Los bandidos de Río Frío - Tomo I/Las Brujas

Los bandidos de Río Frío - Tomo I: Novela naturalista humorística, de costumbres, de crímenes y de horrores (1891)
de Manuel Payno
Las Brujas



capítulo iii
Las Brujas



A

on Espiridión, que no había hecho gran caso de la buena nueva que le comunicó D.ᵃ Pascuala, que toleró las visitas del doctor Codorniu y las juntas de médicos, sólo por darle gusto y que en los primeros meses no había creído en la próxima llegada de un heredero, se alarmó de veras cuando notó evidentes síntomas y observó que su cara mitad estaba muy lejos de guardar el aspecto ordinario.

—Ya esto pasa de castaño oscuro,—le dijo una noche cuando acabaron de cenar y se habia marchado á la cama el heredero de Moctezuma.

—Sí que pasa,—respondió D.ᵃ Pascuala,—y no lloro por no afligirte y porque nada se consigue con eso, pero creo que me voy á morir.

—Morirte no, eso no, mujer, pero sí otra cosa... no sé lo que será, pero es necesario que te pongas en cura formalmente...

—¡Fresco estás! ¿qué más cura quieres? ¿No ha venido el mejor doctor de México, no ha habido junta de médicos, no me he tomado ya cuatro botellitas y he andado no sé cuantas leguas? ¿Qué más quieres?

—A eso no le llamo curarse,—contestó el marido,—y nunca he tenido fe en los médicos. No tenemos más medio sino ocurrir á las brujas. Por más que diga todo el mundo que no hay brujas, yo sí lo creo y los hechos lo dicen. Todos los días las vemos y sobre todo la enfermedad que tú tienes sólo ellas la saben curar.

—Pues yo no creo en las brujas, pero con tal de sanar, sean brujas ó curanderas, estoy resuelta á todo. Enviaremos á llamar al doctor por última vez, si te parece.

—Es inútil, te mandará lo mismo, ya hemos gastado buen dinero, y el maiz está bajando de precio, y la cebada no pinta bien. Las brujas nos costarán poco, pero no es por el dinero, sino porque aunque veas á todo el proto medicato, no te han de sanar.

—Pero ¿de quién nos valdremos?

—¡Toma! eso es fácil, buscaré á la herbolaria que ha solido venir por acá y ha rejuntado en el cerro yerbas que dice son remedio eficaz para diversas enfermedades. Quizá tenemos muy cerca la medicina, sin necesidad de ir á la botica.

—¡Ah! la herbolaria, ya me acuerdo, y por cierto que le di una canasta, porque ya no le cabían las yerbas en su ayate.

—Esa misma, y tiene una tía que es la verdadera bruja, y la que sabe como se hacen las curaciones. El canónigo Camaño me dirá dónde vive, pues lo sacó de un reumatismo que ya se lo llevaba Dios, y que ningún médico le había podido atinar.

—Entonces, mañana mismo. Estoy decidida.

—Mañana mismo estaré en la villa y veré al canónigo cuando acabe de decir su misa.

D. Espiridión consumió el tlachique que quedaba en el vaso, y se chupó el bigote cerdoso. D.ᵃ Pascuala, fatigada y costándole ya trabajo moverse, andar y agacharse, levantó con pereza el mantel, y echó en un plato los restos de los frijoles y los pedazos de tortilla y migajones de pan, para el almuerzo de las gallinas, y fué á dar un vistazo á Moctezuma III, el cual sólo había podido quitarse la chaqueta y una pierna del pantalón. Un zapato lleno de estiércol y lodo estaba en la almohada, junto á su boca, el otro en una olla de nixtamal.

—Nunca será nada este borrico, por más que yo me afane en enseñarle, y puerco que no hay que decir, y en eso se parece á Espiridión,—dijo D.ᵃ Pascuala, tirando la otra pierna del pantalón y aventando los zapatos en medio de la pieza. Ei heredero gruñó, se refregó con una mano los ojos y se volteó del otro lado, dormido como un marrano.

D.ᵃ Pascuala se dirigió á su recámara con su vela de sebo en un lustroso candelero de barro. D. Espiridión dormía ya boca arriba, en sus bigotes brillaban todavía las burbujas de tlachique, y su labio inferior tenía una franja encarnada como si adrede la hubiese hecho un pintor, y era seña evidente de que la cena habia sido de un mole de pecho ó de cecina.

—Los dos iguales, tan sucio el uno como el otro,—dijo D.ᵃ Pascuala, desembarazándose de sus vestidos.—Mañana les he de decir que se bañen, y no sé por qué me late,—añadió, apagando la vela y metiéndose en la cama,—que la bruja me va á curar.


Mientras duermen, se levantan, se desayunan, y don Espiridión va á la villa á buscar al canónigo, daremos á conocer al lector á las brujas, con las cuales, antes que D. Espiridión, teníamos las mejores y más cordiales relaciones.

A poca distancia de la garita de Peralvillo, entre la calzada de piedra y la calzada de tierra que conducen al santuario de Guadalupe, se encuentra un terreno más bajo que las dos calzadas. Sea desde la garita, ó sea desde el camino, se nota un aglomeramiento de casas pequeñas, hechas de lodo, que más se diría que eran ó tesmascales ó construcciones de castores ó albergue de animales que no de seres racionales. Una puerta estrecha da á entrada á esas construcciones que contienen un sólo cuarto, y cuando más un espacio que forma ó una cocina de humo, ó un corralito. Los que transitan por las calzadas apenas ven atravesar esta extraña población uno que otro perro flaco, algún burro, que arranca las yerbas que nacen en las paredes de las mismas casuchas, y una ó dos inditas enredadas, sentadas á la puerta ó por el lindero de la calzada de piedra.

El resto parece sólo y abandonado. No es así, y por el contrario no hay casa que no tenga su propietario, ó propietarios, pues las habitan no siempre hombres sólos sino familias.

No deja de ser curioso saber cómo vive en las orillas de la gran capital esta pobre y degradada población. Ella se compone absolutamente de los que se llamaban macehuales desde el tiempo de la conquista, es decir, los que labraban la tierra; no eran precisamente esclavos, pero sí la clase ínfima del pueblo azteca, que, como la más numerosa, ha sobrevivido ya tantos años y conserva su pobreza, su ignorancia, su superstición y su apego á sus costumbres: su proximidad á la capital no le ha servido ni para cambiar sus hábitos y su situación, ni para proporcionarle algunas más comodidades. Los hombres que habitan ese lugar, que unos llaman las Salinas, otros San Miguelito, y la mayor parte lo confunden con Tepito, ejercen diferentes industrias. Unos con su red y otros con otates con puntas de fierro, se salen muy temprano y caminan hasta el lago, ó hasta los lugares propios para pescar ranas. Si logran algunas grandes las van á vender á la plaza del mercado, si sólo son chicas que no hay quien las compre las guardan para comerlas. Otros van á pescar juiles y á recoger ahuautle, las mujeres por lo común recogen tesquesquite y mosquitos de las orillas del lago, y lo cambian en la ciudad en las casas por mendrugos de pan y por venas de chile. Las personas caritativas siempre les dan una taza de caldo y alguna limosna en cobre. Otras indias se van á las milpas de las haciendas y ranchos cercanos, á cortar quelites y verdolagas, y recoger semilla de nabo, y suelen robarse, cuando no las ven los guardas milpas, algunos elotes. La población, pues, sale en las mañanas á ejercer sus pequeñas industrias y regresa por la tarde, habilitada de una manera ó de otra, de gordas, de elote, de tortillas de pedazos de pan, de restos de comida y de algunas monedas. En la ciudad han comido cualquier cosa, y en la tarde, al regreso, completan la alimentación con los animalillos sobrantes que no pudieron vender. Increible parece que puedan vivir con tal sobriedad, pero el hecho es que así viven, ó mejor dicho, asi vegetan, pues su aspecto es enfermizo, y seguramente no llegan á larga vida. En la estación de aguas hacen sus pozos y sus atajaderos en el punto que creen más conveniente de las orillas del lago, y recogen su cosecha de sal. Ya esto es una industria que les proporciona comprar algunas varas de manta, cera para la Virgen, y si algo más les sobra lo emplean en cohetes á lo que son muy afectos, y que queman en la primera solemnidad religiosa que se presenta. Años hay que las lluvias son abundantes, y entonces los potreros de Aragón se inundan, las obras hechas para recoger la sal son arrebatadas por las corrientes, y el pueblecito queda formando una isla y si las aguas suben, entran en las casas y los habitantes tienen que abandonarlas, y se van á Zacoalco ó á otros pueblos y haciendas vecinos, á acomodarse de peones. Las mujeres no se sabe á punto fijo lo que hacen, pero es probable que siguen ejerciendo su industria, y encuentran hospitalidad en los pueblos de indios vecinos.

A este pueblo pertenecían, ó al menos lo habitaron mucho tiempo, las dos brujas á quienes trataba de buscar D. Espiridión.

¿Cómo y cuándo las dos mujeres fueron á ese pueblecillo que nombraremos de la Sal, no es fácil averiguarlo. Ese terreno, inservible, salitroso, pequeño é incapaz de cultura probablemente, formaba parte de las parcialidades de San Juan y de Santiago, es decir, de los terrenos que antes de la conquista pertenecían á la isla de Taltelolco (isla arenisca) terreno más elevado sobre el nivel ordinario del lago, y donde vivía la gente de comercio y de trabajo. Con raras excepciones, ni Hernán Cortés ni sus sucesores dispusieron de esa parte de la ciudad, y dejaron á los indios que lo habitaban en sus respectivas propiedades. En el curso del tiempo, no sabiéndose ni pudiéndose distinguir ni hacer una división por familias, se declaró que esos terrenos pertenecían en lo general á los indígenas que de hecho vivían en ellos ó los explotaban, y se formaron á las dos parcialidades de San Juan y Santiago, bajo el patrocinio del gobierno ó del Ayuntamiento de México. Con estos títulos sin duda fueron acudiendo á esa eriaza cuchilla (así es su forma) de tierra uno tras otro, los más pobres, los más humildes indígenas, realmente sin patria ni hogar, construyendo con barro una serie más bien de madrigueras que no de casas, hasta formar el más desamparado, el más triste, el más miserable de cuantos pueblos se pueda figurar la más melancólica fantasía. Allí nació tal vez una de las brujas, y vivió quién sabe cuántos años manteniéndose de la venta de mosquitos para los pájaros, sea que ella los cogiera directamente del lago, sea que otros indios pescadores se los diesen para venderlos en las casas de la villa y de la ciudad, ó cambiarlos por mendrugos de pan y sobras de comida. Un indio viejo, que era como el jefe ó rey de esa miserable colonia, le enseñó á recoger en los potreros y en los sembrados yerbas ya verdes ó secas, hacer con ellas cocimientos medicinales que tomaban en sus enfermedades los habitantes, porque jamás médico alguno educado en los colegios ó en la Universidad, habia pisado los linderos de esa tierra. Vivian, se enfermaban, sanaban, se morían como perros sin apelar á nada ni á nadie más que á ellos mismos. Probablemente los cadáveres se enterraban de noche en los bajos fangosos de los potreros cercanos, porque no tenían con qué pagar los derechos á la parroquia de Santa Ana á donde tal vez pertenecía el pueblecillo. Ni el cura de esa parroquia ni de ninguna otra, les había instruído en la religión católica, ni sabían lo que era rezar ni leer, y hablaban su idioma azteca y poco y mal el español, y conservaban también poco las tradiciones de sus usos antiguos y de su religión, y de lo moderno no conocían ni adoraban más que á la Virgen de Guadalupe.

En el estrecho cuartito de la bruja, vivía otra de mucho menos edad que ella. Todos los varones del pueblecillo, como la mayor parte de los indios, tenían el nombre de José, y las mujeres el de María, con alguna añadidura. Apellido ninguno, probablemente muchos ni bautizados estaban. A las dos mujeres les llamaban las dos Marías, pero para distinguirlas á la mayor le decían Maria Matiana, á la menor María Jipila, sin saberse por qué aplicaban á la otra este segundo dictado. Sea que el indio viejo que se conocía por José Sebastián fuese uno de esos naturales naturalistas y hechiceros de raza, ó sea porque las dos Marías, que eran parientas, tuviesen una vocación para la botánica, el caso es que se dedicaron á recoger plantas y á estudiar sus virtudes terapéuticas haciendo experiencias entre los perros y las gentes del pueblo primero, y más adelante entre los vecinos del barrio de Santa Ana, y los muchos arrieros de que los mesones estaban llenos siempre. Mientras una continuaba el comercio de los mosquitos, la otra extendía sus excursiones á lejanas tierras, como quien dice, pues los potreros inundados de Aragón, las llanuras salitrosas de Guadalupe, no le suministraban suficientes elementos. Se les veía, ya á la una, ya á la otra por las lomas de los Remedios, por la hacienda de los Morales, por el cabrío de San Angel y por las huertas de Coyoacan. Matiana hizo una vez una excursión á Cuernavaca, vivió como una semana en los bosques cercanos, y volvió con verdaderas maravillas. María Jipila á su vez se aventuró por el rumbo de Ameca, de Tenango, hasta Cuautla, y regresó al cabo de un mes con preciosidades, dejando además corresponsales en la montaña y en el bosque de la Tierra Caliente, para recibir periódicamente culebras, tarántulas, alacranes, gomas, resinas, cortezas de árboles y plantas rarísimas, cuyas virtudes le enseñaron á conocer los indígenas de esas tierras, como secretos nunca revelados á los de raza blanca ó á la gente de razón.

Cuando las dos Marías establecieron con cierto crédito su nuevo comercio, mucho más lucrativo y noble que el de los mosquitos y acociles, abandonaron el pueblecillo de las salinas y vinieron á residir á Zacoalco. Situado en la falda de una serranía árida, cubierta de abrojos, y en las márgenes áridas y color de ceniza del lago, nada tiene de agradable, pero para ellas era una gran capital y estaban como quien dice en su centro, cerca del lago, que constituía su despensa. Con el mosquito, y en caso apurado ranas, mesclapigues y acociles, tenían para comer, y si caía algo en dinero lo dedicaban á maíz, leña y manta. Cerca de la villa de Guadalupe, y cerca también de la capital, tenían su clientela, de marchantes y de enfermos, y la divinidad á quien obedecían y adoraban. Por sí, y ante sí, se apoderaron de un paredón, es decir, de una casa ó choza ruinosa, sin que nadie se opusiera, poco a poco le fueron poniendo su techo con pencas de maguey, después una puerta de varejones secos, después arreglaron la cocina, finalmente lograron una habitación cómoda, abrigada del aire y del frío, y amueblada con cuatro ó cinco buenos petates, un tinajero, varios tecomates y guajes, dos melates, cántaros, cazuelas y ollas de barro, ayates, y chiquihuites, vasos del vidrio verde de Puebla, y frazadas del Portal de las Flores, y sábanas de manta. Era un lujo asiático ó más bien dicho azteca, Las familias de la clase media antes de la conquista no vivían mejor.

Las dos Marías, cuando vivían en el Pueblito de la Sal, eran enredadas, es decir ceñían su cuerpo sin más enaguas ni camisa, con una tela de lana azul, con rayas rojas que tejen los mismos indios sujeta á la cintura por una faja de algodón blanca y azul. El cuello hasta la cintura quedaba abrigado con un huepile de manta ó de lana azul, y en las espaldas un chiquihuite sostenido por un ayate que les servía para cargar los mosquitos, las ranas ó las yerbas; piés y piernas desnudas y llenas de grietas por el frío, el agua y el lodo. Así viste todavía una gran parte de la raza azteca que viene á la capital á vender los escasos productos de su trabajo. El progreso y los adelantos del siglo no han modificado en nada su condición, no obstante haber ocupado altos puestos en la República y de haber tenido grande influencia personas de la raza indigena.

Cuando el comercio de nuestras industriosas mujeres prospero, modificaron, no sólo su habitación, como se ha dicho, sino también su traje. Vestian ya camisa y enaguas interiores de manta; enaguas exteriores de jerguetilla azul, su huepile blanco ó de indiana, sus piés y piernas muy lavados y un sombrero de palma para garantizarse del sol, sus trenzas entrelazadas con chomite encarnado, y en su cuello unas gargantillas de perlas falsas con sus medallas de plata de la Virgen de Guadalupe.

El que conozca la clase indígena de los alrededores de México, no necesita que describamos á nuestras dos mujeres, pero á los que sean extranjeros á la capital les daremos algunas señas. En cuanto a edad, imposible de saberlo, ellas mismas no la sabían. Los indígenas y la clase pobre de México, cuenta su edad por sucesos notables y dicen por ejemplo: el día del temblor de San Juan de Dios cumpli diez años. El día que el Sr. Arzobispo salió con el Corpus, tenía quince años, y así los demás datos.

Por el aspecto Matiana parecía de más de cincuenta años, el pelo ya cano, el cutis comenzando á tener arrugas, los ojos encarnados por dentro y por fuera, y por sólo eso le llamaban bruja, gorda algo encorbada, su dentadura completa y blanca.

Jipila, como de treinta años, pelo negro grueso y lacio, algo despercudida, porque era aseada y se lavaba la cara en las fuentes y arroyos de los caminos, lisa, blanda de cutis, pierna bien hecha y con lustre, pié chico y dedos desparpajados por andar descalza, sin ningún mal olor en su cuerpo, limpia, con pequeñas manos, y como la que llamaba tía, con sus dientes blancos y parejos. Era una bonita india. Muchísimas y mejores aun de su raza hay asi, y tal vez hablaremos en otra ocasión de las de Jaltipan, Tehuantepec y Yucatan.

Matiana y Jipila se levantaban con la luz, y como ya tenían preparado su maíz, molían sus gordas, y se desayunaban con un jarro de alote con piloncillo, dejando preparada una ollita con frijoles ó carnitas de puerco, á fuego lento, para encontrarlas en sazón en la tarde á la hora de su regreso. Barrian y regaban su cuarto, cuyo pavimento era de tierra, sacudían sus petates, colgaban sus frazadas en un inccatc tendido de uno á otro lado, encerraban en la cocina con su poco de maíz y un cajete de agua á unos pollos y gallinas, le daban dos gordas á un perro ó más bien à un coyote que habían traído desde el pueblo de la Sal, y dejando cerrada su casa, que ya tenía una puerta de madera, salían en compañía y se separaban en la garita de Peralvillo. Matiana, tomaba el rumbo de Santa Ana y Tezontlale y despacio, poco cargada con un chiquihuite en las espaldas lleno de raíces y yerbas entraba en un mesón y en otro. Como ya la conocían los huéspedes, si había algún arriero enfermo procedía á la curación, que no dejaba de ser precedida á veces de ciertas ceremonias. Si la luna estaba en cl cuarto creciente ó llena, casi aseguraba la curación, pero si estaba en menguante, ó no curaba, ó por lo menos no respondía de la curación. Cuando eran heridas casuales, leves ó raspones contra los árboles ó peñascos, ó rozaduras con las reatas, la cosa era sencilla. Encendía un cabo de cera bendita que siempre cargaba en su chiquihuite, decía al paciente que rezara un padre nuestro y una ave María, y que se encomendase à la Virgen de Guadalupe, mientras ella se echaba boca abajo y decía muy aprisa palabras en idioma azteca, después se ponía en pié y persignaba los rincones del cuarto, hacía que el huésped le diese un coscorrón medianamente fuerte en la cabeza á ella y al paciente, y en seguida iba á la cocina, y sola, sin permitir que nadie la viese, hacia una cataplasma, ya fría, ya caliente, según la enfermedad, y la aplicaba sobre la llaga, raspón ó herida. Recibía en Página:Los bandidos de Río Frío (Tomo 1).pdf/61 Página:Los bandidos de Río Frío (Tomo 1).pdf/62 Página:Los bandidos de Río Frío (Tomo 1).pdf/63 Página:Los bandidos de Río Frío (Tomo 1).pdf/64 Página:Los bandidos de Río Frío (Tomo 1).pdf/65