Los bandos de Castilla: 29


Capítulo XXVIII editar

Conclusión.


Pocos días después de la muerte de don Álvaro de Luna, cuando habían ya dado sepultura a su mutilado cadáver en la misma capilla donde enterraban a los ajusticiados, y cuando comenzaban los trovadores de aquella era a cantar en lamentables versos aquel grande ejemplo de las vicisitudes humanas, oyéronse en una de las puertas de Valladolid alegres vivas y numerosos vítores prodigados por el pueblo a dos guerreros, que armados de punta en blanco, iban entrando por ella. Entre los personajes ilustres que los acompañaban distinguíase al noble duque de Castromerin, marchando al lado de uno de los nuevos campeones, objeto particular de aquella aclamación festiva por haber reconocido en él los habitantes de Valladolid al animoso Ramiro de Linares, cuyo denuedo tantas veces ensalzaran en los torneos de Castilla. Correspondía el caballero del Cisne a tan lisonjeras demostraciones con afable y risueño semblante, mientras satisfecho de sí mismo y rebosando de júbilo y complacencia miraba su maestro Roldán aquel tumulto de honores, como un homenaje debido a su propio mérito, y al que también resplandecía en el amado discípulo.

De esta suerte marchando en medio de un brillante grupo de caballeros, y seguidos de innumerable muchedumbre, llegaron al rico alcázar del rey don Juan el II. Descabalgaron en el primer patio, subieron a besar la mano del complaciente monarca, y a medida que se iban acercando a su trono, recibía el caballero del Cisne elogios y enhorabuenas de parte de los ilustres cortesanos que ocupaban las antesalas y galerías. Prodigóselos después el mismo rey, no sólo por el esfuerzo que desplegó en varias ocasiones, sino también por haber abogado su causa en el consejo de guerra, que celebraron los aragoneses al conseguir la victoria de Aivar. Anuncióle que era su voluntad el que se celebrase cuanto antes en la corte misma su enlace con la heredera de Castromerin, añadiéndole que ya para este objeto se habían logrado vencer las dificultades que ofreciera la enemistad de ambas familias. Apenas concluía de decir esto, adelantóse hacia el solio el abad venerable de San Mauro, y después de haber saludado afectuosamente a don Ramiro, participóle el consentimiento del conde de Pimentel, a quien acababa de dejar en su castillo de Aragón, y puso en sus manos una carta de aquel noble anciano en que le manifestaba lo mismo con la más cariñosa ternura. Aquí hubo en el salón un murmullo general aplaudiendo la constancia y la próxima felicidad de aquellos dos amantes, y el momento en que con su unión se diese fin a los partidos que traían alborotado el reino.

Con esto mandó el rey levantar la conferencia, dando permiso al caballero del Cisne para que marchase al convento de San Bernardo. En él permanecía aún Blanca de Castromerin esperando el feliz momento de ver a ramiro de Linares; pues ya había ido por mandado del duque a juntarse con ella su aya Leonor y enterarla de los últimos acaecimientos a cuya influencia benigna debía el colmo de sus deseos y el término de sus pesares. Quería el noble duque acompañar al impaciente hijo de don Íñigo; pero viendo el caballero que semejante ceremonia retardaría su viaje algunos días, rogó encarecidamente al señor de Castromerin, que le permitiera partir en aquel mismo momento, y aguardarle en el monasterio de San Bernardo. En él permanecía aún Blanca de Castromerin esperando el feliz momento de ver a Ramiro de Linares; pues ya había ido por mandado del duque a juntarse con ella su aya Leonor y enterarla de los últimos acaecimientos a cuya influencia benigna debía el colmo de sus deseos y el término de sus pesares. Quería el noble duque acompañar al impaciente hijo de don Íñigo; pero viendo el caballero que semejante ceremonia retardaría su viaje algunos días, rogó encarecidamente al señor de Castromerin, que le permitiera partir en aquel mismo momento, y aguardarle en el monasterio de San Bernardo. Considerando los retardos y perjuicios que le había causado con sus ambiciosos proyectos, no pudo negarle el duque esta primera demanda, y diole su bendición paternal, sobremanera complacido de ver que sin mengua de sus esperanzas cortesanas, cabía a la tierna Blanca un esposo tan ilustre y preferible a don Pelayo de Luna. El abad de San Mauro, encargado de sentar las bases de aquella suspirada alianza, dijo al caballero del Cisne que volase a los brazos de su amante enteramente tranquilo dejando a su amistad y experiencia el cuidado de arreglar los intereses de las dos ilustres familias.

El sol lanzaba sus rayos desde la mitad de su carrera, cuando emprendió el caballero del Cisne con su maestro Roldán el camino de San Bernardo. Admirábase el veterano de los raros y peregrinos incidentes que habían concluido un matrimonio entre los Castromerines de Castilla y los Pimenteles de Aragón, y no se pasó mucho rato sin que se lo manifestara abiertamente a su satisfecho discípulo.

-Por el siglo de mi abuela que nadie hubiera conseguido sino tú el apagar los envejecidos rencores de tu padre y de tu suegro. Vaya, hombre, no te ladees tanto sobre la silla, y deja al pobre animal que ande con paso más comedido, pues de lo contrario dudo mucho de que llegues sano y salvo a las plantas de la reina del torneo.

-No parece, respondió el del Cisne, sino que nunca haya palpitado un corazón debajo de la malla que os cubre.

-¡Oiga!, ¿ni cuándo me has visto pelear a tu lado resuelto a triunfar o a perecer contigo?

-No digo eso, respondió Ramiro: harto sé cuán noble sea la ternura con que me ama Roberto de Maristany...

-Pues entonces, ¿qué es lo que dices?

-Que me parece no habéis amado en vuestra vida a ninguna de las hijas de Eva.

-Te diré lo que hay en eso, señor discípulo; pero tira un poco de las riendas a ese rocín, para que podamos hablar holgadamente, y no se crean los transeúntes que andemos a tomar por asalto ese decantado monasterio. Has de saber que un zapatero de mi tierra, hombre capaz de alzar una figura al mismo rey don Alonso, vaticinó a mi padre que se le morirían todos los hijos, de manera que sólo le había de sobrevivir el que pudiese escapar de la muerte. En efecto, por esta razón le hemos sobrevivido mi hermana y yo, aunque, según tú me dijiste, la pobre muchacha no ha podido cantar victoria por largo tiempo. Pero sea como fuere, viendo el raro caletre de maese Crispín, y la buena manderecha que le diera Dios para eso de los vaticinios, fuime a él en cierta ocasión llevándole media docena de quesos y una bota de vino, con la pretensión de que me revelase cuál había de ser mi suerte en este desventurado mundo. Mi hombre guardó rumbos, observó las esferas, espió la marcha de los planetas, y metiéndome en lo más retirado de su tienda, aseguróme después a fe de profeta honrado, haber leído en los astros que Roberto de Maristany haría su fortuna por medio de un matrimonio. Confiado en esa predicción, y seguro de que no puede faltar, estoy aguardando tranquilamente que me presente el destino la mujer con quien deberé unirme; y por eso la guardo todo el caudal de mi cariño, sin desperdiciarlo a cada paso como indiscretamente has hecho.

-¿Y pensáis aguardar mucho tiempo?, preguntó el del Cisne.

-De manera, respondió Roldán, que como es la dama la que se ha de enamorar de mí, eso me da que sea ahora que de aquí a un año.

-¡Calle!, ¿con quién estáis tras de la mata esperando bonita y pasitamente a que pase la figura que os levantó el zapatero, que será, no lo dudo, muy hermosa además, e irá montada en soberbio palafrén, ricamente aderezado, para que tampoco os disguste? Voto a tal, maestro, que es el modo más nuevo y peregrino de efectuar un casamiento que de muchos siglos acá se haya visto. Bien haya maese Crispín que os quitó el fastidio de tener que luchar con rivales y parientes; digo, si es que no los ha de tener la princesa.

-¿Qué princesa?, preguntó Roldán un poco colérico.

-¡Por San Jorge!, la que os prometió el zapatero.

-Pues, ¿he yo nombrado princesa en todo el cuento de mi vaticinio, señor boquiblando?

-Ya; pero le corresponde semejante jerarquía, repuso el del Cisne, para que se cumpla la predicción de que por su medio hagáis una gran fortuna.

-Vive Dios, discípulo, que hay veces hablas de tal suerte que no parece sino que ayer te hubiesen calzado la espuela y dieran la pescozada. Cuando despuntas de agudo ante las damas y los reyes, no creo que seas el mismo que dice tantas sandeces por los caminos reales. ¿De dónde viniste a sacar en limpio que un hombre tan discreto como maese Crispín hubiese querido juntar una belleza de alta esfera con pobre maestro de esgrima? No señor: ruin con ruin casan en Dueñas, y todo lo más que me ha de traer la dama de mis pensamientos será un castillejo medio desmoronado, del que se nombre Roldán a un mismo tiempo el barón y el alcaide.

-Pues tan moderadas son las esperanzas que concebisteis, os cedo desde ahora el de Miranda, con las tierras a él pertenecientes, para que vivas holgado y orgulloso y satisfecho. Os acordaréis, supongo, de que confina con el que habita mi padre el conde de Pimentel, lo cual será un poderoso motivo para no desdeñar ese presente.

-¿Cómo desdeñar?..., lo acepto, lo acepto, exclamó alborozado Roldán: bien haya maese Crispín que columbró desde su tienda la benigna estrella que había de influir en mis destinos. Verdad es que no ha venido el regalo de parte de hermosa dama, ni de complaciente amiga; pero al fin hay castillo y medios con que sostenerle, que es lo que importa; y bien sabe Dios si doy por bien recompensadas todas mis andanzas e interminables aventuras. No obstante, mientras tu buen padre viva he jurado no abandonarle, y de más peso es para mí su ancianidad y mi promesa, que toda la independencia que me ofrece el castillo de Miranda.

-Muy bien, querido maestro; yo os ayudaré a endulzar las penalidades que acarrea la vejez al benemérito don Íñigo, y viviremos siempre unidos, sin que por eso deje de perteneceros el alcázar que ya teníamos destinado para vos desde muchísimo tiempo.

Sería por demás el empeñarnos en manifestar lo agradecido que se mostró el jovial Roberto de Maristany, y los sabrosos diálogos que hubo con este motivo entre el discípulo y el maestro. Durante el viaje dieron pábulo a la estimación que mutuamente se inspiraban, y fueron tales las cosas que Roldán dijo, y tales sus amonestaciones y disparatados consejos, aunque nacidos siempre de un carácter abierto y un corazón bondadoso, que Ramiro se propuso tener toda la vida junto a sí aquel amigo tan franco, honrado y valiente.

Ahora es necesario que se preste el condescendiente lector en trasladarse con nosotros al locutorio de las monjas de San Bernardo. Consistían en una sala abovedada y algo oscura, llenando todo el muro de enfrente la espaciosa reja que correspondía a la parte interior del monasterio. Notábanse en las dos paredes colaterales algunas ventanas góticas, cuyos prolongados arcos describían hacia el techo la línea curva de la bóveda, y sólo cuatro bancos de piedra y un crucifijo adornaban aquella antigua, lúgubre y misteriosa estancia.

Ya el sol se iba ocultando entre los montes cuando entró en el locutorio el caballero del Cisne, después de haber prevenido que avisasen, para que saliese a él Blanca de Castromerin. Detúvose entre tanto en medio de la sala y con los brazos cruzados sobre el pecho, fijos los ojos en la reja, aguardaba impaciente el momento en que vería correr la cortina morada que por la parte interior de arriba a abajo la cubría. Como el aposento del monasterio tenía más luz que la sala del locutorio, vio el caballero al través de aquel sutilísimo velo ligeramente deslizarse la figura de una mujer alta, flexible y bien proporcionada, semejante a las aéreas imágenes de la belleza ideal que nos ofrecen las peregrinas ilusiones de la primavera de la vida, o a las sombras de los justos errando por el delicioso jardín de los Elíseos.

-¡Blanca!, ¡querida Blanca!, exclamó Ramiro adelantándose hacia la reja; ¿es posible que al fin te vuelva a ver?... ¡Blanca!...

-¡Suspiráis, amiga mía!..., prosiguió enajenado el hijo de don Íñigo: en nombre del cielo, oh Blanca, haz que desaparezca esa cortina, y dime que aún merece tu indulgencia este infeliz caballero.

Al pronunciar la última palabra desapareció en efecto el largo lienzo, y tan pálida como las tocas que la cubrían, presentóse a los ojos del pasmado don Ramiro la infeliz Matilde de Urgel. Ya no se veía en ella la brillante joven nacida para enardecer la imaginación del trovador y coronar a los héroes, y tampoco aquel ángel de dulzura al parecer descendido del cielo para indicar a los afligidos una vía de consolación..., ¡ah!, ¡era una estatua de mármol vestida con un sayal penitente!... El negro color del velo y de la túnica dábale cierto aire lánguido y abatido, que hacía verter lágrimas y resaltar de un modo maravilloso la extremada blancura de su piel. Sus lindos pies iban encubiertos debajo del hábito, y sus descarnadas manos parecían ser del alabastro más puro y limpio.

-¡Cielos!, ¡qué veo!, ¡Matilde!, exclamó retrocediendo don Ramiro; pero no, no puede ser ella..., su pálida sombra..., tal vez su cadáver..., ¡Oh Dios!, ¿te habrían dado muerte al abandonar con Arnaldo las cercanías de Alanza?... ¡Ah!, si desciendes de las moradas celestiales, añadió doblando una rodilla y extendiendo los brazos hacia la cándida doncella, si desciendes de las celestiales mansiones para implorar de mi amistad el reposo de tu espíritu...

-¿Tan demudada me halláis, amado Ramiro, interrumpióle la hija de Armengol, para creerse ya lo que voy a ser en breve tiempo? ¡Y sin embargo esta es la última vez que os hablará en la tierra la pobre Matilde de Urgel!..., ¡la última vez!...

-¿Y por qué la última vez?... No, Matilde: yo te arrancaré de ese sombrío recinto, yo pelearé para colocarte en el antiguo palacio de tus mayores; no querré ser feliz hasta que tú lo seas...

-¡Ah!, no lo permita Dios: cúmplanse nuestros destinos: a vos os espera un tálamo nupcial, y a mí el consuelo de la tumba. ¿Veis esa frente, don Ramiro, esa frente destinada a ceñir con arrogancia una brillante diadema en los estados de Armengol?, pues ahora se inclina bajo el humilde velo de las vírgenes que renunciaron a las pompas del mundo ¿Y qué halago podrían ya tener para un alma sensible, bárbaramente burlada cual la mía, las opulencias del magnate, el esplendor de un rey, o las coronas cívicas de un guerrero? No eran por cierto los engañadores sueños de la ambición aquellas cavilaciones que me sedujeron un día en los desiertos de San Servando: ideas más pacíficas, escenas tumultuosas rodaban por mi imaginación, prometiéndome en la tierra un destino correspondiente a mi malhadada ternura.

-¿Y qué destino era ése, o Matilde?, preguntó vivamente el caballero: habla; yo te lo ruego en nombre de tu ilustre padre..., si pueden los hombres conseguirlo, si es dado a la amistad más vehemente vencer los obstáculos que se opongan a ello, me echaré a las plantas del monarca, correré lanza en ristre cuantos países se encierran desde el estrecho de Bizancio hasta el de Hércules, plantaré en la más alta torre de San Servando la soberana bandera de los señores de Urgel.

Al decir esto fijaba Ramiro sus ojos centelleantes en el inanimado semblante de Matilde. La doncella la escuchaba con melancólica calma, aunque no sin cierta complacencia, y sus apagados ojos volvieron por un instante a animarse al dirigirle tiernamente estas razones.

-¡Siempre impetuoso y valiente!, ¡siempre aspirando a los lauros de la lid, al bien de la humanidad, y al aplauso de la victoria! En balde quise apagar el ardor de vuestro pecho, ese ardor que tanto me seducía y deslumbraba, al mismo tiempo que mi labio..., ¡Oh Dios!, yo me olvido de que no he venido aquí para hablaros de una infeliz en quien se ensañó la desgracia, sino para suplicar al hijo de mi bienhechor, que en cuanto se lo permitan sus nuevos deberes, corra a suavizar la amargura de mi generoso hermano. Él ha quedado solo en el mundo por haberme yo metido en un convento; y según su desesperación y su angustia, temo, amado don ramiro, que se dé la muerte o la busque en los combates.

-¿Y no me explicaréis, oh Matilde, el incomprensible arcano de tan súbitas mudanzas?

-¡Ramiro!, ¡amado Ramiro!, respetad mi dolor y mi silencio..., cuando la campana del monasterio anuncie a las gentes de la comarca el último suspiro de la hija de Armengol, os lo dirá de mi parte el abad respetable de San Mauro..., hay secretos que matan, y los hay que quitan a un alma generosa, cual la vuestra, la tranquilidad y el sosiego... ¡Ramiro!, acordaos alguna vez de la huérfana de San Servando..., ¡ah!, quería decir que no olvidaseis la petición que os hice de consolar y desvanecer a vuestro amigo el conde de Urgel. Creed que os ama como a un hermano, y que vos sois el único que puede reemplazar en su corazón el lugar que ocupaba Matilde.

-Pero cualesquiera que sean vuestras desgracias, ¿no las pasaríais mejor en medio de las personas que tanto os aprecian? No dudéis, noble doncella, que nos esmeraríamos en ablandar la agudeza de vuestros pesares.

-¡Oh!, no lo dudo; pero ya no hay dicha, ya no hay tranquilidad en el mundo para la infeliz Matilde. Corrí al santo asilo que la religión me ofrece, como la paloma tímida que se acoge al seno de una matrona ilustre. He deseado imitar a aquella virgen de Israel, que viendo próximo el instante de su muerte quiso llorarla algunos días en la soledad de una montaña. Adiós, amado ramiro; conservad esa cruz que siempre llevaba consigo mi buena madre, y que pendiente de esa misma cadena habréis varias veces colgando sobre mi pecho. ¡Ojalá os sirva de talismán contra las secretas turbulencias del corazón!

Faltóle la voz, y algunas lágrimas escaparon de sus ojos: veíanlas correr el caballero del Cisne por aquel pálido semblante, y sintió un peso indefinible en su corazón, y un vehemente deseo de acompañarla en ellas. Al fin, temiendo que se desmayara, preguntóla si quería que tocase la campana del locutorio para llamar a las religiosas.

-No hagáis tal, respondió Matilde con aquella expresión de profunda melancolía que tanto interesaba en sus facciones y en el metal de su voz: na hagáis tal, amado Ramiro, pues me parece que podré llegar sin ayuda de nadie a mi solitaria celda. Por lo que a vos respecta no salgáis del locutorio: yo haré que avisen a Blanca de Castromerin, y os ruego que me perdonéis entrambos el haberos retardado el momento de tan suspirada entrevista. ¡Ay de mí!..., sed felices, sin que emponzoñen vuestras delicias las desgracias de aquella que no cesará de pedir al cielo el perdón de sus errores... ¡adiós otra vez!...

-No, no, interrumpió condolido el caballero: no os marchéis sin revelar a vuestro amigo la verdadera causa de tales cuitas, y sin permitirle arrancaros de esa lóbrega mansión que en breve sería vuestro sepulcro.

-¡Desgraciado!..., ¡para qué deseáis saberlo!..., volved el rostro: ¿no distinguís la brillante estrella de la noche por entre el arco de aquella ventana?..., pues bien, amado Ramiro, ella habrá visto el último momento de felicidad que ha disfrutado Matilde...

Sobresaltado el caballero por la especie de temblor y mal reprimida ternura que se notaba al articular estas palabras en el acento de la virgen, revolvió los ojos de la estrella vespertina para elevarlos en la reja; pero ya el locutorio estaba desierto: Matilde había desaparecido. Entonces cual si un rayo de funesta luz hubiese herido su acalorada fantasía, recorrió rápidamente los postreros acaecimientos de su vida, y parecióle vislumbrar la misteriosa causa de las angustias de aquella angelical hermosura. Sombrío y meditabundo permanecía inmóvil en la lóbrega estancia, sin apenas acordarse del objeto que le trajo a ella. Cierta melancolía vaga, cierta pesadumbre profunda le inclinaba a solitarias reflexiones, y sin embargo un presentimiento inexplicable hacíale temer los nuevos e inesperados movimientos de su pecho. Al fin la presencia de Blanca desvaneció algún tanto su tristeza; cuando en medio de los raptos de su felicidad le confesó inocentemente la doncella que sentía dejar en San Bernardo una joven novicia, a quien era deudora de la más blanda ternura; el corazón del caballero latió con desconocida violencia, mientras hubo de apoyar la frente contra los mismos hierros del locutorio.

Parece que Matilde había preferido aquel monasterio para conocer a Blanca de Castromerin, y tener ocasión de recomendar su hermano al caballero del Cisne. No obstante, de nada sirvieron las instancias del hijo de Pimentel en orden a mitigar la desesperación del conde Arnaldo. Desde que Matilde tomó el velo desapareció de su carácter aquella brillante impetuosidad que le hiciera famoso en las campañas de Nápoles y en la última guerra de Castilla: a veces se enfurecía amenazando derribar los muros de San Bernardo para arrancar de allí a la más linda doncella de Aragón, a la dama más discreta de la España y de la Italia; pero en cuanto se templaba su frenético entusiasmo, caía de nuevo en desesperada tristeza.

Solía acusarse a sí mismo de las desgracias de su hermana, y ver un justo castigo del cielo en su abandono, por el tenaz espíritu de venganza que siempre opuso a las pacíficas insinuaciones de Matilde. Imaginábase odiado de las gentes, perseguido por la irritada sombra de Armengol, y no pudiendo resistir a la ardentísima vehemencia de tantos delirios, huyó de su alcázar, y volvióse a Italia donde acabó gloriosamente sus días en las guerras intestinas de los Adornos y los Fregosos, favorecidos aquellos por Alonso de aragón, y éstos por el duque de Lorena, hijo de Renato de Anjou. Pudiera aplicársele con poca diferencia lo que se dijo cerca de tres siglos después de Carlos XII de Suecia: «el destino lo llevó a que pereciese por mano desconocida lejos de su país natal; y aquel célebre nombre, que tanto hizo temblar a los enemigos de su patria, sólo sirve para ofrecernos un triste ejemplo contra la ambición desmedida de la gloria, o para adornar con su prestigio las páginas de una novela».

El rey don Alonso mandó recoger sus restos y enviarlos al monasterio de San Bernardo, a fin de que se cumpliese la última voluntad del héroe en quien desgraciadamente acababa la antigua y celebrada casa de los señores de Urgel. Matilde, recibió ya casi exánime la urna que los contenía, y derramando las postreras lágrimas de su vida sobre el fúnebre presente, suplicó a sus compañeras, de quienes era amada y compadecida en extremo, que le enterrasen con aquellos fríos y amadísimos despojos.

Indiscreto sería el empeño de averiguar si la memoria del último coloquio con aquella joven delicadísima y sublime turbó en alguna ocasión la tranquilidad del caballero del Cisne; pero ello es cierto que vivió respetado y feliz con Blanca de Castromerin, y que Roberto de Maristany envejeció a su lado lo bastante para poder dar lecciones de esgrima a los nietos de su discípulo. Por lo demás la boda de los dos amantes habíase celebrado con la mayor pompa y esplendidez en la corte de don Juan el II: ella unió a la grandeza de entrambos reinos, y cual si les augurase el próspero e inesperado enlace de sus dos coronas, restableció entre ellos los vínculos de sagrada alianza, poniendo un término feliz a Los Bandos de Castilla.