XV

Pasé por Vitoria y por la Puebla de Arganzón, como los días felices por la vida del hombre, a escape. No miraba a ningún lado, por miedo a mis malos recuerdos, que salían a detenerme.

En los pueblos todos del Norte la intervención vencía sin batallas, y antes de que asomara el morrión del primer francés de la vanguardia, la Constitución estaba humillada. Los mozos todos comprendidos en la quinta ordenada por el Gobierno, se unían a las facciones, y eran muy pocos los milicianos que se aventuraban a seguir a los liberales. No he visto una propagación más rápida de las ideas absolutistas. Era aquello como un incendio que de punta a punta se desarrolla rápidamente y todo lo devora. En medio de las plazas los frailes predicaban mañana y tarde, con pretexto de la Cuaresma, presentando a los franceses como enviados de Dios, y a los liberales como alumnos de Satanás que debían ser exterminados.

El general Ballesteros mandaba el ejército que debía operar en el Norte y línea del Ebro para alejar a los franceses. No viendo yo a dicho ejército por ninguna parte, sino inmensas plagas de partidas, pregunté por él, y me dijeron en Bribiesca que Ballesteros, convencido de no poder hacer nada de provecho, se había retirado nada menos que a Valencia. Movimiento tan disparatado no podía explicarse en circunstancias normales; pero entonces todo lo que fuera desastres y yerros del liberalismo tenía explicación.

Al ver cómo crecía en los pueblos la aversión a las Cortes y al Gobierno, el ejército perdía el entusiasmo. A su paso, como se levanta polvo del camino, levantábanse nubes de facciosos que al instante eran soldados aguerridos. Así se explica que el ejército de Ballesteros, compuesto de diez y seis mil hombres, se retirara sin combatir emprendiendo la inverosímil marcha a Valencia, donde podía adquirir algún prestigio derrotando a Sempere, al Locho y al carretero Chambó, tres nuevos generales o arcángeles guerreros que le habían salido a la fe.

En Dueñas me adelanté, dejando atrás a los franceses; tenía tanta prisa como ellos y menos estorbos en el camino, aunque los suyos no eran tampoco grandes. ¡Cuánto deseaba yo ver tropas regulares españolas por alguna parte! En verdad, me daba vergüenza que los hijos de San Luis, a pesar de que nos traían orden y catolicismo, se internaran en España tan fácilmente. Con todo mi absolutismo yo habría visto con gusto una batalla en que aquellos liberales tan aborrecidos dieran una buena tunda a los que yo llamaba entonces mis aliados. Española antes que todo, distaba mucho de parecerme a los señores frailes y sacristanes que en 1808 llamaban judíos a los franceses y ahora ministros de Dios.

En Somosierra encontré tropas. Eran las del ejército de La Bisbal, destinado por las Cortes a cerrar el paso del Guadarrama, amparando de este modo a Madrid. Mis dudas acerca del éxito de aquella empresa fueron grandes. Yo conocía a La Bisbal. ¿Cómo no había de conocerle si le conocía todo el mundo? Fue el que el año 14 se presentó al Rey llevando dos discursos en el bolsillo, uno en sentido realista y otro en sentido liberal, para pronunciar el que mejor cuadrase a las circunstancias. Fue el que en 1820 hizo también el doble papel de ordenancista y de sedicioso. La inseguridad de sus opiniones había llegado a ser proverbial. Era hombre altamente penetrado del axioma italiano ma per troppo variar natura e bella. Yo no comprendía en qué estaba pensando el Gobierno cuando le nombró. Si los Ministros se hubieran propuesto elegir para mandar el ejército más importante al hombre más a propósito para perderlo, no habrían elegido a otro que a La Bisbal.

Pasé con tristeza por entre su ejército. Aquellos soldados, capaces del más grande heroísmo, me inspiraban lástima, porque estaban destinados a desempeñar un papel irrisorio, como leones a quienes se obliga a bailar. Sentía yo impulsos de arengarles, diciéndoles: «¡Que os engañan, pobres muchachos! No dejéis las armas sin combatir. Si os hablan de capitulación, degollad a vuestros generales».

En Madrid hallé un abatimiento superior a lo que esperaba. Se hablaba allí de capitular como de la cosa más natural del mundo. Sólo tenían entusiasmo algunos infelices que no servían para nada, el cuerpo de coros de los clubs y de las sociedades secretas, la gente gritona y también muchos de los que habían tirado del coche de Fernando VII cuando volvió de Francia el año 14. Los absolutistas creían con razón ganada la partida y afectaban cierta generosidad magnánima. ¡Pobre gente! Algunos de estos pajarracos vinieron a visitarme, entre ellos D. Víctor Sáez, y tuve el gusto de mortificarles asegurándoles que Angulema traía orden de obsequiarnos con las dos Cámaras y un absolutismo templado, suavísimo emoliente para nuestra anarquía. Esto ponía a mis buenos amigotes más furiosos que las bravatas de los liberales, pues aún había liberales con alma bastante para echar bravatas.

Pero yo me ocupaba poco de tales cosas. Mi primer cuidado fue hacer algunas averiguaciones concernientes a la entrañable política de mi herido corazón. Felizmente a la casa donde yo vivía, que era honradísimo albergue de una noble familia alavesa, iba a menudo un tal Campos, hombre muy intrigante, director de Correos, si no recuerdo mal, gran maestre de la Orden masónica, o por lo menos principalísimo dignatario de ella, amigo íntimo de los liberales de más viso y también de algunos absolutistas, como hombre que sabe el modo de comer a dos carrillos.

Yo le había tratado el año anterior, y charlando juntos, me reía mucho de los masones, lo cual a él no le enojaba. Entre bromas y veras solía enterarme de algunas cosas reservadas, porque no era hombre de extraordinaria discreción ni tampoco de una incorruptibilidad absoluta. En los días de mi llegada de Irún, que eran los de mediados de Mayo del 23, le pregunté si esperaban los masones algún mensaje reservado de Mina. Negolo; mas yo, asegurándolo con el mayor descaro y nombrando al mensajero, le hice confesar que esperaban órdenes de Mina de un día a otro. Él, lo mismo que su secretario cuyo nombre no recuerdo, me aseguraron no haber visto todavía en Madrid a Salvador Monsalud ni tener noticia alguna de él.

-No ha llegado aún -dije-. Mucho tarda.

Sin reparar en nada fui a su casa. Un portero, tan locuaz como pedante, liberal muy farolón, de aquellos a quienes yo llamo sepultureros de la libertad, porque son los que la han enterrado, me informó de que el Sr. Monsalud faltaba de Madrid desde el mes de agosto del año anterior.

-Puede que la Sra. Dª. Solita sepa algo -me dijo-. Pero no es fácil, porque anoche lloraba... Como no llorase de placer, que también esto sucede a menudo...

-¿De modo que la casa subsiste? -le pregunté.

-Subsiste, sí señora; pero no subsistirá mucho tiempo si el Sr. D. Salvador no vuelve del otro mundo.

-Pues qué, ¿ha muerto?

-Así lo creo yo. Pero esa joven sentimental siempre tiene esperanzas, y cada vez que el sol sale por el horizonte esparciendo sus rayos de oro... ¿me entiende usted?

-Sí; acabe de una vez el Sr. Sarmiento.

-Quiero decir, que siempre que amanece, lo cual pasa todos los días, la Sra. Dª. Solita dice: «¡Hoy vendrá!». Tal es la naturaleza humana, señora, que de todo se cansa menos de esperar. Y yo digo: ¿qué sería del hombre sin esperanza?... Dispénseme la señora; pero si piensa subir, tengo el sentimiento de no poder acompañarla, porque como mi hijo es miliciano...

-¿Y qué?

-Como es miliciano y el honor le ordena derramar hasta la última gota de su sangre en defensa de la dulce patria y de la libertad preciosísima del género humano...

-¿Y qué más? -dije complaciéndome en oír las graciosas pedanterías de aquel hombre.

-Que impulsado por su ardoroso corazón, capaz del heroísmo, y por mi paternal mandato, ha ido a Cádiz con las Cortes; y como ha ido a Cádiz con las Cortes y no volverá hasta dejar confundida a la facción y a los cien mil y quinientos hijos, nietos o tataranietos del calzonazos de Luis XVIII... Por vida de la chilindraina y con cien mil pares de docenas de chilindrones, que si yo tuviera veinte años menos!... Pues digo que como Lucas ha ido a Cádiz... y es un león mi hijo, un verdadero león... resulta que me es forzoso estar al cuidado de la puerta, ¿me entiende la señora?

-Está bien -le dije riendo-. Puedo subir sola.

Quise darle una limosna, porque su aspecto me pareció muy miserable; pero la rechazó con dignidad y cierto rubor decoroso, propio de las grandezas caídas.

Subí a la casa. Mi corazón subía antes que yo.