Los cómicos en Cuaresma

Escenas y tipos matritenses (1832)
de Ramón de Mesonero Romanos
Los cómicos en Cuaresma
Y con todo esto, son

necesarios en la república, como

lo son las florestas, las alamedas y las vistas

de recreación, y como lo son las cosas

que honestamente recrean.

Cervantes. Lic. Vidriera


«Amigo mío: hallándome comprometido a quedarme en el presente con el teatro de esta ciudad, y conociendo la afición de usted a estas cosas, le ruego y espero de su amistad se sirva proporcionarnos una buena compañía, pues en esa donde se hallan actualmente la mayor parte de los actores, será cosa fácil, y más para usted. No me extiendo a más, porque usted comprende mi idea, y sólo me limitaré a manifestarle que el tiempo urge, y que no da ya lugar para una negativa. Adiós, amigo mío.»

Tal, punto por coma, fue la epístola con que los días pasados se me insinuó mi corresponsal de... poniéndome con su contenido en uno de los apuros mayores en que me vi en la vida; porque si bien es cierta mi afición al teatro, también lo es que nunca ha pasado más allá de la orquesta, y que para mí sus interioridades son tan desconocidas como las islas del polo. Pero en fin, después de haber cavilado tres cuartos de hora con la carta en la mano, hirió mi imaginativa el feliz recuerdo de don Pascual Bailón Corredera, el hombre más a propósito de este mundo para sacarme del empeño. Porque este don Pascual es un hombre de vara y tercia, que entra, sale y bulle por todas partes, y tan pronto se le halla en la antecámara de un ministro, como en los bastidores de un teatro; ya paseando en landó con una duquesa, ya sentado en una tienda de la calle de Postas; ora disponiendo una comida de campo, ora acompañando un entierro; o disputando en una librería, o pidiendo para los pobres del barrio a la puerta de una iglesia.

Este era el hombre en fin que yo necesitaba, y sin perder momento corrí a avistarme con él: halléle componiendo su itinerario del día (del que en gracia de la brevedad hago gracia a mis lectores); mas luego que le hube enterado de mi negocio, varió de plan, aceptó mi encargo, y convenidos en un todo, echamos a andar para desempeñarlo. Don Pascual, sin manifestarme a dónde me conducía, me persuadió de que al momento encontraríamos gente conocida entre los venidos de las provincias, y que de un golpe nos pondrían en el justo medio de nuestra negociación.

-Porque ya sabe usted, añadió, que durante la Cuaresma, en que se cierran todos los teatros, hasta el domingo de Pascua, en que empieza el nuevo año cómico, bajan a Madrid los autores o formadores de las compañías, los cómicos y acompañamiento, y realizados aquí los ajustes, salen para los puntos respectivos. Para formar una compañía, por lo regular el empresario, que suele ser un actor antiguo o individuo unido al teatro por lazos de consanguinidad, reúne las partes que le convienen, y sin más adelanto que el preciso para gastos del viaje y algunos días de asistencia a toda la compañía, cobra después durante las funciones de todo el año el veinte y cinco por ciento o más del capital adelantado; y para hacer el reparto del producto de aquéllas con proporción, se figura a cada individuo lo que se llama partido; verbi gracia A., primer galán, entra con partido de cuarenta reales; B. con treinta; y C. con veinte; siendo la entrada doscientos veinte y cinco reales tocará al primero cien reales, al segundo setenta y cinco, y cincuenta al tercero, a razón de dos partes y media; pero como el producto en las provincias es corto, por muchas causas, apenas llegan a cobrar más de media parte o un cuarterón del partido; así que no es de extrañar la miseria en que generalmente se ven los cómicos de la legua, y aun los de las primeras capitales de provincia. Sólo en Madrid, Barcelona y alguna otra ciudad pueden subsistir con decoro y dárselo también a la escena; las demás son compañías de pipirijaña, como ellos dicen.

-«¿Y hacen ellos esa distinción?»

-Esa y otras muchas, aunque ya con el trascurso del tiempo van olvidándose, pero si quiere usted enterarse por menor de ello, lea usted al famoso Agustín de Rojas, quien en su Viaje entretenido nos dejó una graciosísima explicación de las ocho maneras de comparsas y representantes, a saber. Bululú, Ñaque, Gangarilla, Cambaleo, Garnacha, Bojiganga, Farándula y Compañía. Léale usted, pues, que es rato divertido.

-«Pero ahora no subsisten ya esas distinciones.»

-Sin embargo, con poca diferencia la cosa en el fondo es la misma; no es esto decir que en el día vayan forrados de carteles como el famoso Melchor Zapata del Gil Blas, pero también es la verdad que suelen andar sin forro de ninguna clase; y aun empeñado el año siguiente para comer el actual. En fin, ya llegamos al punto céntrico, y lo que en él vamos a ver suplirá mis explicaciones.

Al decir esto hicimos alto en la embocadura de la calle ancha de Peligros, y enfilamos por medio la espaciosa puerta del parador de Zaragoza y Barcelona, que según mi amigo es desde tiempo inmemorial el central depósito de toda gente de teatro advenediza; atravesamos el zaguán; subimos la escalera, y siguiendo lo largo de los corredores, se nos ofreció a la vista una multitud de habitaciones todas abiertas, todas disponibles y todas llenas de mujeres cantando, viejos que fumaban o chiquillos alborotadores. Acercámonos a una de donde oímos salir grandes voces, y creímos asistir a una pendencia de provecho; mas toda ella se reducía a un cigarro que había faltado de cierta petaca; aunque los interlocutores a fuer de damas y galanes nobles chillaban tanto y tan de recio, y accionaban con tal calor (fuerza de la costumbre), que al pronunciar una de las damas esta terrible amenaza,

«dame el cigarro, o las habrás con Roque,»

hubimos de entrar de partes de por medio para terminar aquella escena que podría figurar airosamente en uno de los dramas modernos. Arrancada que fue a la lid aquella heroína, restituida súbitamente a la calma por una de aquellas transiciones rápidas que son tan frecuentes en el mundo de cartón, separadas las melenas nada airosas que cubrían su pronunciada faz, y enjugados aquellos luceros que el coraje había eclipsado:

-¿Es usted, mi querida Narcisa? (exclamó don Pascual con un arrebato verdaderamente dramático).

-¡Don Pascual! usted... pues... ¡quién había de pensar!...

-¡Ingrata! ¡y qué poco ha conservado usted la memoria de mi cariño!

-¡Ingrato! ¡y cuán mal ha pagado usted mi amor!

La explicación iba siendo vehemente, y yo entre tanto hube de tomar el recurso de reconocer el vestuario, que pendía colgado de sendos clavos alrededor de las paredes del cuarto. Llamóme primero la atención un pantalón azul, un marsellés de calesero y una cortina de muselina blanca en forma de turbante, sobre cuyo atavío había un cartón que en letras gordas decía: «Traje de Otelo y demás moros de Venecia y de otras partes.» -Mas allá un tonelete, una coraza y una peluca a lo Luis XIV, llevaban por distintivo: «Traje de Carlos V sobre Túnez.» -Una mantilla de tafetán con lentejuelas y un vestido de percal francés: «Traje de Dido, y también de la viuda del Malabar, con un crespón negro.» -Un tontillo, una escofieta y un jubón con faldillas: «Traje de Semíramis, de la Esclava del Negro Ponto y demás comedias de Moratín.» -Un pantalón de mahón figurando carne, una camisa de mujer y un cinto de cuero: «Traje de Isidoro en el Orestes». -Y por este estilo iba siguiendo todo el equipaje hasta unos ocho o diez trajes de ambos sexos. Pero en llegando aquí, escuché claramente la voz de don Pascual, quien después de un buen rato de cuchicheo preguntaba a Narcisa por su marido: -No sé, contestó ella; ya sabes (y advierta de paso el lector que se habían apeado el tratamiento) que por aquella carta tuya con tu sortija, que me sorprendió, huyó de mí dejándome en Málaga, donde creo que se embarcó, y hace diez años que... -Pues luego, ¿esos trajes de moros y cristianos?... -Esos trajes son... son... -¿De quién, ingrata? -Del segundo galán.

A este punto, ya creí yo poder terciar en la conversación y preguntar a entrambos cuándo podríamos empezar nuestra contrata.

-Ahora mismo, contestó don Pascual: por de pronto ya tenemos dama.

-Fáltanos, sin embargo el galán, a menos que usted...

-El galán, replicó Narcisa, le hallarán ustedes con todos los demás compañeros en la plazuela de Santa Ana: hablándole a usted con franqueza, añadió en voz baja a D. Pascual, él no es gran cosa, pero... -Lo demás de la explicación no lo pude oír. Levantóse de allí a un momento mi amigo, y despidiéndonos de Narcisa emprendimos la marcha hacia la plazuela.

Hervía ésta en corrillos en el punto en que la pisamos. Hombres de todas edades, trajes y cataduras, corrían, se agitaban, se reunían, se separaban, hablaban a voces, hablaban en secreto, y de esta mezcla, de esta actividad, resultaba un espectáculo singular: aquí un grupo de cuatro, vestido, cuál con pantalón de verano, casaquilla gris y gorrita francesa, cuál con su gran capa color de corteza y sombrero calañés, trataban de formar una compañía bajo la bandera de uno de levita blanca, a quien todos agasajaban y perseguían; más allá se disolvía estrepitosamente otra; de un lado se cerraba un ajuste, y ambos contrayentes corrían a firmarlo al inmediato café de Venecia; del otro se armaba una disputa entre dos interlocutores sobre su mérito respectivo. Formando el primer término de este cuadro y entre la acera de la calle del Prado y los árboles de la plazuela, se dejaban ver en numeroso grupo los individuos de las compañías de la corte, manifestando en sus modales y en su vestido el buen tono y la elegancia. Hablaban de sus teatros, de sus empresas, encarecían sus protecciones, despreciaban sus sueldos, se lamentaban de la decadencia del arte, animábanse contra la boga de la ópera, contaban las intrigas de bastidor y cuchicheaban en voz baja los que ya habían firmado. Por vía de sainete se reían de los pobres advenedizos, y con cuestiones malignas o alabanzas exageradas contribuían a mantenerlos en su petulancia y disputas eternas, y en acabando éstas, las hacían volver a empezar.

Don Pascual y yo nos dirigimos a los cortesanos a fin de que nos prestasen el auxilio de sus luces en nuestra ardua operación; hiciéronlo así, y llamando por sus nombres a varios, nos los presentaron como galanes, barbas, graciosos, característicos y partes de por medio. No bien corrió la voz de que éramos formadores, nos empezaron a sitiar, a acosarnos, a embestirnos por todos lados, y mientras un galán de cincuenta y ocho años nos explicaba su ternura tirándonos del botón de la casaca y humedeciéndonos con rocío que salía por entre sus despobladas encías, un barba mal encarado con voz cigarreña y aguardentosa nos hablaba de su formalidad, y el gracioso, subido en un guardacantón, nos ensordecía a gritos para hacernos reír. Estando en esto sentí por la espalda unos golpecitos de bastón, y me encontré con un hombre de mala traza que me llamó aparte.

-Pues señor (haciéndome tres cortesías), no he podido menos de compadecerme al considerar que le ha rodeado a usted la escoria del arte, porque ha de saber usted que ésos son de los que nadie quiere, y de los que llegará el domingo de Ramos y tendrán que reunirse en una compañía de conformes, como decimos nosotros. -Y con esto se fue extendiendo lo mejor que supo en pintarme los defectos de varios de ellos, aunque a decir verdad, sospeché por su explicación que él debía ser el peor de todos. Los demás nos miraban con sospecha, y yo la tuve de que adivinaban nuestra conversación, en tanto que los de Madrid con risas y señas me daban a entender el concepto que les merecía mi oficioso interlocutor. Tratábamos ya de desembarazar de él a toda costa, cuando el nombre de Narcisa, que pronunció, me hizo caer en la cuenta de que el tal era el suplente del marido de la dama de mi amigo, con lo cual llamé a éste y le dejé con él, mientras que yo me salvé entre los de Madrid, que me convidaron a ver por mí mismo la gracia de mi consultor en un particular que celebraban a la noche. -¿Y qué es un particular? repliqué yo. -Llámanse así, me contestó uno de los más mesurados, las tertulias de examen que suelen celebrarse en casa de algún actor para oír a los de las provincias. El nombre se ha conservado de lo antiguo por la costumbre que había de representar en las casas de los magnates y sujetos particulares.

«Solían, con efecto (dice Pellicer), los señores, los togados y la gente principal, llamar a los comediantes a sus casas para que hiciesen en ellas algunos pasos y aun comedias, y cantasen, después de haber representado en los corrales; y a esta diversión casera llamaban un particular.»

-Que me place, dije yo, y acepto gustoso el convite a nombre de mi amigo y mío.

Con esto y con dejar citados a varios para el siguiente día en nuestra casa, salimos de la plazuela, discurriendo alegremente sobre lo que habíamos visto, hasta que llegada que fue la noche marchamos al convite.

Ya la sala estaba henchida de damas y galanes, de literatos y curiosos, que habían acudido a aquel certamen artístico. Tuvo principio éste con varias relaciones de la Moza de Cántaro, La Vida es sueño, y el Tetrarca de Jerusalén, repetidas con el énfasis y los manoteos de costumbre; luego siguieron varias escenas chistosas y remedos de animales (en los cuales algunos no se hacían gran violencia), y se reservó para final una escena trágica de Otelo, entre la bella Narcisa y su compadre el galán de la plazuela. Difícil sería pintar la originalidad del modo de representar de éste; sus inflexiones, sus suspiros, sus movimientos: sólo diré que era cosa de deshacerse en lágrimas de risa; así como al contrario la dama por su naturalidad hacía nacer sentimientos diferentes. Brillaban, al oír los aplausos a ésta, los ojos de don Pascual, si bien alguna vez los dejaba caer con desconfianza hacia la puerta de la alcoba, donde además se apercibía un hombre embozado y en pie. Lleno de curiosidad, preguntó quién era aquel sujeto misterioso, y se le contestó que un excelente actor venido de fuera, pero que no quería representar aquella noche.

En tanto la escena entre Narcisa y Roque (Otelo y Edelmira) fue animándose hasta el punto en que dice ésta:

. . . . . . . . . . . Todo me mata,
todo va reuniéndose en mi daño...
-Y todo te confunde, desdichada.

prorrumpió un grito agudo lanzado de la alcoba. Las miradas de todos se dirigieron rápidamente hacia aquel punto, pero ya el embozado interruptor había franqueado de un salto el espacio que le separaba de su víctima, había soltado la capa, y cogiendo del brazo a aquélla,

Mírame, ¿me conoces?... ¿me conoces?...

le dice con toda la verdad y rabiosa expresión que en tal verso animaba al célebre Maiquez. Un grito de Edelmira fue la única contestación y cayó sin sentido. Los circunstantes nos deshacíamos a aplausos y bravos, y éstos crecieron al oír al nuevo Otelo dirigir a la infeliz estas palabras:

El cielo soberano te castiga
por un medio distinto. ¿Ves la carta?
pues mira la sortija, aquí la tienes.

Pero viendo que Edelmira nada respondía, que el galán primero, amostazado con el nuevo aparecido se disponía a recobrar su puesto, y que éste no mitigaba su encono, llegamos a sospechar que allí podría haber algo más que fingimiento, y por mi parte adiviné de plano la causa viendo escurrirse bonitamente a don Pascual, diciéndome al despedirse: -«Es él...»

Apresurámonos todos a volver en sí a Narcisa y su marido (que tal era el nuevo Otelo), y conduciendo gradualmente el negocio, vinimos al fin de media hora a una reconciliación conyugal, que terminé yo apalabrando a entrambos para mi compañía. En cuanto a Roque desapareció de nuestra vista, y es fama que aquella noche no durmió ya en Madrid.

En los siguientes días acabé de contratar la comparsa, hasta que reunidos en número de catorce, ajusté una gran galera, donde se empaquetaron entre cofres y maletas, y escribí a mi amigo una carta de remesa. Al cabo de unos días me ha acusado el recibo del cargamento sin avería de ninguna especie.

(Abril de 1832.)