VII

Después de dar noticia de su estupenda liberación, exponiendo con brevedad los padecimientos del largo cautiverio que había sufrido, escribió las frases más cariñosas y una patética declaración de arrepentimiento por su desnaturalizada conducta y la impía fuga que tan duramente había castigado Dios. Manifestando después su falta de recursos y que más que un viaje a Madrid le convenía su permanencia en el ejército de Cataluña, rogaba a su madre que vendiese cuanto había en la casa, y juntamente con Solita, se trasladase a la Puebla de Arganzón, donde pasaría a verlas, pidiendo una licencia. Concluía indicando la dirección que debía darse a las cartas de respuesta, y pedía que esta fuera inmediata para calmar la incertidumbre y afán de su alma.

Aquella misma tarde habló con el brigadier Rotten, el cual era un hombre muy rudo y fiero, bastante parecido en genio y modos a don Carlos España. Aconsejole este que viera al general Mina, en cuyo ejército había varias partidas de contraguerrilleros, organizadas disciplinariamente; añadió que él (el brigadier Rotten) se había propuesto hacer la guerra de exterminio, quemando, arrasando y fusilando, en la seguridad de que la supresión de la humanidad traería infaliblemente el fin del absolutismo, y concluyó diciendo que pasaba a la provincia de Tarragona con todas las fuerzas de su mando, excepción hecha del batallón de Murcia, que le había sido reclamado por el general en jefe para reforzar el sitio de la Seo. Monsalud, sin vacilar en su elección, optó por seguir a los de Murcia que iban hacia la Seo.

Salió, pues, Murcia al día siguiente muy temprano en dirección a Castellar, llevando el triste encargo de conducir a los catorce prisioneros de San Llorens de Morunys. Seudoquis no ocultó a Salvador su disgusto por comisión tan execrable; pero ni él ni sus compañeros podían desobedecer al bárbaro Rotten. Púsose en marcha el regimiento, que más bien parecía cortejo fúnebre, y en uno de sus últimos carros iba Monsalud, viendo delante de sí a los infelices cautivos atraillados, algunos medio desnudos, y todos abatidos y llorosos por su miserable destino, aunque no se creían condenados a muerte, sino tan sólo a denigrante esclavitud.

Camino más triste no se había visto jamás. Lleno de fango el suelo; cargada de neblina la atmósfera, y enfriada por un remusguillo helado que del Pirineo descendía, todo era tristeza fuera y dentro del alma de los soldados. No se oían ni las canciones alegres con que estos suelen hacer menos pesadas las largas marchas, ni los diálogos picantes, ni más que el lúgubre compás de los pasos en el cieno y el crujir de los lentos carros y los suspiros de los acongojados prisioneros. El día se acabó muy pronto a causa de la niebla que, al modo de envidia, lo empañaba; y al llegar a un ángulo del camino, en cierto sitio llamado los tres Roures (los tres robles), el regimiento se detuvo. Tomaba aliento, porque lo que iba a hacer era grave.

Salvador sintió un súbito impulso en su alma cristiana. Eran los sentimientos de humanidad que se sobreponían al odio pasajero y al recuerdo de tantas penas. Cuando vio que la horrible sentencia iba a cumplirse, hundió la cabeza sepultándola entre los sacos y mantas que llenaban el carro, y oró en silencio. Los ayes lastimeros y los tiros que pusieron fin a los ayes, le hicieron estremecer y sacudirse, como si resonaran en la cavidad de su propio corazón. Cuando todo quedó en lúgubre silencio, alzando su angustiada cabeza, dijo así:

-¡Qué cobarde soy! El estado de mi cuerpo, que parece de vidrio, me hace débil y pusilánime como una mujer... No debo tenerles lástima, porque me sepultaron durante seis meses, porque bailaron sobre mi calabozo y me injuriaron y escupieron, porque ni aun tuvieron la caridad de darme muerte, sino por el contrario, me dejaban vivir para mortificarme más.

El regimiento siguió adelante, y al pasar junto al lugar de la carnicería, Salvador sintió renacer su congoja.

-Es preciso ser hombre -pensó-. La guerra es guerra, y exige estas crueldades. Es preciso ser verdugo que víctima. O ellos o nosotros.

Seudoquis se acercó entonces para informarse de su estado de salud. Estaba el buen capitán tan pálido como los muertos, y su mano, ardiente y nerviosa temblaba como la del asesino que acaba de arrojar el arma para no ser descubierto.

-¿Qué dice usted, amigo mío? -le preguntó Salvador.

-Digo -repuso el militar tristemente-, que la Constitución será vencida.