de fieltro.

Todo eso sin perjuicio de que bajo la tolda de la carreta ó entre la carpa del campamento, se las vea repasando su Biblia ó sus poetas favoritos, en tanto que la madre abandona la costura para disponer sobre un cajón el thė tradicional, y que el viejo abrazado de su carabina, deja que huyan retorcidas en el humo de la pipa sus nostalgias.

Otro gremio pintoresco de la vida de Territorio es el agente de policía, llamado cariñosamente por los campesinos el milico.

La mayor parte son rezagos de los regimientos que han hecho guardia de frontera.

Algunos proceden de los cuarteles chilenos y no pocos se dan el lujo de recontar á sus camaradas cómo era de bravo Garibaldi en la refriega.

El milico de Territorio es un tipo nuevo, pero de perfiles imborrables. No es el soldado anónimo y mecanizado por el rasero de la ordenanza militar. Es un conjunto de labriego, de soldado y de matrero. Tiene personalidad acentuada por el orgullo de algun célebre lance renombrado, y sin el sable y el kepis que lo llenan de orgullo y lo comprometen á mirar bien al prójimo, haría parte de la muchedumbre presidial. Para ellos, pedir la baja, ó tirar la ropa, como dicen, es el trance más terrible de su vida.

No conocen la ambición. Su sueldo dura un día. Llenada su aspiración suprema de conseguir buen recado, buenas pilchas y un par de botas fuera de ordenanza, lo demás les es supérfluo. Su compañerismo se manifiesta sin reatos. Cuando están de marcha, y esto es siempre, la maleta de los vicios y el capón sujeto al anca del caballo, son de todos. Algunos cachafaces que liquidan en el primer boliche su sueldo íntegro, viven el resto del mes de su hermanito, como llaman picarescamente al compañero que está en fondos.

Su tez bronceada y su peculiar psicologia no deben examinarse sino al claroscuro de los fogones.

Poco después de acampar en una aguada, sueltan los matungos, tienden el recado, recogen zampa seca y prenden fuego.

Es entonces cuando el ingenio de cada cual principia á chisporrotear, avivado por el fuego del fogón y confortado por el humillo de la carne ensartada en el sable al laito de la llama.

El mate y el tabaco circulan en la rueda, y mientras unos boca arriba miran las estrellas, otros acurrucados al lado de los perros, dejan que su mirada se hipnotice en las brasas ó se solace en las gotas de jugo que chorrean por el acero del asador.

Los gritos de los zorros y el chisteo de las lechuzas les despiertan su predisposición supersticiosa, y es entonces cuando principial el recuento de consejas y episodios.

Alguno habla de las rocas encantadas donde duermen los gualichos, ó de las aguas de tal ó cual arroyo hechizado por las brujas.

Otro jura haber visto una noche á mandinga conversando con una mula redomona.

El viejo Sargento, refiere los lanzazos más célebres de los Capitanejos afamados y las sorpresas nocturnas de los indios sobre la caballada del Regimiento.

Alguno recuerda al finado camarada que se rodó en un ventisquero ó que se hundió con mula y todo en los menucos de un vado.

Narrar las comisiones arriesgadas que cada cual ha desempeñado con bravura, es típico en sus campamentos.

Los bandidos más célebres de la frontera desfilan por esas narraciones, con gestos y perfiles lejendarios.

Otro habla del compañero que se desgració con el sable, estando franco y bebido; ó del que condenó á prisión el Juez Letrado, por habersele ido la mano al capturar á unos matreros. En esas reminiscencias de finados se nombran caballos y perros que les fueron queridos.

Los criollos de tierra adentro hablan de su provincia como de un mundo remoto, que llega casi á ser inverosímil para los gendarmes nacidos en el Neuquén ó en algún villorrio fronterizo.

El que sabe describir á Buenos Aires, pucde estar seguro de pasar veladas integras maravillando á sus oyentes.

Todos, en fin, son historia viva de la conquista y de las Gobernaciones, y criticos de sus respectivos Gobernadores y Jefes.

Alli se oyen opiniones concisas y desnudas, con ese instinto certero del pueblo para juzgar á sus gobiernos. De esos fogones salen frases lapidarias y retratos profundos.

La crónica amorosa tiene capítulos muy largos. El nombre de la fulana ó la Zutana, de memoria remota, hace rascarse la cabeza y temblar el labio á más de un Sargento cabizbajo. Es que ha recordado la sombra querida de una chilena perfida, que huyó con otro camarada mientras él estaba en comisión.

La zamacueca es siempre el punto de partida de esos idilios agrestes, terminados en tragedia ó velados de dolor.

Casi todos se inician con un rapto y terminan en infidelidad.

La excesiva mayoría de hombres, y las ausencias consiguientes á la vida errante, hacen flaquear la constancia femenil. Las decepciones hondas, cuando no se curan con una puñalada y una fuga, se mitigan con un pase á otra Comisaría bien distante.

Al regreso de cada comisión hay muchos nidos patiados y muchas almas heridas.

El desierto es entonces el bálsamo supremo. En la marcha de un piquete, no es raro ver ojos nublados mirando cumbres lejanas y oir cantar en rudas trovas hurañas melancolias.

Esa inconsistencia de los vínculos, y sobre todo el amor á la ropa, que no es más que nuestro vicio nacional de empleomania, hacen del milico un personaje aventurero y nómade, mas ágil para la tunantada pasional que para fundar hogar firme.

Apesar de eso son simpáticos. Su familiaridad con el peligro, su dolorcito espiritual oculto, sus sangres asoleadas, su musculatura silicosa, su pulmón henchido de aires libres y su retina espejeante de coloridos melodiosos, todo eso concurre á formar su tipo generoso, valiente y sensitivo.

Y si las mismas cualidades inherentes al medio, ván unidas á las que producen la independencia, los amores apacibles, las ambiciones honestas y las esperanzas doradas del colono labrador, fácil es darse cuenta de la raza que en esas soledades se prepara á florecer en el futuro.

En la ciudad no se sospecha cuánto mal se hace al pais, en fomentar la leyenda medrosa acerca de esos pobladores.

Si los diarios fuesen más celosos de la veracidad de sus corresponsales lejanos, descubrirían que en el fondo de los decantados conflictos, siempre figuran ambiciones de plumarios ó ardides de leguleyos, pero casi nunca un dato fiel acerca de la vida hermosa y ejemplar de los colonos legítimos.