Los amores (1917)
de Ovidio
traducción de Germán Salinas
Libro II


LIBRO SEGUNDO

I

Yo compuse esta obra, yo, aquel poeta Nasón, nacido en la lluviosa comarca de los Pelignos, que se divierte en cantar sus propios extravíos. Así me lo ordenó el Amor. ¡Lejos de aquí, muy lejos, bellezas intratables, no sois público adecuado a mis tiernos versos! Léame la virgen inflamada en presencia, de su prometido, y el sencillo adolescente que sufre por vez primera las angustias amorosas. Quiero que algún joven, herido por la misma flecha que yo llevo clavada, reconozca, leyéndome, las señales del fuego que le consume, y tras larga admiración exclame: «¿Por dónde este poeta ha penetrado y descubierto mis ocultos dolores?» Yo me atreví, aun lo recuerdo, y no me faltaba el aliento necesario, a cantar la lucha de los dioses contra Gías, el de los cien brazos, cuando la Tierra sació su horrible venganza y el Pelión cayó derrumbado con el arrogante Osa, que pretendía escalar el Olimpo. Yo tenía en mis manos los nublados, y a Jove con sus rayos, que vibraba impetuoso en defensa del cielo; mí amiga me cerró la puerta, y olvidé a Júpiter y sus rayos; sí, el mismo Júpiter se borró de mi mente. Perdona, padre de los dioses: tus rayos no me servían de provecho, una puerta cerrada me infundía más pavor. Volví a las caricias y ligeras elegías, armas que me pertenecen, y mis dulces frases quebrantaron la dureza de las puertas. Los cantos obligan a descender hasta nosotros la luna ensangrentada, y detienen en su carroza los blancos corceles del sol; los cantos arrancan a la serpiente su dardo venenoso, y fuerzan al río a retroceder hasta su fuente; las puertas se han rendido a mis cantos, y mis cantos corrieron los cerrojos en los postes de dura encina. ¿Qué me hubiese aprovechado ensalzar al veloz Aquiles? ¿Qué habrían hecho en mi favor los dos Atridas y el héroe que vagó errante por el marlos diez años que perdió en la guerra, y el desdichado Héctor, a quien arrastraron los corceles del príncipe de Hemonia? Mas desde que alabé el rostro hermoso de una tierna joven, ella misma viene a recompensar al vate por sus canciones. Gran premio han merecido. Nombres ilustres de los héroes, pasadlo bien. Vuestro favor no me conviene. Muchachas hermosas, oíd con faz sonriente los versos que me dicta el Amor, de rosadas mejillas.

II

¡Oh Bagoa!, a quien confiaron la guarda de mi dueño, escúchame; tengo que decirte unas pocas y muy importantes palabras. Ayer la vi que paseaba por el pórtico de las hijas de Dánao; me declaré su cautivo, y en seguida la envié por escrito mi súplica, y me contestó con mano temblorosa: «No es posible. » ¿Y por qué no puedes? Replicó sin demora a mi pregunta que tu vigilancia le era excesivamente molesta. ¡Oh, guardiana!, si tienes prudencia, créeme, cesa de merecer el odio. Todos desean la ruina del sujeto a quien temen. El marido es también un insensato; ¿a qué tantas prevenciones por defender lo que se conserva sin necesidad de vigilantes? Entréguese furioso, como quiera, a los arrebatos de la pasión, y juzgue casta a su esposa, que agrada a cuantos la ven; mas tú en secreto concédele algún rato de libertad, ella te pagará con creces lo que le dieres; trabaja por convertirte en su confidenta, y la señora quedará sometida a la sierva. ¿Temes la complicidad?; finge que no la ves. ¿Lee a solas un escrito?; supón que le escribe su madre. ¿Llega a hablarla un desconocido?; pues pase adelante como si lo conocieras. ¿Va a visitar una amiga enferma de mentirijillas?; que la visite, y figúrate que lo está realmente. Si viniese tarde, por no velar esperándola largas horas, échate a roncar con la frente apoyada en las rodillas. No pretendas saber lo que pasa en el templo de Isis, la diosa vestida de lino, ni te cause inquietud lo que sucede en las gradas del teatro. El cómplice de un delito se ve siempre colmado de mercedes: ¿hay ningún trabajo tan fácil como el de callar? Él es el predilecto, él gobierna la casa, él no teme los azotes, él es todopoderoso, y los otros soez rebaño que yace en la servidumbre.

Oculta al marido los motivos de queja verdaderos, inventándolos falsos, y los dos, como señores, aprobaréis lo que convenga a la mujer. Si el marido pone mala cara y arruga el entrecejo, una joven, con sus caricias, consigue pronto lo que pretende; sin embargo, de tarde en tarde conviene que provoque una reyerta contigo, y llore fingidas lágrimas, y te llame verdugo, y que tú le contestes con imputaciones que ella destruya fácilmente, y con su notoria falsedad impidan al esposo creer en los ultrajes reales. Con tal conducta crecerán de día en día tus honores y verás cómo aumenta tu peculio; sigue mis consejos, y dentro de poco habrás recuperado la libertad. ¿Ves a los delatores con el cuello cargado de cadenas? Un hediondo calabozo vino a ser el premio de su perfidia. Tántalo muere de sed en medio de las aguas, y ansía coger los frutos que se le escapan; castigo impuesto a la garrulería de su lengua. El guardián celoso en extremo con que Juno atormentó a Ío murió antes de tiempo, y ella es hoy una diosa. Yo vi cargado de hierro, que amorataba sus piernas, al hombre que reveló a un marido el incesto de su mujer, y el castigo fue menor de lo que merecía la culpa, pues con su lengua perversa causó dos males: la pena del marido y la. ruina de la fama de la esposa. Créeme, ninguno oye con gusto semejantes acusaciones; si les presta atención, lo hace a su pesar; si no se indigna, pierdes la delación en sus oídos indiferentes, y si ama de veras, con tu oficiosidad ocasionas su desgracia. Aun la culpa manifiesta es difícil de probar, y la mujer se asegura con la benevolencia de su juez: aunque él mismo vea el delito, dará crédito a las negativas, condenará sus propios ojos, se reprenderá por sus sospechas, y al mirar las lágrimas de su esposa, las derramará también, gritando: «¡Este Chismoso me lo ha de pagar!» ¡Qué lucha tan desigual acometes! Al caer vencido, te espera una tanda de azotes, mientras ella se sentará sobre las rodillas de su juez. No maquinamos ningún crimen, no nos escondemos para componer brebajes venenosos, no fulminamos la espada desnuda en nuestra mano: sólo deseamos poder amar sin riesgo gracias a tu favor. ¿Puede haber cosa más inocente que nuestras súplicas?

III

¡Ay de mí!; tú, que no eres hembra ni varón, guardas a mi amada; tú, incapaz de conocer los placeres recíprocos de Venus. El primero que mutiló las partes genitales de un niño, debió padecer el mismo suplicio. Tú serías más complaciente y menos sordo a los ruegos, si antes te hubieses inflamado por alguna mujer. Tú no naciste para regir un caballo ni manejar las pesadas armas; tus débiles brazos no pueden sostener la lanza belicosa. Éstos son oficios varoniles y tienes que renunciar a los esfuerzos del varón. Obligado a seguir los pasos de tu señora, llénala de satisfacción con tus buenos servicios y aprovéchate de sus mercedes. Si llegas a perderla, ¿de qué servirás en el mundo ? Su linda cara y sus pocos años incitan al placer. La hermosura no debe marchitarse en torpe abandono. Por mucho que extremes tu vigilancia, sabrá engañarte con facilidad; siempre se realizan las aspiraciones de los amantes, y como es mejor partido acudir a las súplicas, te rogamos que nos favorezcas ahora que puedes prestarnos excelentes servicios.

IV

Yo no me atrevo a defender mis relajadas costumbres, ni a esgrimir las armas de la falsedad en pro de mis vicios: los confieso, si de algo aprovecha declarar las propias culpas; los confieso y sigo como un loco aferrado a mis extravíos: los odio, y aun deseándolo, no puedo ser otro del que soy. ¡Qué pesado, soportar la carga que uno quisiera echar de los hombros! Me faltan las fuerzas para dominarme a mí mismo, y me dejo arrastrar como barco impelido por rápida corriente. No subleva mis pasiones una sola belleza; son muchas las que me obligan siempre al amor. Si una doncella baja en mi presencia modestamente los ojos, me inflamo, y su pudor se convierte en el enemigo de mi tranquilidad. Si la otra se presenta provocativa, me subyuga, porque su resolución alienta la esperanza de mil placeres en el blando, lecho. Si veo una intratable que imita la rigidez de las Sabinas, pienso que sabe querer y disimula con orgullo lo que quiere. La que juzga los versos de Calímaco sin primor, comparándolos con los míos, revela que le gusto, y bien pronto ella me rendirá a su vez; la contraria que reniega del poeta y sus versos, no me ofende, antes desearía yacer al lado de la que así me maltrata. Anda con aire diligente, y me cautiva con sus andares; tiene duras las facciones y no, me importa, ya se suavizarán al contacto del varón. Ésta me fascina por su voz dulcísima que emite sin ninguna violencia, y quisiera estampar mis besos en su boca deliciosa; aquélla recorre con sus ágiles dedos las vibrantes cuerdas de la lira, ¿y cómo dejaría de amar tan hábiles manos? Me sorprende la bailarina que agita los brazos a compás, por el arte insinuante, con que tuerce su cuerpo lascivo; y no se hable de mí que me inflamo por la menor causa, póngase ante ella Hipólito, y se convertirá en Príapo. Tú igualas con esa arrogante estatura a las antiguas heroínas y puedes cubrir con tu cuerpo un lecho espacioso, y tú me vences por lo diminuta: las dos me encadenáis, las dos, alta y baja, convenís a mis gustos. Es algo negligente, ¿y qué puede añadir el ornato a su belleza?; se ofrece ataviada con lujo, y brilla su espléndida distinción. Me domina la blanca lo mismo que la morena; en las de cutis obscuro no son menos gratas las delicias de Venus. Si los cabellos de ébano le caen sobre la garganta de nieve, recuerdo que la hermosura de Leda consistía en su negra cabellera; si son rojos, que la Aurora sacude sus cabellos de color de azafrán, y me adapto por igual a todas las historias. Una novicia me atrae, una de edad madura me sugestiona; aquélla por sus carnes frescas, ésta por lo que sabe; en fin, que mi amor ambicioso quisiera llamar suyas a todas las bellezas que se admiran en la ciudad.

V

Vete lejos con tus flechas, Cupido; ninguna mujer vale tanto que me haga desear la muerte a todas horas. Sí, deseo morir cuando recuerdo tu felonía, joven nacida para mi eterna condenación. Las tablillas engañosas no me han revelado tu proceder, ni delataron tu crimen los regalos furtivos que recibiste. ¡Ay!, ojalá al recriminarte salieses victoriosa de la prueba. ¡Desgraciado de mí! ¿Por qué es tan justa mi causa? Feliz el que ama y se atreve a defender en alta voz a su amiga, si ésta puede contestar: «Soy inocente.» Tiene un corazón de hierro y se complace demasiado en dar pábulo a su cólera, el que corre tras una palma ensangrentada con el castigo de la culpable. Por desgracia, cuando me creías dormido, vi yo mismo tu traición, porque no había apurado el vino que me sirvieron. Vi cómo hablabais largamente con el fruncir del entrecejo; con vuestros gestos os entendíais a maravilla: tus ojos no supieron callar, trazaste con vino en la mesa lo que querías, y hasta tus dedos se convirtieron en letras. No os riáis a mi costa; he comprendido vuestros coloquios, descifré las palabras ocultas en las señas que habíais convenido. Ya muchos comensales abandonaban la mesa sin manteles y no quedaban más que dos jóvenes detenidos, por la embriaguez. Entonces os sorprendí dándoos culpables besos, y me pareció oír que se chocaban vuestras lenguas: No eran los besos que da una hermana a su honesto hermano, sino los que la tierna querida brinda a su arrebatado amante: no eran los que Febo imprime en el rostro de Diana, sino más bien los que Venus regala a su caro Marte. «¿Qué haces? -exclamo-; ¿a quién concedes esos favores que son míos? Estoy dispuesto a defender con los puños mis derechos. Esos placeres sólo a mí corresponde darlos y exigirlos, son propiedad común de los dos. ¿Por qué un tercero ha de participar de tales dichas?» Así desahogué lo que me dictaba la cólera, y ella, reconociéndose culpable, se encendió de rubor. Como, se pinta el cielo cuando aparece la esposa de Titón, o la doncella que ve la primera vez a su prometido; como brilla la rosa purpurina en medio de los lirios, o se detienen los encantados corceles de la luna, o cual tiñe la mujer Meonia el marfil de Asiria porque no se vuelva amarillento con los años, así se pintó de púrpura su rostro, o con matices muy semejantes, y acaso nunca resplandeció más hermosa. Miraba hacia el suelo, ¡y qué interesante estaba en su humildad!; la tristeza se reflejaba en su cara, multiplicando sus atractivos. Tuve la intención de mesar sus bien peinados cabellos y golpear iracundo sus tersas mejillas; pero mis robustos brazos postráronse ante la beldad, que supo defenderse con las propias armas. Yo que poco antes amenazaba, acudí rendido a las súplicas para que no me diese por tal motivo besos menos ardorosos. Ella se rió y me dio de corazón los más espontáneos, tales que podrían arrancar el mortífero rayo a las manos de Jove. Sólo me atormentaba el recelo de que hubiesen sido tan sabrosos los que concedió a mi rival, y quisiera que se los hubiese dado con menos ardor; porque, en efecto, revelaban más arte del que yo le enseñé, y que había a mis espaldas aprendido algo nuevo. Me sobresalté mucho al saborearlos, pues nuestras lenguas se juntaron rozando con suavidad los labios; mas no es esto lo que me desazona, no me quejo de los muchos besos que os disteis, y ya son motivo bastante a mi alarma, sino que tales lecciones sólo pueden darse en el lecho, y no sé qué maestro ha recibido por ellos un premio tan grande.

VI

Ha muerto el papagayo, ese pájaro de las Indias Orientales que imita nuestras voces. Pájaros, acudid en tropel a sus exequias, acudid en demostración de piedad, golpeando con las alas vuestros pechos, y clavaos en las cabezas las uñas afiladas. En vez de plañideras que retuerzan sus cabellos, arrancaos las hirsutas plumas y que vuestros cantos resuenen substituyendo a la fúnebre trompeta. ¿Por qué, Filomela, pregonas el crimen del tirano de Ismara? Los años han debido poner término a tus lamentos. No llores más que el fin lastimoso de esta rara ave: grande es la causa del dolor de Itis, pero ya muy antigua. Condoleos todos cuantos atravesáis las aéreas regiones, y antes que todos, tú, fiel tortolilla. Vivió la vida entera con vosotros en armonía, y ni en el postrer instante desmintió su acendrada fidelidad: Lo que fue el joven de Focea para Orestes el de Argos, lo fué para ti la tórtola mientras viviste, ¡oh papagayo! ¿De que te sirvió tanta fidelidad y la hermosura de tu raro plumaje? ¿De qué tu voz ingeniosa que imitaba los sonidos humanos, y por último haber hecho las delicias de mi amada desde el día que entraste en su casa? ¡Infeliz!; tú, la gloria de las aves, ya no existes. Tus plumas podían eclipsar las verdes esmeraldas, y tu pico encarnado competir con el rojo de la escarlata. No hubo en la tierra pájaro que hablase con tanta facilidad repitiendo los sonidos que oyese, y a pesar de tus prendas la envidia te mató. No te lanzabas a sanguinarios combates, eras comunicativo y amante de las dulzuras dé la paz. Vemos a las codornices que viven peleándose con saña, y acaso por esta razón llegan a la vejez. Estabas mantenido con poco, y fuera de la necesidad de hablar, podías pasar largo tiempo sin alimento: la noche te servía de pasto, la adormidera te incitaba al sueño y unas gotas de agua templaban tu sed. Goza luenga vida el ávido buitre, el milano que describe amplios círculos en el .aire y el grajo que anuncia la proximidad de la lluvia. Prolonga sus días la corneja aborrecida de Minerva, que apenas se prepara a la muerte después de nueve siglos, y ha muerto el pájaro locuaz que tan bien imitaba las voces humanas, el papagayo, presente que nos envían los últimos con fines del orbe. Las manos avaras de la Parca casi siempre nos arrebatan de pronto las más óptimas cosas, y las más ínfimas tocan los últimos límites de la existencia. Tersites vió los funerales del hijo de Filaces, y Héctor quedó reducido a cenizas cuando aun vivían sus hermanos. ¿A qué referir los píos votos que hizo en. pro de tu salvación mi tierna amada, votos que empujó hacia el mar el Noto preñado de tempestades? Llegaste al séptimo día que te negaba ver la mañana siguiente, pues la Parca había hilado el estambre, de su rueca; mas no por ello se helaron las palabras en tu yerto paladar, y tu lengua moribunda exclamó: «Corina, pásalo bien.» A la falda del Elíseo álzase una selva de espesas encinas; la tierra húmeda se ve tapizada siempre de verde musgo, y si merecen crédito los cuentos de la fábula, dicen que en aquel lugar de las aves inocentes no son admitidas las carnívoras y rapaces. Allí los cisnes inofensivos pacen a su sabor con el fénix, la única inmortal de las aves; el pavón de Juno despliega altivo su brillante plumaje, y la paloma besa el pico de su ardiente esposo. Recibido por ellos como un nuevo habitante de la selva, el papagayo con su charla se atrae la benevolencia de tan buenos amigos. Guarda sus huesos un túmulo de grandeza proporcionada a tal cuerpo, y sobre una pequeña losa se lee este breve epitafio: «Comprendo por este sepulcro que supe agradar a mi dueña, y tuve para hablarla más talento del que suelen las aves.»


VII

¿Conque he de ser a todas horas víctima de nuevas acusaciones? Estoy cansado de combatir tantas veces por la victoria. Si mis ojos se elevan a las últimas gradas del fastuoso teatro, escoges entre mil la mujer que justifique tu resentimiento. Si una cándida muchacha pone en mí silenciosa sus miradas, la acusas de entenderse secretamente conmigo por los gestos del rostro. Si alabo a ésta, te mesas con furia los inocentes cabellos; si la difamo, sospechas que trato de disimular el engaño. Que el color arrebata mi semblante, me culpas de frialdad hacia ti; que palidezco, en seguida crees que me muero por otra. En verdad te digo que quisiera ser culpable del yerro que me atribuyes; al menos soportaría con entereza de ánimo el castigo merecido; mas ahora me recriminas sin motivo, y creyendo de mí todo lo que sospechas, tú misma destruyes los efectos de tu cólera injustificada. Contempla al asno de largas orejas y suerte miserable: no acelera los pasos por más golpes que lluevan sobre sus lomos. He aquí mi nuevo delito: Cipasis, tu hábil peinadora, es acusada de haberse revuelto conmigo en el lecho de su señora. Los dioses me preserven, si abrigo alguna vez intenciones pecaminosas, de entregarme a una mujer de condición despreciable. ¡Qué hombre libre querrá unirse con los lazos de Venus a una esclava y estrechar sus espaldas lívidas a fuerza de azotes! Añade que es la encargada del ornato de tus cabellos, y que debes excelentes servicios a sus diestras manos. ¿Había de solicitar a sierva tan fiel a tu persona? ¿Qué iba a conseguir sino una repulsa y una acusación? Te lo juro por Venus y el arco del niño volador, soy inocente del crimen que se me imputa.

VIII

Cipasis, tan entendida en dar mil formas a una cabellera, que merecías dirigir el tocador de las diosas, yo te conocí no menos versada en los hurtos deliciosos que dispuesta a servir a tu señora, y más dispuesta a condescender a mis ruegos. ¿Qué indicio dejamos escapar de la unión de nuestros cuerpos? ¿Cómo Corina sospechó tus noches placenteras? ¿Acaso me delató el rubor o se me escapó cualquier palabra indiscreta que denunciase nuestros ocultos deleites? Pues qué, ¿no sostuve que si alguien quería holgarse con una sirvienta era sin duda porque había perdido el seso? El héroe de Tesalia se inflamó por la cautiva Briseida, y una sacerdotisa de Febo vióse amada por el rey de Micenas. Yo no soy más grande que el nieto de Tántalo o el invencible Aquiles; lo que pudo convenir a los reyes, ¿será en mí un estigma de vergüenza? No obstante, cuando ella fijó en ti sus ojos hechos brasas, observé que toda la sangre se agolpaba a tus mejillas. Si por ventura te acuerdas, ¡cuánta mayor fue mi serenidad, cómo juré Poniendo por testigo el numen potente de Venus! ¡Oh diosa!, te conjuro que ordenes al templado Noto arrastrar a las olas del Cárpato el perjurio de mi ánimo sencillo! En pago del servicio, morena Cipasis, concédeme el dulce premio de estrecharte hoy en mis brazos. Ingrata, ¿rehusas y finges nuevos temores? Bastante es haber merecido la protección de uno de tus amos. Si te niegas, ¡insensata!, revelaré lo que ha pasado entre nosotros, y seré yo mismo el descubridor de mi falta: sí, Cipasis; contaré a tu señora en qué lugar y cuántas veces nos encontramos y la variedad que supimos dar a nuestros deleites.


IX

¡Oh Cupido, nunca bastante indignado contra mí, niño nunca perezoso en turbar mi sosiego!, ¿por qué me maltratas sabiendo que no deserté tus banderas y me clavas tus flechas dentro de mi propio campo? ¿Por qué tu antorcha abrasa, por qué tu arco hiere a los amigos? Alcanzarías más gloria humillando a los rebeldes. Por ventura el héroe de Hemonia después de hundir su lanza en el pecho enemigo, ¿no le sanó con ella la herida? El cazador persigue la presa fugitiva, la coge y la abandona, siempre afanoso por abatir otras nuevas. Nosotros que nos reconocemos tus súbditos sentimos el rigor de tus armas, y tus débiles brazos se detienen ante el que te ofrece resistencia. ¿Qué ganas con embotar tus finos dardos en mis huesos descarnados, ya que el amor me ha reducido a los huesos? Hay muchos mozos que no aman y muchas jóvenes en la misma situación; tu triunfo sobre ellos te conquistaría grandes alabanzas. Si Roma no hubiese desplegado sus fuerzas en la inmensidad del orbe, no sería al presente más que un hacinado montón de pajizas cabañas. Harto de pelear, el soldado trabaja los campos que se le han distribuído, deja la espada y echa mano a las rudas estacas. Los puertos espaciosos resguardan las naves de la tempestad; el potro libre de su prisión corre a pacer en los prados; el viejo gladiador depone la espada y recibe la vara que asegura el resto de sus días, y yo que tantas veces milité en las filas de Cupido, bien merezco gozar al cabo una vida tranquila.

Pero si un dios me dijese: «Vive por fin exento de cuitas», le disuadiría: ¡son tan dulces las penas del querer! Fatigado de la incesante lucha y con el fuego del corazón casi extinguido, no sé qué vértigo se apodera aún de mi alma extraviada. Como el caballo de dura boca despeña en el precipicio al caballero impotente para sujetarle con los frenos cubiertos de espuma; como un viento repentino rechaza el barquichuelo que próximo a tierra iba a tomar el abrigo del puerto, así me arrastra con frecuencia el soplo incierto de Cupido, y el Amor de purpúreo rostro vuelve a lanzarme los dardos que ya conozco. Hiere, niño, te ofrezco mi cuerpo desnudo y sin armas; alardea de tus fuerzas y la habilidad de tu diestra. Como si las enviases, vienen a clavarse espontáneamente en mí tus saetas; acaso su aljaba les sea menos conocida que mi pecho. Desgraciado del que logra reposar toda la noche y considera el sueño un bien de alta estima. Imbécil, ¿qué es el sueño sino la fría imagen de la muerte? El destino te reserva largos siglos de descanso. Yo quiero que me engañen las dulces palabras de mi amiga; la sola esperanza del placer me proporciona inmensa satisfacción, y que ahora me. diga ternuras, ahora me promueva reyertas; que hoy se entregue en mis brazos, y mañana me envíe noramala. Por tu causa, Cupido, es dudosa la suerte de Marte; tu padrastro mueve las armas siguiendo tu ejemplo. Eres versátil y mucho más ligero que tus alas, y das y niegas los placeres al tenor de tu capricho. Si a pesar de esto oyes mis súplicas, Cupido, y las oye tu hermosa madre, no dejéis desierto mi corazón de vuestro imperio, y que la tropa demasiado voluble de los jóvenes se someta a tu poder; así serás venerado por los hombres y las mujeres.

X

Lo recuerdo bien: tú, Grecino, sostenías que ninguno puede amar dos mujeres al mismo tiempo, y por ti he caído en el error, por ti me sorprendieron inerme, y amo torpemente a dos a la vez. Las dos son hermosas, las dos entendidas en las artes hasta el punto de ser difícil declarar cuál de ellas tiene superior talento. La una es más linda que la otra, y ésta más que aquélla, y ya me seduce la una, ya al reverso la otra. Como el esquife combatido por vientos contrarios, así estos dos impulsos comparten mi corazón.

¿Por qué, Ericina, duplicas mis tormentos sin fin?; ¿no me producía una sola bastantes zozobras? ¿Por qué esparces hojas sobre los árboles, multiplicas las estrellas del cielo y viertes sobre el vasto mar las aguas de los ríos? Sin embargo, prefiero este embarazo a languidecer en la indiferencia. A mis enemigos deseo una vida sin satisfacciones; a mis enemigos el dormir en un lecho solitario, y tender con lasitud el cuerpo sin dividirlo con nadie, y que el amor cruel interrumpa mi pesado sueño, y mis colchones no se hundan sólo bajo mi peso; que sin obstáculos una amiga agote mi pujanza, si puede una sola, y si no, que sean dos. Me agrada un talle ligero, aunque no sin brío; que no le abone la pesadez, pero sí el vigor de los nervios; la voluptuosidad dará a mis músculos la fuerza necesaria; en este punto ninguna joven fué por mí engañada. Cien veces, después de pasar la noche entera entregado al placer, me hallé a la mañana todavía fuerte y vigoroso. Feliz el que sucumbe en el ardiente certamen de Venus; quieran los dioses que sea ésta la causa de mi muerte. Ofrezca el soldado su pecho a los dardos del enemigo, y conquiste con su sangre un nombre inmortal; corra el avaro, tras las riquezas, y al naufragar, beba con perjura boca las olas salobres que barrieron su nave, y sea mi destino languidecer en las contiendas de Venus, y que la muerte me sorprenda en medio de sus placeres, y que alguno, con los ojos arrasados de lágrimas, diga en mi funeral: «Tu muerte ha sido en todo conforme con tu vida.»

XI

El pino arrancado de la cumbre del Pelión abrióse el primero una ruta peligrosa por las olas asombradas del mar, y sorteando con audacia los escollos, que le salieron al paso, trajo de regreso, cual rico botín, el carnero de áureos vellones. Ojalá las funestas olas hubiesen devorado la nave de Argos, para que nadie en adelante bogase con los remos por el piélago extendido. He aquí que huyendo del lecho que tan bien conoce Y los Penates domésticos, Corina se lanza a sus falaces derroteros. ¡Ay, desgraciada de mí!, por tu causa habré de temer el Euro y el Céfiro, el frío Bóreas y el templado Noto. Allí no admirarás ricas ciudades ni amenas selvas; la vista del mar cerúleo y pérfido es lo que te aguarda. En medio del Ponto no tropezarás las conchas de nácar ni las pintadas pedrezuelas que esmaltan la húmeda arena de la playa, y los blancos pies de las hermosas pisan con seguridad completa; mas el resto del camino ofrece graves peligros. Otros os cuenten las batallas de los vientos, los mares que infestan Escila y Caribdis, y las violentas acometidas de las rocas que dominan los montes Ceraunios, en qué puntos se ocultan las Sirtes y en qué sitio el promontorio de Malea,

que otros os lo refieran, y prestad crédito a sus relatos; ninguna tempestad amenaza al que los cree. Tarde vuelve a tierra el que suelta las amarras y lanza su barco a toda vela por la inmensa llanura. El navegante, lleno de zozobra, ve tan próxima la muerte como el agua al rugir de los contrarios vientos. ¿Qué será de ti si Tritón exaspera el hirviente oleaje? ¡Cómo la palidez se pintará en tu rostro! Entonces invocarás a los vástagos generosos de la fecunda Leda, y gritarás: «¡Feliz el que vive en la tierra natal!» Es más grato frecuentar el lecho, leer libros que interesen y pulsar con los dedos la lira de Tracia. Mas si la furia del huracán ha de llevarse mis vanas quejas, al menos que Galatea se muestre propicia a tu navegación. Nereidas, y tú, padre de todas ellas, la muerte de joven tan encantadota se os im- putaría como un crimen. Parte acompañada de mi recuerdo, y vuelve con próspero viento cuyas impetuosas ráfagas hinchen tus velas. Que el gran Nereo empuje las olas sobre estas riberas; que los vientos soplen hacia aquí, y hacia aquí el flujo impela las aguas. Tú misma rogarás al Céfiro que te ayude con su aliento, y con tu misma mano impulsarás la turgente vela. Yo, desde el litoral, descubriré el primero tu nave, bien conocida, y exclamaré : «¡Esta me devuelve mis dioses!» Me arrojaré en tus brazos con aturdimiento, te daré mil besos, y caerá la víctima ofrecida por tu fausto regreso. Extenderé la arena en forma de lecho, y cualquier montículo nos servirá de mesa, y entre los brindis de Lieo comenzarás tus largos relatos: nos explicarás cómo tu nave casi fue tragada por el abismo; me jurarás que viniendo hacía mí no sentías el frío de la noche ni la violencia del huracán, y aunque sea falso, todo lo creeré verdadero.


¿Por qué no creer regocijado lo que deseaban mis votos? Que el lucero de la mañana que hermosea el firmamento me traiga cuanto antes este día en su veloz carrera.

XII

Laureles del triunfo, venid a ornar mis sienes: vencimos; al fin reposa en mi seno esa Corina que el esposo, el guardián, la puerta y tantos enemigos impedían que fuese víctima de la astucia. Aquella victoria es digna de solemne triunfo, en que se conquista la presa sin derramar una gota de sangre. No escalé débiles muros, ni cualquier fortaleza con pequeños fosos, sino que una bella ha sido el premio de mi hábil estrategia. Cuando cayó Pérgamo vencida tras un asedio de diez años, ¿qué parte de alabanza cupo al hijo de Atreo, siendo tantos los héroes? Pero mi gloria me pertenece del todo; ningún soldado me ayudó a conquistarla, ningún otro puede ostentar los títulos de mi hazaña. El éxito coronó mis bríos como jefe y como soldado; yo mismo fui el caballero, el infante y el portabandera; el azar no intervino nada en mis buenos sucesos, y el triunfo ha sido el galardón de mi constancia. Yo no daré motivos a nuevas guerras. Si no hubieras sido raptada, hija de Tindaris, no se hubiera turbado la paz entre Asia y Europa. Una mujer armó las manos de los salvajes Lapitas y los biformes Centauros, torpemente entregados a los excesos de la embriaguez; una mujer impulsó a los troyanos en tu reino, justo Lalino, a lanzarse de nuevo a la feroz carnicería de las batallas, y una mujer, en los primeros tiempos de Roma, indujo asimismo a los habitantes a revolverse contra sus suegros. Yo vi a dos toros que se disputaban una blanca ternera, que, como espectadora del combate, alentaba su valor. A mí Cupido me ordenó enarbolar la bandera de sus numerosos, secuaces, y la he conservado sin manchas de sangre.


XIII

La imprudente Corina ha puesto en peligro su vida, destruyendo con un abortivo el peso que abrumaba su vientre. En verdad que merece mi cólera por exponerse a tanto riesgo sin mi conocimiento; mas la cólera cede ante el temor. Sin duda, o habría concebido de mí, o al menos así lo creo; acostumbro a dar por cierto aquello que es posible. Isis, que habitas Paretonio y las feraces tierras de Canopo, con Menfis y Faros ceñida de palmeras, y las llanuras en que el rápido Nilo abandona su vasto lecho y por siete bocas tributa sus aguas al mar, te ruego por tu sistro y por la veneranda cabeza de Anubis, y así el pío Osiris acepte siempre gozoso tus sacrificios, la serpiente aletargada se deslice con lentitud en torno de las ofrendas, y Apis, con sus cuernos de oro, acompañe tu pompa, que vuelvas a esta parte tus miradas, y con la salvación de Corina salves a dos, pues tú darás a ella la vida y ella a mí. Con frecuencia la viste celebrar sentada tus sacros festejos a la hora en que los sacerdotes Galos se ceñían de laureles. Tú, que tanto compadeces en los difíciles meses de la gestación a las madres que retardan el paso con el fruto de sus entrañas; compasiva Ilitia, ven y oye favorable mis preces; es digna de contarse entre tus protegidas. Yo mismo, vestido de blanco, quemaré el incienso en tus aras humeantes y depositaré a tus pies las prometidas ofrendas, grabando estas palabras: «Ovidio Nasón, por la salud de Corina.» Diosa inclínate a merecer tal inscripción y tales ofrendas. Y tú, amada mía, si me es lícito aconsejarte, viéndote sobresaltada de tanto temor, guárdate de repetir nuevamente lo que acabaste de hacer.

XIV

¿Qué aprovecha a las jóvenes no verse obligadas a la guerra ni a seguir, con el escudo al brazo, los fieros escuadrones, si se hieren con sus dardos, sin que Marte las provoque, y arman las ciegas manos contra la propia vida? La primera que se resolvió a abortar el feto de sus entrañas merecía caer al filo de sus mismas armas. Pues qué, para que el vientre no delate con sus rugosidades tu falta, ¿era indispensable arrasar el triste campo en que sostuviste la lucha? Si las antiguas matronas siguieran costumbre tan fatal, la raza de los hombres hubiese perecido por su culpa, y fuera preciso un nuevo Deucalión que, arrojando piedras en el orbe desierto, echase otra vez las semillas del humano linaje. ¿Quién habría quebrantado las huestes de Príamo, si Tetis, la diosa dé los mares, rehusara alimentar nueve meses en su seno el fruto concebido? Si Ilia ahogara en el hinchado vientre los hermanos gemelos, hubiese perecido el fundador de la ciudad dominadora del mundo; si Venus en su preñez expulsara con violencia a Eneas, la tierra estaría hoy huérfana de los Césares, y tú también, hermosa, hubieras muerto antes de nacer, si tu madre llegara a imitar tu conducta.

Yo mismo, que tengo por gran suerte morir amando, no habría visto la luz del sol, si mi madre me estrujara en su cuerpo. ¿Por qué despojas la fecunda viña de los nacientes racimos y coges del árbol los frutos verdes todavía? Así que maduren, caerán de su peso. Deja crecer lo que nació; la vida cobra alto valor con una poca paciencia. ¿Por qué destrozáis vuestras entrañas con el hierro mortífero, y propináis crueles venenos a los niños que aun no nacieron? Nadie perdona a Medea haber derramado la sangre de sus hijos, y todos lamentan la suerte de Itis degollado por su madre; una y otra fueron despiadadas; mas por tristes motivos, una y otra se vengaron de sus esposos, en los hijos comunes. Decidme, ¿qué Tereo, qué Jasón os incita coléricas a poner en vuestros cuerpos una mano criminal? Tamaña atrocidad ni la cometen los tigres en los antros de Armenia, ni la leona se atreve nunca a malograr sus partos, y lo ejecutan las tiernas jóvenes, aunque no impunemente, pues muchas veces paga con la vida la madre que destruye en el útero el fruto de su fecundidad. Si sucumbe, con el cabello desgreñado se la tiende sobre el fúnebre lecho, y exclaman cuantos la ven: «Mereció su fin.» Mas que mis dichas se pierdan en la atmósfera vacía y mis presagios no traigan tan fatales consecuencias. Dioses clementes, perdonad la primera falta de mi amada; habréis hecho bastante, y que lleve el condigno castigo si osare reincidir.


XV

Anillo que has de ceñirte al dedo de mi hermoso dueño, y cuyo precio lo avalora el amor de quien lo regala, corre a su casa como un grato presente que reciba con franca alegría; resbala en seguida por sus flexibles articulaciones, y ajústate como ella a mí, siendo la medida exacta de su dedo, sin lastimarlo. Feliz anillo, serás el juguete de mi señora; yo mismo, desgraciado, aparezco envidioso de mis dones. Así pudiera de súbito convertirme en mi regalo por las artes mágicas de Ea o del viejo de Cárpatos. Entonces intentaría rozar los pechos de mi amada cuando, su mano izquierda penetrase bajo la túnica, y por más sujeto que estuviera, resbalaría del dedo, y suelto, gracias a mi habilidad, me dejaría caer sobre el turgente seno. Asimismo, cuando quisiera sellar las secretas tablillas, para impedir que la cera se adhiriese a la seca piedra, rozaría el primero los húmedos labios de mi hermosa, siempre que no sellase escritos que hubieran de afligirme. Si me relegara a permanecer oculto en el escritorio, me rebelaría, contrayéndome y quedando sujeto en mi sitio. Que no sea, jamás para ti, vida mía, un motivo de sonrojo, ni grave carga que tu mano delicada rehuse llevar. No me abandones, ya introduzcas tu cuerpo en el agua caliente, ya resuelvas bañarte en las ondas del río; aunque temo que viéndote desnuda, el deseo despierte mis sentidos y el anillo haga el oficio del amante. Mas ¿a qué tantas protestas inútiles? Marcha, regalo insignificante, a que ella vea en ti el testimonio de mi fidelidad.

XVI

Estoy en Sulmona, tercer cantón del territorio de los Pelignos, comarca angosta, pero muy saludable por los arroyos que la atraviesan. Aunque desde la ardiente constelación de la perra de Icario el sol hienda la tierra con sus rayos abrasadores, los campos Pelignos son regados por cien venas cristalinas, y la fresca hierba tapiza el fecundo suelo. Tierra fértil en espigas, y aun más fértil en racimos, amén de producir alguno de sus campos la oliva consagrada a Palas. Los arroyos que serpentean entre el musgo renaciente extienden una verde alfombra sobre la húmeda tierra; pero mi amor está ausente de aquí; dije mal, está lejos la que me lo inspira, pues siempre lo llevo conmigo. Si me honraran colocándome entre Cástor y Pólux, lejos de ella, no quisiera habitar el cielo. Sufran una muerte angustiosa y siéntanse oprimidos por la pesadez de la tierra los que emprendan largos viajes para recorrer el mundo, y ordenen que si los jóvenes han de vagar en interminables caminatas, las lindas muchachas vayan en su compañía. Entonces, aunque estremecido de frío escalase los ventisqueros de los Alpes, me parecería delicioso el viaje yendo con mi amada;

con ella osaría atravesar las Sirtes de Libia y desplegar las velas al Noto enemigo; no me asustarían los perros portentosos que ladran en las caderas de la virginal Escila, ni los pérfidos golfos de la costa de Malea, ni las olas que vomita y sorbe por la boca Caribdis, hinchada con las naves que devora. Mas si los vientos desencadenados vencen a Neptuno, y la onda arrebata a los dioses que habían de socorrernos, cuélgate de mis hombros con esos brazos de nieve, y soportaré sin fatiga tan dulce carga. Cien veces el joven Leandro, por ver a su Hero, atravesó las olas a nado, y lo consiguiera la última vez a no ocultarle el camino las obscuridad. Mas sin llevarte a mi lado, aunque esparza la vista por las tierras cubiertas de viñedos y los campos que riegan corrientes caudalosas, y vea al labrador que dirige por la acequia las ondas sumisas, y como el aura suave balancea las ramas de los árboles, no creeré encontrarme en el sano país de los Pelignos, ni pisar en el pueblo natal los campos de mi padre, sino más bien en la Escitia, entre los fieros Cilitios y los Bretones de verdosa tez, o en los peñascos enrojecidos por la sangre de Prometeo. El olmo ama la vid, la vid no abandona al olmo; ¿por qué yo me veo con tal frecuencia separado de mi prenda? ¡Ah, tú jurabas ser siempre mi fiel compañera por mi dicha y por tus ojos, estrellas que guían mis plantas. Las promesas de las jóvenes se las llevan por doquier las aguas y los vientos más rápidamente que las hojas caídas Si aun queda en ti un resto de piedad por mi aislamiento, comienza a traducir en hechos tus promesas. Engancha sin tardar a tu ligera carroza los fogosos caballos, y que sacudan las flotantes crines por estos lugares. Vosotros, montes altivos, inclinaos a su llegada y ofrecedle por vuestros sinuosos valles un camino sin obstáculos.


XVII

Si alguno considera cosa torpe el servir a una bella, quedaré a su juicio convicto de esa vergüenza; mas no me importa el dictado de infame, siempre que me trate con menos crueldad la diosa que reverencian Pafos y Citera batida por las olas. Ojalá sea benigna la señora que me reduzca a la servidumbre, puesto que forzosamente he de perder la libertad por una hermosa. La belleza engendra el orgullo; Corina se enorgullece de su cara. ¡Desgraciado de mí!, ¿porqué se conoce ella tan bien? ¡Claro!, su arrogancia crece al contemplarse en el espejo, y nunca se mira en él hasta después de componerse a la perfección. Aunque la beldad te da sobre todos un absoluto señorío, y por ende ha conseguido fascinarme, no creas que te es lícito el desprecio comparándome contigo: lo inferior suele unirse a lo grande. Se dice que la ninfa Calipso, enamorada de un mortal, le detuvo a la fuerza en su isla; se sabe que una Nereida tuvo tratos íntimos con el rey de Pthia, y Egeria con el justo Numa, y Venus con Vulcano, que al dejar el yunque presentábase a su vista tiznado y tambaleándose con el pie cojitranco.

Esta misma combinación métrica es desigual y el verso heroico se enlaza perfectamente con el segundo más corto. Así, pues, luz de mi vida, recíbeme afable con las condiciones que te plazca imponerme; pero díctame tus leyes tendida en el lecho. Nunca me convertiré en tu acusador, ni vengaré tus desvíos, y no tendremos motivos para renegar de nuestro mutuo afecto. Valgan para ti mis felices versos por una gran renta; son muchas las que quisieran que las nombrase en ellos. Sé de una que en todas partes pretende pasar por Corina; ¿qué no daría a trueque de serlo? Mas ni se deslizan por el mismo cauce el frío Eurotas y el Po sombreado de álamos, ni otra ninguna será como tú cantada en mis libros. Tú serás la única que exalte la inspiración de mi ingenio.


XVIII

Mientras tú, Macer <Macro>, celebras en tu cantos al indignado Aquiles, y vistes las primeras armas a los príncipes juramentados, nosotros reposamos a la sombra de la indolente Venus, y el tierno niño quebranta nuestros audaces arrestos. No pocas veces dije a mi amada: «Retírate por fin»; y me contestó sentándose de improviso sobre mis rodillas. Otras le dije: «Tengo vergüenza»; y mal reprimidas sus lágrimas, exclamó: «¡Desgraciada de mí!, ya te avergüenza el amarme.» Ciñó mi cuello con sus brazos y estampó en mi cara mil besos que fueron mi perdición. Caí vencido; mi ingenio ya no cantará encarnizados combates, sino mis guerras personales y las empresas que se realizan en la paz. No obstante, empuñé el cetro, la vocación me inclinaba al cultivo de la tragedia, y me sentí con aptitud para tan difícil empeño. El Amor se rió de mi manto, mis pintados coturnos y del cetro empuñado por una mano que no acertaba a sostenerlo: el influjo de mi tiránica amiga me apartó de la empresa, y triunfó del vate que se había calzado el coturno. Ya que sólo esto se me consiente, enseñaré las artes de que se vale el tierno Amor, y, ¡ay de mí!, soy la primera víctima de mis preceptos.

Escribo la sentida carta de Penélope a su Ulises, y cuento las lágrimas de Filis en su abandono; lo que han de leer París y Macareo, el ingrato Jasón, el padre de Hipólito e Hipólito mismo; las quejas en que prorrumpe, la mísera Dido, y las de la poetisa de Lesbos acompañada por la lira de Eolia. ¡Con qué prontitud mi amigo Sabino ha recorrido el orbe trayéndome las respuestas de cien lugares distintos! La casta Penélope reconoció el sello de Ulises, y Fedra leyó la misiva de Hipólito. Ya el pío Encas respondió a la desgraciada Elisa, y Filis, si vive todavía, habrá leído la epístola esperada. La carta fatal de Jasón ha llegado a manos de Hipsipila, y Safo, amada por Apolo, puede ya entregarle la lira que le ha consagrado. Tú, Macer, que bajo la tienda de campaña cantas las bélicas empresas, no olvides el amor en medio de los afanes de Marte. Allí está Paris con la adúltera famosa por su crimen, y Laodamia que acompaña a su difunto esposo. Si no me engaño, tratas estos asuntos con el mismo placer que las guerras, y desde el tuyo a veces te trasladas a mi campo.

XIX

Estólido, si no tienes necesidad de vigilar los pasos de tu mujer, vigílala por mí y me la harás mucho más apetecible. Lo que se nos permite lo estimamos en poco; lo que se nos prohíbe enciende nuestro ardor. Tiene un corazón de hierro el que acepta lo que otro le consiente; los amantes debemos esperar y temer a la vez, y como estímulo de nuestra ansiedad llevar alguna que otra repulsa. ¿ De qué me sirve la fortuna si no puede engañar nunca mis aspiraciones? Yo amo lo que es capaz de ocasionarme un tormento. La astuta Corina advirtió en mí este flaco, y adivinó con sagacidad los medios más hábiles para prenderme. ¡Ah!, ¡cuántas veces estando sana fingió atroces dolores de cabeza, y me despidió y ordenó retirarme con paso lento!; ¡cuántas a su capricho simuló conocer mis traiciones, y siendo ella la culpable aparecía con el disfraz de la inocencia! Pero después de atormentarme y atizar el fuego casi apagado, satisfacía dulce y rendida mis exigencias. ¡Qué de caricias, qué tiernas palabras me decía y qué de besos, grandes dioses, tan ardientes me prodigaba! Tú que hace poco cautivaste también mis ojos, muéstrate temerosa de la falsedad; rogada niega tus favores, y deja que tendido en el umbral de tu puerta me hielen los rigurosos, fríos de una noche de invierno. Así perdura mi pasión y cobra bríos sin cesar; esto me estimula, éste es el alimento que conviene a mi ánimo. El amor tranquilo y demasiado fácil acarrea pronto el tedio, como un manjar dulce en extremo perjudica al estómago. Si, la torre de bronce no, encerrase nunca a Dánae, Júpiter no la habría hecho, madre; y mientras Juno vigila a la coronada de cuernos, ésta aparece más graciosa que antes a la vista del padre de los dioses. El que se contenta con los placeres fáciles y lícitos, vaya a coger las hojas de los árboles y tome el agua en la corriente de un río caudaloso. La que pretenda reinar largo tiempo, sepa engañar al amante. ¡Ay de mí!; que no me vea atormentado por mis propios consejos. Sea lo que quiera, me repugna un grato acogimiento a todas horas; huyo de la que me sigue, y acoso a la que huye de mí. Mas tú que vives tan seguro de la fidelidad de tu hermosa compañera, comienza a cerrar tu puerta a la proximidad de la noche, comienza a indagar quién golpea furtivamente sus umbrales, y por qué ladran los perros en medio del nocturno silencio; qué tablillas le trae y le lleva una ladina sirvienta y qué causa la obliga a dormir tantas veces en lecho separado. Que esta zozobra muerda alguna vez las medulas de tus huesos y preste ocasión y materia a mis astucias. El que pueda amar a la esposa de un estólido, puede lo mismo robar las, arenas de la desierta playa; y, en fin, te lo prevengo, si no vigilas celoso a tu mujer, no tardaré en dejar de ser su amante. He sufrido mucho y por, largo tiempo esperé con paciencia que un día vigilases su conducta de modo que no me avergonzase yo de mis solícitos afanes, y sigues tan tranquilo aguantando lo que no tolera ningún marido, y tendré que poner fin a unas relaciones que tú permites. ¿Seré siempre tan infeliz que nunca se me prohíba la entrada en tu casa? ¿No me asustará ninguna noche el vengador de sus ultrajes? ¿No temeré a nadie durante el sueño ni lanzaré suspiros de terror? ¿No harás alguna demostración por la cual yo desee con motivo tu muerte? ¿Qué tengo de común con un marido tan tolerante que es el cómplice de su mujer? Tu vil consentimiento emponzoña mis placeres, ¿Por qué no buscas otro que se huelgue de tanta paciencia? Si quieres que yo sea tu rival, prohíbemelo ser.