XII

Ahora hablemos, ¿por qué no?, de la violentísima pasión que inspiré a un francés. Era este el conde de Montguyon, coronel del 3.º de húsares. Yo le había conocido en Tolosa, habiendo tenido la desgracia de que mi persona hiciera profunda impresión en él, trastornando las tres potencias de su alma. Era soltero, de treinta y ocho años, bien parecido y atento y finísimo como todos los franceses. Persiguiome hasta París, donde me asediaba como esos conquistadores jóvenes e impacientes que han oído la célebre frase de César y quieren imitarla. Al principio me mortificaban sus obsequios; le rechazaba hasta con menosprecio y altanería; pero al fin, sin corresponder a su amor de ninguna manera, admití la parte superficial de sus galanterías. Esto le dio esperanza; pero siempre me trataba con el mayor respeto. Deseando, sin duda, identificarse con las ideas que suponía en mi tierra, se había hecho una especie de D. Quijote, cuya Dulcinea era yo. A veces me parecía por demás empalagoso; pero después de muchos meses de indiferencia absoluta, empecé a estimarle, reconociendo sus nobles prendas. Cuando me disponía a volver a mi país, se me presentó rebosando alegría, y me dijo:

-Acabo de conseguir que me destinen a la guerra de España. De este modo consigo tres grandes objetos que interesan igualmente a mi corazón: guerrear por la Francia, visitar la hermosa tierra de España y estar cerca de usted.

Él pretendía que me detuviese para partir juntos; pero a esto no accedí, y me marché dejándole atrás, aunque deseosa ¿a qué negarlo?, de que no me siguiese a mucha distancia, pues a causa del fastidio de viaje tan largo, Francia, con ser tan bella, empezaba a aburrirme de lo lindo.

¿Se creerá que yo había olvidado a mi pobre cautivo de Benabarre? ¡Ah!, no, y hasta el último momento que estuve en la Seo de Urgel me ocupé de su desgraciada suerte. Cada vez que venía a mi pensamiento la idea de sus penas, me estremecía de dolor, y toda alegría se disipaba en mi espíritu. Pero este tiene en sí mismo una energía restauradora, no menos poderosa que la del cuerpo, y sabe curarse de todos sus males siempre que le ayude el mejor de los Esculapios, que es el tiempo.

Voltaire, que no por impío y blasfemo dejó de tener mucho talento, escribió una historieta titulada Los dos consolados, en la cual pone de relieve las admirables curas de aquel charlatán, el único cuyos específicos son infalibles. Yo he leído esa novelita, así como otras del célebre escritor sacrílego, y esta debilidad mía, imperdonable quizás en una dama tan acérrima defensora de la religión, la confieso aquí contritamente, rogando a mis lectores que no revelen a ningún cura de mi país tan feo secreto, ocultándolo principalmente al señor canónigo de Tortosa, mi director espiritual, el cual se enfurecerá si le hablan de las novelas de Voltaire, aunque a mí me consta que él también las ha leído.

Pues bien, el tiempo fue cicatrizando mis heridas sin curarlas. Yo también podía erigir una estatua con la inscripción A celui qui console, pues la ausencia indefinida y los días que pasaban rápidamente habían calmado aquel insaciable afán de mi alma. En mí reinaba la tranquilidad, pero no el taciturno y seco olvido; y una aparición repentina del ser amado podía muy bien en brevísimo instante, destruir los efectos del tiempo renovando mi mal y aun agravándolo.

Desde París a la frontera no cesaba el movimiento de tropas. Por todas partes convoyes, cuerpos de ejército y oficiales que iban a incorporarse a sus regimientos. Francia podía creerse aún en los días del gran soldado. Hasta Burdeos no tuve noticias ciertas de mi querida Regencia y de mi ilustre mandatario el marqués de Mataflorida. ¡Ay! La suerte de este insigne hombre de Estado no podía ser más miserable. Eguía había triunfado, a pesar de las furiosas protestas del regente de Urgel; y para colmo de desdicha, como aún quisiera este llevar adelante sus locas pretensiones, el duque de Angulema le mandó prender juntamente con el arzobispo, confinándoles a Tours. Así acabaron las glorias de aquellos dos ambiciosos. Yo llegué a tiempo para verles, y cuando manifesté al marqués las poco lisonjeras disposiciones del triste Chactas, el atroz Regente, desairado, llamó a Chateaubriand intrigante, enredador, mal poeta y franchute. Esta fue la venganza del coloso.

Bayona era un campamento cuando yo llegué. El número de españoles casi superaba al de franceses, y en todos reinaba grande alegría. Reanudé entonces mis buenas relaciones con el barón de Eroles, haciéndole ver que mi viaje a París había tenido por causa asuntos particulares, y entre risas y bromas me reconcilié con Eguía, el cual, por razón del mismo gozo y embobamiento del triunfo, estaba muy dispuesto a perdonar. En cuanto a las negociaciones, yo no tenía humor de seguir ocupándome de ellas, y deseaba retirarme a descansar sobre mis laureles diplomáticos, no sólo porque mi entusiasmo absolutista se había enfriado mucho, sino porque desde algún tiempo las conspiraciones y los manejos políticos me causaban hastío. Ya he dicho que siempre fui muy inclinada a la mudanza en mis ocupaciones. Mi espíritu se aviene poco con la monotonía, y si hubo un día en que me sedujeron las embajadas, otro llegó en que me repugnaron. ¡Mágico efecto del tiempo, cuya misión es renovar, creando las estaciones con los admirables círculos del universo! También el alma humana ve en sí la alterada sucesión de las primaveras e inviernos en sus dilataciones y recogimientos.

Yo deseaba entrar en España, y tenía propósito de reanudar las diligencias para averiguar el paradero de mi cautivo de Benabarre. En Bayona, una familia francesa legitimista, con quien yo tenía antigua amistad, me convidó a pasar unos días en su casa de campo inmediata a Behobia, y unos parientes míos invitáronme a que les acompañase a Irún un par de semanas. A ambos ofrecimientos accedí, empezando por el de Behobia, aunque la frontera no me parecía el punto más a propósito para residir en los momentos en que principiaba la guerra. Pero la gente de aquel país estaba segura de que Angulema atravesaría fácilmente el Pirineo, por ser muy adicto al absolutismo todo el país vasco-navarro.

Todavía no había pasado Su Alteza la raya, cuando se rompió el fuego junto al mismo puente internacional. Los carbonarios extranjeros que andaban por España, unidos a otros perdidos de nuestro país, habían formado una legión con objeto de hacer frente a las tropas francesas. Constaba aquélla de doscientos hombres, tristes desechos de la ley demagógica de Italia, de Francia y de España; y para seducir a los cien mil hijos de San Luis, se habían vestido a la usanza imperial, y ondeando la bandera tricolor, gritaban en la orilla española del Bidasoa: «¡Viva Napoleón II!».

Su objeto era fascinar a los artilleros franceses con este mágico grito; mas tuvieron la desdicha de que tales aclamaciones fueran contestadas a cañonazos, y con sus banderas y sus enormes morriones huyeron a San Sebastián. Pasma la inocente credulidad de los carbonarios extranjeros y de los masones españoles. Oí decir en Behobia que los liberales franceses Lafayette, Manuel, Benjamín, Constant y otros fiaban mucho en los doscientos legionarios mandados por el republicano emigrado coronel Fabvier. ¡Qué desvaríos engendra el furor de partido! Corría esto parejas con la necia confianza del Gobierno español, que, aun después de declarada la guerra, no había tomado disposiciones de ninguna clase, hallándose sus tropas sin más recursos ni elementos que el parlerío de los milicianos y el gárrulo charlatanismo de los clubs.

Hacia los primeros días de abril vi pasar a los generales de división Bourdessoulle, duque de Reggio, y Molitor, que entraron en España por Behobia. Después pasó Su Alteza el sobrino de Luis XVIII, con todo su Estado Mayor, en el cual iba Carlos Alberto, príncipe de Carignan. No se puede imaginar cortejo más lucido. Yo no había visto nada tan magnífico y deslumbrador, como no fuera la comitiva de José Bonaparte antes de darse la batalla de Vitoria el año 13, feliz para la causa española, pero de muy malos recuerdos para mí, porque en él perdí la batalla de mi juventud, casándome como me casé.

También vi pasar a mi amigo Eguía remozado por la emoción y tan vanaglorioso del papel que iba a representar que no se le podía resistir, como no fuera tomando a broma sus bravatas. Iban con él D. Juan Bautista Erro y Gómez Calderón, aquel a quien el mordaz Gallardo llamaba Caldo pútrido. El barón de Eroles, que con los anteriores tipos debía formar la Junta al amparo del Gobierno francés, entró por Cataluña con el mariscal Moncey.

No recibieron a los franceses las bayonetas ni la artillería del Gobierno constitucional, sino una nube de guerrilleros, que les abrieron sus fraternales brazos, ofreciéndose a ayudarles en todo y a marchar a la vanguardia, abriéndoles el camino. Tal apoyo era de grandísimo beneficio para la causa, porque los partidarios realistas ascendían a 35.000 ¡Ay de los franceses si hubieran tenido en contra a aquella gente! Pero les tenían a su favor, y esto sólo ¡qué fenómeno!, ponía al buen Angulema por encima de Napoleón. El absolutismo español no podía hacer al hijo de San Luis mejor presente que aquellos 35.000 salvajes, entre los cuales (¡cuánto han variado mis ideas, Dios mío!) tengo el sentimiento de decir que estaba mi marido. ¡Y yo le había admirado, yo le había aceptado por esposo diez años antes sólo por ser guerrillero!... Cuando se hacen ciertas cosas, ya que no es posible que el porvenir se anticipe para avisar el desengaño, debiera caer un rayo y aniquilarnos.