Los boyeros
Al caer la tarde, Pololo, el negrito, y yo íbamos al arroyo. Marchábamos monte adentro siguiendo los senderos trazados por el ganado que iba a abrevar. Hasta el borde de la laguna llegaban las vacas, tranquilas y lentas, y hundían el belfo en el agua. Parecían beber las ramas de los molles que el poniente acostaba en la laguna.
Allí arrojábamos migajas a las mojarras para ver el juego de sus cuchillitos y sus fugas eléctricas.
El monte se iba durmiendo con la canción del agua y el canto, cada vez más lento y espaciado, de los pájaros que regresaban del campo.
Cuando las estrellas bajaban a la laguna, los boyeros acunaban la tarde con su silbo y ésta se dormía.
Camino de vuelta veíamos salir de sus nidos, en la tierra profunda, como avisadas de nuestro paso, a las lechucitas de ojos redondos y dorados.
Un día llegaron los monteadores.
Sentíamos los golpes de sus hachas, las quejas de los troncos heridos y la caída brutal de los árboles.
Por el aire vagaba el olor a savia muerta.
Vimos caer los últimos árboles de la jornada. Tras el derrumbe se precipitaban sobre el horror de la pichonada deshecha y el desorden de plumas de los nidos, los perros hambrientos.
Fue entonces que Pololo vio partir los boyeros.
Con ellos se iba la canción de cuna de la tarde.
Fue la última vez que vimos boyeros.