Los bandos de Castilla: 09


Capítulo VIII

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Un barón del siglo XV.


Aquella misma tarde recibió Ramiro de Linares la bendición del noble abad de san Mauro y dirigiose con un escudero al norte de la península. No sin graves riesgos pudo llegar a los estados de la corona de Aragón por donde continuó su marcha hacia el sitio en que habitaba el bravo Arnaldo de Urgel. A medida que se iba acercando al condado de este nombre, presentábase el terreno más salvaje y montuoso. El Segre corría silenciosamente por entre dos altas montañas describiendo caprichosos giros, y por el hueco que ellas formaban se descubría un edificio oscuro elevado en lo más áspero y silvestre de la sierra: era el castillo de san Servando. Sólo distaba una jornada de la ciudad de Balaguer, famoso a la sazón y muy conocido en aquella comarca por residir allí el heredero del antiguo conde. Y como muchos de los habitantes se habían armado para acompañarle a la guerra de Castilla, país considerado por ellos como su eterno y natural enemigo; veíanse varios pelotones de hombres de armas vadeando el río o ya subiendo por las áridas cumbres, cuyas sombrías facciones los hicieran tomar fácilmente por los bandidos de aquellos montes.

Guiado el hijo de Pimentel por ellos, poco antes del medio día divisó algunos perros corriendo tras de un lobo y a poco rato el caballero, que acompañado de un solo criado, iba en su persecución, hollando con ligera planta tan arduas y encumbradas selvas. Llegose el paje al escudero de Ramiro para preguntarle el nombre del paladín que al parecer se dirigía a san Servando, y así que lo supo corrió a decirlo a su señor, el cual mudando la dirección fuese inmediatamente al encuentro del extranjero, y tendiole la mano diciendo: bien llegado sea el caballero del Cisne a los estados de mis padres. Apeose al mismo punto el hijo de Pimentel, y mientras correspondía con noble cordialidad a las afectuosas demostraciones de Arnaldo, admiraba interiormente su hidalgo y cortesano porte. Era de mediana estatura, pero suelto, proporcionado, y un gabán de color oscuro orillado de ricas pieles, muy ceñido y largo solamente hasta las rodillas, realzaba la gentileza y elegancia de sus formas. Apretado botín del mismo color subía hasta la mitad de la pierna, y la graciosa gorra coronada de plumas que llevaba en la cabeza, de la que se desprendía en numerosos bucles la rizada cabellera, daba marcial expresión a sus ojos ardientes y perspicaces, y animaba las facciones de aquel rostro varonil. Salía del cinto de terciopelo carmesí, que sujetaba el gabán en derredor de su airoso talle, un puñal con rica empuñadura de oro, y el paje llevaba el arco y las flechas de que se servía el intrépido barón contra los jabalíes y otras fieras de aquellas hórridas montañas.

Aunque cierto aire de afabilidad y franqueza daba a primera vista mayor recomendación a las gracias de su persona, hábiles fisonomistas hallaran que criticar en él examinándolo de cerca. Las cejas y el labio superior anunciaban la costumbre del mando; los ademanes, aunque naturales y sencillos, la ventajosa idea que tenía concebida de su propia superioridad, y a veces el involuntario movimiento de los ojos, su carácter fiero, orgulloso y vengativo. Por otra parte la expresión de sus rasgos era tanto más fuerte, cuanto se veía que podía darles la que juzgase a propósito a sus miras, en razón de lo cual era algo parecido su primer encuentro a los hermosos días de verano, que al paso que nos embelesan, anuncian con señales casi imperceptibles que no desaparecerán del horizonte sin que amenace el huracán las mieses de las campiñas.

En la primera entrevista no tuvo lugar el caballero del Cisne para hacer todas estas observaciones, por cuanto recibiole Arnaldo de Urgel como un amigo y compañero de armas, manifestando la mayor satisfacción en hacer la próxima campaña con tan famoso guerrero.

-Si alguna vez, le decía, he alimentado la esperanza de recobrar los estados de mi malogrado padre combatiendo contra don Álvaro de Luna, es cuando voy a perseguirle con el que ha sido desde sus primeros años el terror de las falanges castellanas.

-Os suplico que me habléis del conde de Pimentel, le dijo atajándole el del Cisne: figúromelo lleno de entusiasmo por una guerra como la que vamos a emprender.

-¡Oh! no lo dudéis, respondió Arnaldo: inflámanle por una parte los alevosos manejos del condestable contra el reino de Aragón, y la reunión por otra de tantos caballeros jóvenes, entusiastas y bizarros.

-Y decidme, amado conde, ¿hace mucho tiempo que le hablasteis?

-Apenas un mes: gozoso por el triunfo que acababais de conseguir en el torneo de Segovia, aunque algo resentido de que no le hubieseis dado parte de vuestra última andanza, no se cansaba de hablar de vos, y ponderar cual sería la humillación de sus enemigos. Hice un viaje a su castillo a fin de suplicarle de parte del infante don Enrique que vinieseis a pelear bajo de nuestras banderas, y sensible el noble conde a distinción tan honrosa envió al momento uno de sus pajes para que en traje de aventurero os anduviese buscando por los reinos de Castilla.

Hablole en seguida de los preparativos de aquella guerra, de las hermosas cualidades de don Enrique, y de lo mucho que contribuyó don Álvaro de Luna a que el infante don Fernando, tío del rey don Juan el II, se sentase en el trono de Aragón, y encerrase perpetuamente en un castillo a Armengol de Urgel su desventurado rival.

Sin embargo, temiendo el conde el modo de pensar recto, a la par que franco, que a primera vista ya se echaba de ver en don Ramiro, calló que abrigase en el fondo de su corazón un proyecto de alguna más importancia que el de recuperar a fuerza de servicios y valor los estados de la casa de Urgel. Inclinado desde su más tierna infancia al joven don Enrique de Aragón, las prendas caballerescas de este príncipe, y las pruebas que le diera de la amistad con que lo distinguía, habían hecho concebir al atrevido Arnaldo el audaz proyecto de aprovecharse de los bandos y disensiones que dividían entonces la corte de Valladolid para colocarlo en el trono de Castilla. El ardiente entusiasmo con que lo había concebido, y la actividad que desplegara para su realización, traían su origen de la esperanza de participar de inmensos bienes y esclarecida gloria, al mismo tiempo que del deseo de vengarse de los enemigos de su linaje. He aquí porque había visitado a menudo desde su vuelta de Italia algunas principales familias del reino de Aragón, extinguido sus desavenencias, lisonjeado su avaricia u orgullo, y hécholas entrar con esto secretamente en sus planes.

Ya llegaban entonces los dos jóvenes caballeros al castillo de san Servando, vasto y grosero palacio sin ninguno de los prolijos adornos que hermoseaban en aquella época las moradas de poderosos barones. Los muros que lo rodeaban y las paredes del cuerpo del edificio eran de singular robustez: en todo se descubría la infancia del arte, y hasta las escasas labores que coronaban algunas de las ventanas, daban idea de una mano harto rústica y pesada. Elevábase en la cumbre de la sierra desde donde dominaba un dilatado país, tan áspero e inculto al parecer como la arquitectura de aquel alcázar solitario. No obstante la rudeza de los vasallos de san Servando era en algún modo compensada por un valor a toda prueba, y una fidelidad que jamás se vio desmentida. Zafios y feroces, pero robustos y esforzados, seguían a su señor al campo de batalla, y celebraban en versos provenzales, rebosando de energía sus inmortales proezas.

El caballero del Cisne fue agradablemente sorprendido de ver al entrar en el castillo más de cien montañeses perfectamente armados, que se ejercitaban en disparar el arco, blandir la lanza y disputarse el premio en la lucha y la carrera. Era por demás la agilidad y la astucia de que daban muestras en estos juegos gimnásticos: atravesaban con el dardo una hojita sutil a larga distancia, y despedían la pica con tal ímpetu y certeza, que haciéndola silbar por los aires, dejábanla temblando en el tronco del árbol donde clavaran el ojo.

Concluido este marcial espectáculo dijo el conde a su nuevo amigo que ya era hora de ir a comer. Extendíase el salón destinado para comedor en la parte baja del edificio, y una sólida mesa de encina casi lo ocupaba desde el uno al otro extremo. La comida fue abundante, pero algo tosca y sencilla: infinitos los convidados, algunos de ellos nobles barones de las cercanías, los restantes, ricos vasallos de la casa de Urgel, o capitanes de la vanguardia a cuya frente iba a colocarse el conde Arnaldo. Amén de estas prolongadas hileras de huéspedes, notábase sobre la yerba, más allá de la puerta grande del castillo abierta de par en par, multitud de montañeses que recibía las sobras del abundoso festín. Veíanse formando a lo lejos grupos inquietos y movedizos de mujeres, niños, soldados y mendigos, por entre los cuales igualmente se agitaban enormes perros de caza, prontos, obedientes y ligeros.

Si bien la hospitalidad del conde parecía tan pródiga como la de un príncipe, no dejaba de estar sujeta a las reglas de la más prudente economía. Habíase recurrido a la despensa reservada del castillo a fin de poder presentar al caballero del Cisne algunos platos dignos de tan ilustre huésped. Por lo demás proveíase el resto de la mesa con enormes pedazos de vaca y de carnero, sabrosos quesos, frutas aunque secas incitativas, pan medianamente blanco, y sendos jarros del vino, a la verdad algo flojo, que producen aquellas comarcas. Pero en medio de este laberinto de platos y diversidad de manjares, lo que más campeada en aquella mesa era un carnero que sobresalía en el centro asado con tan diestro artificio, que para ello no tuvo el cocinero necesidad de dividirlo. Sin duda a fin de dar una idea de sus talentos había hecho que conservase la pobre víctima su posición natural, rareza singular que no la salvó de la voracidad de aquellas gentes. Mirábanla rato había con ojo examinador cual si cada uno espiase el hueco por donde la debía herir, y en efecto a una señal del conde Arnaldo atacáronla vigorosamente con los puñales, sin que pasado un instante quedase otra cosa de ella que un limpio y desagradable esqueleto.

Mientras duraba el festín mezclábanse las ásperas consonancias de una música guerrera con la algazara y los vivas de los bulliciosos concurrentes. Producíala un grupo de clarineros colocado a calculada distancia, sin duda con el objeto de que los sonidos poco delicados de sus instrumentos no aturdiesen la sala del banquete con sus robustos ecos. Las proezas que recordaban aquellos belicosos aires a los valientes allí reunidos, el entusiasmo que ardía en sus pechos escuchando o refiriendo lances de grandes peligros, descomunales cuchilladas y reveses, y sobre todo el menudeo de los brindis y el vigor de los manjares; hacía que ya se hubiese como desencadenado la alegría, y se guardase menos moderación en las acciones y comedimiento en las palabras.

Pero en medio de tanto estrépito óyese de repente la voz del conde de Urgel, y callaron todos en el mismo punto para prestarle atención.

-¿Pues qué, amigos míos, no hay por aquí, les dijo, algún inspirado trovador que haga oír a nuestro huésped los grandes hechos de armas en que se señalaron nuestros mayores? ¿Es posible que ya no se eleven debajo de estas venerables bóvedas los acentos de un sublime cantor para enardecer los espíritus? No se diga de nosotros que miramos con desprecio las costumbres de nuestros padres: ellos escuchaban con ternura el elogio de los héroes, y este célebre caballero, aunque no tiene mayor motivo para entender la lengua provenzal, también prestará grato oído a las celestiales inspiraciones de nuestros poetas.

Apenas había dicho estas palabras, levantose un joven en medio de la tumultuosa asamblea, y al plácido son del arpa se puso a cantar con voz bastante débil, interrumpida por ardientes suspiros. Animándose luego por grados no sólo logró cual si verdaderamente fuese un mortal inspirado, sino advertir que su férvido entusiasmo comenzaba a conmover la concurrencia. Al principio tenía los ojos bajos, pero muy luego los revolvió fieramente por la estancia, exigiendo más bien que suplicando la atención de sus oyentes. La Sibila que en medio de tormentosa noche evoca los muertos con su canto desde el fondo de lúgubres cuevas, o la Pitonisa de Delfos agitándose sobre la trípode a fin de augurar el destino de los imperios, son débiles comparaciones para pintar la robusta expresión, la frenética energía del trovador que en el castillo de san Servando ensalzaba a los antiguos héroes de Cataluña.

Aunque entendiese muy poco el caballero del Cisne la lengua provenzal, tenía fijos los ojos en el Orfeo de aquellos desiertos. Parecíale al principio que lamentaba el desastrado fin de famosos guerreros, al paso que dirigiendo a otros la palabra les animaba con elogios, afeaba su cobardía con denuestos, o embravecíales con amenazas. De pronto creyó distinguir su nombre en los labios del joven cantor, y confirmole en esta idea el ver que los ojos de todo el concurso se volvieron hacia él por un rápido y espontáneo movimiento. Ya en esto la llama del poeta se había comunicado con la velocidad de un fuego eléctrico a todos los circunstantes: pintábase en sus figuras montaraces y ennegrecidas el furor de las pasiones; agitábanse sus músculos, y cualquiera hubiese dicho que de sus entreabiertos labios destilaba sangre impura. Arrebatados en fin de la fuerza y armonía de los versos corrieron a colocarse en torno del trovador; y levantando los brazos con una especie de éxtasis, los llevaban involuntariamente a la empuñadura de sus espadas. Entonces con los trajes guerreros, las plumas que tremolaban sobre sus cabezas, y los feroces rasgos de sus fisonomías formaban un grupo digno del vigoroso y sombrío pincel del Salvator Rosa. Sin embargo cesó el canto, reinó por algunos instantes el más profundo silencio, y se calmaron poco a poco aquellos bárbaros continentes, recobrando cada uno el carácter que le era propio.

El conde Arnaldo que durante esta escena se ocupara más en observar los efectos producidos por el poeta que en dejarse arrebatar él mismo de su mágica influencia, llenó de fuerte licor una copa de plata que cabía lo menos media azumbre, y presentándola al hijo de Apolo le rogó que la aceptase como muestra de su agradecimiento, así que hubiera bebido el espirituoso néctar que encerraba.

-Sabed, añadió, que os venero como al Píndaro de estas selvas, al más canoro cisne del país del arpa, y al más digno descendiente del celebrado Blondel de Nesle.

El regalo fue recibido con las más sinceras demostraciones de gratitud y cortesía, y no hubo uno solo de los caudillos y demás gente allí reunida, que no aplaudiese hasta las nubes la generosidad del noble conde.

Manifestole Ramiro un vivo deseo de penetrar el verdadero sentido del himno que acababa de producir en aquella reunión tan extraordinarios efectos.

-A vuestro taciturno aspecto, respondiole Arnaldo, me había sido fácil adivinar que os ocupaba semejante idea, e iba a proponeros si queríais subir a los aposentos de mi hermana Matilde, que tanto debe a la casa de Pimentel, a fin de que como más inteligente que yo en la gaya ciencia satisfaga vuestra natural curiosidad.

Aceptó gustoso el hijo de don Íñigo aquel ofrecimiento, y encaminose con su amigo a las estancias superiores del palacio donde habitaba la hermana del gallardo conde, después de haber dicho este algunas palabras a los convidados que estaban a su alrededor. Apenas habían salido de la sala del festín, oyeron como resonaban por mucho tiempo en ella mil fervorosos brindis en honor de Arnaldo y a la prosperidad de su casa, lo cual dio al caballero del Cisne una idea de lo mucho que lo estimaban sus vasallos.