Los buscadores de entierros

Tradiciones peruanas - Octava serie
Los buscadores de entierros

de Ricardo Palma


Locura que no tiene cura es la de echarse a buscar lo que uno no ha guardado; y ella, desde los tiempos de la conquista, ha sido epidémica en el Perú.

En los días de Pizarro no se hablaba sino de caudales extraídos de las huacas o cementerios de indios por aventureros afortunados, de tesoros escondidos por los emisarios de Atahualpa, que no llegaron a Cajamarca con la oportunidad precisa, y de proyectos para desaguar el Titicaca o la laguna de Urcos, sitios donde se suponía estar criando moho la maciza cadena de oro con que diz que se rodeó la plaza del Cuzco en las fiestas con que fue festejado el nacimiento de un inca.

Empezaba a calmar esta fiebre, cuando vino a renovarla el regalo que un chimu o cacique de Trujillo hizo a un español de la huaca llamada Peje chico o de Toledo. Entonces revivió también la conseja de que a inmediaciones de Casma o Santa estaban enterrados tan centenar de llamas cargados de oro para el rescate del inca, especie que en 1890 ha vuelto a resucitar, organizándose sociedad por acciones para acometer la aventura, a la vez que se formaba en Lima otra compañía para descubrir los tesoros de la cacica Catalina Huanca. Por supuesto, han sacado hasta hoy... lo que el negro del sermón:


que ni Vera-Cruz es cruz,
ni Santo-Domingo es santo,
ni Puerto-Rico es tan rico
como lo ponderan tanto.


Cuando la persecución de los portugueses en la época del virrey marqués de Mancera, se dijo que los hostilizados mineros para burlar la codicia de la Inquisición habían enterrado barras de plata en Castrovirreyna en Ica y otras provincias. Mucho se las ha buscado, sobre todo las que se supone existir en los sitios denominados Poruma y Mesa de Magallanes; pero mientras más se las busca, menos se las encuentra. Parece que hay un demonio cuya misión sobre la tierra es cuidar de los tesoros ocultos y extraviar a los buscadores. Dícese que muchos han visto a tal diablejo, y hasta conversado con él.

Vino la expulsión de los jesuitas, y a todo el mundo se le clavó entre ceja y ceja la idea de que en las bóvedas o subterráneos de sus conventos dejaban el oro y el moro enterrados. Ignoraban, sin duda, los que esto propalaban que los jesuitas nunca tuvieron la plata ociosa, y que apenas reunían alguna cantidad decente la destinaban a lucrativas operaciones mercantiles o a la adquisición de fundos rústicos. No hace un cuarto de siglo que, con anuencia ministerial, se organizó en Lima una sociedad para buscar tesoros en San Pedro, y en un tumbo de dado estuvo que derrumbasen la monumental iglesia. Y derrumbada habría quedado por los siglos de los siglos.

Todavía hay mucha gente que cree en los entierros de los jesuitas.

La época de la independencia fue fecunda en historietas sobre entierros. Todo español que huyendo de los patriotas y de los patrioteros se embarcaba para España, de fijo que para la opinión popular dejaba enterrados en un cuarto o en el corral de la casa alhajas y plata labrada, o escondidas en las vigas del techo muchas onzas peluconas.

En el castillo del Callao, sin ir más lejos, raro es el año en que la autoridad no acuerda dos o tres licencias para sacar caudales enterrados por los compañeros de Podil. Y lo particular es que todo solicitante posee un derrotero con el que a ojos cerrados puede determinar el sitio del tapado, derrotero que o se lo han remitido de España, o de un modo casual vino a sus manos. Los buscadores son casi siempre pobres de solemnidad, y nunca dejan de encontrar socio capitalista. A la postre éste se aburre, desiste de continuar cebando la lámpara, y el dueño del derrotero se echa a buscar otro bobo cuya codicia explotar.

En los presidios de España hay industriosos consagrados a forjar derroteros. De repente le llega a un vecino de Lima, como caída de las nubes, carta de Cádiz o de Barcelona, en la que tras una historieta más o menos verosímil, le hablan de próximo envío de derrotero. No falta quienes muerdan el anzuelo, y remitan algunos duretes para gratificar al amanuense que ha de delinear el plano o derrotero. Eso sí, los industriosos son gente de conciencia y cumplen siempre con remitirlo.

Afortunadamente, han sido tantos los chasqueados, que la industria presidiaria es mina que va dando en agua.

Hombres he conocido que sacrificaban no sólo lo superfluo, sino lo preciso, para hallar entierros. Hasta 1880 vivía en Lima un ingeniero italiano, Salini, descubridor de riquísimas canteras de mármol entre Chilca y Lurín. Este bendito señor Salini, que pudo enriquecerse explotando las canteras, prefería pasar meses en la quebrada de Chuñeros buscando un tapado, sin más guía que una tradición popular entre los indios de Lurín.

Los buscadores de entierros son como los mineros: gente de inquebrantable fe.

Los entierros domésticos, en Lima principalmente, empiezan con golpes misteriosos a media noche, duendes o aparición de ánimas benditas o de fuegos fatuos. Cuando lo último acontece, salen a campara las varitas imanadas, ya que no se encuentra ni por un ojo de la cara un zahorí o una bruja; y si algo llega a descubrirse es la osamenta de un perro u otro animal. No diré yo que entre cien casos no se cuente uno en que la fortuna haya sido propicia a los buscadores de lo que otro guardó; pero, precisamente, la noticia de que un prójimo sacó el premio gordo en la lotería, hace que todos nos echemos a comprar billetes.

-Aquí no se puede vivir. En esta casa penan, y mis hijas están al privarse de un susto. Me mudo mañana mismo -decían nuestras abuelas.

-No, hija, no haga usted ese disparate -contestaba la persona a quien se hacía la confidencia.- Aguántese usted, que esta noche vendré con un sujeto que entiende en eso del manejo de las varitas, y puede que saquemos el entierro. Yo haré los gastos. Por supuesto, que la mitad de lo que se saque es para mí.

-Eso no, compadre. Le daré a usted la cuarta parte.

-No sea usted cicatera, comadre.

Y se enfrascaban en disputa sobre el cántaro roto de la lechera de la fábula. A la larga se avenían en las condiciones.

Por la noche llevaba el compadre otro camarada provisto de lampa, barretas, botellas de moscorrofio, pan, queso, aceitunas y salchichas, re facción precisa para quien se propone pasar la noche en vela; esperaban a que no se moviese ya paja en la vecindad, y desenladrilla por aquí, barretea por allá, trabajaban hasta la madrugada, y la casa quedaba en pie bajo su palabra de honor; esto es, con los cimientos movedizos. La vieja y las muchachas se ocupaban en rellenar los hoyos, a la vez que hacían los honores a la bucólica y al pisqueño congratulamini.

La desengañada familia se mudaba inmediatamente, dejando la casa inhabitable y al propietario tirándose una oreja de rabia por los desperfectos. Por mucha que hubiera sido la cautela empleada, la vecindad había sentido algún ruido; y al ver los escombros, el nadie quedaba ápice de duda de que un tapado, y gordo, había salido a luz.

-¡Qué dice usted de la dicha de doña Fulana! ¡Quinientas onzas de oro, cada una como un ojo de buey! -decía una vecina.

-Mojados tiene usted los papeles, doña Custodia. No han sido quinientas, sino mil -interrumpía otra.

-¡Qué me cuenta usted, vecina!

-Yo no sé la cantidad de onzas -añadía una tercera;- pero me consta que en la carreta de mudanza iba un baulito que me pareció cofre de alhajas.

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Y qué suerte la de algunas gentes! Ayer no tenían ni para pagarle al pulpero de la esquina, y hoy pueden rodar calesín. Así como suena, vecina.

-No digan que somos envidiosas. A quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

Y seguía la mar de comentarios... Siempre sobre la nada entre dos platos.


Ogorpú, en la provincia de Huamachuco, era en 1817 un pequeño pago o chacra de un mestizo llamado Juan Príncipe. Hacia el lado fronterizo del bosque de Collay; había otra chacrita perteneciente al indígena Juan Sosa Vergaray.

Aconteciole al último tener que abandonar a media noche la cama y salir al campo, urgido por cierta exigencia del organismo animal, y mientras satisfacía ésta, fijó la vista en un cerrillo o huaca de Ogorpú y violo iluminado por vivísima llama que de la superficie brotaba.

No sólo la preocupación popular, sino hasta la ciencia, dicen que donde hay depósito de metales o de osamentas, nada tienen de maravilloso los fuegos fatuos. A Sosa Vergaray se le ocurrió que Dios lo había venido a ver, deparándole la posesión de un tesoro, y sin más pensarlo corrió a la huaca, y no teniendo otra señal que poner en el sitio donde percibiera el fuego fatuo, dejó los calzones, regresando a su casa en el traje de Adán.

Despertó a su mujer y a sus hijos, y les dio la buena nueva. Según él, apenas amaneciese iban a salir de pobreza, pues bastaría un pico, barreta, pala o azadón para desenterrar caudales.

En la madrugada, al abrir la puerta de su casa acertó a pasar su vecino y compadre Antonio Urdanivia, y después de cambiar los buenos días, hízolo Vergaray la confidencia. ¡Nunca tal hiciera!

-¡Está usted loco, compadre -le dijo Urdanivia,- proponiéndose ir de día a sacar el entierro! ¿No sabe usted que la huaca huye con el sol? Espere usted siquiera a las siete de la noche, y cuente conmigo para acompañarlo.

-Tiene usted razón, compadre -contestó Sosa Vergaray,- y que Dios le pague su buen consejo. Lo dejaremos para esta noche.

Urdanivia era un grandísimo zamarro con más codicia que un usurero, y se encaminó a casa de Príncipe. Como él sabía lo de los calzones marcadores del sitio donde se escondía el presunto tesoro, estaba seguro de obtener ventajas antes de hacer la revelación. Príncipe convino en cederle la mitad del entierro; pero Urdanivia no fiaba en palabras que arrastra el viento, y le exigió formalizar la promesa delante del gobernador. Príncipe no tuvo inconveniente para acceder.

Pero fue el caso que también al gobernador se le despertó la gazuza, y dijo que a la autoridad tocaba hacer antes una inspección ocular, y percibir los quintos que según la ley tantos, artículo cuantos de la Recopilación de Indias, correspondían al rey. Urdanivia y Príncipe, que no esperaban tal antífona, se quedaron tamañitos; pero ¿qué hacer?

El gobernador, con sus alguaciles y toda la gente ociosa del pueblo, se encaminó a la huaca. Súpolo Sosa Vergaray y les salió al encuentro. Sostuvo que el tapado era suyo, y muy suyo, por ser él quien tuvo la suerte de descubrirlo, como lo probaban sus calzones, y que en cuanto a los quintos del rey, no era ningún cicatero tramposo para no pagarlos, y con largueza. Arguyó Príncipe que el terreno era suyo, y muy suyo, y que no consentía merodeos en su propiedad.

El gobernador, echándola de autoridad, dijo que siendo el punto contencioso, ahí estaba él para tomar posesión del tesoro en nombre del rey. Los interesados lo amenazaron entonces con papel sellado y con ocurrir hasta la Real Audiencia si la cosa apuraba. El gobernador les contestó: «Protesten ustedes hasta la pared del frente; pero yo saco el tesoro». Y lo habría hecho como lo decía, si los vecinos todos, armados de garrote, no se opusieran amenazándolo con paliza viva y efectiva, amenaza más poderosa y convincente que mil resmas de papel sellado.

Entonces resolvió el gobernador que los calzones quedasen en el sitio hasta que la justicia fallara, y que nadie fuera osado, bajo pena de carcelería y multa, a remover el terreno.

Y hubo pleito que duró tres años; y Vergaray y Príncipe, para dar de comer al abogado, al procurador, al escribano y demás jauría tribunalicia, se deshicieron de sus chacras con pacto de retroventa; esto es, para rescatarlas con el tesoro que cada cual creía pertenecerle.

El fallo de la justicia fue a la postre que Sosa Vergaray era dueño de sus calzones y que podía llevárselos; pero que Príncipe era dueño de la huata o corrillo, y árbitro de dejarlo en pie o convertirlo en adobes.

Por supuesto, que celebró la victoria con una pachamanca, en la cual gastó sus últimos reales, y aún quedó debiendo.

¿Y sacó el tesoro? ¡Clarinete! ¡Vaya si lo sacó!

En la huata no halló ni siquiera objetos curiosos de cerámica incásica, sino varias momias de gentiles.