Los calaveras - Artículo segundo y conclusión
Quedábamos al fin de nuestro artículo anterior en el calavera temerón. Éste se divide en paisano y militar; si el influjo no fue bastante para lograr su charretera (porque alguna vez ocurre que las charreteras se dan por influjo), entonces es paisano, pero no existe entre uno y otro más que la diferencia del uniforme. Verdad es que es muy esencial, y más importante de lo que parece. Es decir, que el paisano necesita hacer dobles esfuerzos para darse a conocer; es una casa pública sin muestra; es preciso saber que existe para entrar en ella. Pero por un contraste singular el calavera temerón, una vez militar, afecta no llevar el uniforme, viste de paisano, salvo el bigote; sin embargo, si se examina el modo suelto que tiene de llevar el frac o la levita, se puede decir que hasta este traje es uniforme en él. Falta la plata y el oro, pero queda el despejo y la marcialidad, y eso se trasluce siempre; no hay paño bastante negro ni tupido que le ahogue.
El calavera temerón tiene indispensablemente, o ha tenido alguna temporada, una cerbatana, en la cual adquiere singular tino. Colocado en alguna tienda de la calle de la Montera, se parapeta detrás de dos o tres amigos, que fingen discurrir seriamente.
–Aquel viejo que viene allí. ¡Mírale qué serio viene!
–Sí; al de la casaca verde, ¡va bueno!
–Dejad, dejad. ¡Pum!, en el sombrero. Seguid hablando y no miréis.
Efectivamente, el sombrero del buen hombre produjo un sonido seco; el acometido se para, se quita el sombrero, lo examina.
–¡Ahora! –dice la turba.
–¡Pum!, otra en la calva.
El viejo da un salto y echa una mano a la calva; mira a todas partes... nada.
–¡Está bueno! –dice por fin, poniéndose el sombrero–. Algún pillastre... bien podía irse a divertir...
–¡Pobre señor! –dice entonces el calavera, acercándosele–. ¿Le han dado a usted? Es una desvergüenza... pero ¿le han hecho a usted mal...?
–No, señor, felizmente.
–¿Quiere usted algo?
–Tantas gracias.
Después de haber dado gracias, el hombre se va alejando, volviendo poco a poco la cabeza a ver si descubría... pero entonces el calavera le asesta su último tiro, que acierta a darle en medio de las narices, y el hombre derrotado aprieta el paso, sin tratar ya de averiguar de dónde procede el fuego; ya no piensa más que en alejarse. Suéltase entonces la carcajada en el corrillo, y empiezan los comentarios sobre el viejo, sobre el sombrero, sobre la calva, sobre el frac verde. Nada causa más risa que la extrañeza y el enfado del pobre; sin embargo, nada más natural.
El calavera temerón escoge a veces para su centro de operaciones la parte interior de una persiana; este medio permite más abandono en la risa de los amigos, y es el más oculto; el calavera fino le desdeña por poco expuesto.
A veces se dispara la cerbatana en guerrilla; entonces se escoge por blanco el farolillo de un escarolero, el fanal de un confitero, las botellas de una tienda; objetos todos en que produce el barro cocido un sonido sonoro y argentino. ¡Pim!: las ansias mortales, las agonías y los votos del gallego y del fabricante de merengues son el alimento del calavera.
Otras veces el calavera se coloca en el confín de la acera y, fingiendo buscar el número de una casa, ve venir a uno, y andando con la cabeza alta, arriba, abajo, a un lado, a otro, sortea todos los movimientos del transeúnte, cerrándole por todas partes el paso a su camino. Cuando quiere poner término a la escena, finge tropezar con él y le da un pisotón; el otro entonces le dice: «perdone usted»; y el calavera se incorpora con su gente.
A los pocos pasos se va con los brazos abiertos a un hombre muy formal, y ahogándole entre ellos:
–Pepe –exclama–, ¿cuándo has vuelto? ¡Sí, tú eres! –Y lo mira.
–El hombre, todo aturdido, duda si es un conocimiento antiguo... y tartamudea... Fingiendo entonces la mayor sorpresa:
–¡Ah!, usted perdone –dice retirándose el calavera–, creí que era usted amigo mío...
–No hay de qué.
–Usted perdone. ¡Qué diantre! No he visto cosa más parecida.
Si se retira a la una o las dos de su tertulia, y pasa por una botica, llama; el mancebo, medio dormido, se asoma a la ventanilla.
–¿Quién es?
–Dígame usted –pregunta el calavera–, ¿tendría usted espolines?
Cualquiera puede figurarse la respuesta; feliz el mancebo, si en vez de hacerle esa sencilla pregunta, no le ocurre al calavera asirle de las narices al través de la rejilla, diciéndole:
–Retírese usted; la noche está muy fresca y puede usted atrapar un constipado.
Otra noche llama a deshoras a una puerta.
–¿Quién? –pregunta de allí a un rato un hombre que sale al balcón medio desnudo.
–Nada –contesta–; soy yo, a quien no conoce; no quería irme a mi casa sin darle a usted las buenas noches.
–¡Bribón! ¡Insolente! Si bajo...
–A ver cómo baja usted; baje usted: usted perdería más; figúrese usted dónde estaré yo cuando usted llegue a la calle. Conque buenas noches; sosiéguese usted, y que usted descanse.
Claro está que el calavera necesita espectadores para todas estas escenas: los placeres sólo lo son en cuanto pueden comunicarse; por tanto el calavera cría a su alrededor constantemente una pequeña corte de aprendices, o de meros curiosos, que no teniendo valor o gracia bastante para serlo ellos mismos, se contentan con el papel de cómplices y partícipes; éstos le miran con envidia, y son las trompetas de su fama.
El calavera langosta se forma del anterior, y tiene el aire más decidido, el sombrero más ladeado, la corbata más negligé; sus hazañas son más serias; éste es aquel que se reúne en pandillas; semejante a la langosta, de que toma nombre, tala el campo donde cae; pero, como ella, no es de todos los años, tiene temporadas, y como en el día no es de lo más en boga, pasaremos muy rápidamente sobre él. Concurre a los bailes llamados «de candil», donde entra sin que nadie le presente, y donde su sola presencia difunde el terror; arma camorra, apaga las luces, y se escurre antes de la llegada de la policía, y después de haber dado unos cuantos palos a derecha e izquierda; en las máscaras suele mover también su zipizape; en viendo una figura antipática, dice: «aquel hombre me carga»; se va para él, y le aplica un bofetón; de diez hombres que reciban bofetón, los nueve se quedan tranquilamente con él, pero si alguno quiere devolverle, hay desafío; la suerte decide entonces, porque el calavera es valiente; éste es el difícil de mirar: tiene un duelo hoy con uno que le miró de frente, mañana con uno que le miró de soslayo, y al día siguiente lo tendrá con otro que no le mire; éste es el que suele ir a las casas públicas con ánimo de no pagar; éste es el que talla y apunta con furor; es jugador, griego nato, y gran billarista además. En una palabra, éste es el venenoso, el calavera plaga; los demás divierten; éste mata.
Dos líneas más allá de éste está otra casta que nosotros rehusaremos desde luego; el calavera tramposo, o trapalón, el que hace deudas, el parásito, el que comete a veces picardías, el que empresta para no devolver, el que vive a costa de todo el mundo, etc., etcétera; pero éstos no son verdaderamente calaveras; son indignos de este nombre; ésos son los que desacreditan el oficio, y por ellos pierden los demás. No los reconocemos.
Sólo tres clases hemos conocido más detestables que ésta; la primera es común en el día, y como al describirla habríamos de rozarnos con materias muy delicadas, y para nosotros respetables, no haremos más que indicarla. Queremos hablar del calavera cura. Vuelvo a pedir perdón; pero ¿quién no conoce en el día algún sacerdote de esos que queriendo pasar por hombres despreocupados, y limpiarse de la fama de carlistas, dan en el extremo opuesto; de esos que para exagerar su liberalismo y su ilustración empiezan por llorar su ministerio; a quienes se ve siempre alrededor del tapete y de las bellas en bailes y en teatros, y en todo paraje profano, vestidos siempre y hablando mundanamente; que hacen alarde de...? Pero nuestros lectores nos comprenden. Este calavera es detestable, porque el cura liberal y despreocupado debe ser el más timorato de Dios, y el mejor morigerado. No creer en Dios y decirse su ministro, o creer en él y faltarle descaradamente, son la hipocresía o el crimen más hediondos. Vale más ser cura carlista de buena fe.
La segunda de esas aborrecibles castas es el viejo calavera, planta como la caña, hueca y árida con hojas verdes. No necesitamos describirla, ni dar las razones de nuestro fallo. Recuerde el lector esos viejos que conocerá, un decrépito que persigue a las bellas, y se roza entre ellas como se arrastra un caracol entre las flores, llenándolas de baba; un viejo sin orden, sin casa, sin método... el joven, al fin, tiene delante de sí tiempo para la enmienda y disculpa en la sangre ardiente que corre por sus venas; el viejo calavera es la torre antigua y cuarteada que amenaza sepultar en su ruina la planta inocente que nace a sus pies; sin embargo, éste es el único a quien cuadraría el nombre de calavera.
La tercera, en fin, es la mujer calavera. La mujer con poca aprensión, y que prescinde del primer mérito de su sexo, de ese miedo a todo, que tanto la hermosea, cesa de ser mujer para ser hombre; es la confusión de los sexos, el único hermafrodita de la naturaleza; ¿qué deja para nosotros? La mujer, reprimiendo sus pasiones, puede ser desgraciada, pero no le es lícito ser calavera. Cuanto es interesante la primera, tanto es despreciable la segunda.
Después del calavera temerón hablaremos del seudocalavera. Éste es aquel que sin gracia, sin ingenio, sin viveza y sin valor verdadero, se esfuerza para pasar por calavera; es género bastardo, y pudiérasele llamar por lo pesado y lo enfadoso el calavera mosca. Rien n’est beau que le vrai, ha dicho Boileau, y en esta sentencia se encierra toda la crítica de esa apócrifa casta.
Dejando por fin a un lado otras varias, cuyas diferencias estriban principalmente en matices y en medias tintas, pero que en realidad se refieren a las castas madres de que hemos hablado, concluiremos nuestro cuadro en un ligero bosquejo de la más delicada y exquisita, es decir, del calavera de buen tono.
El calavera de buen tono es el tipo de la civilización, el emblema del siglo XIX. Perteneciendo a la primera clase de la sociedad, o debiendo a su mérito y a su carácter la introducción en ella, ha recibido una educación esmerada; dibuja con primor y toca un instrumento; filarmónico nato, dirige el aplauso en la ópera, y le dirige siempre a la más graciosa o a la más sentimental; más de una mala cantatriz le es deudora de su boga; se ríe de los actores españoles y acaudilla las silbas contra el verso; sus carcajadas se oyen en el teatro a larga distancia; por el sonido se le encuentra; reside en la luneta al principio del espectáculo, donde entra tarde en el paso más crítico y del cual se va temprano; reconoce los palcos, donde habla muy alto, y rara noche se olvida de aparecer un momento por la tertulia a asestar su doble anteojo a la banda opuesta. Maneja bien las armas y se bate a menudo, semejante en eso al temerón, pero siempre con fortuna y a primera sangre; sus duelos rematan en almuerzo, y son siempre por poca cosa. Monta a caballo y atropella con gracia a la gente de a pie; habla el francés, el inglés y el italiano; saluda en una lengua, contesta en otra, cita en las tres; sabe casi de memoria a Paul de Kock, ha leído a Walter Scott, a D’Arlincourt, a Cooper, no ignora a Voltaire, cita a Pigault-Lebrun, mienta a Ariosto y habla con desenfado de los poetas y del teatro. Baila bien y baila siempre. Cuenta anécdotas picantes, le suceden cosas raras, habla deprisa y tiene «salidas». Todo el mundo sabe lo que es tener «salidas». Las suyas se cuentan por todas partes; siempre son originales; en los casos en que él se ha visto sólo él hubiera hecho, hubiera respondido aquello. Cuando ha dicho una gracia tiene el singular tino de marcharse inmediatamente; esto prueba gran conocimiento; la última impresión es la mejor de esta suerte, y todos pueden quedar riendo y diciendo además de él: «¡Qué cabeza! ¡Es mucho Fulano!».
No tiene formalidad, ni vuelve visitas, ni cumple palabras; pero de él es de quien se dice: «¡Cosas de Fulano!». Y el hombre que llega a tener «cosas» es libre, es independiente. Niéguesenos, pues, ahora que se necesita talento y buen juicio para ser calavera. Cuando otro falta a una mujer, cuando otro es insolente, él es sólo atrevido, amable; las bellas que se enfadarían con otro, se contentan con decirle a él: «¡No sea usted loco! ¡Qué calavera! ¿Cuándo ha de sentar usted la cabeza?»
Cuando se concede que un hombre está loco, ¿cómo es posible enfadarse con él? Sería preciso ser más loca todavía.
Dichoso aquel a quien llaman las mujeres calavera, porque el bello sexo gusta sobremanera de toda especie de fama; es preciso conocerle, fijarle, probar a sentarle, es una obra de caridad. El calavera de buen tono es, pues, el adorno primero del siglo, el que anima un círculo, el cupido de las damas, l’enfant gâté de la sociedad y de las hermosas.
Es el único que ve el mundo y sus cosas en su verdadero punto de vista; desprecia el dinero, le juega, le pierde, le debe, pero siempre noblemente y en gran cantidad; trata, frecuenta, quiere a alguna bailarina o a alguna operista; pero amores volanderos. Mariposa ligera, vuela de flor en flor. Tiene algún amor sentimental y no está nunca sin intrigas, pero intrigas de peligro y consecuencias; es el terror de los padres y de los maridos. Sabe que, semejante a la moneda, sólo toma su valor de su curso y circulación, y por consiguiente no se adhiere a una mujer sino el tiempo necesario para que se sepa. Una vez satisfecha la vanidad, ¿qué podría hacer de ella? El estancarse sería perecer; se creería falta de recursos o de mérito su constancia. Cuando su boga decae, la reanima con algún escándalo ligero; un escándalo es para la fama y la fortuna del calavera un leño seco en la lumbre; una hermosa ligeramente comprometida, un marido batido en duelo son sus despachos y su pasaporte; todas le obsequian, le pretenden, se le disputan. Una mujer arruinada por él es un mérito contraído para con las demás. El hombre no calavera, el hombre de talento y juicio se enamora, y por consiguiente es víctima de las mujeres; por el contrario las mujeres son las víctimas del calavera. Dígasenos ahora si el hombre de talento y juicio no es un necio a su lado.
El fin de éste es la edad misma; una posición social nueva, un empleo distinguido, una boda ventajosa, ponen término honroso a sus inocentes travesuras. Semejante entonces al sol en su ocaso, se retira majestuosamente, dejando, si se casa, su puesto a otros, que vengan en él a la sociedad ofendida, y cobran en el nuevo marido, a veces con crecidos intereses, las letras que él contra sus antecesores girara.
Sólo una observación general haremos antes de concluir nuestro artículo acerca de lo que se llama en el mundo vulgarmente calaveradas. Nos parece que éstas se juzgan siempre por los resultados; por consiguiente a veces una línea imperceptible divide únicamente al calavera del genio, y la suerte caprichosa los separa o los confunde en una para siempre. Supóngase que Cristóbal Colón perece víctima del furor de su gente antes de encontrar el nuevo mundo, y que Napoleón es fusilado de vuelta de Egipto, como acaso merecía; la intentona de aquél y la insubordinación de éste hubieran pasado por dos calaveradas, y ellos no hubieran sido más que dos calaveras. Por el contrario, en el día están sentados en el gran libro como dos grandes hombres, dos genios.
Tal es el modo de juzgar de los hombres; sin embargo, eso se aprecia, eso sirve muchas veces de regla. ¿Y por qué?... Porque tal es la opinión pública.