Los azulejos de San Francisco

Tradiciones peruanas
Tercera serie (1894) de Ricardo Palma
Los azulejos de San Francisco


Tradición en que se prueba que ni estando bajo la horca ha de perderse la esperanza editar

I editar

Sepan cuantos presentes estén, que la muy justificada y Real Audiencia de esta ciudad de los reyes del Perú ha condenado a sufrir muerte ignominiosa en la horca a Alonso Godínez, natural de Guadalajara en España, por haber asesinado a Marta Villoslada, sin temor a la justicia divina ni humana. ¡Quien tal hizo que tal pague! Sirva a todos los presentes de lección para que no lleguen a verse en semejante trance. ¡Paso a la justicia!

Tal era el pregón que a las once de la mañana del día 13 de noviembre de 1619 escuchaba la muchedumbre en la plaza Mayor de Lima. Frente a la bocacalle del callejón de Petateros levantábase la horca destinada para el suplicio del reo.

Oigamos lo que se charlaba en un grupo de ociosos y noticieros, reunidos en el tendejón de un pasamanero.

-¡Por la cruz de mis calzones, que guapo mozo se pierde -decía un mozalbete andaluz bien encarado- por culpa de una mala pécora, casquivana y rabicortona. ¿Si creerá este virrey que despabilar a un prójimo es como componer jácaras y coplas de ciego?

-Déjese de murmuraciones, Gil Menchaca, que la justicia es justicia y sabe lo que se pesca; y no por dar suelta a la sin pelos, tenga usarced el aperreado fin de don Martín de Robles, que no fue ningún rapabolsillos, sino todo un hidalgo de gotera, y que finó feamente por burlas que dijo del virrey marqués de Cañete -contestó el pasamanero, que era un catalán cerrado.

-Pues yo, señor Montufar, no dejo que se me cocinen en el buche las palabras, y largo el arcabuzazo y venga lo que viniere; y digo y repito que no es justo penar de muerte los pecados de amor.

-Buen cachidiablo será el tal condenado... De fijo que ha de ser peor que un cólico miserere.

-¡Quedo, señor Montufar! Alonso Godínez es honrado y bravo a carta cabal.

-Y con toda su honradez y bravura, eche usarced por arriba o eche por abajo -insistió el catalán-, una pícara hembra lo trae camino de la horca.

-¡Reniego de las mujeres y de los petardos que dan! La mejorcita corta un pelo en el aire. ¡Mal haya el bruto que se pirra por ellas! Yo lo digo, y firma el rey.

-No hable el señor Gil Menchaca contra las faldas, que mal con ellas y peor sin ellas, ni chato ni narigón; y vuesa merced con toda su farándula es el primero en relamerse cuando tropieza con un palmito como el tufo -dijo terciando en el diálogo una graciosa tapada, más mirada y remirada que estampa de devocionario.

El andaluz guiñó el ojo, diciendo:

-¡Viva la sal de Lima! ¡Adiós, manojito de claveles! ¡Folgad, gallinas, que aquí está el gallo!

«A tus labios rosados,
niña graciosa,
van a buscar almíbar
las mariposas».


Y se preparaba a echar tras la tapada, cuando el oleaje del populacho y un ronco son de tambores y cornetas dieron a conocer la aproximación de la fúnebre escolta.

Un hermano de la cofradía de la Caridad se detuvo frente al grupo, pronunciando estas fatídicas palabras con un sonsonete gangoso y particular.

-¡Hagan bien para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar!

-Tome, hermano -gritó Gil Menchaca echando dos columnarias en el platillo de las ánimas, generosidad que imitaron los del grupo-. ¡Pues como yo pudiera se había de salvar mi paisano! Sobre que no merece morir en la plaza, como un perro de casta cruzada, sino cristianamente en un convento de frailes.

-Y en convento morirá -murmuró una voz.

Todos se volvieron sorprendidos, y vieron que el que así había hablado era nada menos que el guardián de San Francisco, que, abriéndose paso entre la multitud, se dirigía a la horca, a cuyo pie se encontraba ya el reo.

Era éste un hombre de treinta años, en la plenitud del vigor físico. Su aspecto, a la vez que valor, revelaba resignación.

El crimen que lo llevaba al suplicio era haber dado muerte a su manceba en castigo de una de esas picardihuelas que, desde que el mundo es mundo, comete el sexo débil; por supuesto, arrastrado por su misma debilidad.

Llegado el guardián al sitio donde se elevaba el fatal palo y cuando el verdugo terminaba de arreglar los bártulos del oficio, sacó un pliego de la manga y lo entregó al capitán de la escolta. Luego, tomando del brazo al condenado, atravesó con él por entre la muchedumbre, que los siguió palmoteando hasta la portería del convento de San Francisco.

Alonso Godínez había sido indultado por su excelencia don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache.


II editar

Echemos un parrafillo histórico.

La iglesia y convento de San Francisco de Lima son obras verdaderamente monumentales. «En el mismo año de la fundación de Lima -dice un cronista- llegaron los franciscanos, y Pizarro les concedió un terreno bastante reducido, en el cual principiaron al edificar. Pidieron luego aumento de terreno, y el virrey marqués de Cañete les acordó todo el que pudieran cercar en una noche. Bajo la fe de esta promesa colocaron estacas, tendieron cuerdas, y al amanecer eran los franciscanos dueños de una extensión de cuatrocientas varas castellanas de frente, obstruyendo una calle pública. El cabildo reclamó por el abuso; pero el virrey hizo tasar todo el terreno y pagó el importe de su propio peculio».

Mientras se terminaba la fábrica del templo, cuya consagración solemne se hizo en 1673, la comunidad franciscana levantó una capilla provisional en el sitio que hoy ocupa la de Nuestra Señora del Milagro. Esos frailes no usaban manteles ni colchón, y sus casullas para celebrar misa, eran de paño o de tafetán.

No cuadra al carácter ligero de las Tradiciones entrar en detalles sobre todas las bellezas artísticas de esta fundación. La fachada y torres, el arco toral, la bóveda subterránea, los relieves de la media naranja y naves laterales, las capillas, el estanque donde se bañaba don Francisco Solano, el jardín, las diez y seis fuentes, la enfermería, todo, en fin, llama la atención del viajero. El mismo cronista dice, hablando del primer claustro: «Cuanto escribiéramos sobre el imponderable mérito de sus techos sería insuficiente para encomiar la mano que los talló: cada ángulo es de diferente labor, y el conjunto del molduraje y de sus ensambladuras tan magníficamente trabajadas, no sólo manifiestan la habilidad de los operarios, sino que también dan una idea de la opulencia de aquella época».

Pero hijos legítimos de España, no sabemos conservar, sino destruir. Hoy los famosos techos del claustro son pasto de la polilla. ¡Nuestra incuria es fatal! Los lienzos, obra de notables pintores del viejo mundo y en los que el convento poseía un tesoro, han desaparecido. Parece que sólo queda en Lima el cuadro de la comunión de San Jerónimo, original del Dominiquino, y que es uno de los que forman la rica galería de pinturas del señor Ortiz de Zeballos.

Entretanto, lectores míos, ¿cuánto piensan ustedes que cuesta a los frailes la madera empleada en ese techo espléndido? Un pocillo de chocolate... Y no se rían ustedes, que la tradición es auténtica.

Diz que existía en Lima un acaudalado comerciante español, llamado Juan Jiménez Menacho, con el cual ajustaron los padres un contrato para que los proveyese de madura para la fábrica. Corrieron días, meses y años sin que, por mucho que el acreedor cobrase, pudiesen pagarle con otra cosa que con palabras de buena crianza, moneda que no sabemos haya nunca tenido curso en plaza.

Llegó así el año de 1638. Jiménez Menacho, convaleciente por entonces de una grave enfermedad, fue invitado por el guardián para asistir a la fiesta del Patriarca. Terminada ésta, fue cuestión de pasar al refectorio, donde estaba preparado un monacal refrigerio, al que hizo honores nada menos que su excelencia don Padre de Toledo y Leyva, marqués de Mancera y decimoquinto virrey de estos reinos por su majestad don Felipe IV.

Jiménez Menacho, cuyo estómago se hallaba delicado, no pudo aceptar más que una taza de chocolate. Vino el momento de abandonar la mesa, y el comerciante, a quien los frailes habían colmado de atenciones y agasajos, dijo inclinándose hacia el guardián:

-Nunca bebí mejor soconusco, y ya sabe su reverencia que soy conocedor.

-Que se torne en salud para el alma y para el cuerpo, hermano.

-Que ha de aprovechar al alma no lo dudo, porque es chocolate bendito y con goce de indulgencia. En lo que atañe al cuerpo, créame su paternidad que me siento refocilado, y justo es que pague esta satisfacción con una limosna en bien de la orden seráfica.

Y colocó junto al pocillo el legajo de documentos. Todos llevaban su firma al pie de la cancelación.

Pocos años después moría tan benévolo como generoso acreedor, que obsequió también al convento las baldosas de la portería. En ella se lee aún esta inscripción:


JIMÉNEZ MENACHO DIO DE LIMOSNA ESTOS AZULEJOS.
VUESTRAS REVERENCIAS LO ENCOMIENDEN A DIOS.

AÑO DE 1643.


En conclusión, la monumental fábrica de San Francisco se hizo toda con limosnas de los fieles.

Y téngase en consideración que se gastaron en ella dos millones doscientos cincuenta mil pesos. ¡Gastar es!

«En este convento -dice el cronista- se halla el cuerpo de San Francisco Solano, aunque sus religiosos ignoran el sitio donde está y sólo conservan el ataúd y la calavera, que exponen al público por el mes de julio en el novenario del santo. También enseñan los frailes una gran cruz de madera y de la cual no hay devoto que no se lleve una astilla. La suegra de un amigo carga como reliquia dos astillitas; pero ni por esas se le dulcifica el carácter a la condenada vieja».


III editar

Volvamos a Alonso Godínez.

La cacica doña Catalina Huanca hizo venir de España y como obsequio para el convento, algunos millares de azulejos o ladrillos vidriados, formándose de la unión de varios de ellos imágenes de santos. Pero doña Catalina olvidó lo principal, que era mandar traer un inteligente para colocarlos.

Años hacía, pues, que los azulejos estaban arrinconados, sin que se encontrase en Lima obrero capaz de arreglarlos en los pilares correspondientes.

En la mañana en que debía ser ahorcado Alonso Godínez fue a confesarlo el guardián de San Francisco, y de la plática entre ambos resultó que el reo era hombre entendido en obras de alfarería. No echó el guardián en saco roto tan importante descubrimiento; y sin pérdida de tiempo fue a palacio, y obtuvo del virrey y de los oidores que se perdonase la vida del delincuente, bajo condición de que vestiría el hábito de lego y no pondría nunca los pies fuera de las puertas del convento.

Alonso Godínez no tan sólo colocó en un año los azulejos, sino que fabricó algunos, según lo recela esta chabacana rima que se lee en los ángulos del primer claustro:


«Nuevo oficial trabajá,
que todos gustan de veros
estar haciendo pucheros
del barro de por acá».


Por fin, Alonso Godínez alcanzó a morir en olor de santidad, y es uno de los cuarenta a quienes las crónicas franciscanas reputan entre los venerables de la orden que han florecido en Lima.