Los bandos de Castilla: 20


Capítulo XIX

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La batalla de Aivar.


Entusiastas y bizarros los escogidos guerreros que componían aquel formidable ejército, vencieron los inconvenientes de una marcha penosa y dilatada hasta llegar a poca distancia de los escuadrones mandados por el rey de don Juan de Castilla. También el monarca de Pamplona iba animando con su presencia las haces capitaneadas por el infante de Aragón, el cual con su afabilidad y belicosas maneras, al paso que las mantenía en el fervor de su primitiva cólera, no dejaba de tener a raya sus naturales ímpetus. Nacido con el raro talento de mandar a los demás, supo obligar a aquella desordenada turba a que obedeciera ciegamente sus órdenes sin que echase de ver el impulso que la conducía. Así es que la licencia en tan numerosas huestes se convirtiera en disciplina, la temeridad en mansedumbre, la impaciencia en silenciosa confianza; y a pesar de ser un cuerpo compuesto de tan diversas pasiones y contrarios elementos, no parecía sino que tuviese una alma sola, según era dócil y sumiso a las voluntades de su general. No de otra suerte se reprime el impetuoso caballo para obedecer las insinuaciones del jinete: por más que riza la crin al estrépito de las armas, por más que le exalta el eco de la trompa guerrera, acorta el paso, reprime su ardor, y se contenta con bañar de espuma el freno, mientras no se le manda acometer.

Con tan felices disposiciones asentaron los aragoneses sus reales sobre la villa de Aivar que se tenía por los contrarios, haciéndola respetable y fuerte determinados guerreros, altos torreones y sólidos baluartes. Acudieron los castellanos y avistaron aquellos dos ejércitos cuyas filas encerraban los más célebres campeones de entrambos reinos. Sin embargo , la proximidad de la noche hizo que se mantuviesen tranquilamente en sus trincheras dispuestos a resistir al enemigo si trataba de forzarlas; pero resueltos a no pelear sino con la luz del día. Brillaban en uno y otro campamento innumerables hogueras, en derredor de las cuales se distinguían varios grupos de soldados con su férreo casco en la cabeza, apoyados en las picas, y absortos al parecer en serias meditaciones; mientras ocupábanse otros en bruñir paveses, acicalar yelmos, limpiar corazas y aguzar los filos de toda clase de armas ofensivas.

Los principales jefes del ejército enemigo se hallaban entonces reunidos en consejo discutiendo ya con prudencia, ya con belicoso ardor el plan del combate que se había de dar el siguiente día. Don Álvaro de Luna, su hijo don Pelayo, Rodrigo de Arlanza, el maestre de Calatrava, Ramiro de Astorga y otros capitanes defendían ser del caso, aunque hubiesen de abandonar para ello su ventajosa posición, acometer desde que amaneciese al enemigo contra el prudente dictamen del príncipe del príncipe de Viana, del duque de Castromerín, de don Luis Biamonte, jefe de los biamonteses, del caballero Monfort y de los otros muchos, a los que parecía inclinarse el irresoluto monarca. Acalorábanse los ánimos, proponíanse nuevos y descabellados medios, y puesto que no reinase la mayor sensatez en muchos de los pareceres, brillaba casi en todos la más temeraria audacia.

No fueron tan fogosas las discusiones entre los jefes del ejército de Aragón, a pesar de que se hallaban animados de un iracundo espíritu de venganza. El infante, por ejemplo, iba a destruir para siempre el bando que dio la muerte a su padre: peleaba el conde Arnaldo para colocarlo en el trono y libertar a Matilde: el caballero del Cisne por andar sediento de la sangre de su rival, y los demás combatientes para destruir de raíz los enemigos de Aragón, y volver triunfantes a su patria con nuevos y gloriosos timbres.

Salió el sol espléndido y sereno derramando sus rayos de oro sobre las haces aragonesas y castellanas, que puestas en orden en la espaciosa llanura observábanse en silencio cual antiguamente dos gladiadores antes de arrojarse el uno contra el otro en medio de la arena olímpica. En sus manos hallábase entonces colocada la suerte de la península, y en la actitud imponente que guardaban parecían como convencidos de los grandes resultados que acaso acarrearía a la España el éxito de la batalla. El príncipe don Enrique, acompañado de los jefes del ejército, iba recorriendo las filas y exhortando animosamente a los soldados. Otro tanto hicieron los capitanes de las huestes castellanas, y un prolongado grito fue la contestación de aquella muchedumbre de guerreros, señal evidente de que iba a darse principio la pelea.

Presentaban los infantes del ejército aragonés un dilatado frente de dos líneas, mientras dividida la caballería en dos legiones mandadas por Belisario y Ramiro de Linares, veíase en cada uno de los extremos dispuesta a sostener los flancos. Tomó su posición un poco a la espalda de los de a pie; y allá en remoto término formando punto céntrico con ella brillaba otro bosque de lanzas que componían el cuerpo de reserva al mando del conde del Ruisellón, donde también se hallaban los leales agromonteses, capitaneados por el marqués de Cortes, custodiando al rey de Navarra que escogiera en razón de la edad aquel puesto a pesar de su indómita altanería. Tan precisos eran los movimientos de estos escuadrones, que mirando el ejército de Aragón desde la cumbre de los montes inmediatos, se parecía al arco de un flechero cuando tira éste de la cuerda para disparar la saeta.

El centro de las falanges castellanas era conducido por el príncipe de Viana, y al frente de las dos alas destinadas a sostenerlo marchaban con gentil talante el membrudo Arlanza y el duque de Catromerín. Los grandes que iban en el ejército, los ricos-homes y los hidalgos de mayor pujanza rodeaban a don Juan el II, formando un muro impenetrable en derredor de su sagrada persona. Elevábase ondeando en medio de aquella espléndida cohorte el pendón real de Castilla, que a veces tantas se enarboló triunfante, ya a despecho de las lises de Francia, ya sobre las medias lunas de la imperial Toledo y la opulenta Sevilla.

Metíase en esto por entre las filas el condestable don Álvaro, dando las últimas órdenes a los jefes. En su rostro, desmejorado por las zozobras y cavilaciones de un espíritu artificioso, se notaba cierta desazón interior, efecto sin duda de su crítica situación, pues casi pendía la suerte de su bando del éxito de la batalla. Revolvía con frecuencia hacia el escuadrón sagrado que resguardaba la persona real, cual si temiese que durante aquella célebre jornada se la hubieran de arrebatar como había acaecido otras veces; y su aire inquieto, receloso y algún tanto irresoluto hacía singular contraste con el del manso príncipe de Viana, cuyos apacibles rasgos indicaban sólo la profunda aflicción que causaba a su espíritu el verse luchando de poder a poder contra su propio padre el rey de Navarra.

Así bajaban en buen orden al valle, mientras el eco de los timbales y clarines se adelantaban también a su encuentro las inmensas líneas del ejército contrario, entre las cuales de cuando en cuando se oían las voces de ¡flecheros de Aragón! ¡lanzas de Navarra!, y otras a este tenor, indicando la porfía de los cabos en alinear las tropas y hacerlas avanzar, según los usos militares de aquellos tiempos. Levantaban marchando con silencioso compás una nube de menudísimo polvo, y al llegar casi a tiro de ballesta de los castellanos, doblaron unánimemente una rodilla y recibieron la bendición del anciano obispo de Albarracín, por cuyo pálido semblante se veían correr algunas lágrimas al cumplir con este deber triste de su augusto ministerio. Latió con violencia a tan tierno espectáculo el corazón del caballero Cisne, y no pudo dejar de pensar en que dentro un instante muchos de aquellos valientes dormirían en eterno sueño.

Arnaldo y Ramiro recibieron orden de verse con el príncipe don Enrique, al que hallaron bajo de un árbol sentado sobre un haz de sarmientos, en medio de algunos barones y capitanes.

-Las primeras líneas del ejército, dijo a los dos amigos, han empezado a disparar los arcabuces, y aún si no me engaño anuncian ya los clarines que están las haces próximas a revolver unas contra otras. Halláisme tranquilo, no obstante, debajo de este nogal sin participar del lauro de mis compañeros peleando a la cabeza de los escuadrones. No lo extrañéis: acaba de proponerme un labrador de esos campos que conducirá una parte de mi ejército por incógnitos senderos al través de lagunas y pantanos hasta pillar la espalda de los enemigos. Ardua es la empresa, ya por su celeridad, ya por el riesgo de que se descubra el trozo destinado a llevarla a cabo. Conde de Urgel, dos horas os doy de tiempo para su ejecución, y entre tanto con Ramiro de Linares y esos bravos capitanes que me acompañan, procuraremos sostener el choque de los castellanos, y dar con esto el tiempo necesario a la carga de vuestros montañeses.

-Me honráis con una comisión que pide de suyo más prudencia de la que esperar se puede de mis pocos años: sólo siento no pelear al lado de mi hermano de armas; pero le cito para que nos reunamos en el corazón del ejército enemigo.

Encendiéronse en vivo fuego las mejillas del conde Arnaldo, manifestando la impaciencia en que su gallardo pecho ardía por verse en medio de las falanges castellanas. Hizo un profundo acatamiento, abrazó al caballero Cisne, y echó a andar tras de su conductor, mientras subía el príncipe a caballo para irse a colocar al frente de las legiones, rodeado de algunas de las lanzas que obedecían al hijo de don Íñigo y a su impávido maestro.

Marchaba en tanto el fogoso conde al través de los matorrales y pantanosas malezas, sin poder reprimir el furor que le causaba el ver retardar el momento de arrojarse a los contrarios. Subía de punto su impaciente cólera oyendo a su derecha los gritos de los combatientes, el fragoso estruendo de las armas, los tiros de los arcabuces, las carreras y relinchos de los caballos, el son de las trompetas y el crujir de los botes, grandes cuchilladas y portentosos reveses. Mandaba acelerar el paso a sus fieros catalanes, y se irritaba teniendo que andar a menudo con el cuerpo algo inclinado para no ser visto de los enemigos, o meterse en espesos erizales e infestadas lagunas, no pudiendo por lo mismo adelantarse con la velocidad que deseaba su alma turbulenta y belicosa.

Venció por último tan insuperables obstáculos, llegando a ganar una colina que se elevaba a espaldas de los castellanos, desde donde se descubría con la mayor claridad lo que pasaba en el campo de batalla. Era el día limpio y despejado, y lanzaba el disco del sol desde lo más alto del cielo viva y esplendorosa lumbre sobre la vasta llanura donde se decidía con tanta obstinación y pujanza la suerte de Aragón y Castilla. Contempló Arnaldo con silencioso placer aquel sangriento espectáculo: desenvainó el acero, y diciendo a sus soldados que se acordasen del conde de Armengol y de la pobre Matilde, arrojóse con ellos dando desaforados gritos a las falanges castellanas y leonesas, que enteramente ajenas de semejante acometida, no pudieron resistir un tan inesperado y valeroso ímpetu.

Disputábanse en tanto desde mucho rato los combatientes de ambas partes una victoria que con el esfuerzo de tantos héroes manteníase constantemente dudosa. Desde que el infante don Enrique apareció al frente de su ejército acompañado del caballero del Cisne, brilló un férvido entusiasmo en los escuadrones de Aragón, que cayeron con desatinada furia sobre las huestes enemigas. Don Álvaro y su hijo vieron ciar un poco desde lejos en el lado opuesto los hidalgos de Castilla, y alzándose la visera corrieron a todo escape para detener los fugitivos, llevando consigo a Monfort, al señor de Arlanza y a otros acreditados guerreros.

-¿Adónde vais?, gritábales don Álvaro de Luna; ¡insensatos! ¡do corréis? En la lid está la vida y la victoria; fuera del campo el deshonor y la muerte.- Sonrojáronse con tales razones aquellos famosos veteranos, y conducidos por sus jefes volvieron el rostro a la pelea, y no sólo detuvieron el ímpetu de los soldados de Aragón y Navarra, que ya les iban al alcance, sino que lograron dar a la batalla un carácter formidable e imponente.

-Haz tocar al arma, gritó Roldán al del Cisne al notar el singular esfuerzo con que de nuevo acometía la flor de los campeones de castellanos. Haz tocar al arma, te digo: ¿no ves, pecador de mí, que aquellos jayanes del ala derecha tratan de envolver la línea de nuestro ejército? Al arma, al arma, repito; he aquí el momento de hacer nuestro deber: por lo menos ha corrido media hora desde que se oyeron las cornetas de Claramonti anunciando el ataque contra el ala donde pelea el salvaje de Arlanza.

-En efecto, dijo su discípulo, paréceme que muestran los de don Álvaro la intención que acabáis de suponerles, y sólo nuestro escuadrón puede impedir que logren llevarla a cabo. Bien sabe Dios si quisiera aguardar el beneplácito del infante; pero esos perros no tienen traza de darnos tiempo.

-Repara sino, interrumpió Roberto, en el rey de armas que corre seguido de dos lanceros hacia aquella cuesta para asegurar el movimiento de la línea.

-Así es la verdad, repuso Ramiro, y volviéndose a sus guerreros: amigos míos, exclamó, ¡lanzas enristre!, corramos a salvar nuestros camaradas en nombre de Aragón y de San Jorge.

-¡Pimentel! ¡Pimentel! ¡viva el hijo de nuestro conde!, respondieron los soldados a grandes gritos, y arrojándose a todo escape detrás de Roldán y su discípulo.

Pero no tenían que haberlas con enemigos de flaco y desmayado espíritu. El numeroso cuerpo que iban a acometer era todo compuesto de infantería, a excepción de algunos oficiales que iban montados. Al ver la acometida de los caballos que mandaba el del Cisne, la primera línea dobló una rodilla en tierra, y la segunda y tercera permanecieron inmóviles. Los guerreros de aquella hincaron en sus mismos pies el acerado cuento de las lanzas, mientras presentaban los de las otras la punta de las suyas por encima de la cabeza de sus compañeros, oponiendo de esta manera al vigoroso empuje de los aragoneses la misma defensa que el erizo a sus mortales enemigos. Pocos caballeros lograron de pronto abrirse paso al través de aquella estacada de acero; pero el paladín del Cisne tuvo la suerte de ser uno de tantos. Metiendo la espuela a su caballo de batalla hizo saltar al pobre animal un espacio de doce pies, y hallóse de repente en medio de la falange enemiga. Trató entonces de buscar al objeto de su odio, y no se sorprendió poco de ver al buen Roberto combatiendo desesperadamente a su lado. La ternura, el valor, la firme resolución de vencer o morir con su discípulo, habían hecho acometer al honrado veterano con el mismo arrojo que sugerían a don Ramiro el amor, la gloria y la venganza.

-Ánimo, hijo del valiente don Íñigo, decíale Roldán descargando cuchilladas y reveses: ¡San Jorge! ¡San Jorge! ¡bravo! ¡lanzada estupenda!, ya se lo llevaron dos mil demonios. Guarda, guarda, discípulo; revuelve por vida de Satanás contra el de las armas negras: ¡excelente bote! ¡ah perros! ¡así os volveremos a todos patas arriba! ¡San Jorge! ¡San Jorge!...

Hirió entonces los aires desde la otra parte del campo castellano el estrepitoso son de las trompetas anunciando el imprevisto ataque de los montañeses acaudillados por el conde de Urgel. Ved allí la victoria, amigos míos, gritó el infante: nuestros compañeros de armas tienen cercada la columna central de los enemigos... ¡San Jorge por Aragón! y lanzando este grito de guerra hizo sentir el acicate a su caballo metiéndolo por entre los castellanos, que en balde para animarse respondían con las voces de ¡Santiago! ¡España! ¡España! Introdúcese desde aquel momento en ellos la confusión y el desorden, sin que don Pelayo de Luna, el príncipe de Viana, Arlanza, Castromerín y demás jefes pueden volverlos a alinear ni retraerlos de la fuga.

La formidable línea de los aragoneses envuelve el centro de los castellanos acosados por el repentino ataque del señor de Urgel: al mismo tiempo, habiendo el caballero del Cisne completamente desbandado el ala derecha de los contrarios, vuela a socorrer a Claramonti, que con este inesperado auxilio hace otro tanto con la izquierda. Ya no resisten las falanges: ábrense atemorizadas , y dejan penetrar hasta su seno los soldados enemigos. Llénase el suelo de penachos, hierros de lanzas, cotas de malla, alfanjes corvos y acuchillados broqueles; levántase una nube de polvo sobre el campo, y hácenla más densa los vapores de la sangre, el humo de las máquinas que arden, y el inflamado aliento de sesenta mil guerreros. Suceden entonces al combate general mil riñas particulares, y la batalla se convierte en duelo: el jefe busca al jefe, el soldado lucha con el soldado, nadie se acuerda de vencer, a nadie seducen las ilusiones de la gloria, sólo se pelea para matar o vender cara la existencia, porque a todos igualmente hostiga el bárbaro placer de la venganza.

El soberbio Arnaldo, saciado de víctimas, contempla con insultante sonrisa desde el corazón del ejército castellano, cual huyen por todas partes los que se preciaban descender de Pelayo y Rodrigo de Vivar. Descúbrelo Montalván, señor de las Torres de Allende, que venía mandando los caballeros de Santiago, y sorprendido de ver brillar a la vista de tan lastimoso cuadro cierto aire de satisfacción en aquel gesto feroz, jura castigar su desalmada insolencia.

-¡Bárbaro!, le grita corriendo hacia él, no volverás a las horrorosas grutas de tus bosques, ni a vivir con las fieras que te dieron ser.

-¿Y quién eres tú, esclavo vil de un favorito, responde Arnaldo lívido y trémulo de cólera, para insultar a un guerrero que te desprecia por cobarde?

-¡Aleve!, replica Montalván casi llorando de rabia, eres valiente cuando traidoramente asaltas como el ladrón; pero tiemblas delante de un hombre con quien hayas de pelear cara a cara.

El conde de Urgel se arroja sobre Montalván echando espuma por la boca: agítanse los músculos de su rostro, y en toda su persona se advierte una especie de sacudimiento o convulsión que le quita hasta la fuerza de contestar palabra alguna. El más profundo silencio reinó de repente en derredor, porque Roldán se puso a gritar con todas sus fuerzas: -¡Nadie se menee! ¡armas iguales!, dejadles guerrear como buenos caballeros... con lo cual todos suspendieron el golpe que iban a descargar para poner atención en el combate de los héroes.

Mátanse en el primer encuentro los caballos y desenvainan los aceros: rompe la espada de Montalván el escudo de su enemigo; pero la del rabioso conde corta de un revés las correas de su yelmo y deja indefensa la testa de aquel cruzado. Lánzase entonces con el instinto del tigre sobre el adalid de Castilla, que en balde procura resguardar la frente por medio del triangular escudo donde brilla en campo de plata la roja cruz de Santiago: cierra Arnaldo contra él; persíguelo sediento de su sangre sin generosidad, sin compasión, y alcanzándole con otra cuchillada derriba su cabeza que da tres saltos por el suelo murmurando fugitivas imprecaciones. El cuerpo cubierto de hierro de cuyos hombros cuelga todavía el albo manto de la orden, mantiénese un momento en pie; pero pronto pierde el equilibrio, vacila y cae también ruidosamente a las plantas del vengativo conde.

Con este último golpe empezaron a retirar en buen orden los caballeros de Santiago, que rato había eran los únicos que resistieran el ímpetu de los aragoneses, a fin de favorecer la fuga de los castellanos, y de que el rey don Juan tuviese tiempo para ponerse en salvo. Lograron su principal objeto combatiendo con valor sin igual; más no pudieron salvar al príncipe de Viana que quedaba entre los prisioneros. Veíales escapar el conde de Urgel con la ira del gavilán cuando huya la víctima entre sus garras, y no apartaba los ojos del blanco pendón que ondulaba a lo lejos, célebre insignia de aquellos ilustres campeones. Cesó desde entonces el combate : a los gritos sucedieron los clamores, a los insultos el lánguido suspiro de los moribundos: aún quedaban varios pelotones de castellanos combatiendo; pero su escaso número, su desesperación, su desaliento mismo hacían de ellos un objeto de lástima y no de recelo.

Mandó entonces el infante don Enrique tocar la retirada, y los escuadrones fuéronse recogiendo a sus trincheras. Él mismo recorrió todo el campo para apaciguar el encarnizamiento de los vencedores y dar lugar a que no fuesen maltratados los enemigos que cayeran prisioneros. Errando por entre aquella confusión, polvareda y gritería, dirigíase a todo escape el caballero del Cisne hacia el pabellón del príncipe aragonés, y aunque empezaba a cubrir los campos el crepúsculo de la noche, vio desde lejos venir corriendo otro guerrero en quien reconoció muy pronto al infatigable conde de Urgel.

Abrazáronse tiernamente los dos amigos cual si hubiese mucho tiempo que no se hubieran visto, y siguiendo juntos su camino entraron enlazados por la mano en la tienda del infante, donde ya estaba reunido el consejo presidido por el monarca de Navarra. Por entre la estrepitosa llama de las hogueras que ardían en derredor de aquel sitio, se paseaban lentamente los soldados de escogida guardia con orden no permitir que se acercara persona alguna, y en lo alto del pabellón tremolaba la bandera aragonesa ostentando en campo blanco las armas de los antiguos condes de Barcelona. Los barones y capitanes que asistían al consejo se habían señalado en la refriega con hechos dignos de su alto valor y esclarecido linaje; más cuando al resplandor de las antorchas que iluminaban la sala vieron entrar al hijo de Pimentel y al impetuoso Arnaldo, se levantaron con un movimiento espontáneo y natural, tributando por un espíritu caballeresco esa especie de homenaje a las proezas que hicieran los dos héroes en aquella célebre jornada. Aumentóse con esto el entusiasmo de la heroica asamblea que acababa de ceñirse el laurel de la victoria, y celebrada su junta en medio de los restos todavía humeantes de los bravos escuadrones de Castilla. Felicitábanse mutuamente por tan próspero suceso, y ensalzando hasta las nubes al caballero del Cisne, al conde de Urgel y al infante de Aragón, aseguraban que al lado de aquellos valientes llevarían el terror hasta la corte misma de Valladolid, arrancando de su alcázar al pérfido favorito por quien tanta sangre se vertía.

-¿Quién habla de castigar solamente al indigno favorito?, gritó Arnaldo con voz de trueno en medio de la augusta concurrencia: ¿os parece que hemos abandonado nuestros hogares y permitido que nos robasen, durante la ausencia, las dulces prendas de amor, para que el monarca imbécil de Castilla se deje dominar de otro privado tan codicioso y fiero como don Álvaro de Luna? ¡Príncipes y capitanes!, cuando nuestros ilustres abuelos corrían al socorro de los castellanos para hacerles triunfar en las Navas o enarbolar la cruz en lo alto de las cúpulas de la santa ciudad de Córdoba, no creían por cierto que hubiésemos de venir un día a vengar las alevosías de un miserable aventurero. Mayores las sufriremos aún como no arranquemos de raíz el emponzoñado aliento que las vivifica y favorece. La victoria que acabamos de conseguir nos abre el camino hasta el trono de don Pelayo... ¡ay de nosotros si no colocamos en él un monarca amigo de la paz y de la justicia, que sepa conjurar con una sola palabra los elementos de eternas desavenencias que incesantemente atiza el débil príncipe que ahora reina en Segovia! Ya es tiempo de que cesen esas ominosas revueltas: ya es tiempo de que los estados diversos de la península, enlazados entre sí por los vínculos del común interés, de la religión y de la sangre, sean como aquel antiguo pueblo, que se conservaba unido en medio de la corrupción universal, sin tener más que un templo, una ley, un sacrificio; ya es tiempo en fin de que la armonía de los españoles se aproveche de la enemistad de los africanos, repeliéndolos a los abrasados desiertos que los vomitaron. Para que luzcan tan benéficas auroras caiga don Juan el II, y un príncipe de la actual casa de Aragón haga conocer la felicidad a los pueblos de Castilla.

Este discurso pronunciado con vehemencia a la vista de los cadáveres y destrozados despojos de la batalla, y ante encarnizados guerreros, cuyos rostros polvorosos y sangrientos parecían aún más siniestros al reflejo de la luz artificial, produjo una fuerte impresión en los capitanes y príncipes del consejo. Unos querían partir sin dilación alguna contra el resto de las legiones castellanas: otros decían que se había de consultar primero al rey don Alfonso de Aragón: estos gritaban que era preciso atropellarlo todo para seguir un parecer dictado por el genio mismo de la guerra y de la justicia; respondían aquellos que la precipitación juvenil era un delito en orden a asuntos de tanta madurez e importancia. Inflamábanse los ánimos, el furor no bien apagado de la pelea renacía en aquellos caracteres siempre sedientos de sangre, siempre dispuestos a decidirlo todo con la espada; y con tantas voces, aclamaciones y pareceres convirtiérase aquel consejo, denantes grave y sesudo, en una tumultuosa asamblea casi semejante al encarnizado festín de los Lápitas, o a las reuniones nocturnas de los galos.

Cuando se apaciguó algún tanto aquel tumulto dejóse oír la voz sonora del caballero Cisne. -¿A qué os dejáis arrebatar, les dijo, de un fuego inútil? Temed que el enemigo revuelva contra vosotros y se aproveche de una discordia criminal. A pesar de que lo habéis completamente derrotado, no creáis por eso que nos hallemos triunfantes en las torres de Valladolid y de Segovia: preciso será valernos de toda nuestra unión y disciplina para acometer en el mismo corazón de las Castillas a los que arrancarlas supieron de la árabe pujanza. No dudo que reinando entre nosotros la misma armonía que hasta aquí, dejemos de confundir a don Álvaro de Luna y su partido; pero me parece no sólo injusto, sino contrario a los intereses mismos de la corona de Aragón el destronar a don Juan el II por una caprichosa venganza.

¿Qué ventaja nos produce semejante violación de los fueros ejecutada contra una rama de la misma familia, que tan gloriosamente reina en Nápoles y Zaragoza? Más nos conviene la imbecilidad del rey don Juan, que la energía de cualquier otro monarca: debilita aquel el espíritu marcial de los castellanos, al paso que despertándolos éste de su letargo los llevaría continuamente a las fronteras de nuestro reino, ahora en gran manera ocupado con las brillantes campañas que sostiene osadamente en Italia. Creedme ¡oh príncipes y barones!, favorece más nuestros proyectos la pusilánime indolencia de don Juan el II, que su ruina total: vacile enhorabuena sobre el trono: desaliente con su floja cobardía la audacia de los castellanos; mas no le demos otro rey que les recuerde los Fernandos y los Alonsos, ni atraigamos sobre nuestras cabezas los rayos del Vaticano y el odio de Europa entera con medida tan inútil como injusta, hija por consiguiente de una política falsa.

Las palabras del hijo de Pimentel apaciguaron las pasiones de aquella tumultuosa asamblea, y dieron a conocer a casi todos sus individuos lo que convenía obrar en tan críticas circunstancias, sin dejarse arrebatar de los inciensos de la primera victoria. Aplaudieron el discurso de aquel héroe, que aún permanecía en pie con su talla gentil y majestuosa, mientras se extendía en torno un murmullo de admiración que encendía en vivo y modesto fuego su agraciado semblante. Las palabras del conde Arnaldo habían herido la fantasía, habían exaltado las pasiones marciales y violentas; pero hablando las del caballero del Cisne a la sana razón calmaron el volcánico movimiento causado por las primeras, en fuerza de blanda y flexible elocuencia, al propio tiempo dotada de un espíritu de claridad y convicción.

Quiso abrir otra vez los labios el descendiente de los condes de Urgel desesperado de ver que su hermano de armas acababa de echar a tierra sus planes favoritos; pero ya no halló los ánimos en la misma disposición que al principio, y se levantaron cien guerreros para demostrar la sandez y el ningún fruto de su descabellado proyecto.

El mismo príncipe don Enrique, en vista de lo que había dicho el hijo de Pimentel, manifestóse enteramente contrario al plan de destronar al rey de Castilla, y aunque el monarca de Navarra aprobaba en su interior esta providencia negativa y destructora, reprimióse no obstante por ver tan pronunciada opinión de aquella especie de cortes, y manifestó quedar satisfecho con tener a su disposición al desgraciado príncipe de Viana.

Determinóse, pues, continuar la guerra contra Castilla, avanzando lentamente hacia Valladolid, sin más objeto que perseguir al condestable don Álvaro y exterminar su pérfido partido; después de lo cual levantáronse los personajes del consejo, y saliendo del ancho pabellón, atravesaron a la luz de la luna aquel lastimoso campo de batalla lleno de cadáveres ya desnudos, y oyéndose los débiles suspiros de lo que por falta de socorro luchaban con las últimas agonías.


FIN DEL TOMO SEGUNDO