Los bandos de Castilla: 01


editar

La novela de los Bandos de Castilla tiene dos objetos: dar a conocer el estilo de Walter Scott, y manifestar que la historia de España ofrece pasajes tan bellos y propios para despertar la atención de los lectores, como las de Escocia y de Inglaterra. A fin de conseguir uno y otro intento hemos traducido al novelista escocés en algunos pasajes e imitádole en otros muchos, procurando dar a su narración y a su diálogo aquella vehemencia de que comúnmente carece, por acomodarse al carácter grave y flemático de los pueblos para quienes escribe. Por consiguiente la obrita que se ofrece al público debe mirarse como un ensayo, no sólo por andar fundada en hechos poco vulgares de la historia de España, sino porque aún no se ha fijado en nuestro idioma el modo de expresar ciertas ideas que gozan en el día de singular aplauso. No es lícito al escritor el crear un lenguaje para ellas, ni pervertir el genuino significado de las voces, ni sacrificar a nuevo estilo el nervio y la gallardía de las locuciones antiguas. Sólo le queda el recurso de buscar en la asidua lectura de las obras de aquellos varones reputados como los padres de la lengua, el modo de que se preste a los sutiles conceptos, a las comparaciones atrevidas, y a los delicados tintes del lenguaje romántico, por hallarse algo de esto en el místico fervor de Yepes, San Juan de la Cruz, Ribadeneira y otros autores ascéticos. Pero el que dedicándose a trabajo tan ímprobo consuma largas vigilias tras del hallazgo de esas correspondencias con blando tacto, examen culto, y filosófico criterio, deberá ceñirse a desempeñar el frío papel de preceptista, puesto que difícilmente le quedará tiempo, ni calor en la imaginación para entregarse al divino entusiasmo de la poesía, ni para forjar la máquina de una novela.

Mucho halagará nuestra propia emulación entrar en la escabrosa contienda del mérito comparativo de la literatura clásica y la literatura romántica, a no creer sobrado larga, si bien no ajena de este lugar, la explanación de los diversos principios en que una y otra se fundan. Este es el expediente que desde muchos años está sobre la mesa, y acaso sólo falta que sean universalmente conocidas las obras de Tomas Moore, lord Biron y Walter Scott [1], para que se pronuncie debidamente la sentencia. Manifestar las bellezas que sobresalen en el estilo de Homero y las que más recomiendan el de Osián; reconocer el origen de donde dimanan las primeras, y porque tan a menudo se amalgama y confunde en las segundas la naturaleza y el arte, la imaginación y el juicio, lo terrestre y lo divino, el hombre montaraz y el hombre civilizado; indicar la misteriosa armonía que percibe la mente humana entre objetos al parecer tan opuestos y contrarios, y proceder sobre todo con aquella buena fe que hiciese traslucir en nuestro arrojo no tanto un impulso de vanagloria como un espíritu de celo y de verdad, fuera el plan que nos habríamos propuesto, si nos permitiesen los límites de un prólogo el desenvolver estas ideas, y tomar parte en una cuestión para nosotros célebre a la vez y desconocida.

Libre, impetuosa, salvaje por decirlo así, tan admirable en el osado vuelo de sus inspiraciones, como sorprendente en sus sublimes descarríos, puédese afirmar que la literatura romántica es el intérprete de aquellas pasiones vagas e indefinibles, que dando al hombre un sombrío carácter, lo impelen hacia la soledad, donde busca en el bramido del mar y en el silbido de los vientos las imágenes de sus recónditos pesares. Así pulsando una lira de ébano, orlada la frente de fúnebre ciprés, se ha presentado al mundo esta musa solitaria, que tanto se complace en pintar las tempestades del universo y las del corazón humano: así cautivando con mágico prestigio la fantasía de sus oyentes, inspírales fervorosa el deseo de la venganza, o enternéceles melancólica con el emponzoñado recuerdo de las pasadas delicias. En medio de horrorosos huracanes, de noches en las que apenas se trasluce una luna amarillenta, reclinado al pie de los sepulcros, o errando bajo los arcos de antiguos alcázares y monasterios, suele elevar su peregrino canto semejante a aquellas aves desconocidas, que sólo atraviesan los aires cuando parece anunciar el desorden de los elementos la cólera del Altísimo, o la destrucción del universo.

Muy distantes de creer que nos quepa ni una ligera parte del fuego inmortal que la arrebata, solamente procuramos remedar el tono de los pocos ingenios que se han mostrado hasta ahora dignos de seguir sus huellas. Si no lo hemos conseguido en la presente composición, ni tampoco lo lográsemos en las que detenidamente escribimos, insiguiendo el mismo plan, sobre los reinados de Pedro el Cruel, Alfonso el Sabio, e Isabel de Castilla, nunca deberá atribuirse a falta de animación e interés en estos famosos cuadros de nuestros anales, ni menos a desaliño u poco gusto de los acabados modelos que nos propusimos.

Pero con el mismo movimiento de imparcialidad que hemos confesado estas ventajas en orden a las épocas que acabamos de distinguir, diremos también que la de don Juan el II no es la más a propósito para una novela histórica, a causa de no resplandecer en ella un carácter esencialmente marcado por grandes vicios, admirables virtudes o sobresaliente valor, como oportunamente nos ofrece el siglo del rey don Pedro y el de Isabel la Católica. Con semejante recurso aunque lánguida sea la narración y poco digno de interesar a los lectores el plan del argumento, brilla y anímase la escena cuando aparece el personaje dominante de la historia, por poco que se advierta algún tino y robustez en el pincel que lo describe. No de otra manera nos sorprenden en los cuadros del Greco aquellas figuras de líneas colosales, que sin guardar proporción con las demás las prestan algo de su propio espíritu y energía por el maravilloso efecto de una contraposición bárbara o sublime.

Inténtase suplir a tal inconveniente introduciendo en la obra a don Enrique de Aragón, hijo del infante del mismo nombre, a pesar de que no fue públicamente conocido hasta después de la muerte de don Álvaro de Luna [2], y delineando con rasgos algo heroicos y valientes al último conde de Urgel. Y al efecto de reunir estos adalides donde figurasen de un modo digno del vengativo y marcial aliento que los animaba, y desplegando cada uno el carácter que le era propio, píntase la batalla de Aivar contra el sentir de los historiadores que pretenden que los castellanos no tomaron parte en ella, no obstante convenir todos en que la corte del rey don Juan, por sugestiones de don Álvaro de Luna, decididamente protegía al malogrado príncipe de Viana. Si es positivo que acudiera por aquel tiempo a socorrerle don Enrique de Castilla, no sólo preséntase como errónea la opinión de que sin haber hecho cosa alguna tomase a deshora la vuelta de Burgos con sus tropas por la contradicción notable que en sí encierra; sino también por las escasas noticias de tan memorables sucesos, y lo discordes y descuidados que anduvieron los cronistas acerca de ellos, como lo lamenta y lo reprende el elocuente Mariana [3].

Por más que han sido varios los pareceres sobre la inocencia de don Álvaro de Luna [4], y que famosos ingenios lo defienden, y otros no menos nombrados lo acusan, creímos deber seguir el dictamen más fundado, pintando en aquel condestable de Castilla un cortesano supersticioso [5], soberbio, avariento [6] y vengativo, a quien enconaban y desesperadamente enfurecían los que, llevados del empeño de derribarle, no perdonaban medio ni ocasión de conseguirlo [7]. De esta manera, sin adulterar los hechos de aquella época [8] en términos que la presenten bajo otro aspecto de que realmente tuvo, y esforzándonos en desenvolver nuestro plan no desfigurando el carácter de los más esclarecidos varones [9] que florecieron en ella, hemos procurado dar impulso a la narración por entre el estruendo de las disensiones y revueltas que hacen conocidamente curioso el reinado de don Juan el II.



  1. Sir Walter Scott es inimitable cuando pinta las flaquezas del corazón humano: lord Biron cuando nos revela sus misteriosas dudas y el terrible vaivén de sus pasiones; pero Tomas Moore, dotado de tanta delicadeza y buen gusto como el pintor de Urbino, parece haber nacido para cantar la hermosura y el purísimo éxtasis de los ángeles.
  2. Señalóse doce años después en la batalla de Prats del Rey, dada entre el príncipe don Fernando y el condestable de Portugal. Hasta el de 1469 no fue hecho duque de Segorbe, por especial merced de su tío el rey de Aragón.
  3. Para los fundamentos que, además de las razones alegadas, hayamos tenido en orden a la importancia de la batalla de Aivar, y a si pelearon los castellanos en ella contra don Juan de Navarra, pueden verse algunas trovas de Guillén de March y varios de los documentos, existentes en el archivo de la corona de Aragón, relativos a la parte que tomó acaloradamente Cataluña por el príncipe don Carlos.
  4. Nos objetarán tal vez que hemos exagerado las relajadas costumbres del hijo de don Álvaro de Luna, y la perversa codicia de don Rodrigo; pero léase lo que dice acerca del primero el juicioso autor de las semblanzas Fernán Pérez de Guzmán, y las notables palabras con que pondera la sed de las riquezas, deshonestidad, insultos y atropellamientos de los grandes de aquel tiempo, para que se vea que no hemos faltado a la verdad histórica pintando estos mismos vicios en aquel señor de Arlanza.
  5. Para demostrar la superstición del condestable (aunque debe decirse en su abono que semejante defecto era peculiar a su siglo), no hay más que observar en nuestros historiadores y cronistas las varias consultas que hizo a los más famosos astrólogos, habiéndole efectivamente vaticinado en una de ellas que moriría en cadalso. De aquí fue que nunca quiso poner los pies en un lugar de sus dominios, el cual llevaba este nombre.
  6. Véase lo que dice con respeto a su codicia Gil González Dávila en su teatro eclesiástico de las iglesias metropolitanas, y catedrales de las dos Castillas.

    «Tenía el maestre sin bajillas de oro y plata un millón y medio de doblas de la vanda, y de monedas de Aragón y de otras partes ochenta cuentos, y siete tinajas de doblas Alfonsinas y Florentinas. De todo llevó el rey las dos partes, y la tercera la consorte del maestre.»

    Esos grandes tesoros, que parecen mayores aun si se considera la época en que fueron allegados, los acaudaló el condestable en el tiempo de su privanza, puesto que a ella debió únicamente su fortuna. Añádase a esto los muchos que empleaba en el regalo de su persona, en el lucimiento de su casa, y en sostener tan fuertes y numerosos castillos como poseía.
  7. Acaso no desagrade a nuestros lectores la noticia de ciertos cargos que prueban el artificio y el encono con que se hizo su proceso. Dícese entre otras cosas, que preguntándole el rey por la muerte de Alonso Pérez de Vivero, respondiole el condestable: Voto a Dios que si otro me lo demandase cien dagadas le diera con esta daga. Que un fraile de hábitos blancos pidió por merced al rey le entregara un anillo de oro que brillaba en uno de los dedos de su mano, y habiéndole respondido: no puedo, pues tengo hecho juramento al condestable que me lo dio de nunca sacarlo del dedo, repuso el religioso; que sobre su corona tomaba aquel indiscreto juramento. Que entonces, dándole el rey el anillo, hízolo el fraile pedazos; e le mostró dentro del anillo al mismo rey pintado, e una aca, y el dicho rey la estaba besando.
  8. Los que deseasen saber las opiniones que reinaron en orden a la caída y anterior conducta de don Álvaro de Luna, lean el Centón Epistolario del bachiller de Ciudad Real, la crónica del rey don Juan el II, la del gran cardenal de España, escrita por el doctor Salazar, las semblanzas de Guzmán, los muchos privilegios, cédulas reales y otros documentos que existen en los archivos de sus descendientes, y la crónica del mismo don Álvaro, escrita, según Pellicer, por un don Antonio Castellanos, opinión que siguieron don Nicolás Antonio y Frankenau en su Biblioteca Heráldica, y que con crítica tan imparcial como justa ha desmentido después don José Miguel de Flores, secretario de la real academia de la historia.
  9. Heme hallado en las victorias de la república, dice un autor francés de nuestros días, y en los voluptuosos festines del directorio: he visto la pompa del consulado, la grandeza del imperio, los triunfos de Valmy y los funerales de Waterloo: me precio de comprender el carácter de tan diversas épocas, y aun puedo decir que según ellas acomodaba el mio dejándome como arrastrar de su peligrosa influencia; y temo sin embargo no conocerlas lo bastante, no digo para escribir su historia, sino hasta para deslindar algunas facciones de los más célebres personajes que hayan de figurar en ella.