Los chicos de la calle: 2

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He apuntado algunos de los rasgos característicos de la vida malhechora de mis personajes, omitiendo otros, porque, sobre ser de la naturaleza de los referidos, son tantos que no cabrían en un libro.

Debo ahora cambiar el cuadro de faz y presentársele al lector por la del martirio; y abrigo la esperanza de que de este modo concluirá por compadecer de todo corazón, como las compadezco yo, a esas pobres criaturas.

Persíguelas implacable a todas partes la vara del polizonte. Estos hombres, insensibles a cuanto les rodea, sólo dan señales de actividad y de inefable regocijo cuando se trata de dejar su junco flexible marcado en las nalgas de los revoltosos chicos.

Cuando éstos juegan a la pelota o a la birla, tienen un par de centinelas de vista que a cada paso les interrumpen la diversión con el grito alarmante de ¡agua!, señal infalible de que la policía se acerca.

Otras veces, en medio de la escena más deliciosa, se les aparece una mujer descalza y mal ataviada, por lo común en cinta: es la madre de uno de ellos. Coge a su hijo por donde le alcanza, y así le arrastra, administrándole de vez en cuando injurias y puntapiés, hasta la escuela. Abre la puerta, llama al maestro y le hace entrega del objeto con estas palabras:

-Ahí está: mátemele usted...

El pedagogo administra a buena cuenta un par de bofetones al chico, y más tarde cumple en él casi todo el mandato de su madre.

Ellos son los primeros arrojados a la calle, sin formación de proceso, cuando hay alboroto en algún espectáculo público; los que llevan los coscorrones del perrero en las funciones de la catedral y los únicos a quienes se niega la entrada en ella.

La mayor parte de los días no comen, bien porque han llegado tarde a casa, o porque no se han atrevido a acercarse a ella temiendo un castigo bárbaro por el siete que se hicieron en la blusa o en los pantalones, jugando, con sus camaradas; es decir, por el único de sus pecados digno de perdón.

En las fuentes públicas se les niega por las fregonas el derecho de beber un trago de agua en el caño, cuando a él se acercan sedientos y fatigados.

Lo que en los niños «decentes» se castiga en la calle con una reprensión ligerísima, les cuesta a ellos un par de puntapiés o un trancazo, y todo el mundo se cree con el derecho de tirarles con una banqueta, de romperles un brazo o de abrirles la cabeza... de matarlos, si es preciso.

La prensa local los denuncia a todas horas a las iras de la autoridad, y los llama granujas, pilletes, canalla y otros primores por el estilo, y pide para ellos zurriagazos, encierro y hasta banderillas de fuego.

El noventa y cinco por ciento de los chicos atropellados por carros y caballerías, y de los ahogados en verano en las Higueras o San Martín, pertenecen al grupo de los de este cuadro.

De ellos son los que en el crudo invierno, arrojados de casa donde no se los compadece porque no se los ama, tiritan de frío desnudos y descalzos, y sufren, acurrucados en el quicio de una puerta, los rigores de una fiebre.

Todos ellos, al tornar de noche a sus hogares, tras un día de inquietudes y fatigas, tal vez heridos y, de fijo, mal alimentados, saben, por una cruel experiencia, que les espera, después de muchos golpes y maldiciones, un duro pedazo de pan para acallar el hambre y un no muy blando jergón para reposo del cuerpo.

Ellos son, en fin, ¡desventurados! los que nunca han sabido cuánto consuelan y purifican el alma la dulce y sabia tutela de un padre y los besos, las oraciones y los cuidados de una madre cariñosa.


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