Los carneros y el capón
Dos carneros topaban con furor. Grandes y fuertes ambos, no mezquinaban la frente, y los cráneos sonaban como si hubieran estado por quebrarse en mil pedazos. Parecían insensibles al dolor, y, a pesar de estar asomando ya la sangre, seguían topando sin perdón.
Es que se trataba de conquistar el corazón de una borrega coqueta que los tenía locos, y que bien sabían los combatientes que sólo al más valiente, o por lo menos al más fuerte, rendiría ella las armas. Todos los carneros de la majada se habían juntado y formaban rueda, cambiando opiniones sobre las topadas, como gente que entiende y que prácticamente sabe lo que es pelear. A ellos les constaba: la misma naturaleza es la que manda que así luchen los machos guapos para que de esta lucha salgan los hijos fuertes y lucidos, y cada cual hacía votos para que éste o aquél saliera vencedor, según más apreciaban tal o cual dote de éste o de aquél de los contendientes.
Un capón entonces también quiso meter la cuchara y dar su opinión; y empezó a criticar el modo de dar las topadas de uno de los carneros y el modo de recibirlas del otro. Encontraba las astas de uno demasiado abiertas y las del otro muy cerradas; afirmaba que los hijos del primero saldrían muy bajos, y los del segundo muy cortos de cuerpo, y más que todo, le parecía que la hembra, por la cual peleaban, no valía tanto furor. No hubiera dejado muy pronto de fastidiar a la gente con sus habladurías de pedante, si uno de los carneros espectadores no le hubiera cerrado el pico, diciéndole: «Mirá, capón amigo; cuando te hayan salido astas y seas capaz de dar topadas y cuando, sobre todo, puedas enseñarnos tus hijos, te pediremos opinión; pero, hasta entonces cállate, para que no se ría de ti la gente».
¡Ah, crítica! consuelo y desquite de los impotentes.