Los bandos de Castilla: 11


Capítulo X

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El canto del trovador provenzal.


Hízolo salir la doncella por una puerta trasera, de donde oyeron a lo lejos el son de los clarines y los aplausos de los convidados, que aún no habían dejado la mesa del festín. Condújole después por un angosto sendero que se abría paso en medio de un valle más abajo del palacio, donde serpenteaba también un riachuelo cristalino. Habían andado cerca de un cuarto de hora, cuando llegaron a cierto sitio en qué la reunión de dos arroyos formaba el río poco caudaloso de qué acabamos de hablar. El más considerable de ellos venía del fondo del mismo valle, y parecía extenderse a largo trecho sin ser cortado por las rocas y colinas que se elevaban a cierta distancia como una majestuosa barrera. El otro traía su origen del seno de aromáticas montañas, y salía a borbotones de una gruta de granito que separaba en su falda dos empinados peñascos. Era el primero de blanda y apacible corriente y sus plateadas ondas si tal vez se derramaban como rociado con las perlas de la aurora; pero el segundo precipitábase rugiendo desde lo alto de las rocas, cubriéndolas a menudo de blanca y rabiosa espuma.

Hacia el nacimiento de este caprichoso manantial llevaba la hija del desierto al sorprendido guerrero, y un caminito recientemente arreglado a fin de que fuese más cómodo para Matilde, los condujo a una soledad mansa y deliciosa, absolutamente distinta de la que acababan de ver. Si los alrededores ásperos y descarnados del castillo tenían un carácter de uniformidad y desolación que abatía el espíritu, en cambio el cuadro que se desplegaba ahora ante sus ojos parecía realizar los más exaltados sueños de la imaginación y dar una idea del mágico país de los encantos.

Dos altas peñas cual terribles gigantes parecían defender la entrada de este misterioso retiro, y sólo al llegar junto a ellas advirtió el caballero que la senda por donde iba daba la vuelta en torno de sus masas imponentes. Las que se elevaban algo más lejos desde una y otra margen del arroyo inclinábanse tanto por lo más alto de su cumbre, que dos largos pinos cubiertos de musgo, colocados acaso sobre esta abertura formaban un puente rústico de más de ciento cincuenta pies de elevación sobre tres de ancho, suspendido al parecer entre la tierra y las nubes sin baranda ni apoyo alguno.

Al fijar la vista en aquel liviano tronco, que sólo parecía desde abajo una línea negra trazada en el vago espacio de la atmósfera, quedose como asombrado el caballero del Cisne; mas no pudo dejar de estremecerse descubriendo a Matilde y su doncella que semejantes a dos ninfas aéreas iban ligeramente a atravesarlo, sin que reparasen siquiera en aquel horroroso abismo. Y notando por azar la hermana del conde Arnaldo en el gentil caballero, detúvose en la mitad del frágil leño, y con ademán lleno de gracia y finura hízole desde allí un galán saludo moviendo el pañuelo blanco. Trémulo y pálido el hijo de Pimentel al contemplarla como suspensa en el aire, apenas tuvo valor, para corresponder a tal fineza, y sólo empezó a respirar cuando más veloz que el pensamiento viola correr a la opuesta orilla y ocultarse entre los árboles de sus bosques.

La otra joven hizo pasar a Ramiro por debajo del mismo puente que le había causado tanto susto.

Al paso que se acercaban al nacimiento del raudal hacíase más rápida la pendiente, terminando la pradera en un tosco anfiteatro donde estaban agradablemente confundidos el álamo blanco, la verde encina y los frondosos nogales. Comenzaba a ensancharse la garganta formada por aquellos montes, mas no por eso dejaban de ostentar las peñas sus erizados picos, ya pálidos y espantosos en su misma desnudez, ya cubiertos de zarzales y otros áridos arbustos. Haciendo un corto rodeo hallose repentinamente Ramiro ante una brillante cascada, más notable por el efecto pintoresco de su colocación que por la abundancia de las aguas o la altura de su caída. Producíala el mismo arroyo arrojándose desde la cumbre de una roca en profundo recipiente formado por la naturaleza, y aunque al estrellarse en él se deshacía en espuma y levantaba en torno como un ligero vapor, eran las ondas tan limpias y transparentes que se veía en el fondo hasta el más leve guijarro. Hinchábanse en aquella especie de espectáculo y corrían después con bastante mansedumbre a ocultarse por entre amontonadas peñas, de donde se veían precipitar más turbulentas hacia la pradera que últimamente atravesara el caballero del Cisne. Por los alrededores todo estaba en armonía con las bellezas de esta soledad majestuosa: bancos de césped colocados en el hueco cóncavo de las peñas, húmedas y sosegadas cuevas como practicadas en la vertiente misma de las colinas, sombrías arboledas inspirando silencioso temor cual si fuesen habitadas por las rústicas deidades; aumentaban el efecto de aquel plácido recinto, verdaderamente romántico y solitario.

Viendo Ramiro a Matilde en ademán de admirar el salto de las aguas se le figuró un ser formado por la emanación de su luminosa espuma, o el más querido de los ángeles contemplando la hermosura del universo en los primeros días de la creación. Su doncella la seguía con el arpa a poca distancia y el sol empezaba a ocultarse por la espalda de los montes. Sus débiles rayos derramando suave luz sobre los objetos daban más expresión a los ojos negros de Matilde y hacían resaltar la blancura de su tez y las dedicadas formas de su flexible cuerpo. El absorto joven convino interiormente en qué los delirios de su exaltada imaginación nunca le dieron la idea de una mujer tan perfecta, y en medio de su entusiasmo creíase transportado a los jardines del aromoso Edén.

Conociendo Matilde como toda mujer linda la influencia de sus gracias, no se le escapó la turbación del amable paladín, y diose prisa a cortar una escena que alarma siempre la delicadeza del pudor, sin manifestar haber comprendido las emociones que inspiraban sus encantos. Encaminose pues tranquilamente hacia una selva poco distante para que el ruido de la cascada no sufocase el son del arpa, sino que formase con ella una especie de armonía misteriosa. Sentose debajo de un arco aunque tosco muy gentil descrito por peñas cubiertas de blando musgo, y tomando el instrumento de manos de su doncella, volvió los ojos en torno cual si se complaciese en el cuadro que presentaba aquel agreste y apartado sitio.

-Ya veo, dijo después de algunos momentos de silencio, que acaso he abusado de vuestra condescendencia haciéndoos andar más de lo justo, pero me lo debéis perdonar en gracia de la buena intención que tuve en ello. No sólo creí que este sitio os podría embelesar, sino haceros indulgente en favor de una traducción inculta y desaliñada: mis versos por naturaleza rudos tienen necesidad de esos acompañamientos selváticos, y las musas provenzales, suspirando de continuo por las dulzuras de un silencioso retiro, gustan mezclar su voz con el ruido del torrente, y prefieren para su adorno las flores silvestres del desierto, a las brillantes guirnaldas de los jardines.

-¡Ah! respondió el caballero, nunca tuvieron las musas un intérprete tan digno de sus gracias y su genio.

-¿Por qué me habláis en ese tono de pura galantería? Matilde debe esperar más franqueza del hijo de su bienhechor. Por lo demás en medio de esa calma majestuosa me complazco en cantar las proezas de nuestros famosos abuelos. De ellas fueron testigos estos mismos lugares ora tan desconocidos y solitarios: ¡Berenguer de Prades! ¡Roger de Lluria! ¡Raimundo de Urgel! si vuestras almas vagando sobre nubes flotantes han escuchado mi débil canto muchas veces confundido con el agudo silbo de la tempestad, y si al compás de mis rústicas canciones se han agitado de placer con la memoria de sus grandes hechos; no olvidéis que aún existe un guerrero descendiente de vosotros, aspirando con sagrada emulación al empeño de imitaros.

-Ahora conozco por qué decía mi padre que el espíritu marcial y el deseo de gloria de todos los héroes de la casa de Urgel, se encerraban en el pecho de sus dos ilustres huérfanos. No, Matilde, no llevéis a mal que os hable en lenguaje que pudiera incomodaros, si no fuese el de la pura verdad. Hasta hoy no había tenido ocasión de conoceros, y sin embargo tanto por vuestra nombradía como por los enérgicos principios de que hacéis alarde, fácilmente hubiera descubierto en vos la hija del desgraciado Armengol.

-No dudo que hallareis en mis ideas algo de familiar con las vuestras porque todo lo debo a la casa de Pimentel. Desde mis tiernos años me colmó de beneficios, y hasta que el conde Arnaldo de vuelta de las campañas de Italia llevome consigo a uno de los castillos de mis padres, me sostuvo el vuestro con fastuoso decoro en las monjas de san Dionisio. ¡Con qué ansia deseo consagrar los días que me restan en obsequio del generoso barón, que tendió una mano piadosa a mi desamparada niñez!

-Tan fino agradecimiento sobrepuja el valor del obsequio. No volváis los ojos al cielo con esa tierna expresión, y olvidad por Dios las desgracias de vuestra familia: los esfuerzos de tantos guerreros, ya reunidos en san Servando, procurarán restituirle su amortiguado esplendor; también, noble Matilde, voy a enristrar la lanza para conseguirlo, y juro, aunque débil apoyo, poner a vuestros pies el laurel que recompense nuestros triunfos, o perecer gloriosamente en la demanda.

-Bien sabe el cielo que desearía desvaneceros de semejante idea, pues creo que obráis mal en exponer una vida tan sumamente cara a mi ilustre bienhechor. Halagárame, es verdad, ver en su brillantez primera la soberana casa de Armengol; pero prefiero bajar al sepulcro sin conseguirlo, a causar con ello la más leve desazón al señor de Pimentel. Cuando pienso en que el ser famoso y valiente no os libra de un funesto azar, que una flecha disparada por mano certera, una lanza que vuele por los aires sin que la veáis venir... ¡ah! perdonadme, noble señor, si os suplico que no os comprometáis en una empresa, que puede ser fatal a las canas de vuestro padre y a mi justo agradecimiento.

-¡Qué es lo que decís, Matilde! esa generosidad mal entendida acaso me librará de la muerte, pero ajaría el lustre de mi fama. Sabed que sería un vil si no me mostrase digno en esta ocasión de la hidalga conducta de mi padre: a imitación suya me jacto de amar la familia de Urgel, y combatiendo por ella peleo también contra los enemigos de la nuestra.

Matilde al oírle bajó los ojos y guardó triste silencio. Deseosa empero de templar la agitación del paladín paseó los ágiles dedos por las cuerdas del instrumento, y lo hizo suspirar tan blandamente, que no sólo logró calmarle, sino dispertar en su fantasía las vagas ilusiones de una dolorosa ternura. Conmovido y taciturno separose algún tanto para saborear mejor los ecos de aquella música celestial, y apoyándose contra un roble cruzó las manos sobre el pecho y escuchola con dulce arrebato. Desaparecía el crepúsculo vespertino, y la luna, dando principio a su lenta carrera, iluminaba con el más puro de sus rayos el lánguido rostro de Matilde. El acompañamiento monótono del trovador fue reemplazado por ella con un aire patético y doliente, muy propio para mezclarse con el lejano rumor de la cascada y el manso susurro del céfiro que silbaba entre las hojas. Soltó en seguida su voz blanda y sonora, y dio principio al canto.

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[1]Brilla la estrella de la noche suspendida en medio de un cielo azul, y baña en suave lumbre las riberas del Segre: los antiguos torreones de San-Telmo elevan hasta las nubes sus afiligranadas almenas: reina en torno un silencio sepulcral, y el sonoro ruido de espadas y armaduras ya no se oye so los arcos de su techo solitario.

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¡Fueron los días en qué los pálidos rayos de la luna reflejaban en los plateados yelmos de sus intrépidos barones! ¡Fueron los días en qué al abrigo de la húmeda noche atravesaban los campos cubiertos de resplandeciente acero!

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El astro nocturno era para aquellos héroes el brillante faro que los guiaba a las batallas, y el melancólico genio que les hacía suspirar de amor. ¡Ay de mí! ahora no es más que una antorcha fúnebre, que alumbra sus urnas sepulcrales desde la bóveda celeste.

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¡Estrella de la noche! ¿qué ha sido de su valor? ¿cómo se ha eclipsado su brillante audacia? Al furor que los animaba, al ardiente deseo de hacer célebre su nombre, furiosos ejércitos apenas contenían su ímpetu, y los ríos y los mares eran débiles barreras.

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¿No veis un paladín viniendo a todo escape de la parte de occidente? Lleva un caballo negro como el ébano, y los ecos de las cavernas repiten sus veloces pasos cuando hiere con férrea planta la dura superficie de las rocas. ¡Detente, detente, desgraciado campeón! en balde la tempestad brama sobre tu cabeza; más terrible es la que destroza tu rencoroso pecho, y la sufres sin embargo, y la ensañas de continuo con el deseo de nuevos crímenes.

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A pesar de los pocos años se leen en tu frente lívida las huellas de las bárbaras pasiones, que han envenenado tu espíritu: ¿por qué inclinas el ojo feroz hacia la tierra y velozmente pasas cual un meteoro de funesto augurio? ¡Berenguer de Entenza! mi corazón ha palpitado a tu tránsito, y mis ojos ya no te han desconocido.

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Fuiste a sembrar el terror por los campos de la enlutada Grecia con Roger de Lluria, Raimundo de Urgel, Feliu de Moncada y los Pimenteles de Aragón, sus hijos se postraron llorosos a tus plantas y ella misma envuelta en el antiguo manto, sosteniendo con las manos la urna de alabastro que encerraba el polvo de sus héroes te pidió misericordia... ¡ay de los vencidos! dijiste; y la noble matrona sin fuerzas para resistir este último ultraje, sepultó en el Eurotas su impotente despecho.

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Viniste desesperado para engruesar tu bando, y vuelves ya contra el implacable Roberto de Rocafort, que osa disputarle el imperio. Huyes de la dulce esposa y de la anciana madre, que sin fruto se asomaron largo tiempo a la más alta peña con el falaz deseo de descubrir a lo lejos las ondas del agitado mar. ¡Yo las vi cubiertas de lágrimas tendiendo los brazos hacia las playas de Oriente...!

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Al estrecharse en ellos ¡cuán otro te encontraron del que fueras cuando hacías sus delicias! Observaron en tu rostro tomado del sol y sombreado por los polvorosos rizos de tu negra cabellera, la sed de sangre que enardece tus fauces: el movimiento convulsivo de tus labios les reveló las impuras blasfemias que apenas podían reprimir, y en las móviles arrugas de tu frente leyeron el rencor de los tiranos y la fría indiferencia de los verdugos. En vano te conjuran para que no salgas del techo paternal; tu alma fiera suspira por los combates, por las sangrientas revueltas, y mira con insultante desdén las floridas cadenas del amor, y los blandos deleites de la holganza.

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Tal la ruina de las aves desprecia la suave llanura, y sólo detiene su vuelo sobre escarpadas rocas cubiertas de eternas nieves, o en tempestuosas playas donde se ve al náufrago luchando para salvar la vida rodeado de tablas, mástiles y cadáveres. Mientras suspira el dulce ruiseñor entre las flores, arrebata ella sus víctimas a la áspera cumbre del Caúcaso, y se complace el devorarlas en sus moribundos gemidos.

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¡O Grecia! preciso es que sucumbas a la pujanza de tantos valientes. El más terrible de ellos caerá en tu mismo seno para aplacar con su muerte los irritados manes de Temístocles; pero ¡cuántos de tus más dulces hijos habrá inmolado antes a su fulminante rencor! En balde te inmortalizan los anales, en balde mientras millares de reyes olvidados en la noche de los siglos dejan una pirámide sin nombre, ha respetado el tiempo la columna elevada cabe el sepulcro de tus héroes, o les ha dejado un monumento más duradero de su gloria en las montañas de su país natal... Entenza no se enternece, antes se burla con grosera arrogancia del esplendor de tus fastos y de tus antiguos laureles.

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¿Oís el marcial son de los clarines, el estruendo de las falanges, el relincho de los caballos?... ¡Estrella de la noche! tú alumbras débilmente al impío Roberto cuando acechaba a su feroz rival por las olorosas márgenes del Estrimon. Con pérfida y silenciosa planta espiaba el orden de sus haces y el número de los guerreros que iban en ellas: en tanto sus escuadrones permanecían ocultos en las concavidades de las peñas, sólo aguardando un grito del capitán para caer sobre sus valientes enemigos.

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¿Quién es el atrevido campeón que marcha a su frente? Cubre un sombrío penacho su inalterable faz, y las pobladas cejas que frunce, anuncian de lejos su mal reprimida cólera... ¡él es! reconocedlo en la palidez de sus rasgos, y en la siniestra ojeada que arroja en torno de sí... ¡muera! exclama Rocafort ardiendo en ira, y los escuadrones de Entenza rechazan animosamente el ímpetu de los contrarios.

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Cuando un río precipita en la mar el arrebatado curso de sus aguas, levanta el Océano las suyas en azuladas columnas para resistir soberbio la impetuosa corriente: avánzanse las ondas, y su terrible choque resuena en la estremecida ribera: brillan tal vez espumeantes y desaparece por un momento la superficie de las socavadas peñas, eternos límites de su eterno furor.

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Tal fue el encuentro de los dos héroes. Animados del mismo espíritu de venganza, cierran uno contra otro y pugnan para saciarse de sangre, anunciando el infernal deseo de celebrar su triunfo bebiéndola en el cráneo mismo de su contrario. No pelean sus soldados con menos encono: el crujido de las lanzas que se rompen, las amenazas de los que hieren, los ayes de los que expiran espantan los ecos del valle, sólo acostumbrados a repetir las canciones de algún pastor solitario.

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¡Ay! ninguno pide cuartel: todos descargan la diestra para vencer o morir. Los amigos se buscan y se separan; rompen fácilmente los amantes su frágil cadena de flores; pero sólo la muerte puede dividir a los que se odian si por desgracia llegan a agarrarse una vez. Raimundo traspasa a Lluria con tres lanzas, y Feliu de Moncada expira a los pies de Pimentel: cae en uno y otro bando la flor de los valientes, y cual si el demonio de las venganzas anduviese discurriendo por las filas, sólo se oyen denuestos, blasfemias e imprecaciones.

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Pero vuela en pedazos el acero de Berenguer de Entenza, y su diestra arrojada después a larga distancia del cuerpo, aún lo empuña con desesperado furor. El agigantado paladín yace tendido en el mismo sitio donde cayó, y en su torno se descubre la impresión sangrienta de la mano que le queda sobre la cual se apoyaba agitado por las últimas convulsiones de la vida. Tiene el rostro vuelto hacia las nubes, y su ojo entreabierto parece amenazar a su triunfante enemigo, cual si la muerte no hubiese podido extinguir el aborrecimiento que le tenía.

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¡Torres de San-Telmo! no volveréis a ver a vuestro último señor. Con la nueva del fatal suceso expiró también su cariñosa madre, y un veneno puso fin a los días de la tierna esposa. Desde entonces sólo interrumpen el silencio de aquel castillo desierto los acentos lamentables del pájaro, que pasa emigrando a otras riberas, o los vaivenes de alguna puerta agitada por el borrascoso aquilón. El extranjero que descubre con placer sus elegantes agujas huye al acercarse a ellas de tan espantosa soledad. ¡Ay! los cardos y la grama ocupan el lugar del vicioso césped: las ortigas esconden el rostro de Venus; los olmos y acebuches taladran con sus fuertes raíces hasta lo alto de las almenas, y cubre el verde musgo la graciosa urna de las náyades. ¡Torres de San-Telmo! en vano el piadoso peregrino quiere orar por los héroes que os habitaban: aunque contempla admirado los restos de su antigua opulencia, ninguna piedra sepulcral le indica sus nombres, ni el sitio do reposan tranquilamente sus cenizas.



Calló Matilde y fijos los ojos en el cielo estuvo como embelesada un breve espacio sin que nada interrumpiese su doliente actitud y tierna melancolía. Detuvo su mano trémula sobre el arpa mientras el viento del desierto continuaba vibrando sus cuerdas de oro, haciéndolas despedir algún tímido suspiro. El caballero la contemplaba con admiración respetuosa cual si viese en ella la amante del Petrarca suspirando los dulcísimos versos de este poeta bajo los mirtos, que sombrean la fuente de Valclusa, o la enamorada Safo entonando su canción de muerte en el promontorio de Léucade para arrojarse después desde su cumbre a ser presa de las ondas.



  1. Nos ha sido preciso valernos de esta especie de estancias en prosa para dar una idea en nuestro lenguaje moderno de la valentía y el fuego, que respiraban los versos que cantó Matilde.


FIN DEL TOMO PRIMERO