Los bandos de Castilla: 04
Capítulo tercero
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El siglo décimo quinto preparó con sus mismas disensiones y alborotos una serie de acontecimientos, cuyo resultado fue hacer de la España la nación más intrépida y belicosa de todo el orbe. Ardía la discordia entre los grandes de Castilla con el objeto de apoderarse del rey don Juan y reinar en su nombre, puesto que por su carácter tímido e irresoluto no podía vivir sin algún cortesano favorito. Todos aspiraban a tan alto honor: don Álvaro de Luna y los infantes de Aragón eran los que lo habían disputado con más poder y encarnizamiento, sin que por esto hubiesen dejado otros de alcanzar alguna parte de sus favores. Bien es verdad que cuando se celebró el famoso torneo de Segovia que acabamos de describir, el mayor de los infantes llamado don Enrique había muerto, y su hermano don Juan ocupaba el solio de Navarra; mas no resfriaron tales mudanzas el calor de los partidos, continuando a perseguirse con el mismo encono y pertinacia. El infante don Enrique había dejado un hijo del mismo nombre, harto capaz por su esfuerzo de reconquistar los estados que heredó de su padre en las tierras de Castilla; y el monarca de Navarra siempre estaba pronto a unirse con él, no sólo llevado de su ambición turbulenta, sino del odio que profesaba a don Álvaro de Luna.
A estas calamidades se juntaban otras no menos funestas, ominosos resultados de aquellas guerras civiles. Tales eran las desavenencias que frecuentemente tenían los reyes de Burgos y de Pamplona con sus dos hijos, el príncipe don Enrique, que sucedió a su padre en el mando, y el príncipe de Viana, cuya triste y prematura muerte causó un duelo universal a aragoneses y navarros. Muchedumbre de hombres de armas, bajo el mando de capitanes escogidos por ellos mismos entre valerosos y esforzados aventureros, corrían aquellos reinos ofreciendo sus servicios a los varones que más ventajosamente los comprasen; y si por casualidad no encontraban quien los quisiera ajustar, hacían la guerra por su cuenta, y asaltando pueblos y castillos, se procuraban lugares de refugio donde llevar el botín e inexpugnables baluartes donde burlarse de las leyes y resistir al ímpetu de sus enemigos. Sobre todo el reino de Navarra se hallaba infestado de estos mercenarios guerreros, que no sólo ponían las villas y los transeúntes a contribución, sino que arrebataban personas de importancia para las que exigían después un ventajoso rescate. Cuadrillas sangrientas y feroces, que formadas por el pestífero aliento de largas guerras y disensiones civiles, recogen en su seno la escoria más vil de la sociedad, como se vio pocos años después en las que desolaron la Francia, conocidas por los nombres de tondeurs y ecorcheurs, en las de los Condottieri que en el siglo décimo sexto devastaron la Italia, y en las que últimamente, bajo diversas denominaciones, talaban el norte de la España durante la guerra contra Napoleón Bonaparte.
A la sombra de estos partidos y calamitosos desórdenes no había noble que no aspirase a cierta independencia, según se lo permitía la distancia a que se hallaba de la corte, o el número de sus vasallos; y el tiempo que no invertía en proyectos tan contrarios a la paz del reino, lo pasaba guerreando con sus vecinos por las más necias pretensiones, por los más frívolos pretextos con una pujanza y brio dignos de más justa causa. No dejaban de desplegar en los torneos una esplendidez asiática, ni de usar en los alcázares y concurrencias un tono de galantería caballeresca; mas su lujo rayaba en prodigalidad, y su florido lenguaje en licencia y desenvoltura. El concurso y celebridad de los ingenios, los espíritus entusiasmados aún con las terribles visiones del Dante, o los dulcísimos versos del Petrarca, cierta chispa de pulidez que empezaba a disipar la niebla de los siglos bárbaros, y una disposición indefinible del ánimo hacia empresas vastas y sublimes anunciaban, es verdad, el tránsito de la ignorancia a la ilustración, de la ferocidad a la cultura que se verificó en el siglo siguiente; pero suavizaban apenas la ruda grosería del pueblo, el altivo desdén y la indómita ambición de aquellos varones semibárbaros.
Don Íñigo de Linares, conde de Pimentel, había inspirado a su hijo don Ramiro odio mortal al condestable de Castilla, y a cuantos seguían sus banderas en los frecuentes encuentros que tenía con los infantes de Aragón. Llevado el joven héroe de un espíritu de gloria que nada podía sufocar, tan idólatra de las leyes y prácticas caballerescas, como deseoso de honrar las canas del autor venerable de sus días; se arrojaba al peligro sin previsión, y tomaba parte en cuantas refriegas suscitaba la animosidad que había entre aragoneses y castellanos. Si calmaban algún tanto estas feroces pasiones, y no resonaba el clarín de las batallas en las fronteras de ambos reinos, aparecía Ramiro en los torneos que celebraba el rey don Juan humillando la audacia y la altivez de los enemigos de su patria. Famoso se había hecho el caballero del Cisne en las justas de Burgos, Valladolid y Toledo; pero nadie sospechaba que se ocultase bajo de aquella divisa el héroe mismo que en las fronteras de Aragón era el terror de las huestes castellanas. Subió de punto la cólera de sus contrarios cuando descubrieron semejante secreto al publicar su nombre los heraldos en el espléndido circo, y luchando con la vergüenza de verse derrotados por un joven que donde quiera se manifestaba su más terrible y encarnizado enemigo, se aprovecharon del odio que le tenía el duque de Castromerín para que tomase contra él la desesperada determinación de salir a retarlo. El inmenso gentío que acudía entonces a tales espectáculos, miraba al caballero del Cisne como una de las más acreditadas lanzas que ennoblecían los torneos de Castilla, y no dejó de manifestar, como se ha dicho, un justo descontento por haberse negado el premio a aquel triunfante adalid.
Iba marchando en tanto el valiente Ramiro de Linares por áspera y enmarañada senda, habiendo desaparecido del glorioso palenque para no tener que justar con el duque de Castromerín: verdad es que era irreconciliable enemigo del señor de Pimentel; pero sus canas ofrecían una victoria harto fácil al pundonoroso caballero del Cisne. A este motivo bastante fuerte en sí mismo, podía añadirse otro seguramente de más peso en el noble corazón de este guerrero, puesto que nada hay que tanto poder ejerza en nosotros a los veinte y tres años de la vida, como la magia de una hermosura angelical y melancólica. Así que vio el entusiasmado Ramiro la de Blanca de Castromerín sintió arder la violenta llama del amor en lo más profundo de su pecho, y ofreciéndose de pronto a su imaginación ardiente los obstáculos para dar pábulo a una pasión que se anunciaba con tanto brio; en medio del estrépito de los clarines, de la confusión de las voces, de los gritos de muerte y venganza que resonaban a su alrededor, sólo conservó la serenidad de no aumentarlos rompiendo nuevas lanzas con el padre de aquella célebre belleza.
Abismado en estas ideas, lleno de polvo y salpicada en sangre la deslucida armadura, seguía en su caballo la escabrosa senda de que hemos hablado, la que se abría paso por entre peñas enriscadas y salvajes. Descubríanse al occidente las lejanas cumbres de una cadena de montañas por encima de las cuales flotaban ligeras nubes ostentando los peregrinos colores de la púrpura y el oro. El sol se ocultaba lentamente marchando hacia su espalda, y sus rayos algo débiles reflejaban apacible lumbre en las puntas de las rocas y en la parte superior de las copas de los árboles, de suerte que estos objetos, aunque iluminados con modesto brillo, hacían singular contraste con las faldas de las sierras y las hondonadas de los valles ya lóbregamente sombrías.
El caballo de nuestro héroe habiendo vencido la aspereza de una pendiente algo rápida, empezaba a caminar por amena y espaciosa llanura. Vio entonces el caballero del Cisne que el círculo de montañas, que le llamó la atención al principio de su viaje, presentaba ante la vista un prolongado y caprichoso anfiteatro. Selvas de extraordinaria espesura empezando desde el llano iban a perderse al pie de aquellos encumbrados montes: cortábase a veces la imponente línea que formaban con su enorme masa, y veíase por entre una quebrada el terreno que se extendía a la otra parte, al parecer no menos silvestre, melancólico y pintoresco. Elevábanse de trecho en trecho por aquellos incultos campos encinas de pobladísima copa y robusta corpulencia, bajo cuya venerable sombra habían alternativamente descansado el guerrero cartaginés, el centurión de César y el descendiente de Ismael. Chocaban detrás de sus ñudosos troncos algunas piedras de agigantadas proporciones y color negruzco, guardando cierta simetría lóbrega con los bosques poco distantes llenos de árboles descortezados y denegridos. A su sublime aspecto deteníase el extranjero a contemplarlas, ignorando si veía en ellas el sepulcro de algún héroe, o el sitio donde los antiguos druidas celebraban sus sangrientos misterios.
Un poco más arrimado a la falda de los montes aparecía sobre una eminencia un soberbio alcázar alumbrado por el último rayo que lanzaba el sol desde la cumbre de la montaña. Sus enrojecidas murallas, y la gótica grandeza de su arquitectura, hacían de él un objeto algo lúgubre y siniestro, y no pocas veces al divisarlo repentinamente hacia la noche descollando sobre los silvestres olmos con sus agujas y puntiagudas almenas, creyó ver el asombrado peregrino un gigante etíope en medio de aquel espantoso desierto.
Llega en esto el valiente paladín a un sitio por donde cortaba otro sendero, elevándose en el centro de ambos una cruz ingeniosamente labrada, puesta sobre el tronco de una columna de piedra. Como ya empezaba a obscurecer, detuvo las riendas al caballo con el objeto de echar una ojeada al camino que le convenía elegir, cuando notó que venía detrás de él un caballero a toda prisa, cuyos arneses y bridón producían en medio de aquel universal solitario un extraordinario ruido.
-Por la roja cruz de Santiago, gritó al del Cisne a corta distancia, que ando corriendo detrás de ti desde que tan a deshora desapareciste del torneo. Vaya que muchachada como la que has hecho no se vio desde los tiempos de Oliveros. Después de haber volcado patas arriba aquella sarta de héroes lo propio que si fueran de alfeñique, temer a un viejo que temblaba sólo de verte... voto a brios, que has de dar cuenta a Roldán de no haber cargado con la rapaza, arrojando al babieca de tu suegro a tres lanzas de la barrera.
-¡Roldán! exclamó sorprendido el caballero del Cisne.
-El mismo, replicó el incógnito, a menos que hayas olvidado al amigo de tu padre, al que te enseñó primero que nadie a disparar un arco y blandir una lanza. Al llegar de Italia echeme de aventurero por las Castillas antes de volver a nuestros hogares, deseoso de cascar las liendres a esos fanfarrones, siempre dispuestos a marchar contra el Aragón, y a firmar treguas con los perros de Granada. Quise hallarme en el lúcido torneo que se preparaba en Segovia, y allí he visto triunfar a un discípulo mío, a un guerrero que me hace honor. Mal año para mí y para mis hijos, cuando los tuviere, si en el modo verdaderamente hostil de bajar la lanza no he descubierto en ti un alumno de mi escuela.
Dicho esto se abrazaron estrechamente ambos guerreros, mientras al resplandor de la luna se miraban con escrupulosa atención. Roberto de Maristany, a quien llamaron Roldán a causa de su intrepidez grosera y un carácter vehemente y atolondrado, malgastó en su primera juventud la módica herencia que le había dejado su padre, hijo segundo de una familia ilustre del condado de Urgel, sin que le quedasen otros títulos ni bienes que su valor y su lanza. Don Íñigo de Linares lo tuvo en su castillo de Aragón por la amistad que le había unido con el autor de sus días, hasta que fatigado el bullicioso Roldán de aquella vida flemática y holgazana, sentó plaza entre las tropas que siguieron al monarca aragonés a las campañas de Nápoles, donde tuvo frecuentemente lugar de dar pábulo a sus inclinaciones favoritas, echando copiosos brindis, hablando de altas proezas, y repartiendo descomunales cuchilladas.
De consiguiente, habían ya transcurrido algunos años desde que se despidió del caballero del Cisne, que por esto le miraba con una curiosidad abiertamente amistosa. Sus maneras y su modo de hablar no dejaban de resentirse de la ruda franqueza de un guerrero, lleno por otra parte de cierta jactancia militar que le había caracterizado en todos tiempos, pero el traje que llevaba era mucho más brillante que el que vestía en el castillo de Pimentel cuando adiestraba al joven don Ramiro en el manejo de las armas. Adornaba su cabeza un casco de bruñido acero, no coronado de penacho alguno, sino sosteniendo un ave jeroglífica, primorosamente labrada, que le servía de cimera. La edad sería poco más o menos de cuarenta años: la estatura alta, enjuto de carnes, y sus rasgos naturalmente toscos y desabridos daban la idea de un hombre endurecido en las fatigas de la guerra, más dispuesto a destripar botellas y repartir tajos y reveses, que a echar flores a las damas, o servir de adorno en los alcázares de los magnates. Sus manoplas eran del más pulido acero; y lo mismo la gola que coronaba la parte superior de la coraza: la cota de malla relucía formando mil plateados visos al resplandor de la luna, como brilla al despuntar la aurora el menudo aljófar sobre el césped de los prados: apoyaba en el estribo el cuento de acerada lanza; pendía a su lado izquierdo largo acero toledano, y remataba el adorno de tan gentil armadura una sobrevesta flotante, abierta por ambos lados como las que llevaban los heraldos, algo deslucida por las inclemencias del tiempo. Aunque el caballero del Cisne estaba acostumbrado a ver muchedumbre de guerreros equipados con la mayor magnificencia, no dejó de sorprenderle la que ostentaba el traje de Roldán, por cierto aire de elegancia y buen gusto que se admiraba entonces en los campeones que venían de la Italia. Cumplimentó sobre ello a su antiguo maestro, mientras le acariciaba este apretándole con tanta fuerza entre los brazos, e imprimiendo en sus mejillas tales besos, que hizo casi perder el mundo de vista al acongojado mancebo. Pasó en fin aquel torbellino de amistosas demostraciones, y pidiole noticias de la casa de Linares y de algunos parientes que había dejado en Cataluña. A esta postrera pregunta respondió tristemente don Ramiro que había muerto en las últimas escaramuzas tenidas con sus inquietos vecinos los Guiñarts y Rocabertís.
-Así me hubiera yo hallado en ellas, exclamó Roldán, y a lo menos vieran los zánganos de mi familia si merecía alguna consideración el pariente que despreciaron antes de marchar a Italia. Adelante, hijo mío; aligera ese buche y sigue contando como lo pasa mi hermana.
-También ha muerto, respondió dolorosamente el caballero.
-¡Ha muerto! repitió Roldán en tono que manifestaba más sorpresa que aflicción: ¿cómo diablos cometió tal locura? Por lo menos era más joven que yo de media docena de años, y en mi vida me he quejado de un dolor de cabeza. Vaya ¡con qué también mi pobre hermana!... ¿y sus dos hijos? ¿y el estafermo de mi cuñado?
-Todos habían perecido en el asalto que dieron los Rocabertís a su castillo de Alvesa, del cual ni tan siquiera han quedado los vestigios.
-¡Por vida de san Jenaro! He aquí lo que se llama un estupendo saqueo: los malditos Rocabertís fueron siempre muy perniciosos vecinos para la familia de Maristany, pero al fin todo ello no son más que vicisitudes de la guerra. ¿Y cuándo sucedió tan negro desastre, querido discípulo?
-Precisamente hizo un año en la noche del bienaventurado san Pedro.
-He aquí lo que yo te decía de las mudanzas a que están sujetas las cosas de la guerra, ¿no es bueno que en aquel propio día gané por asalto, con veinte de mis camaradas, el castillo de la Roca-Negra defendido por Bayaceto, perro pagano, enemigo capital de Georgio Castrioto, y capitán de lanceros al servicio de Amurates? Yo mismo de un revés, zas, lo maté en el umbral de la puerta, y arrojándome por los salones del edificio pude juntar oro suficiente para hacer labrar esta cadena que cuelga de mi cuello, harto luenga a la sazón para darme con ella cuatro vueltas; pero los tiempos andan famélicos, amado Ramiro, y cuando no había paga ni saqueo era preciso echar mano de sus eslabones si deseaba uno divertirse honradamente con sus compañeros en la taberna. Y bien: puesto que ya has enterrado a toda mi familia y reducido a cenizas el pobre castillo de Maristany; cuéntame, por vida tuya, en que has pasado el tiempo desde que me separé de ti, y por qué capricho no has querido romper un par de lanzas con el padre de la Reina del torneo, y arrojarle después las astillas por los hocicos.
-Cuando os quisisteis alistar por fuerza en las tropas del rey don Alonso, dijo el caballero del Cisne, mi propio padre continuó enseñándome no sólo el manejo de todas las armas, sino los modales y prácticas caballerescas. En esto, y en escuchar las lecciones de un anciano monje jerónimo que me enseñaba a leer y escribir, pasé los primeros años hasta que rompí mi primera lanza con un hidalgo de Castilla. Desde entonces todo han sido torneos, escaramuzas y batallas, género de ocupación que me conviene más que la del claustro a qué trató de inclinarme aquel santo religioso.
-¡Como fraile! exclamó Roldán; por la santísima cruz de Caravaca que nunca me pasó por las mientes semejante idea. No es eso lo más extraño, sino que a ninguno tampoco le habrá ocurrido, pues te juro que nadie me ha hablado de tal cosa en el discurso de mi vida. Y no deja de sorprenderme, ahora que doy en ello, porque quitado eso de leer y escribir que nunca pude aprender, lo del canto de la iglesia que siempre me ha parecido algo tétrico y gangoso, y la ropa talar que llevan los buenos padres con la que no dejaría de dar a cada paso de narices en tierra; por lo demás no veo qué diablos puede faltarme para ser un monje tan completo como mi mismo compadre el sacristán de santa Engracia. Con que tú según trazas no viniste bien en ceñirte el cordón y encajarte la cogulla, y preferiste empuñar la espada y embrazar la rodela ¿no es eso?
-Preferí dar gusto a mi padre que no tiene más hijo para perpetuar el nombre de su familia, preferí la vida cómoda y holgada a la austeridad de la vida religiosa, preferí por último ser un buen soldado a ser un eclesiástico poco grave y ejemplar.
-¡Bravo! dijo Roldán soltando una carcajada; es decir en plata, señor discípulo, que un vaso de vino, un buen camarada, cuatro porrazos a tiempo, y un par de ojos negros te parecieron más sabrosos que los cilicios y los ayunos. Lléveme Dios, iba a decir el diablo, si no eres un perro viejo y de tan buena casta como tu propio maestro. No me parece mal, según te explicas, sólo falta que me descifres el enigma de haber despreciado il bocato di cardinale que tenías más que medianamente engullido en el palenque de Segovia.
-Mejor sería, replicó el del Cisne, que buscásemos donde alojar esta noche.
-No hay que espantarse, señor marinero de agua dulce, que no muy lejos de este sitio conozco un sota-ermitaño en cuyo humilde albergue podremos con mucho donaire embaular tasajo como el puño.
-¿Pues no sería mejor dirigirnos a un castillo que se eleva hacia mano derecha, a muy poca distancia de esta cruz?
-Déjate gobernar por quien lo entiende, y escucha un importante aviso de la boca de tu maestro. Nunca para comer a tu sabor, o para dormir con sosiego vayas al castillo que denantes dijistes, menos que desees ser arrebatado por los demonios, o recibir recias cuchilladas, pues bien te acordarás de aquella manoseada trova:
Embraza el robusto, fortísimo escudo, La espada requiere, no olvides la lanza, Por más que con brazo potente y membrudo Al viejo corrieres castillo de Arlanza. Allí los demonios con ruda pujanza...
¡Por vida de mi padre! ¿Qué ha sido de ese desbarbado mozuelo? ¡Calle! pues él ha echado a correr sin que yo lo percibiera... lo mismo es dar avisos a esos rapaces barbilampiños que arrojar margaritas a los puercos: ni más ni menos; y por fortuna su caballo ha sido más cortés y aficionado a buenas coplas, sino me quedo sin auditorio.
Tenía razón de quejarse el honrado veterano: desde el principio de la conversación con su discípulo habíanse apeado de los respectivos caballos y sentádose amistosamente en las gradas de piedra que componían la base de la cruz, que según hemos dicho más arriba, anunciaba desde lejos aquella enredosa encrucijada. Habíanse colocado de manera que el tronco les resguardase las espaldas de un viento algo recio que venía de la parte del castillo de Arlanza, y sin embargo de que sus silbidos interrumpían el silencio de la noche, ellos trajeron a oídos del caballero del Cisne las voces sueltas de Blanca y Castromerín pronunciadas sin duda por gentes que estuviesen hablando algo más arriba. Sin curarse entonces de escuchar el aviso que iba a darle Roldán, deslizose bonitamente por los mismos escalones que le servían de asiento, dirigiéndose con lento y atentado paso a ocultarse entre unos arbustos, con el objeto de espiar a los que nombraron a la Reina del torneo. Entretanto, sin catarse de ello, seguía impertérrito su discurso el engreído Roldán recitando con aire teatral los versos que encerraban aquel importante consejo, pues, aunque sea dicho de paso, la echaba de inteligente en la materia. Quedose por esta razón algo mohíno y despechado cuando advirtió que dos caballos eran todo su auditorio; pero es preciso confesar, a fin de hacerle justicia, que una vez desahogada su bilis arrojando cuatro votos y pasando la mano por sus tupidos bigotes, lo que más sentía era ignorar qué había sido del caballero del Cisne, a quien siempre profesó un tierno cariño, que no pudo menos de aumentarse al verle combatir con tanta gallardía; mérito sin embargo que no dejó de atribuirse sin ceremonia, creyéndolo un resultado de las lecciones que le diera en otro tiempo. Pero en medio de su perplejidad, y cuando ya se disponía a levantar la voz para llamarlo, violo salir de entre unos árboles poco distantes, y que dirigiéndose hacia él le indicaba por señas que no gritase.
-No gritaré, no gritaré, dijo Roldán con un gesto algo grave, aunque me parece que debierais tener más respeto a un hombre de mi jaez, sobre todo cuando os iba a recitar versos del mayor mérito. Por esta vez no me enfadaré con vos, y para daros una prueba de mi mansedumbre tendré la condescendencia de repetir aquella excelente trova:
Embraza el robusto, fortísimo escudo...
-Por Dios, Roldán, ved que no se trata de trovas, y escuchadme un breve instante. Sabed que a poco trecho están hablando tres pícaros, cual no los produce la playa de Sanlúcar, y me conviene escuchar su conversación por si descubro alguna trama criminal contra personas de mi conocimiento.
-¿No valiera más que arremetiésemos con ellos, y atándolos al tronco de aquellas encinas arrojasen la ponzoña que tienen metida en el cuerpo?
-He aquí el modo de que nada supiésemos de positivo: creedme, amigo Roldán, mejor será que cuidéis vos de los caballos sin moveros de esta cruz, mientras voy a enterarme de su infernal conjuración.
-Enhorabuena; y en caso de que te veas en algún aprieto no tienes más que dar un silbido: yo te arrancaré, no digo de las manos de tres pícaros, sino de las de trescientos, aunque fuese cada uno más valiente que Amadís, y más astuto que Gayferos.
A pesar de que llevaba Ramiro la armadura, era tan suelto de miembros y ágil de pies, que bien podía prometerse recorrer aquellos sitios sin temor de ser descubierto con la escrupulosa diligencia del leal perdiguero cuando olfatea las pisadas de su víctima.
No muy lejos de la cruz corría un cristalino arroyo casi oculto entre los juncos, cañaverales y otras plantas acuáticas, que se criaban en su frondosa orilla. Precisamente en la margen misma de este escaso raudal bajo de un llorón, cuyas prolongadas ramas se inclinaban hasta besar las limpias ondas, se habían colocado los que hablaban de Blanca de Castromerín, muy ajenos de que a tal hora y en tal sitio alma viviente pudiese escuchar su conversación. Deslizose el caballero del Cisne por entre las plantas de la arboleda, y apoyándose de pechos en un robusto nogal que se elevaba en terreno superior, a poca distancia de los interlocutores; no sólo recogía todas sus palabras, sino que veía sus trajes y más leves movimientos. De los tres allí reunidos eran los dos de aventajada talla, fiero tosco gabán de piel de búfalo, sujeto con apretado cinto de baqueta: llevaban casco de hierro, y contra el árbol más vecino habían apoyado un par de lanzas que parecían una muestra de las que sirvieron para la guerra de los gigantes. En cuanto al otro personaje formaba extraña contraposición con los dos hombres de armas que acabamos de describir; pues sobre ser bajo de cuerpo, suelto de miembros, y en sus gestos y ademanes inquieto y vivaracho como un mico; llevaba un traje más semejante al de los moros que al de los fieles castellanos. Su turbante amarillo y túnica verde lo daban a conocer por uno de los bárbaros que en aquel siglo inundaron la Península, la Francia y la Inglaterra, conocidos en Castilla con el nombre de gitanos, los cuales embaucaban a los sencillos y crédulos diciéndoles lo que llamaban la buenaventura, cantaban letras impúdicas y ejercían finalmente ratera y baja rapiña con toda suerte de bellaquerías. El mismo resplandor de la luna que sirvió al caballero del Cisne para apuntar en su mente todas las menudencias que llevamos referidas, hízole notar que los sañudos rasgos de los dos lanceros eran sombreados por bigotes de extraordinaria espesura, y que el rostro casi mulato del africano remataba en una negra barbilla naturalmente rizada.
-Ya te he explicado, decía entonces a uno de los hombres de armas, cual era la voluntad de vuestro único y natural señor.
-Es decir, respondió el soldado, que en caso de que no saliese vencedor del torneo, te encargó que echásemos el guante a Blanca de Castromerín.
-Precisamente; y que aguardásemos para ello a que estuviera en el castillo de su padre, porque has de saber, honrado Bullanga, que a beneficio de la buenaventura y de cuatro untos y pomadas entro en él siempre y cuando se me antoja.
-¡Diablo! Respondió el lancero: entonces no hay más sino que nos introduzcas de noche, y mientras yo y mi camarada echamos mano a la rapaza, recoges tú por vía de pasatiempo el oro y las alhajas que topes por aquellos salones, que después lo partiremos aquí mismo como buenos amigos.
-No ha de ser como tú dices, pues en el recinto de aquellos muros hay más de un jayán tan capaz de defender la honra y las riquezas de su señora, como de apreciar a tres hombres cual nosotros en menos de dos ardites.
-¡Por san Jorge! gritó el lancero, que tu negra cobardía es lo que te hace hablar de esa suerte.
-Yo no soy más cobarde que tú, maese-Bullanga, respondió el gitano, pero no es mi oficio andar a porrazos: si aspiráis a tener un guía de mi genio y perspicacia, regiros habéis por mis consejos sin salir de la emboscada hasta que yo lo mande: ahora si queréis entrar ruidosamente y a mano armada, alto pues y buscad otros que os conduzca...
-No, no, amigo Merlín, interrumpió el guerrero, don Pelayo ha dicho que eres el pícaro más a propósito para que demos felice fin a tan peligrosa aventura; sin duda el señor de Arlanza te habrá recomendado a su amigo. Pero ahora que me acuerdo, quisiera hacerte una pregunta suelta: ¿cómo demonio siendo tan buen astrólogo que andas vaticinando a cada uno el día en que se ha de casar y el mal de que ha de morir, no se te alcanzó que habían de ahorcar a tu hermano?
-Mira, Bullanga, por el mismo que denantes jurastes te aseguro que si hubiese llegado a mi noticia que cometía la sandez de ser a un tiempo el espía de don Juan de Navarra y de don Álvaro de Luna, yo propio le habría aconsejado marcase el árbol, que le pareciere más a propósito para dar el último salto sin hacer guiños ni visajes, con toda comodidad y decencia.
-¿Con que quedamos en lo dicho? preguntó el otro lancero.
-Con tal que accedáis a las condiciones que he propuesto, respondió el gitano; y antes que os marchéis jurádmelo por el cuerpo del Apóstol que guardáis en Compostela, pues ya sé que vosotros no hacéis caso de otros juramentos.
-Eres un perro incrédulo y suspicaz, respondió Bullanga, pero en fin juro...
-Aguarda, interrumpió el gitano, vuélvete hacia la derecha a fin de que te oiga el patrón de las Castillas desde el sitio mismo donde reposan sus venerados restos.
Volviéronse los soldados y juraron solemnemente no separarse un ápice de lo que mandase Merlín, después de lo cual como se levantase para marchar, tomolo uno de ellos por el brazo, y sacudiéndolo le dijo:
-¿Osarías despedirte, gitanillo sucio y mal peinado, sin honrarme primero con un par de tragos del saludable licor de la bota que cuelga de mis hombros? Pero ¡ah! me olvidaba de que eres un macho, pues sólo bebes agua para dar gusto al zancarrón de Mahoma.
-Tú si que eres el macho en hacerte esclavo del frasco y de la botella, respondió el gitano: no sé como hay quien se fíe de un babieca para comisiones que piden de suyo despejado juicio y sangre fría.
Pronunciadas estas palabras tomó el africano por una senda que conducía hacia el castillo, y echaron los dos guerreros por un camino angosto que no se separaba de la margen florida del cristalino arroyuelo. Fuese Ramiro al sitio donde dejó a Roldán, resuelto a dirigirse desde el día siguiente al castillo de Castromerín, y estar de continuo a la mira, con el objeto de frustrar cualquiera proyecto que hubiese concebido el vengativo don Pelayo. Preguntole Roldán si era cosa de echar mano a las espadas y correr hacia los pícaros cuya conversación había ido a escuchar; pero respondiéndole el del Cisne que no era del caso la menor violencia, acarició con la mano sus bigotes, y mantuvo a raya los naturales ímpetus. Montaron a caballo, y dirigiendo siempre el intrépido Roldán, tomaron la vuelta de una ermita que se hallaba como una legua más arriba del castillo de Arlanza. Cuando pasaron por el pie de los altos torreones que defendían la puerta exterior, cuyas líneas colosales eran análogas a lo vasto y descompasado de este antiguo edificio; detuviéronse un momento a contemplarlo llevados de la secreta curiosidad que inspiran los objetos que dan pábulo a la imaginación por medio de supersticiosos terrores. Bien reparó Roldán en cierta cadena de hierro colgando de una especie de aspillera, practicada en la más próxima de las dos torres; mas no quiso llamar para que les abrieran, pues sabía que el castillo de Arlanza estaba lleno de maléficos espíritus, contra quienes no valían tajos ni cuchilladas. Algunos hombres de armas colocados en lo alto de los muros, ya parecían sombras errantes deslizándose en medio de la obscuridad, ya estatuas de bronce clavadas como por adorno en aquel sitio. Todo esto unido a la espesura de las paredes, de entre cuyas piedras algo desunidas colgaban pelotones de plantas silvestres, y al lúgubre carácter de aquella habitación tétrica y solitaria, formaba una romántica armonía con el amortiguado resplandor de la luna, el aullido de las aves nocturnas, y la profunda quietud de aquellos campos.
Dieron al fin espolazo a los bridones sin hablar palabra ambos guerreros, y pronto dejaron a sus espaldas el misterioso alcázar que acababan de admirar. Iban siguiendo su viaje en absoluto silencio como embebidos en serias meditaciones, y sólo después de largo rato rompió la conversación el caballero del Cisne preguntando a su compañero la causa de una taciturnidad tan contraria a su carácter.
-Puedo asegurarte, querido discípulo, respondió Roldán, que no las tengo todas conmigo cuando navego por estos alrededores.
-Pero en suma, ¿qué sabéis de positivo entre lo mucho que se cuenta?
-Que hay una parte del castillo sin que ningún cristiano pueda habitarla, y al fin al fin tendrán que abandonarlo del todo, lo que ya hubieran hecho gentes de mejor conciencia y conducta que el pícaro de su dueño.
-¿Tan perverso es el señor de Arlanza?
-Mil veces peor, respondió Roldán, que los osos y jabalíes que andan hambrientos por las revueltas casi laberínticas de esas montañas. Rodéale un enjambre de amigos, menospreciando como él toda idea de honradez, toda autoridad civil y religiosa, con cuyo crédito y auxilio comete en sus vasallos y vecinos las más sacrílegas violencias. Su carácter es feroz, sanguinario, y su figura indica todo el veneno y la impureza de su alma. ¡Plegue a Dios que la lanzada que le has asestado con tanta gallardía en el torneo de Segovia, lo ponga por mucho tiempo en estado de no vestir la armadura!
-Pues ya no extraño que sea tan camarada del adalid que sostenía, dijo el caballero del Cisne.
-Lo es, respondió Roldán, porque así conviene a sus miras ambiciosas; pero yo te juro por el santo Sepulcro, que si mañana cayera el condestable de Castilla, don Rodrigo de Alcalá sería el primero que diese de puñaladas a su primogénito para hacerse buen lugar con el nuevo favorito.
-¡Vive Dios! exclamó Ramiro, que si otra vez vengo a las manos con hidalgo tan infame, no lo suelte hasta purgar la tierra de semejante monstruo.
Llegaron en esto al pie de una ermita construida a la otra parte del camino real, dando idea en todo su aspecto de una simplicidad evangélica. Acercose el caballero del Cisne y llamando con un canto, contestaron desde adentro dos grandes perros con espantosos ladridos. No era a ellos a quienes deseaba despertar, por lo que repitió los porrazos con más fuerza, haciendo temer que si tardaban en abrirle, no resistiría por largo tiempo la puerta a tan furibundos golpes.
-¿Quién llama a tales horas? dijo entonces desde el fondo una voz desmayada y penitente.
-Un pasajero extraviado que pide la hospitalidad para esta noche.
-Pasad adelante, hermano, respondieron, y no interrumpáis a un pecador en sus pobres oraciones.
-¡Voto a brios! gritó el del Cisne, que si me hacéis pasar la noche al raso heme de divertir echando la puerta el suelo.
-No haréis tal, replicó el ermitaño, que os gritaré con tales señas para hallar buena posada; que os deis por más que medianamente satisfecho de mi voluntad y cortesía. Echad por el atajo de la derecha, hermano, y tened cuenta con no despeñaros en cierto barranco, a cosa de media legua de este sitio: algo más arriba se percibe el sordo rumor de un río precipitándose por un cauce muy profundo: pasaréislo por un puente roto en lo que daréis gallarda prueba de intrepidez y agilidad. Después de esto apenas hay peligro que vencer: no obstante guardaros habéis de una cuadrilla de bandoleros que...
-¡Por vida del salto que dio Luzbel del cielo a los abismos, gritó Roldán sin poder contenerse, que si no abres esa puerta de alcornoque, he de aporrear tu cuerpo con la cuerda misma que lo ciñe! Ven acá, ladrón descomulgado, ¿quién te ha dicho que a dos caballeros como nosotros los tires por un barranco, los precipites desde un puente, o los hagas dar en manos de salteadores de caminos? Abre te vuelvo a decir, por vida de san Jenaro, o reza el acto de contrición si lo sabes de memoria.
-Allá voy, amigo Roldán, respondieron de la ermita; ¡quién diantres había de sospechar en la honra de tan alegre huésped!
-Ya: dijo Roldán; como andaría perdido su reverencia en espirituales meditaciones, no se curaba mucho de socorrer a los caminantes descaminados.
-Y no solamente por eso, replicó abriendo el ermitaño, sino por no figurarme que personas de tan ilustre jaez pidiesen la hospitalidad a mi humilde puerta.
Entraron los dos guerreros en la ermita después de acomodar los caballos en un mal pesebre formado por el ingenioso anacoreta en uno de sus extremos. Pidió el caballero del Cisne algo para cenar, y colocando su huésped sobre una mesita cuatro puñados de avellanas y frutas secas, indicó por señas ser aquella la única comida que podía ofrecerles. Era nuestro ermitaño un motilón de regular estatura, largo de brazos, recio y robusto, ostentando la cerviz de un toro y unos puños capaces de meter miedo al mismo Milón de Crotona. Sus ojos negros y penetrantes, sus carrillos frescos y redondos, la nariz algo aplastada, y dos órdenes de dientes más a propósito para luchar con sendos tasajos de vaca y de carnero, que para emplearse en frutas y otras fruslerías semejantes; iban muy mal con la poblada barba, el aire de humildad y penitencia, la voz enfermiza y plañidera y la desaliñada túnica de color pardo.
Echó Roldán una ojeada de cólera a la frugal comida, y mirando de través al cenobita, no sé que murmuró entre dientes, que le hizo dejar por un momento su ademán compungido y religioso.
-Ya veo, dijo, que mi compadre Roberto pone desabrida cara a mis nutritivos alimentos: quiera Dios, añadió con cierta sonrisa, inspirarle el deseo de moderar su gula y mortificar su cuerpo comiendo legumbres y bebiendo agua-chirle.
-Mejor sería, respondió el guerrero, que pasarlo panza arriba sin probar lo uno ni lo otro. Sin embargo pareciérame del caso, padre mío, que hicieseis un reconocimiento por la ermita, a ver si aquel benefactor de marras, al piadoso guardabosque, ha dejado por ahí manjares más dignos de vuestras robustas quijadas.
-Antes de todo, interrumpió Ramiro, haced callar ese par de mastines que no cesan de gruñir y amenazarnos.
-Ya hubiera despachado uno de ellos, replicó Roldán, a no ser por la opinión en que estoy, de que harán paces con nosotros en cuanto vean que su amo nos trata como amigos. ¡Oh! su olfato y el mío corren parejas.
-Creed, nobles hidalgos, dijo el ermitaño, que si alguna vez he deseado los socorros de mi amigo el guardabosque es en la presente. Veré si ha quedado algún residuo de lo que últimamente puso en esta alacena, y no para mi recreo, pues sabe que rehúso al paladar bocados tan exquisitos, sino a fin de que pudiese regalar con ello a huéspedes de más ilustre cantera.
Mientras esto hablaba dirigiose a un armario abierto a pico con mucho disimulo en uno de los ángulos de la estancia, y púsose a registrarlo con afectada escrupulosidad. Vio dentro de él el caballero del Cisne varias armas ofensivas, instrumentos para cazar, y un arpa al parecer descuidada y polvorosa.
-En efecto, prosiguió el cenobita dando fin a su registro; Roldán tiene excelente olfato: todavía queda con que honrar a personas de importancia. Vaya, caballeros, añadió dirigiéndose a ellos: refocílense con esta liebre fiambre, mientras voy a calentar un par de perdices adobadas con su cebolla y sus garbanzos, dignas de presentarse al mismo Rey de Castilla. Ahora en cuanto a la bebida tendrán que alabar a Dios con el agua pura de un bendito manantial que corre a poca distancia de la ermita.
A todo eso había ya encendido lumbre y calentaba las perdices del guardabosque en la estrepitosa llama que empezaba a elevarse por la celda: púsolas después sobre la mesa halagando con ellas la vista y el olfato de sus despabilados huéspedes, que comían como suele decirse a dos carrillos. Sobre todo el bravo Roldán mascaba con la voracidad y apetito de un jaque que tuviese hambre canina, y no se le presentase con sobrada frecuencia un banquete tan opíparo y sabroso.
-Si mal no me acuerdo, padre mío, dijo con la boca llena, la otra vez que tuve la honra de ser obsequiado por vuesa reverencia quebrantasteis la costumbre de no probar más que legumbres, y aguzasteis mi apetito comiendo con gallardía y menudeando los brindis. Dígolo porque yo sé que holgara mi compañero de veros tomar parte en nuestra cena.
-Verdad es, respondió el cenobita; pero si supieras, hijo mío, las severas penitencias con que he castigado aquella culpa, no me tentarías para que volviese a cometerla.
-Bah, bah, dijo Roldán, sentaos en ese medio tronco de encina, y echad ese nuevo pecadillo en mi celada. Arrímolo porque no sois de tan duro corazón que paguéis mi urbanidad con un desaire.
-No, por el bienaventurado san Pacomio, respondió el ermitaño: yo espiraré a su tiempo con abundancia de ayunos y toda clase de abstinencias el pecado que me hacéis cometer a fuerza de cortesía.
Sentose a la mesa el robusto cenobita y empezó a comer con dificultad y melindre, cual si le costase mucho vencer la repugnancia de quebrantar su santa regla. No obstante, así que hubo engullido los primeros bocados, despertose su buen humor, y arremetiendo de nuevo con las perdices y la liebre, empezó a sazonar la comida con agudezas y donaires. Contemplábale absorto el caballero del Cisne, pero Roldán, que era el único que le hacía frente en los chistes y sales algo picantes de la conversación, no se admiraba ni hacía alto en tal mudanza, por creer que la cosa más natural del mundo era el comer cuando se presentaba ocasión de hacerlo, a pesar de la dieta que recomendara Hipócrates, o de la austeridad santa que predicó san Benito. Lo que sí le afligía con agudísimo dolor era la vista del jarro lleno de agua, que sin que nadie le hubiese hablado palabra a pesar de su recomendación milagrosa, elevábase sobre la mesa de aquel rústico banquete. Mirábalo el veterano con desencajados ojos, y casi le saltaban las lágrimas al pensar que al cabo al cabo habría de limpiarse la boca con aquel malditísimo brebaje. Notó su tristeza el compasivo ermitaño, y viendo al propio tiempo que le iba ya faltando por pegársele la lengua al paladar el caudal de coplas, bufonadas y sentencias, no pudo resistir por más que quiso a tan tierno y congojoso espectáculo.
-Por vida de mi padre, exclamó haciendo temblar de una puñada la endeble mesa, que me parece imposible no dejase el guardabosque algún poco de licor con que rociar estos sabrosos manjares.
Chispearon de alegría los ojos de Roldán al oír esto, y tendiendo los brazos al anacoreta, conjurole por cuantos santos moraban en el paraíso para que registrase de nuevo los rincones y escondrijos de la ermita, pues no era posible que un hombre, tan de bien y tan corriente como el guardabosque, no dejara en alguno de ellos con que alumbrar viandas tan exquisitas. Practicolo el ermitaño, y después de correr de un lado a otro removiendo los trastos de la celda y visitando sus huecos y madrigueras, volvió con aire triunfante llevando en la mano una vasija llena del aromático licor, capaz de satisfacer a una docena de medianos bebedores. Alargó el brazo Roldán cual si quisiera aligerar al cenobita de su peso, y arrimándola a las narices meneó la cabeza a un lado y a otro como aprobando la cantidad y la calidad del néctar que contenía.
-Eso sí que se llama tratarme a guisa de antiguo camarada, exclamó, y por cierto que no he de olvidar en toda mi vida tan señalado servicio. Lástima, santo varón, que no podáis seguir la milicia, pues con un carácter tan corriente y leal, sería su reverencia un muy bizarro guerrero. A vuestra salud, padre mío.
-Lástima, respondió el ermitaño, que cuatro escrúpulos de monja no te permitirían abrazar la religión que yo profeso, pues estoy cierto de que con ese genio impetuoso y entusiasta serías mejor anacoreta que yo mismo.
-¿Lo ves, discípulo, dijo Roldán alborozado al oír esto, como es verdad lo que te hablaba esta misma noche de las cualidades que reconozco en mí para honrar el cordón y la cogulla?
-Lo que realmente veo, respondió el del Cisne, es que si seguís tragueando con tanta frecuencia, ya puede ser que amanezcáis en Italia.
-Eres un mentecato, dijo Roldán, y te faltan todavía diez campañas para tener firme a igual número de botellas.
-No me precio de lidiar con tanto brio en la mesa del festín como en la arena del palenque, y por lo tanto mientras lucháis con su reverencia, yo le pediré permiso para descolgar un arpa que he visto dentro del armario, y ensayar en ella cierta canción báquica que aprendí en los juegos florales de mi tierra.
-Digo, respondió Roldán, que es de lo poco bueno que te he oído desde que hemos vuelto a vernos. Ea, hermano, alcanzadle el acordado instrumento, y que los acentos del nuevo trovador solemnicen el sonoro menudeo de los brindis.
Ya en esto tenía el arpa en la mano el caballero del Cisne haciendo lo posible para afinarla. Logrolo al fin, y con suma complacencia de su auditorio, cantó los siguientes versos al compás de los aplausos con que los interrumpían Roldán y el cenobita, que parecía echarla también de conocedor en la gaya ciencia.
Bramen sañudos los vientos
mientras bramen por defuera,
y resuene en mi cabaña
el trin, trin de las botellas.
Hiende la lluvia los aires;
retumba el trueno: la sierra
estremécese: mil rayos
relumbrando serpentean.
Desde el altivo Pirene
los torrentes se despeñan,
árboles, chozas arrastran,
roncos, indómitos ruedan.
Del honditonante río
al ímpetu airado tiembla
sobre sus hondos cimientos
robusto alcázar de piedra.
La velluda piel eriza
y hambriento bramido suelta
el oso de esas montañas,
desde su lúgubre cueva.
Brame sañudo en buenhora,
rayos caigan por defuera,
mientras se oiga en mi cabaña
el trin, trin de las botellas.
-¡Por los sagrados cielos, exclamó Roberto al oír la última copla, que me parece estar entre las sirenas de Nápoles! ¡Hombre! ¿cómo te lo has hecho para aprender este diluvio de cosas en tan breve tiempo? Preciso es confesar que en los muchachos de ahora hay más ingenio y travesura que en los de mi época: de antes no se confundían el arpa del trovador, el libro del religioso y la espada del caballero; pero ahí tenéis, reverencia, un perillán, que lee mejor que vos, y combate cual yo mismo.
-Decidme su nombre, exclamó el ermitaño, para que lo honremos también con una de nuestras libaciones.
Iba Roldán a verificarlo, pero adelantose don Ramiro respondiendo con cierta sonrisa más maligna que sincera:
-Llámanme el caballero del pájaro; hay quien le añade el epíteto de medroso; pero nada creáis, os aconsejo, pues que antojos son del vulgo. Y a vos, padre mío, ¿cómo os llaman por la sierra?
-El ermitaño de Arlanza, replicó con el mismo aire socarrón el jovial anacoreta: hay quien le añade el epíteto de santo, pero nada creáis, os aconsejo, pues que antojos son del vulgo.
-Caiga sobre mí un convento, exclamó el veterano, si entiendo esa ridícula jerigonza. Roberto de Maristany me pusieron en la cuna, y llámanme Roldán por sobrenombre, no solamente el vulgo necio, sino hidalgos y plebeyos, hombres de ingenio y mentecatos.
Con tan festivas pláticas iban pasando la noche bajo aquel humilde techo, sin que Roldán ni el anacoreta se diesen todavía por vencidos, a pesar de estar casi apurada la vasija del precioso néctar, ni se cansase el caballero del Cisne de animarlos en su báquica contienda con donosos cantares que les arrancaban frecuentes vivas. Tenían ambos campeones brillantes los ojos, suelta la lengua, ardiente el rostro y algo destemplado el metal de la voz, pruebas de que iba haciendo su efecto el vigoroso licor que habían bebido; cuando interrumpieron a deshora su jovial pasatiempo dos golpes reciamente aplicados en la puerta de la ermita. Lo primero que hizo el anacoreta fue recoger la vasija y demás destrozos de aquel campo de batalla para encerrarlo en la alacena, mas no gastó tan poco tiempo en esta operación que no exaltase la impaciencia y desabrido humor de los que llamaban desde el campo.
-¿Abres, gritaban, ermitaño de los demonios? Bien decía yo que te había de pillar a tales horas más borracho que una cuba.
No sabían muy bien el cenobita aquellos familiares elogios, algo sonrojado de que los escuchasen sus huéspedes; pero al fin fue necesario abrir la puerta, por la que entraron los dos lanceros que había visto el caballero del Cisne hablando con el gitano Merlín. Sorprendioles al parecer el hallar a Roldán y su discípulo en la ermita, y estuvieron un momento llenos de perplejidad e indeterminación, no sabiendo a que atribuir aquella extraña ocurrencia. Murmuraron algo entre sí, y dirigiéndose después al ermitaño atrajéronlo a un rincón sin hacer caso de Maristany ni de Linares, y echándose de ver por lo que pasaba entre ellos, que enteraban a su huésped de algún importante secreto. Hablaban tan bajo al principio, que nada pudo entreoír el caballero del Cisne por más que procuraba inspirarles confianza, manifestando estar distraído con el instrumento que tenía delante; pero animose el diálogo de los tres interlocutores, y dejaron percibir las siguientes palabras, convencidos quizás de que no podía oírlas el hijo de Pimentel a causa de su distracción, y mucho menos Roldán que ya daba muestras de querer digerir lo que había engullido, con las piernas estiradas, la cabeza apoyada en la pared, los ojos casi cerrados, sacando un rostro de media legua de andadura, una boca muy abierta y aquella respiración gutural, propia de un hombre próximo a sepultarse en el más profundo sueño.
-Cuanto más pienso en ello, decía el anacoreta, menos me place la aventura. Dígote, hermano Bullanga, que el meternos en el castillo de Castromerín es tan arriesgado, como introducir la cabeza en la boca de un cocodrilo.
-Eres un pobre hombre, respondió el lancero, y paréceme que se te va pegando algo de ese beaterio que finges. Mejor fuera que no admitieses en la ermita a gente desconocida que negarte a casos de honra.
-Mira, Bullanga, repuso el ermitaño, yo no me niego a casos de honra; dígalo el haberme encargado del difícil papel de anacoreta para mejor servir a don Rodrigo y don Pelayo; pero a ti que te puedo hablar ingenuamente, te confieso como no me gusta que nos metan en descabelladas empresas. ¡Hum! eso me huele a licenciarnos para el otro mundo, pues, como suele decirse, cubre la yerba del cementerio los más recónditos secretos: soy perro viejo y basta.
-¿Y qué dirás, alma mezquina, insistió el soldado, cuando sepas que el mismo don Pelayo estará allí con nosotros?
-Diré que no tengo dificultad en seguirle. Con la ayuda de Merlín para fraguar el plan, y la presencia de don Pelayo para responder de sus resultas, hallo el negocio moneda corriente.
-Ea, pues, despeja la ermita de ese par de zánganos, y encájate el hábito de nuestra orden.
-¿Zánganos dijiste, amigo Bullanga? Sabe que aquel babieca que no hace más que bostezar, es capaz de habérselas con una docena de jayanes. En cuanto al otro me parece todavía algo novicio, pero los elogios de su compañero, y cierta discreción que he notado en él, hácenme sospechar que es hombre de pro, igualmente dispuesto a no dejarse aterrar por malandrines ni vestiglos. Deja pues que acaben de pasar la noche en nuestra ermita; que yo sé que echarán a correr en cuanto rompa la aurora.
-Muy bien dicho, compadre, replicó el otro lancero: que imprudente fuera en vísperas de un ataque armar sin más ni más otra jarana.
Dividiéronse aquellos tres hombres de bien, y habiéndose echado por los rincones de la celda, procuraron descansar lo poco que faltaba de la noche. Dormía en tanto Roldán con la misma holganza y frescura que si se hallase tendido en cama de blandas pieles, y velaba nuestro héroe por temor de que no parase en bien todo aquel diluvio de coloquios y extraordinarios sucesos. La conversación de los lanceros con el fingido ermitaño, que pudiera llamarse la segunda parte de la que tuvieron antes con el astuto Merlín; hizo que al despuntar el alba se apresurase a dispertar a Roberto, quien todavía a pierna suelta roncaba. Diole en el rostro con el cuento de la lanza, pero viendo que no entendía su amigo semejantes indirectas, asiole de un brazo y tiró con tanta fuerza, que habría bastado para dispertar un muerto.
-Reniego de tal alcaide, dijo Roldán soñoliento: con un adarme de compasión que tuviera, ayudárame a tragar tan malas nuevas con un frasco de aguardiente. Al fin, al fin, sólo una vez podrás ahorcarme, hermano verdugo, pero aquel judío deja mi gaznate más de ciento tan seco como un esparto.
-Levantáos, vive Dios, interrumpió en voz baja su discípulo agarrándole por la gola; enhoramala requebrasteis anoche la vasija para que todavía andéis soñando en ella.
-¡Quita esas manos, perro! prosiguió Roldán medio dormido: paréceme que tengo trazas de subir ligerito la escalera, sin necesidad de que me ayudes, loado sea Dios.
Abrió no obstante los párpados y mirando en torno lleno de torpe admiración, quedose con la boca abierta, fijando unos ojos desencajados en el caballero del Cisne.
-¡Pardiez! exclamó: ¿con qué eres tú, Ramiro? Mucho te lo agradezco, pues creí que me había echado el guante el señor de Arlanza y me colgaban por adorno en la puerta de su castillo. Oye, caro discípulo: agitábase delante de mí una soga en línea perpendicular; sentía acá en la garganta la maldita picazón de la golilla de esparto, y todo parecíame corriente para danzar al aire libre sin tocar con la punta de los pies de tres varas en el suelo.
-Basta de locuras, Roldán, díjole el del Cisne: el demonio de los borrachos a quien sin duda habéis vendido ese cuerpo...
-Y por poca cosa: diome por él un barril de Valdepeñas: el contrato se estipuló en una taberna, pero...
-Cuando iba a suplicaros, atajole con afligido tono don Ramiro, que me ayudaseis en cierto negocio del que depende la felicidad de mi vida; os empeñáis, amigo Roldán, en desesperarme: paréceme que no podremos volver juntos al castillo de mi padre como deseabais anoche: esas imprudencias acarrearían mi desgracia, y como tengo enemigos de consideración en Castilla no os perdonarían la generosa amistad que...
-Por Dios no hables de separarnos, hijo mío, interrumpió Roldán a su vez con enternecimiento: siento que de esa suerte te amohínes por una chanza y nada más. Ya ves que los que todo lo perdieron en medio de tantas guerras, y andan errantes por países enemigos sin más perspectiva que una cárcel, o recompensa que un suplicio; son acreedores a tu indulgencia si hacen por olvidar las horas junto un frasco del rancio y vigoroso Valdepeñas. En fin aquí me tienes, discípulo: dime a donde hemos de ir; y ya verás si merece ser tu camarada el que mereció en otro tiempo darte lecciones de esgrima.
El tono de franca y grosera ternura con que pronunció Roldán estas palabras, disipó todo el resentimiento del caballero del Cisne. Acordose de los cariñosos cuidados de que le era deudor, y apretándole la mano volviole toda su jovialidad y charlatanería. Ensillaron los caballos, y alejáronse de la ermita sin despedirse de los que quedaban en ella, al parecer sepultados en el sueño. De camino instruyó el hijo de Pimentel a su antiguo maestro de cuanto ocurría, por lo que dirigieron hacia el castillo de Castromerín para desbaratar cualquiera proyecto fraguado por el señor de Arlanza, o don Pelayo de Luna. A uno y a otro aborrecía de muerte Roberto de Maristany, no sólo por su orgullo y desenfreno, sino a causa también del empeño con que perseguían a su patria, y aprovechaban todas las ocasiones para ultrajar la casa de Pimentel. Testigo de la injusticia que hicieron a don Ramiro en el torneo de Segovia, ardía en deseos de vengarla, y daba gracias al cielo de que tan pronto le proporcionase ocasión para ello; aunque no dejaba de hacerle mella la idea de que sus esfuerzos hubiesen de redundar en beneficio de otra familia, igualmente enemiga de los Linares de Aragón. Verdad es que en la relación del discípulo entreveía sus amores con la Reina del torneo; pero Roldán se burlaba de esas niñerías, y estaba en la opinión de que la misma reina Ginebra no valía dos ardites al lado de un camarada, un combate, o un frasco de vino añejo.