Los cimarrones y el tigre
El tigre, cansado de ver que los pumas venían hasta el corral donde encerraba las ovejas para su consumo, a matárselas, resolvió salir en busca de gente para dar a estos ladrones un escarmiento tal, que por toda la vida se acordaran.
Y se fue, dejando encargado al cimarrón de vigilar bien el corral hasta que volviera.
El cimarrón, desconfiando de sí mismo y temeroso de la ira del amo, si sucediese alguna desgracia, no se animó a cuidar solo y fue a buscar a algunos amigos suyos, todos gente de pelea y guapos, para ayudarle.
En la misma noche de haberse ido el tigre los pumas vinieron numerosos a pegar malón, aprovechando la ausencia del temible dueño de casa. Pero los cimarrones estaban ya en sus puestos, y si muchos fueron los pumas que en el corral entraron, bien pocos pudieron salir.
Antes que hubiesen degollado una sola oveja, fueron atropellados, envueltos, deshechos a mordiscones, pereciendo casi todos.
A los pocos días volvió el tigre con todo un ejército de jaguares y de onzas, de gatos monteses y demás felinos, gente sanguinaria y traicionera, parientes pobres de su misma familia.
El cimarrón los fue a recibir, presentando al tigre a los que tan bien le habían ayudado en su hazaña, y le enseñó los cadáveres de los pumas que yacían en el corral.
El tigre elogió su valor, dándoles a todos las gracias por el inestimable servicio prestado, y los cimarrones se retiraron a su aposento, llenos de contento, soñando con las grandes recompensas que no podían menos de serles otorgadas por el magnífico cumplimiento de su deber. Pero durante la noche, y mientras estaban durmiendo, el tigre los hizo degollar a todos, pensando, quizá con razón, que, vencidos ya sus enemigos, podrían a su vez volverse peligrosos los vencedores.
Un servidor poderoso es, más que ayuda, peligro.