Los bandos de Castilla: 15


Capítulo XIV

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Doña Elvira.


Brilla la hora en que resuenan los blancos trinos del ruiseñor en la silenciosa selva: los juramentos de los amantes tímidamente pronunciados parecen más agradables y lisonjeros. Los suspiros del céfiro y el rumor de la cascada elevan el espíritu del sabio que medita en soledad. Empieza a humedecer las flores un balsámico rocío, y la estrella de la noche derrama trémula lumbre desde la bóveda del firmamento. Las ondas del mar vecino y las hojas de los árboles van tomando un colorido más opaco, mientras alumbra el horizonte aquel débil claro oscuro, aquellos tan blandos reflejos con que parece animarse el último crepúsculo del día ya próximo a desaparecer ante el tibio resplandor de la luna.




Sin embargo, no sale furtivamente Elvira del alcázar de los príncipes del Este para deleitarse escuchando el murmullo de las aguas, ni se adelanta en medio de las sombras de la noche con el inocente deseo de respirar un aire puro. Tampoco se detiene en la margen del arroyo para coger el blanco lirio que lo hermosea, ni aplica el oído atenta y escrupulosa a fin de recrearlo con los suspiros del ruiseñor: otros quisiera oír no menos dulces y amorosos.




Agítase al percibir el rumor de callados pasos por entre los floridos arcos del vergel; late su pecho, y un encendido carmín anima sus delicadas facciones... llámala entonces blandamente una voz inteligible apenas desde un cenador de jazmines, y arrojase en el mismo instante a los brazos de un joven más bello que el pastor Endimión, más intrépido y marcial que el hijo del buen Pedro.




¿Qué les importan las revoluciones del mundo y sus esplendorosas pompas? Las criaturas que existen, la tierra que pisan, los cielos que les cubren, los maravillosos planetas que giran majestuosamente por las inmensas órbitas no electrizan sus espíritus, no atraen su atención un sólo instante. Indiferentes como los que duermen en la tumba para cuanto se halla a sus pies y resplandece sobre sus cabezas, respiran solamente el uno para el otro, y hallan en la más leve de sus miradas, en el más fugaz de sus suspiros un mar inmenso de delicias. ¿Y cómo es posible que la idea de su peligro y de su crimen no les turbe en tan mágico abandono?... duermen tiernamente enlazados en la orilla misma de un precipicio, y no se acuerdan de que el más ligero vaivén puede arrojarlos en su profundo seno, sin que dejen en el mundo mas que una culpable de su memoria.




Sepáranse al fin con desmayados ojos, con marchitas facciones, y aléjanse lentamente del asilo que ha protegido sus criminales placeres. Hablan del momento en que volverán a verse, y enternécense sin embargo, cual si se despidiesen por la vez postrera. Brilla en los ojos de la princesa una luz tan suave como la del cielo, mas no se atreve a fijarlos en la estrellada bóveda, porque envilecida con el crimen, parecele hallar hasta en los astros peligrosos testigos de su deshonra. Ardientes suspiros, dulcísimos abrazos detienen todavía los dos amantes; desenlázanse, y sus corazones, congojosos a la par y enardecidos, sienten después de la separación aquel frío temblor que sigue a las acciones delincuentes.




Retírense Alfonso a su estancia solitaria donde aún llama la belleza que ha jurado fidelidad eterna a otro mortal, y reclina entretanto la princesa su frente impúdica en el seno de un esposo que la ama, juzgándola virtuosa. Pero la agitación del amor turba su sueño, enardece su rostro, anímalo, y entreabriendo sus labios hácele pronunciar un nombre sobradamente querido mientras estrecha al esposo contra su hermosísimo seno. Despierta el príncipe al impulso de tan dulces halagos, y harto feliz con la idea del afecto que se figura inspirar, acaricia blandamente al ídolo de sus amores, y no se atreve a interrumpir el sueño bienhechor, que presenta la imagen de sí mismo a la exaltada imaginación de la princesa.




Los labios que despiden tan tiernos ayer pronuncian de repente el nombre del dichoso mortal que los agita: escucha el príncipe Fernando, y embriagado de ilusiones apresúrase a recoger aquellos fugitivos acentos; pero duda, tiembla, vuelve a escuchar, y revuélcase por el blando lecho, cual si el dardo de la muerte acabase de atravesar sus entrañas. ¡Infeliz!, no serán más terribles los ecos de la trompa que romperá la losa de su sepulcro para obligarlo a comparecer ante el trono del Eterno. Acaba desde este instante su felicidad en la tierra; el nombre que murmura la princesa, publica al mismo tiempo su delito y la deshonra de Fernando. ¿Y qué nombre es este que pronunciado sordamente bajo los doseles de púrpura que cubren el rico lecho, causa estragos más funestos que la onda veloz arrojando la endeble barca a la ribera, y estrellando al náufrago de cabeza contra los escollos? ¡Dioses del infierno! ¿hubiera podido imaginarlo? El de su propio hijo, degenerado fruto de un ilegítimo amor, única prenda de su momentánea unión con la crédula Edelmira, harto frágil en otro tiempo para escuchar a un príncipe que no podía ser su esposo.




Ciego de cólera lleva Fernando la diestra al puñal pendiente de los pilares que sostienen el pabellón de su tálamo, y vuelve a dejarlo caer en la vaina antes de sacar toda la hoja. Aunque su esposa es infiel y muy digna de la muerte, ¿tendría corazón para herir a tan angélica hermosura?... si no durmiese tranquilamente a su lado, si no errase por sus labios una sonrisa encantadora sufriera tal vez la infame el peso de la cólera del príncipe; pero causóle horror hacerla pasar de las delicias del sueño al helado silencio del sepulcro. Tampoco quiso despertarla; arrojóla, sí, una mirada capaz de dejarla inmóvil si desvaneciéndose sus ilusiones hubiere abierto los ojos, y visto, a la pálida luz de la lámpara de alabastro que ardía junto a ella, el venenoso furor que denotaban las facciones del iracundo Fernando.




Desde que despunta la aurora interroga el príncipe a los habitantes del alcázar, y no recoge sino pruebas de lo que teme descubrir: todo le confirma el desdoro de su fama, toda la maldad y el vilipendio de su afrenta. Las mismas doncellas de la princesa, que por mucho tiempo protegieron su perfidia, tratan de evitar el castigo echando la culpa a su frágil e imprudente soberana. Rásgase el misterioso velo que ocultaba tan peregrinos amores: las miradas, los suspiros, las sabrosas pláticas, los dulcísimos cantares, todo lo cuentan al ultrajado príncipe que recoge sus palabras con sonrisa feroz y provocativos ademanes.




No era de aquellos que pueden sufrir luengas dilaciones. En el mismo día viósele sobre el trono de su padre, rodeado de la brillante guardia y de los grandes de su corte. Descúbrense a sus plantas los dos reos inclinados bajo el peso de su crimen: hállanse ambos en la primavera de sus días; ambos parecen también la gala del mundo entero, y son, sin embargo, su envilecimiento y su oprobio. Si levanta Alfonso la gallarda testa nada iguala a la hermosura de sus rasgos varoniles, y aunque guarda absoluto silencio, no se trasluce en su semblante abatimiento o temor, antes espera tranquilo la sentencia de su muerte en humillante postura y cargado de cadenas.




Muda como él, pálida e inmóvil hállase igualmente pronta la princesa a someterse al destino que le aguarda. Avergonzada, abatida, apenas parece aquella arrogante hermosura, cuyas miradas eran las delicias de un alcázar donde los cortesanos se mostraban orgullosos de servirla, donde procuraban imitar las damas el plácido acento de su voz, las gracias de sus modales y la gentil majestad de su persona. ¡Ah!, si entonces derramaran sus ojos una sola lágrima habrían brillado mil aceros, y corrieran a su defensa los más célebres paladines ardiendo en ansias de combatir por ella, de perecer y de vengarla; pero ahora, ¿cuál es su suerte? ¿réstale siquiera el recurso de implorarles? ¿obedeciéronla los célebres campeones y la brillante juventud que la rodea? Todos guardan un silencio sepulcral: con los ojos bajos, con los brazos cruzados, frunciendo las cejas, y dejando percibir tal vez la insultante sonrisa del menosprecio, describen un vasto círculo en torno de la ilustre víctima, insensibles al parecer a su desgracia. El único que con la lanza en ristre habría sabido defenderla, el héroe que supiera morir, o supiera libertarla, hállase junto a ella encadenado y sujeto sin atreverse a mirar a su desdichada cómplice.




Aunque sobremanera abatido por la fuerza de tal desastre, descúbrense en su frente rasgos sombríos de ferocidad y altivez. Mordiérase los labios de cólera si temblase por azar ante aquella muchedumbre; sus pasadas delicias, sus crímenes, sus amores, el enojo de su padre, la indignación de los varones virtuosos, su destino en la tierra y en el cielo, y sobre todo la suerte de aquella celestial hermosura... he aquí los pensamientos que vagan por su delirante fantasía. ¡Ah! ¡cómo osaría volver los ojos hacia aquel semblante cadavérico, sin que dejase de manifestar el corazón los devoradores remordimientos que lo agitan por los males que le causa!




Óyese de repente el eco de una voz destemplada y bronca, y escuchan los circunstantes mudos de asombro. «Ayer, exclama Fernando, me envanecía aún la idea de estar enlazado a una esposa amable, y de tener un hijo intrépido y valiente: hoy se ha desvanecido esta ilusión que me llenaba de delicias. Ocultaráse el sol en las ondas del Océano, y mi hijo ingrato habrá dejado de existir. Condenado estoy a una vida solitaria, y aunque me estremece el aspecto de vejez árida y prematura, no dejaré de pronunciar contra la perfidia de los reos, una sentencia tan ejemplar como justa. ¿Quién rompió los lazos que nos unían?... ¡Alfonso! Dos horas y un sacerdote es lo que te resta en el mundo; recibirás después la recompensa de tu delito. No quiero verte morir; no quiero regocijarme con el espectáculo de tu cabeza rodando por las tablas del patíbulo; pero tú ¡oh mujer impúdica! tú, a quien desde el tosco alcázar de un barón desconocido de Castilla elevé al solio hasta ahora ennoblecido con princesas de alto origen, tú la verás caer y oirás como murmura, ya separada del tronco, horribles imprecaciones contra la liviandad y torpeza. Vive si puedes después de presenciar el deshonroso término a que lo han traído tus maldades: vive si puedes, puesto que seas tan vil que lo prefieras a la reputación y al honor.»




Dice; e hínchanse las venas de su frente, como si de pronto la sangre que contienen no pudiese circular. Inclina la cabeza, y pasa una mano trémula por sus ojos a fin de ocultarlos a la curiosidad de los concurrentes. En medio del lúgubre silencio que ha sucedido a las terribles órdenes del príncipe, levanta Alfonso los encadenados brazos, pide un momento para hablar la vez postrera, y Fernando desde su trono indica con ligero movimiento de cabeza que se halla pronto a escucharle.

«No temo la muerte, exclama; tú me has visto darla en medio del estruendo de las batallas cuando todo infundía horror. Aquel acero nunca inútil en mi mano, el mismo que me arrebatan indignamente tus satélites, ha derramado mucha más sangre para servirte, que derramarás ¡oh príncipe! para vengarte. Tú me diste la vida, tú me la puedes quitar: hiciérasme en ella un presente bien amargo, puesto que nunca olvidé la prematura muerte de mi madre, ni su despreciado amor, ni su reputación marchita. El hijo que la sobrevivió parece haber llevado en la frente la marca de su deshonra: mi corazón desolado por ti, mi cabeza en manos de tus verdugos, el tronco de mi cadáver arrojado en incógnita ribera para ser pasto de las aves publicarán al mundo tu cariño paternal, y la violada terneza de tus primeros amores. Verdad es que te ofendí; pero también es cierto que tu ofensa precedió a la mía: esa infeliz beldad, segunda víctima de tu barbarie estaba destinada recompensar más proezas, a embellecer mis tristes días. ¡Harto lo sabes!... porque al ver a la dulcísima Elvira ardiste en deseos de unirte a su angélica belleza, dijiste que a pesar de ser hija de un simple barón castellano no era yo digno de poseerla, y me echaste bárbaramente en cara el afrentoso borrón de mi cuna. Ya sé que no me era dado reclamar tu ilustre nombre, ni sentarme en el espléndido trono de los príncipes de tu linaje; pero si me concediera el destino algunos años de vida, siento bastantes bríos en el fondo de mi pecho para hacer tan célebre el mío como el de la casa de Este, y para aspirar a verme reinando en suntuosos alcázares. Mi espada ha sido un rayo en los combates, y ondeaba tan alto el penacho del yelmo, como las livianas plumas de tu casco. El viento del septentrión, la flecha que hiende los aires son menos veloces que mi caballo cuando lo dirigía a lo más revuelto de la refriega, dando el grito de ¡victoria por el príncipe Fernando!




«A pesar de estas ventajas, y de que mi nombre y mi nacimiento nada tenían de viles, tu desmedido orgullo se desdeñaba de manifestárseme propicio, sin echar de ver que resplandecían en mi semblante juvenil los mismos rasgos de tu tétrico semblante. De ti me viene la agitación bulliciosa y el humor sombrío y solitario: de ti la fuerza de mi brazo y los ímpetus del corazón: no sólo te debo la vida, sino cuanto con títulos más justos pueda hacerme reconocer por descendiente de tu soberbia alcurnia. Tu rostro, en fin, brilla en mi rostro, resplandece tu espíritu en mi espíritu, y en vez de haberme ofrecido un tálamo nupcial, me ofreces ¡oh príncipe! Un cadalso. ¿Por qué labraste la desgracia de mi madre? ¿por qué me arrebataste la esposa? ¿por qué has sido en todos tiempos el autor de mi deshonra?... cubriste de infamia mi cuna, y cubres de infamia mi prematuro sepulcro: la falta del hijo no ha sido más que la falta del padre, y en mi cabeza ¡oh bárbaro!, quieres castigarlas entrambas. Cúmplanse, pues, nuestros destinos: sea yo la víctima de tus propios errores; seas tú el verdugo de tu misma sangre, y el rey del universo el único juez que un día pronuncie entre los dos imparcialmente.»




Calló; y cruzando los brazos sobre el pecho inclinó la gentil cabeza como abismado en amargas reflexiones. El áspero son de sus cadenas hirió dolorosamente los oídos del inmenso concurso que llenaba la estancia. Observóse un leve movimiento de compasión; pero muy pronto las gracias de Elvira volvieron a atraer las miradas de todos. ¿Podía escuchar en calma la sentencia de su impetuoso amante? Hizo un esfuerzo para hablar, y los acentos medio articulados de su voz espiraron antes que pudiese saberse la significación que tenían. Su corazón, empero, parecía como embebido en aquellos fugitivos clamores: probó de nuevo el pronunciar algunas palabras, y sólo produjo un prolongado gemido, después del cual cayó sobre el mármol más comparable a una estatua nunca animada por el soplo de la vida, que a la hermosa delincuente incapaz de resistir el ímpetu de una pasión tan tierna. Aún vivía la infeliz princesa; pero la violencia misma del dolor había desordenado sus potencias: su debilitado cerebro ya sólo concebía ideas vagas e incoherentes, semejantes a las cuerdas de la lira, que aflojadas por la lluvia únicamente despiden inarmónicos sonidos. Borróse lo pasado de su imaginación; lo presente no existía para ella: sólo de cuando en cuando iluminaba algún rayo de luz su fantasía para presentarle con los más negros colores un horroroso porvenir. No de otra suerte rompe el relámpago fugaz la oscuridad de la noche para hacer momentáneamente visibles las asperezas de un desierto.




Siente entretanto en el fondo de su alma a manera de un peso que la acongoja y la oprime: percibe un frío mortal en aquel mismo corazón que ardiera poco antes con un volcánico fuego, y acuérdase confusamente de un enlutado patíbulo, y de que alguno había de perecer en él. Pero ha olvidado el nombre de la víctima: sólo conserva cierta memoria confusa de su gallardía juvenil y animadísimas facciones. ¡Desgraciada! ¿qué es ya la vida para ella? Sin saber si la tierra la sostiene, sin saber si es la del firmamento la bóveda que la cubre, dudando si son hombres o las sombras de infernales espíritus las guardias que la contemplan, lleva en todas sus acciones los desesperados síntomas de una eterna estupidez. Todo es confusión para su alma extraviada y demente: todo le parece un caos de esperanzas y de temores. Risueña y llorosa a un mismo tiempo, pero siempre insensible y estúpida, acaso hace esfuerzos convulsivos como para despertar de un terrible sueño, momentáneamente halagada con el presentimiento de poderlo sacudir. ¡En vano! ¡en vano!... el destino mismo con ser tan poderoso no podrá librarla de él, y sólo dejará de luchar con los fantasmas que de tarde en tarde le presenta para caer en la insensibilidad de la tumba.




Las campanas de bronce desde lo alto de la gótica torre de un convento anuncian un suceso infausto con lamentables sonidos, mientras majestuosamente se eleva el fúnebre canto con que consuela la iglesia las agonías de los moribundos. Entónanlo por un hombre que va a perecer: vedle de rodillas a las plantas de un monje anciano implorando el perdón de sus delitos. Sobre el encumbrado cadalso que se eleva a sus espaldas un rústico y grosero jayán examina fríamente el filo del hacha que ha de partir de un golpe la garganta de la víctima. Viste corta túnica encarnada con mangas que no llegan a los codos dejando enteramente descubierto un brazo nervioso y velludo. Al ver sus desabridas facciones, y la especie de complacencia con que oficiosamente prepara el horroroso suplicio, descúbrese pronto en su selvática persona el iracundo ministro de las iras de Fernando. Silenciosos escuadrones forman un vasto círculo, y agítase inmensa muchedumbre por la plaza, deseosa de presenciar el lastimoso cuadro de un hijo llevado al patíbulo por orden de su propio padre.




Brillaban en el horizonte los últimos rayos de una tarde de otoño, cuando se daba cumplimiento a tan horrorosa tragedia. Ellos reflejaron un instante en los bucles de la cabellera de Alfonso, y en la cuchilla también del sanguinario verdugo.




Ya se acabaron las plegarias de aquel hijo pérfido; ya recorrieron sus dedos todas las cuentas de un rosario; ha confesado las culpas; sus disposiciones está hechas; todo se halla preparado para que suba al trono de los delicuentes. Quítanle el rico manto; córtanle el rizado cabello; pero al ir a vendarle los ojos, resístese el infeliz a ese ultraje, y se empeña en presenciar con altiva frente los actos de su sangriento suplicio.




Revuélvense en su espíritu los pensamientos que lo han constantemente ensoberbecido; y a pesar de que ya se halla en apariencia dócil y sumiso, no deja de traslucirse algo de su antigua arrogancia en el áspero desdén con que aparta la venda destinada a ocultarle aquellos tristes preparativos. No, no, dice el ejecutor; he aquí mi sangre, he aquí mi vida, he aquí mis manos envueltas en robustas cadenas; pero quita de mi presencia ese lienzo innoble; guárdalo para víctimas cobardes... ¡hiere!... no hayas miedo que el sacudimiento de tu hacha pueda hacerme pestañear... ¡hiere!... Tal fue la última palabra de Alfonso; pues descendiendo el hacha como un rayo cortó repentinamente la que iba quizás a pronunciar. Rueda la cabeza del valiente joven dando varios saltos por la arena: entreábrense sus ojos: agítanse sus labios: estremécense los músculos del misterioso semblante, y muy pronto eclipsa su hermosura varonil la palidez amarillenta del sepulcro.




Murió sin ostentación ni pompa cual deben morir los criminales: verdad es que a las plantas de un sacerdote dio muestras de no desesperar de la misericordia divina; pero la cólera de su padre y la desgracia de Elvira no dejaron de emponzoñar sus postreros momentos. No obstante habían cesado sus quejas, desaparecido las señales de su despecho, y sólo despuntaron algunos síntomas de aquel iracundo carácter en las palabras dirigidas al verdugo para que no vendase sus ojos; palabras ¡ay! Que vinieron a ser como el único Dios a los espectadores de su suplicio.




Tan mudos como aquel cuyos labios se habían cerrado para siempre, apenas tuvieran los concurrentes aliento para respirar. En medio de aquella calma tétrica comunicóse por el concurso un rápido movimiento convulsivo en el instante que se vio brillar en el aire el hacha del ejecutor, y hundirse gimiendo en las venas de la inmóvil víctima. ¿Pero que clamor de desesperación y delirio hiela de repente los corazones de todos? Elévase hasta las nubes, semejante en su aspereza al alarido de las almas de los réprobos, que se agitan por las bóvedas infernales. ¡Oh Dios! Ha salido del alcázar de Fernando: vuélvense allí las miradas de los circunstantes; pero nada ven, nada perciben... Era el grito de una mujer, y nunca arrojó la desesperación un ay más doloroso y prolongado; ¡plegue al cielo, que haya puesto fin a los días de la desgraciada que lo lanza!... Tal es el voto de las almas generosas y sensibles.




Desde que ha muerto Alfonso ya no se ve a Elvira ni por el alcázar, ni por os jardines; nadie al parecer se acuerda de ella; su nombre no es pronunciado por ninguna boca mortal; olvidáronlo las gentes como si fuese una palabra siniestra, o voz de tristísimo augurio. Tampoco el príncipe Fernando volvió a hacer mención de su esposa ni de su hijo: consistió bárbaramente en que fuesen envilecidos y profanados los mortales despojos del gallardo Alfonso; pero la suerte de la infeliz a quien amara eterna y misteriosamente ha permanecido oculta. ¿Buscó el asilo de un claustro para implorar el perdón del supremo Juez a fuerza de lágrimas y de remordimientos? ¿Castigaron el vengativo puñal o la envenenada copa sus adúlteros amores? ¿o debió a la piedad del cielo, la gracia de espirar con agonía menos lenta, cuando oyó el golpe del hacha dividiendo la cabeza de su cómplice? Se ignora, se ignorará siempre: sólo se sabe que su breve vida empezó y acabó entre lágrimas y dolores.




Fernando tomó otra esposa: hijos más virtuosos le rodearon en su vejez; ninguno, empero, salió tan amable, tan espléndido y valiente, como el que para siempre dormía en el silencio de la tumba. Mirábalos el príncipe con desdeñosa indiferencia, despidiendo quizás sofocados suspiros y mal interrumpidos clamores. Nadie, sin embargo, vio correr las lágrimas por su pálido semblante, ni brillar en sus labios la amable sonrisa, ni disiparse las nubes de aquella frente sombría, donde el pesar imprimió con larga mano espesas arrugas, desde lejos denotando las hondas heridas del alma. Acabáronse para él las alegrías y los pesares: huía el sueño de sus párpados, y un humor hipocóndrico entorpecía sus acciones. Insensible a la alabanza y al oprobio, sin temor al crimen, sin afecto a la virtud, hubiera deseado el infeliz huir de su propio corazón. Destrozáronle eternamente mil recuerdos hiriéndole con más agudo puñal en el instante mismo que respiraba con la falaz ilusión de verse libre de sus pérfidos aguijones. ¡Ah! Cuando nos es permitido derramar en secreto abundancia de lágrimas se alivia algún tanto el férreo peso que despiadadamente nos oprime; pero si niega la naturaleza este consuelo, forman en torno del corazón un incomprensible dogal, y ciñéndolo fuertemente, lo comprimen y lo sofocan.




A veces allá en lo más recóndito de su pecho sentía involuntarios movimientos de terneza a favor de los que había condenado a la desesperación o a la muerte, y no podía templar esta amargura ni con la esperanza de abrazarlos algún día en la mansión de los justos. Hallábase convencido de la fealdad del crimen y de la justicia de su sentencia; mas no por esto dejó de perseguirle el roedor remordimiento hasta sus últimos días. Siempre tuvo ante los ojos el encumbrado patíbulo donde dio el postrer suspiro el hijo de la inocente Edelmira.



Así que acabó de leer Blanca de Castromerín, permaneció un rato pensativa y taciturna, saltándole casi las lágrimas al cuadro de una historia tan singular y patética.

-Nunca, dijo rompiendo el silencio sor Francisca, nunca oigo ese suceso singular sin sentirme enternecida. El carácter que atribuye el trovador a doña Elvira, el crimen de que se hizo rea, su castigo, y el castigo de su cómplice, todo muy análogo a las visiones de nuestra hermana, hízome suponer fuese la misma que tan desgraciadamente figura en aquel tristísimo canto. Y si a tales conjeturas queréis añadir la impresión que hicieron en sor Brígida estas estancias, la opinión algo válida de que desapareció la princesa del alcázar para meterse en alguna orden religiosa, y la época del suceso, la misma, como ya os dije, de la entrada de sor Brígida en San Bernardo, apenas os quedará duda del poderoso fundamento que yo observo en mis sospechas. Por lo demás, como no deje de encerrar este acaecimiento un grande ejemplo contra las humanas flaquezas. Sea cual fuere su relación con la suerte de sor Brígida, no he reputado por perdido el tiempo que empleaseis en leerlo, y que ocupéis después en meditarlo.

-No obstante, observó Blanca de Castromerín, léese en la canción provenzal, que el príncipe Fernando casó muy pronto, lo que no le habría sido posible verificar sin que muriese doña Elvira.

-Os engañáis en esto, respondió la monja; para un carácter tan despótico como el del príncipe Fernando, bastaba la desaparición de la princesa. Nadie le impedía entonces el manifestarse convencido de su muerte, y hacer valer para dar cumplimiento a sus deseos, hasta el distinguido lugar que ocupa, y la necesidad de dejar asegurada la sucesión de su familia.

-Ahora digo que vuestras conjeturas no van fuera de propósito. Si las exclamaciones de sor Brígida dan lugar a presumirlo, no menos lo hace sospechar el origen castellano de la princesa del Este, y lo muy natural que parece el que después de aquella catástrofe se retirase en algún convento de su patria.

Oyeron en esto la media noche, y separáronse la una para ir al coro y la otra para retirarse otra vez a su aposento.