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Creyendo ahora conveniente el autor no trabajar más por cuenta propia, vuelve a utilizar el manuscrito de la señora en su segunda pieza, que concuerda cronológicamente con el punto en que se ha suspendido la anterior relación.

Los lectores perdonarán esta larga incrustación ripiosa, tan inferior a lo escrito por la hermosa mano y pensado por el agudo entendimiento de la señora. Pero como la seguridad del edificio de esta historia lo hacía necesario, el autor ha metido su tosco ladrillo entre el fino mármol de la gentil dama alavesa. El segundo fragmento lleva por título: DE PARÍS A CÁDIZ, y a la letra dice así:

A fines de Diciembre del 22, tuve que huir precipitadamente de la Seo, que amenazaba el cabecilla Mina. No es fácil salir con pena de la Seo. Aquel pueblo es horrible, y todo el que vive dentro de él se siente amortajado. Mataflorida salió antes que nadie, trémulo y lleno de zozobra. No podré olvidar nunca la figura del arzobispo, montando a mujeriegas en un mulo, apoyando una mano en el arzón delantero y otra en el de atrás, y con la canaleja sujeta con un pañuelo para que no se la arrancase el fuerte viento que soplaba. Es sensible que no pueda una dejar de reírse en circunstancias tristes y luctuosas, y que a veces las personas más dignas de veneración por su estado religioso, exciten la hilaridad. Conozco que es pecado y lo confieso; pero ello es que yo no podía tener la risa.

Nos reunimos todos en Tolosa de Francia. Yo resolví entonces no mezclarme más en asuntos de la Regencia. Jamás he visto un desconcierto semejante. Muchos españoles emigrados, viendo cercana la intervención (precipitada por las altaneras contestaciones de San Miguel), temblaban ante la idea de que se estableciese un absolutismo fanático y vengador, y suspiraban por una transacción, interpretando el pensamiento de Luis XVIII. Pero no había quien apease a Mataflorida de su borrica, o sea de su idea de restablecer las cosas en el propio ser y estado que tuvieron desde el 10 de Mayo de 1814 hasta el 7 de Marzo de 1820. Balmaseda le apoyaba, y D. Jaime Creux (el gran jinete de quien antes he hablado) era partidario también del absolutismo puro y sin mancha alguna de Cámaras ni camarines; pero el barón de Eroles y Eguía se oponían furiosamente a esta salutífera idea de sus compañeros.

Mi amigo, el general de la coleta (ya separado de la pastelera de Bayona) quería destituir a la Regencia y prender a Mataflorida y al arzobispo. Mataflorida, fuerte con las instrucciones reservadísimas de Su Majestad, que yo y otros emisarios le habíamos traído, seguía en sus trece. La Junta de Cataluña, los apostólicos de Galicia, la Junta de Navarra, los obispos emigrados enviaban representaciones a Luis XVIII para que reconociese a la Regencia de Urgel, mientras la Regencia misma, echándosela de soberana, enviaba una especie de plenipotenciarios de figurón a los Soberanos de Europa.

Nada de esto hizo efecto, y la Corte de Francia, conforme con Eguía y el barón de Eroles, puso a la Regencia cara de hereje. Por desgracia para la causa real Ugarte había sido quitado de la escena política, y todo el negocio, como puede suponerse, andaba en manos muy ineptas. Allí era de ver la rabia de Mataflorida, que alegaba en su favor las órdenes terminantes del Rey; pero nada de esto valía, porque los otros también mostraban cartas y mandatos reales. Fernando jugaba con todos los dados a la vez. ¿Su voluntad quién podía saberla?

Entretanto todo se volvía recados misteriosos de Tolosa a París y a Madrid y a Verona. Eguía se carteaba con el duque de Montmorency, ministro de Estado en Francia, y Mataflorida con Chateaubriand. Cuando este sustituyó a Montmorency en el Ministerio, nuestro marqués vio el cielo abierto, por ser el vizconde de los que con más ahínco habían sostenido en Verona la necesidad de volver del revés las instituciones españolas. Necesitando negociar con él y no queriendo apartarse de la frontera de España por temor a las intrigas de Eguía y del barón de Eroles, me rogó que le sirviese de mensajero, a lo que accedí gustosa, porque me agradaban, ¿a qué negarlo?, aquellos graciosos manejos de la diplomacia menuda, y el continuo zarandeo y el trabar relaciones con personajes eminentes, Príncipes y hasta soberanos reinantes. Yo, dicho sea sin perjuicio de la modestia, había mostrado regular destreza para tales tratos, así como para componer hábilmente una intriga; y el hábito de ocuparme en ello había despertado en mí lo que puede llamarse el amor al arte. Mi belleza, y cierta magia que, según dicen, tuve, contribuían no poco entonces al éxito de lo que yo nombraba plenipotencias de abanico.

Tomé, pues, mis credenciales y partí para París con mi doncella y dos criados excelentes que me proporcionó Mataflorida. Estaba en mis glorias. Felizmente yo hablaba el francés con bastante soltura, y tenía en tan alto grado la facultad de adaptación, que a medida que pasaba de Tolosa a Agen, de Agen a Poitiers, de Poitiers a Tours y a París, parecíame que me iba volviendo francesa en maneras, en traje, en figura y hasta en el modo de pensar.

Llegué a la gran ciudad ya muy adelantado Febrero. Tomé habitación en la calle del Bac, y después de destinar dos días a recorrer las tiendas del Palais Royal y a entablar algunas relaciones con modistas y joyeros, pedí una audiencia al señor Ministro de Negocios Exteriores. Él, que ya tenía noticia de mi llegada, enviome uno de sus secretarios, dignándose al mismo tiempo ofrecerme un billete para presenciar la apertura de las tareas legislativas en el Louvre.

Mucho me holgué de esto, y dispúseme a asistir a tan brillante ceremonia, en la cual debía leer su discurso el Rey Luis XVIII y presentarse de corte todos los grandes dignatarios de aquella fastuosa Monarquía. Confieso que jamás he visto ceremonia que más me impresionase. ¡Qué solemnidad, qué grandeza y lujo! El puesto en que me colocaron los ujieres no era el más cómodo; pero vi perfectamente todo, y la admiración y arrobamiento de mi espíritu no me permitían atender a las molestias.

La presencia del anciano Rey me causó la sensación más viva. Aclamáronle ruidosamente cuando apareció en el gran salón, y en realidad, inspiraba afecto y entusiasmo. Bien puede decirse que pocos reyes han existido más simpáticos ni más dignos de ser amados. Luis XVIII tomó asiento en un trono sombreado con rico dosel de terciopelo carmesí. Los altos dignatarios se colocaron en pie en los escaños alfombrados. No se verá en parte alguna nada más grave ni más suntuoso ni más imponente.

Su Majestad Cristianísima empezó a leer. ¡Qué voz tan dulce, qué acento tan patético! A cada párrafo era interrumpido por vivas exclamaciones. Yo lloraba y atendía con toda mi alma. Se me grabaron profundamente en la memoria aquellas célebres palabras: «He mandado retirar mi embajador. Cien mil franceses, mandados por un Príncipe de mi familia, por aquel a quien mi corazón se complace en llamar hijo, están a punto de marchar invocando al Dios de San Luis para conservar el trono de España a un descendiente de Enrique IV, para librar a aquel hermoso reino de su ruina y reconciliarlo con Europa».

Ruidosos y entusiastas vítores manifestaron cuánto entusiasmaba a todos los franceses allí presentes la intervención. Yo, aunque española, comprendía la justicia y necesidad de esta medida. Así es que dije para mí, pensando en mis paisanos:

-Ahora veréis, brutos, cómo os harán andar derechos».

Pero el bondadoso Luis XVIII siguió diciendo cosas altamente patrióticas sólo bajo el punto de vista francés, y ya aquello no me gustaba tanto; porque, en fin, empecé a comprender que nos trataban como a un hato de carneros. He sido siempre de una volubilidad extraordinaria en mis ideas, las cuales varían al compás de los sentimientos que agitan hondamente mi alma. Así es que de pronto, y sin saber cómo se enfrió un poco mi entusiasmo; y cuando Luis dijo con altanero acento y entre atronadores aplausos aquello de Somos franceses, señores, sentí oprimido mi corazón; sentí que corría por mis venas rápido fuego, y pensando en la intervención, dije para mí:

-No hay que echar mucha facha todavía, amiguitos. Somos españoles, señores.

Pero no puedo negar que la pompa de aquella Corte, la seriedad y grandeza de aquella Asamblea, acorde con su Rey, y existente con él sin estorbarse el uno a la otra, hicieron grande impresión en mi espíritu. Me acordaba de las discordias infecundas de mi país, y entonces sentía pena.

-Allá -pensé-, tenemos demasiadas Cortes para el Rey y demasiado Rey para las Cortes.

El día siguiente, 1.º de Marzo, era el señalado por Chateaubriand para recibirme. Yo tenía vivísimos deseos de verle, por dos motivos: por mi comisión y porque había leído la Atala poco antes, hallando en su lectura profundo deleite. No sé por qué me figuraba al vizconde como una especie de triste Chactas, de tal modo que no podía pensar en él sin traer a la memoria la célebre canción.

Pero todo cambió cuando entré en el Ministerio y en el despacho del célebre escritor que llenaba el mundo con su nombre y había divulgado la manía de los bosques de América el sentimentalismo católico y las tristezas quejumbrosas a lo René. Vestía de gran uniforme. Su semblante pálido y hermoso no tenía más defecto que el estudiado desorden de los cabellos, que asemejaban su cabeza a una de esas testas de aldeano en cuya selvática espesura jamás ha entrado el peine. En sus ojos había un mirar tan vivo y penetrante, que me obligaba a bajar los míos. Estaba bastante decaído, aunque su edad no pasara entonces de los cincuenta y dos años. Su exquisita urbanidad era algo finchada y fría. Sonreía ligeramente y pocas veces, contrayendo los casi imperceptibles pliegues de su boca de mármol; pero fruncía con frecuencia el ceño, como una maña adquirida por la costumbre de creer que cuanto veía era inferior a la majestad de su persona.

Pareciome que la presencia de la diplomática española le había causado sorpresa. Sin duda creía ver en mí una maja de esas que, conforme él dice en uno de sus libros, se alimentan con una bellota, una aceituna o un higo. Debió admirarle mi intachable vestido francés y la falta de aquella gravedad española que consiste, según ellos, en hablar campanudamente y con altanería. En sus miradas creí sorprender una observación algo impropia de hombre tan fino. Pareciome que miraba si había yo llevado el rosario para rezar en su presencia, o alguna guitarra para tocar y cantar mientras durase el largo plazo de la antesala. En sus primeras palabras advertí marcado deseo de llevarme al terreno literario, porque empezó hablando de lo mucho que admiraba a mi país y del Romancero del Cid, asunto que no vino muy de molde en aquella ocasión.

Yo, viéndole en tan buen terreno, y considerando cuánto debía agradarle la lisonja, me afirmé en el terreno literario y le hablé de su universal fama, así como del gran eco de Chateaubriand por todo el orbe. Él me contestó con frases de modestia tan ingeniosas y bien perfiladas, que la misma modestia no las hubiera conocido por suyas. Preguntome si había leído el Genio del Cristianismo, y le contesté al punto que sí y que me entusiasmaba, aunque la verdad es que hasta entonces no había ni siquiera hojeado tal libro; mas recordando algunos pasajes de los Mártires, le hablé de esta obra y de la gran impresión que en mí produjera. Él pareció maravillado de que una dama española supiera leer, y me dirigió varias galanterías del más delicado gusto. Por mi belleza y mis gracias materiales, yo no debía de ser de palo para el vizconde. Después supe que con cincuenta y dos años a la espalda aún se creía bastante joven para el galanteo, y amaba a cierta artista inglesa con el furor de un colegial.