Los bandos de Castilla: 27


Capítulo XXVI editar

El incendio.


Merlín se había vuelto a meter en el castillo de don Rodrigo, después de haber prometido a los jefes de los que lo tenían sitiado hacer lo posible desde dentro para facilitarles la entrada, espiando una ocasión favorable. En vista de esto, y animados por un espíritu de encono y de entusiasmo, determinaron los sitiadores arrostrar pronto el general asalto, temerosos de la suerte que podía caber a los prisioneros del feroz barón de Alanza.

-La sangre de Armengol está en peligro, decía el caballero negro.

-La vida de mi discípulo corre riesgo, respondíale Roberto de Maristany.

-Y aunque sólo se tratase de salvar al pobre Merlín que tan fiel y diligente se nos muestra, interrumpió el molinero, consentiría en que me cortasen un brazo, antes que permitir le arrancaran un cabello.

-Eso es hablar como un héroe, por vida del rey don Alonso, exclamó Roldán; pues si bien Merlín es perro gitano, cuando se encuentra uno de ellos que como por caprichoso ostente tamaña lealtad e ingenio, digno le juzgo de que beba a su salud un hombre honrado un jarro de vino añejo, y aun de que haga la salva con él a huesos de blando jamón, sabrosos y entretenidos. Mala pascua me diere Dios si no tuve mis tentaciones de ahorcarle; pero ahora digo, hermanos míos, que nunca ha de faltar en el mundo quien brinde por su salud, mientras pueda mi garganta entonar alguna trova y mi brazo empinar una botella.

-Bravo, maese Roberto, dijo el incógnito: el mismo buen Lancerote, a quien reverendas dueñas escanciaban el vino, no pudiera expresarse con más eficacia y energía. Paréceme, no obstante, que si el gitano Merlín puede darse por más que medianamente complacido de los numerosos brindis que acabáis de prometerle, Matilde y el de Linares exigen de parte nuestra otro género de obsequios.

-No cabe duda, respondió el molinero: corramos al asalto, que por mi parte os prometo dirigir con Roldán a ésos perillanes de las flechas, y arrancar la barbacana de su asiento, si en efecto queréis empezar por ella el ataque del alcázar. Mucho ha cautivado su voluntad el caballero del Cisne; pero como buen navarro teníale ya grande ley por el valor que desplegara, humillando en cien encuentros a los orgullosos campeones de Castilla.

-Aplaudo tanto denuedo, repuso el Negro de la virgen, y si los hombres de armas que nos ayudan quieren seguir a un caballero, ¡por los derechos que tengo a semejante título!, heles de conducir al asalto con toda la experiencia que me han dado diez campañas.

Después de esta conferencia, y habiéndose encargado Roldán de acometer con los flecheros mientras seguido de los soldados verificaba el incógnito el ataque del reducto, lograron apoderarse de él como han visto los lectores.

En el tiempo que medió desde el primero al segundo asalto, hizo construir el paladín de las armas negras un puente de troncos de árboles para colocarlo sobre el foso, y atravesar el espacio que había desde la poterna de la barbacana a la puerta grande del castillo. Semejante trabajo no dejó de ocupar algunas horas, y aunque los jefes de los sitiadores se desesperaban de ver el precioso tiempo que perdían, no tuvieron en realidad motivo de llorarlo, por cuanto en aquel intervalo pegó fuego la demente Brígida a los almacenes de leña del alcázar, y anduvo la llama sordamente minando por lo más recóndito de sus sótanos y bóvedas, para elevarse después estrepitosa, voraz e inextinguible sobre las más altas torres, burlándose de los esfuerzos que se hicieron para apagarla.

-No hay que perder tiempo, dijo el caballero negro así que acabaron el puente, marcha el sol hacia su ocaso, y es indispensable apresurar el instante de entrar dentro del castillo. Paréceme imposible que no venga cuanto antes algún escuadrón de Segovia a socorrer los sitiados, por lo cual apresúrense los flecheros a figurar un asalto en la parte opuesta del alcázar, mientras vosotros, oh valientes veteranos, vendréis conmigo al verdadero ataque. Ea, todo consiste en arrojar el puente sobre el foso, osadamente seguirme en cuanto se abra la puerta de la barbacana para atravesarlo, y después forcejar conmigo a fin de romper la que debe facilitarnos la entrada en el vasto edificio. Y si hay alguno entre vosotros que no se crea competentemente armado para una acometida de este género, colóquese en lo más alto del reducto y dispare desde allí tantas flechas como pueda a los que asomen por las almenas de Alanza. Bravo Roberto, ¿queréis encargaros de mandar a los flecheros?

-Lo que yo quiero, respondió Roldán, es la gloria de seguiros a dos dedos de distancia, y que me sepulten las ruinas de ese castillo si me separo de vos en tan porfiada pendencia. Y obedecen los flecheros a sus propios capitanes, entre quienes se baraja y gallardea nuestro molinero insigne.

-A la mano de Dios, exclamó el caballero, abrid pronto la poterna, y en nombre de San Jorge arrojad el tosco puente.

La puerta que desde el reducto conducía al foso colocada enfrente de la principal del castillo, como dijimos arriba, abrióse entonces de golpe, y en el mismo instante cayó el puente con descomunal estruendo, llenando el espacio que mediaba entre ambas, bien que sólo podían marchar sobre sus tablazones dos guerreros pareados. Convencidos de cuanto importaba aprovecharse de la sorpresa del enemigo, precipitóse en él sin la más leve tardanza el paladín de la sombría armadura, a quien siguió Roldán desesperado y resuelto, y llegaron brevemente a la parte opuesta. Empezaron a descargar grandes hachazos en la puerta del castillo, hallándose al abrigo de las flechas y los cantos a beneficio de unas piedras que empezaban a formar el viejo puente, mandado destruir por don Rodrigo, las cuales quedaban aún suspendidas en el muro, indicando el arranque del arco antiguo. Como los que se arrojaron detrás de ellos carecían de semejante resguardo, cayeron los dos primeros dentro del foso acribillados de flechas, y los demás volvieron a entrar precipitadamente en el reducto.

Muy crítica era entretanto la situación de Roldán y del caballero negro, y hubiéralo sido más aún si los flecheros de la barbacana no hubiesen asaeteado continuamente a los que se divisaban por las almenas del muro, impidiéndoles de esta suerte el aplicar todos sus esfuerzos contra los dos aislados campeones. Sin embargo, no dejaba de ser muy grande su peligro, e ir cada instante en aumento.

-¡Qué vergüenza!, exclamó Monfort dirigiéndose a los soldados que le rodeaban; os preciáis de saber disparar una flecha, y sufrís que dos hombres solos se mantengan impunes al pie de las mismas murallas del castillo. Arrancad las piedras del arco roto si no sois buenos para otra cosa, y dejadlas caer sobre la cabeza de ese par de aventureros. Ea, vengan picos y azadones, y empecemos por la base de esa almena, añadió señalándoles una piedra enorme en la que estribaba el puente de que hemos hablado, la cual precisamente caía sobre la puerta del edificio.

Viose flotar en aquel momento un estandarte negro en la torre más lata del alcázar. El molinero fue quien lo descubrió primero, y extrañando la ocurrencia, dejó una parte de las gentes que mandaba para continuar el fingido ataque, y con los más valientes corrió a tomar parte en el ataque verdadero.

¡Al asalto, flecheros!, gritó al verse entre los hombres de armas de Roldán y del incógnito: ¿cómo podéis sufrir que aquel bravo paladín y aquel jovial veterano ataquen solos la puerta? Ea, muchachos, San Jorge y a ellos: nuestro es el castillo; acordaos del botín, de las víctimas que gimen en aquel recinto, y haced el último esfuerzo para que caiga en nuestras manos.

Al decir esto armó su arco y atravesó de un flechazo a uno de los guerreros, que obedeciendo a Monfort, forcejeaba para arrancar la enorme piedra, y hacerla caer sobre la cabeza de Roldán y del incógnito. Otro soldado tomó el férreo pico de las manos de su moribundo compañero, y púsose a continuar la obra comenzada; pero una segunda flecha hendió silbando los aires, clavóse trémula en su cráneo, e hízole dar mil vueltas desde lo alto de los muros hasta lo más profundo del foso. Retrocedieron aterrados los demás, y ninguno se atrevió a reemplazarles, porque cada dardo de los enemigos hería mortalmente una víctima.

-¡Cobardes!, gritóles Mauricio de Monfort, ¿no hay ya quien se atreva a hacer frente a los contrarios?, malditos sean los muros que así afeminan y amilanan a los que se jactan de valientes. Dadme acá una palanca; venga y dejadme operar a mí solo en nombre de España y Santiago.

Dijo; y con mucho afán puso manos a la obra. Era la piedra de tan descomunal tamaño, que no sólo hubiera aplastado a Roldán y al caballero, sino roto en mil pedazos el puente construido por los sitiadores. Aunque éstos conocieron el peligro, tampoco hubo quien se atreviese a poner los pies en aquel liviano tronco: tres flechas lanzó uno de ellos y todas se despuntaron en la impenetrable armadura de Mauricio de Monfort.

-Llévese el diablo tu malla vizcaína, dijo el villano con el mayor despecho: a buen seguro que si la hubiese forjado un armero de otra tierra atravesáranla mis saetas como si fuese de hojas de plátano.

-¿Qué murmuras entre dientes?, interrumpió el molinero: más valiera que tratases de acorrer a los dos osados campeones.

Y volviéndose entonces hacia éstos púsose a gritar con todas sus fuerzas:

-¡Camaradas!, ¡amigos!, ¡caballero negro!, ¡valiente Roldán!, a la espalda, a la espalda, notad, pecador de mí, que os va a caer encima una piedra tal que puede servir de cimiento a gruesas torres.

Pero sus gritos no pudieron ser oídos, por cuanto los redoblados golpes que descargaban en la puerta de Roldán y su compañero bastaban a sofocarlos. En vista de tal peligro, el honrado molinero se precipitó en el puente para avisar a los dos jefes; pero su diligencia hubiera sido tardía: arrancada la piedra de sus quicios por los reiterados esfuerzos de Monfort, empezaba a vacilar, y hallábase ya en el punto de perder el equilibrio, cuando la voz de don Pelayo detuvo su brazo próximo a precipitarla.

-Todo se ha perdido, Monfort; el alcázar se convierte en una hoguera.

-¡Qué decís!, respondió medio confuso el caballero.

-En menos de dos minutos veréis las llamas envolviendo la torre del oriente: mis esfuerzos para apagarlos han sido vanos.

Don Pelayo de Luna comunicó en breves palabras a su compañero todas las circunstancias de tan aciago suceso con aquella sangre fría que formaba la base de su carácter; pero Mauricio de Monfort no lo oyó con la misma indiferencia.

-¡En nombre de todos los santos del cielo!, dijo entre colérico y pasmado; ¿qué hemos de hacer en tal conflicto? Un candelero de oro purísimo ofrezco a San Marcos Evangelista si nos saca de este apuro y...

-Buena ocasión, vive Dios, para ofrecer candeleros, interrumpióle flemáticamente don Pelayo; dejad ese maldito atolondramiento y oídme con calma y atención un breve instante. En medio de tantos peligros nos resta un rayo de esperanza: reunid los hombres de armas, y haced una salida por la puerta grande; sólo ese infernal caballero y uno de sus secuaces encontraréis junto a ella; precipitadlos al foso, y atravesando el puente atacad con desesperación la barbacana. En tanto llamaré bajo mis banderas el resto de la guarnición del alcázar, y saliendo por la puerta del otro lado correré a daros auxilio atacando a los bandidos por la espalda. Si nos es posible reconquistar el reducto, aún podremos mantenernos en él hasta ver si nos llega algún socorro, o alcázar de lo contrario capitulación noble y honrosa.

-Apruebo, dijo Monfort, y os prometo desempeñar el encargo que acabáis de confiarme; ¿pero vos, señor de Luna, seréis exacto y leal en desquitaros del vuestro?

-Os lo juro a fe de caballero: lo que importa, vive Dios, es no perder un minuto.

Reunió Monfort su gente y corrió a la puerta grande; mas no tuvo necesidad de hacerla abrir, por cuanto cediendo entonces a los reiterados porrazos de Roldán y el caballero, caía una parte de ella con estrepitoso ruido. Los dos campeones atacaron vigorosamente a los primeros que se les opusieron, y el terrible brazo del incógnito derribó a tres hombres de armas, y mantuvo a raya los restantes que se apartaron a razonable distancia, sin que se atreviesen a acercársele.

-Villanos, les dijo Monfort, ¿sufrir podéis sin moriros de vergüenza que nos cierren dos hombres solos la última esperanza que nos queda?

-Ése no es hombre, respondió un veterano mientras paraba con el escudo las recias cuchilladas del incógnito, ése es un diablo contra el cual de nada sirven la robustez y la osadía.

-Y aun cuando sea más diablo que Belcebú, respondió Mauricio, ¿es cordura el huir de él para echarnos al infierno? Arde el alcázar, miserables; combatid por desesperación si quiera, ya que no por valentía, o retiraos a un lado mientras peleo yo mismo con ese atrevido guerrero.

Mauricio de Monfort sostuvo en tan reñido encuentro la reputación que adquiriera en las guerras civiles de aquel siglo. Combatían los dos campeones bajo la misma bóveda de la puerta, que repetía con robustos ecos los mandobles y cuchilladas que se descargaban furibundos: la espada de Monfort no pudo hacer frente por largo tiempo al hacha que manejaba diestramente su contrario. Al fin dirigióle éste tal porrazo, que si bien un recio escudo de siete cercos de bronce quiso detener su ímpetu, no dejó de penetrar hasta el yelmo del paladín del alcázar, que aturdido y vacilante cayó a las plantas del Negro, cual si le hubiese herido un rayo.

-Ríndete, Mauricio de Monfort, dijo el incógnito inclinándose sobre él y apuntándole la daga por el hueco que dejaba la coraza; ríndete, vuelvo a decir, socorrido o no socorrido.

-Pues dime tu nombre, o mátame: no se publicará en parte alguna que Mauricio de Monfort se haya rendido a un incógnito.

El caballero habló entonces algunas palabras al oído de su contrario.

-Ahora digo que me rindo, y que socorrido o no socorrido ya soy vuestro prisionero, respondióle Monfort convirtiendo su tono de arrogancia en el de cierta sumisión respetuosa.

-Corred, pues, a la barbacana, repúsole con cierta autoridad el extranjero, y aguardad allí mismo mis órdenes.

-Antes quisiera deciros que Matilde y el caballero del Cisne perecerán en el incendio si no os dais priesa a socorrerles.

-¡Matilde y el caballero del Cisne perecer en el incendio!, gritó dando una gran voz el paladín misterioso: las vidas de cuantos hay en el castillo me responderán de las suyas. ¿Dónde están, Mauricio?

-Aquella escalera de rojo que se descubre hacia el ángulo de la derecha, os llevará al corredor en que se hallan sus estancias.

-Está bien: aguardame en el reducto, y nada temáis por vuestra seguridad: En vuestro propio vencedor hallado habéis un amigo.

Desapareció al decir esto, y siguióle con los ojos Mauricio de Monfort avergonzado y confuso.

-¡Un amigo!, repitió con mal reprimida cólera, ¡arrebátasme el honor, empañas mi ilustre nombre, y quieres llamarte amigo! Pero ¿no tengo bien merecido ese castigo del cielo?... Recogió su espada, quitóse el casco en muestra de su vencimiento, y dirigióse lentamente a la puerta del reducto.

Durante el combate que se acaba de referir, y el rápido diálogo que le siguió, había pasado Roldán el puente a la cabeza de gran número de flecheros, que derramándose por todo el castillo, empezaron a perseguir de muerte a sus desesperados defensores. Unos pedían cuartel, ensayaban otros una resistencia inútil, y muchos tomaban la huida hacia el patio grande de aquella fortaleza feudal.

Entre tanto, a medida que iban undulando las llamas de aquel incendio, fuese haciendo algo visible en el aposento donde cuidaba Matilde al doliente don Ramiro. Había despertado al héroe el tumulto del segundo asalto, y a su ruego la hija de Armengol volvióse a colocar en la ventana para darle relación de lo que acontecía. Pero las nubes de humo muy denso que flotaban en derredor del alcázar impidiéndole muy pronto el ver las ocurrencias de aquel campo de batalla; y los gritos de ¡fuego!, ¡fuego!, sobrepujaron de repente los clamores y denuestos de los que seguían luchando.

-Arde el alcázar, dijo Matilde: todo Alanza es ya pavesas, amado Ramiro..., ¿quién podrá salvarnos de esta última desgracia?

-Huid, Matilde, huid, exclamó el del Cisne, salvad una vida tan inocente y preciosa: en cuanto a mí ya no hay poder humano que me pueda sacar de este peligro.

-¡Huid!, no, no huiré, respondió Matilde; o juntos nos salvaremos o pereceremos juntos. ¡Ah!, si mi brazo tuviese la pujanza de un guerrero yo os sacaría por en medio de las llamas y de las humeantes ruinas.

Abrióse entonces la puerta del aposento, y viose entrar en él a don Pelayo de Luna con aire arrogante y resuelto. Su aspecto tenía algo de sañudo y de terrible: rota llevaba en mil partes la perfilada armadura: en las manos y en el rostro veníanse algunas manchas sangrientas, y habían chamuscado las llamas el luciente penacho de su yelmo.

-Al fin te hallé, dijo a la agitada huérfana mirándola con centelleantes ojos: mira, oh Matilde, cómo sé cumplir la palabra que te di de correr contigo una misma suerte. Sólo resta una esperanza; y cuando sepas que he despreciado millares de riesgos para venir y hacerte participar de ella, por fuerza has de ver en mí el hombre que más te adora. Levántate y sígueme.

-¡Ah!, no he de seguiros sola, respondió Matilde; si sois hijo de mujer; si alimenta vuestro pecho algún resto de la caridad cristiana; si no es vuestro corazón tan duro como la coraza que lo cubre, salvad a ese pobre herido cuyas heroicas virtudes son dignas de mejor suerte.

-Matilde, respondió el de Luna con su imperturbable calma; un paladín debe saber despreciar la muerte, ora la vea en un incendio o en la punta de una espada; pero ¿a qué diablos pretendes que me encargue de un herido?, déjale que arda en Alanza, mientras logremos nosotros alejarnos de sus muros.

-¡Hombre feroz!, exclamó Matilde; yo moriré en el incendio antes que deber a tu brazo tan aborrecido auxilio.

-Eso será si te dejo la libertad de que elijas, respondió el de Luna: escapásteme una vez; pero ningún mortal se me escapó la segunda.

Dijo; y tomándola en sus brazos, llevóla fuera de la estancia como si fuese un objeto de muy liviano peso, sin parar la atención en sus clamores ni tampoco en las amenazas e imprecaciones de Ramiro, que con voz de trueno le gritaba:

-¡Bárbaro, vil seductor, oprobio de los caballeros, deja a esa ilustre doncella o he de beber tu sangre!...

-¡Cuerpo de mí!, dijo Roldán entrando en el aposento; a no haber sido por tus voces nunca me fuera posible topar con tu madriguera.

-Si os precias de caballero, siguió gritando el del Cisne, no os acordéis de darme auxilio: corred al alcance de aquel pérfido barón que acaba de llevarse a la más generosa doncella.

-Linda flema, por vida de San Jenaro, exclamó Roldán: ¿es posible que nunca hayas de sentar esa cabeza? ¡Con qué vengo a librarte de las llamas, y en vez de abrazar al caro maestro sales con la niñería de que cargue con alguna de las muchas que alucinas! A cada puerco llegará su San Martín, señor discípulo, y ahora déjate llevar por mí, mal que te pese, si no quieres morir chamuscado como el murciélago que cae por su desgracia en manos de algún chiquillo.

Y sin aguardar más tomólo en sus brazos, y cargado de este peso corrió a una de las poternas del alcázar, confiólo a sus propios vasallos para que lo llevasen a descansar en la barbacana, y volvióse a meter en el castillo a fin de favorecer las pesquisas del incógnito.

Aunque el fuego se había comunicado a todos los ángulos del edificio no hacía muy rápidos progresos, en razón de la solidez de las bóvedas y de la profundidad de los muros. Pero aquellos sitios donde no ejercía el incendio sus estragos, eran el teatro de un espectáculo no menos horroroso, puesto que las pasiones del hombre desplegaban en ellos sus furores. Perseguían aún los aragoneses y los flecheros de aposento en aposento a los defensores del castillo, y apagaban en su sangre la venganza y el encono en que ardían contra ellos desde muchísimo tiempo. Vanamente algunos habían pedido cuartel; no fue posible alcanzarlo, lo cual obligó a muchos de ellos a defenderse y vender caras las vidas hasta el postrimero instante. Resonaban donde quiera las cuchilladas, los denuestos y los gritos, e inundaba el pavimento la sangre que derramaban heridos y moribundos.

En medio de estos lances de confusión y de lástimas, andaba como frenético el paladín de las armas negras en busca de la cándida Matilde. Alguno le dijo que la acababa de ver en el patio grande del alcázar, y corriendo el héroe hacia aquel punto, ofrecióse a su vista otro cuadro de luchas, resistencias y combates. Gran parte de los soldados de la guarnición, unos a pie, otros a caballo, habíase reunido en torno de don Pelayo de Luna a fin de abrirse con las armas en la mano una brecha por donde huir al través de los enemigos que les acosaban. Colocóse por lo mismo multitud de éstos frente de la puerta grande a fin de cortarles el paso, mientras por el lado opuesto atacábanles otros varios de los que habían entrado en el castillo por diversos puntos. Animado por la desesperación, y enardecido con el ejemplo del invencible capitán que lo mandaba, hizo prodigios de valor aquel puñado de guerreros, y como eran sólidas y completas las armaduras que vestían logró más de una vez rechazar los enemigos, a pesar de ser un número notablemente mayor. Montado en soberbio bridón de batalla, veíase a don Pelayo descollando en medio de sus satélites, y protegiendo a Matilde, a quien sostenía al lado del noble campeón un escudero igualmente cabalgando en alazán enérgico y orgulloso. A cada instante volvía el insigne paladín junto a la ilustre doncella, y cubríala con el escudo olvidando su propia defensa para defender bizarro al ídolo de su cariño. Alzando después súbita e inesperadamente su clamor de guerra, arrojábase como el rayo en medio de la refriega, derribaba a los más audaces enemigos, hacíales retroceder hasta el umbral de la puerta, y colocábase de nuevo al lado de la exánime Matilde.

-¡Renegado!, exclamó entonces uno de sus más valientes enemigos; deja en libertad aquella doncella ilustre, o defiéndete de mí, perjuro y mal caballero.

-¡Perro!, respondióle don Pelayo rechinando los dientes; yo te enseñaré a blasfemar de los hidalgos de Castilla.

Y levantóse sobre los estribos contra el soldado de Aragón para dar más fuerza a su diestra, descargóle cuchillada tan tremenda, que hendió su casco y su cráneo.

-¡Alanza!, ¡Alanza!, exclamó don Pelayo: así perezcan cuantos empañan la gloria de los nobles castellanos.

Y aprovechándose de la consternación que causó tamaño tajo a los sitiadores, dijo dando un grande grito:

-¡Síganme los que salvarse desean!

E iba a abrirse camino por en medio de las filas enemigas, cuando presentóse corriendo el caballero negro, y echando mano a las riendas de su bridón cortóle el rápido impulso con extraordinaria fuerza.

-¡Bárbaro!, le dijo: ¿arrebatar contigo pretendías a mi hermana Matilde?... Acuérdate de aquel guante que me echase antes de la batalla de Aivar, y que me trajo un faraute con descomedida arrogancia... He aquí la ocasión de satisfacer tu deseo: defiéndete, vil impostor, defiéndete del conde de Urgel, mientras tu pérfido padre va a perecer en un patíbulo en la ciudad de Segovia.

-¡Mi padre!... ¿a qué valerte, oh Arnaldo, de indignos medios para amedrentar mi espíritu?...

-Lo juro por la sangre de Armengol... Ahora mismo acaba de llegar, con objeto de pretenderte y de llevarse también a don Rodrigo de Alanza, un escuadrón de la corte.

-¡Oh Dios!..., exclamó el de Luna: ¡oh Matilde!..., ya no me resta sino morir..., todos quedaréis vengados: con risotadas y brindis celebraréis tal desgracia, y dejando mi cadáver sin honores ni sepulcro. Pero no creas, oh Arnaldo, que don Pelayo se rinda..., no sé que aciago destino me hace pelear contra ti, cuando respetarme quisiera como al hermano de esa infeliz que ves pálida y moribunda en brazos de mi escudero. ¡Matilde!, ¡dulcísima Matilde!, yo siento debilitar mi pujanza al tenerla que emplear contra tu querido Arnaldo!

Pero había llegado el momento en que don Pelayo de Luna, a pesar de su valor, de su alta jerarquía y de su brillante renombre sufriese una muerte que no dejaba de tener bien merecida. Ello es que el cansancio de toda aquella jornada, los innumerables riesgos que hubo de vencer, la lucha que sentía por haber de pelear con el hermano de Matilde, y la inesperada noticia del aciago fin que aguardaba a su padre el condestable de Castilla, despertó cien encontradas pasiones en su rencoroso pecho, que le cortaron el brío y aquel indómito aliento de que diera tales muestras en el discurso de su juventud guerrera. Con flaca diestra anduvo parando los golpes del conde de Urgel, y todos echaron de ver que el audaz señor de Luna se había repentinamente convertido en otro hombre. Sus ojos no se separaban del rostro pálido de Matilde, y parecía como que desease morir embebido en contemplarla. Al fin pronunciando su nombre cayó del cabello en que montaba, habiéndolo más bien derribado la volcánica fuerza de sus propias pasiones, que los ataques y los golpes de su mortal enemigo. Mandó el infatigable Arnaldo que le quitasen el yelmo por ver si daba señal de vida, y oyéronsele murmurar sordas palabras parecidas a un lejano graznido de aves nocturnas. Abrió un instante los ojos ya desmayados y sin brillo; eclipsóse el fuego de sus mejillas; lívido color de muerte cubrió su altivo semblante, y pereció finalmente en aquel campo de batalla, víctima de su ardiente amor y de sus muchos errores.

El conde de Urgel mandó respetar su cadáver, y asimismo que no fuesen perseguidos los pocos guerreros de Alanza que habían quedado con vida. Corriendo luego impaciente a dar socorro a Matilde, estrechábala contra su pecho, y decíale mil fraternales caricias, mientras el buen Roldán andaba dando órdenes por el castillo, y repartía el botín con imparcialidad y justicia entre cuantos tuvieron parte en la gloriosa contienda. Ya el fuego en aquellos momentos dominaba el espacioso edificio que se veía en medio de un bosque de llamas, al tiempo que ocultaba el sol sus rayos de oro en los montes de occidente. Desmoronábanse las paredes; temblaban sobre sus cimientos los más robustos torreones, y venían ruidosamente abajo las elevadas almenas y antiquísimas techumbres. A veces abrían las mismas llamas una especie de boquerón, al través del cual se divisaban a lo lejos los aposentos más interiores del alcázar, aguardando el instante de ser también consumidos por el general incendio. De entre un montón de escombros, atropellando las piedras y atravesando por en medio de ondeantes llamas, viose salir a deshora a un mozo alto y corpulento huyendo de una muerte horrorosa, guiado por el gitano Merlín, e implorando ya desde lejos la conmiseración de los vencedores. El humo había ennegrecido su turbante, y las llamas apagaron el resplandor de las estrellas y medias lunas que brillaban antes de su oriental vestidura. Los soldados al verle alzaron un grito contra él y recibiéronlo a silbidos, asegurando ser el demonio que tanto aterraba a las gentes en el castillo de Alanza; y es de creer, que sin la intervención del gitano y lo mucho que hizo para que Roldán y el conde lo protegieran, el judío Ben-Samuel habría sido víctima de aquel popular tumulto. Por lo demás él había dado margen a la opinión supersticiosa de los habitantes de aquella comarca; pues el ruido de sus máquinas, la llama que elevaban a veces sus experimentos nocturnos y el manifestar de tiempo en tiempo por alguna galería retirada su grave y misteriosa figura, hiciéronles pensar que la parte del alcázar donde vivía estuviese dominada por infernales espíritus.

Y cuando el fuego no tuvo ningún ángulo que conquistar, sino que ejercía igualmente en todos ellos su devoradora influencia; semejante a una de las furias pintadas por los antiguos poetas, apareció la delirante Brígida cantando en la cumbre de la torre más alta cierta letra áspera y furibunda que entonaban los antiguos castellanos en el momento de arrojarse a los infieles. Notábase en sus ojos el furor de la demencia y la embriaguez de la venganza: sus cortos y entrecanos cabellos formaban una especie de diadema en derredor de su frente, y con la mano derecha agitaba un velo negro suspendido en una vara, con el que había querido anunciar anteriormente a los sitiadores la muerte del señor de Alanza, y que su alcázar iba prontamente a convertirse en estéril monte de ruinas. Por tradición se han conservado algunas estrofas del himno bárbaro que cantaba aquella infeliz, próxima a recibir la muerte, con cierto ademán de triunfo:

Corre, corre a las playas del norte do Tarif ha incendiado mil pueblos; sangre claman sus áridas ruinas, y con sangre vengarlas debemos. Caiga humilde a tus plantas el moro, y en lugar de atender a su ruego, una vez y otra vez con tu lanza atraviese su bárbaro pecho. No en la cuja, oh guerrero, descanse tremolando listones al viento, contra el ristre valiente la afirma y amedranta al feroz agareno. Corre, corre a las playas del norte do Tarif ha incendiado mil pueblos; sangre claman sus áridas ruinas, y con sangre vengarlas debemos.

Elevábanse las llamas hasta la bóveda del cielo a manera de brillantes columnas, y podíase divisar fácilmente desde muchas leguas de distancia. Cada torre, cada parte del edificio iba sucesivamente desplomándose, y obligados los vencedores a cesar en el codicioso saqueo, consideraban admirados y taciturnos aquellas voraces pavesas, cuyo amarillento reflejo daba un siniestro color a sus rostros y armaduras. Los soldados de Alanza que buscaron en el mismo alcázar un asilo contra el furor de los del bosque, cayeron sepultados bajo de los humeantes escombros. La torre del centro fue la última que tuvo firme contra la violencia de la llama, y por largo tiempo se vio a sor Brígida en su cumbre extendiendo los brazos y haciendo con cierta arrogancia salvajes y repugnantes gestos, como si se jactase de indicar por arte mágica la dirección y el ímpetu al indómito elemento. Por último vino también aquella torre al suelo con horroroso estampido, y la infeliz demente pereció en el suplicio mismo que había devorado a su pérfido tirano. Un silencio de terror reinó en los espectadores después de ese tristísimo lance, apresuróse a romperlo el conde de Urgel temeroso de que no flaquease el ánimo de los soldados, en vista de tamañas calamidades y horrores.

-¡Flecheros y hombres de armas!, alzad un grito de júbilo por la conseguida victoria: destruida para siempre ha sido esa morada de crímenes; y sepultáronse entre sus ruinas los tiranos que la habitaban. La llama que aún se eleva de en medio de sus escombros es la hoguera de nuestro triunfo, y el astro que nos ilumina en tan célebre como tenebrosa noche. Cesen desde hoy las guerras de esta comarca, e inmortales sean nuestros nombres por ese resplandeciente esfuerzo de venganza y de justicia.