Los amantes de real orden

Tradiciones peruanas: Cuarta serie (1894)
de Ricardo Palma
Los amantes de real orden


(A don Mariano A. Pelliza, en Buenos Aires)


El 21 de julio de 1552 falleció en Lima el virrey don Antonio de Mendoza, marqués de Mondéjar, dejando el gobierno a cargo de la Real Audiencia. Juzgando por apariencias, el país se hallaba como balsa de aceite y no se movía paja que augurase tremolina; pero, en realidad, había hormiguillo, revolucionario en todos los espíritus, y de ello dieron en breve testimonio claro los sangrientos sucesos de Potosí y la famosa rebeldía de Francisco Hernández Girón, quien, tras ganar batalla sobre batalla, al primer descalabro vino a ser moro al agua y pagó con el pescuezo lo atrevido de su caballeresca empresa. A los que anhelen hacer amplio conocimiento con tan valiente como simpático caudillo, les recomiendo la Crónica de las revoluciones del Perú, que escribió y dio a la estampa en Sevilla, por los años de 1571, Diego Fernández (el Palentino), libro cuya circulación en América estuvo prohibida por el rey durante dos siglos.

El marqués de Mondéjar tenía concertado con la Audiencia el nombramiento de don Pedro de Hinojosa para justicia mayor de los Charcas, y cuando éste había casi terminado sus aprestos de viaje, acaeció la muerte de su excelencia. Pasados los días de luto oficial, se reunieron los oidores y creyeron conveniente que subsistiese lo acordado. Llamaron a don Pedro, tuvieron con él una mano de conversación, se desvanecieron ciertas desconfianzas que de él abrigaban, y le intimaron que precipitase su marcha al lugar de su destino; pues motivos tenían sus señorías para barruntar que en la villa imperial iba a armarse un motín de órdago y noche turbia.

A tiempo que de prevenir males y bochinches se trataba, recibió la Audiencia una originalísima provisión de Felipe II. Su majestad pensaba, y para pensarlo no escaseaban razones, que a las turbulencias de estos reinos contribuía en mucho la condición de soltería en que se encontraba la mayor parte de los vecinos de Lima, que no se arriesgaban a recibir la bendición del cura por tener en memoria el refrán que reza: «melón y casamiento requieren acertamiento» o lo de


«A veces las mujeres
son como libros,
que por nuevos se compran
y... están leídos».


Por ende, ordenaba el monarca se notificase a todos los estantes y habitantes de su muy noble ciudad de los reyes del Perú que en término de treinta días (¡ahí es nonada la prisa!) abandonasen el regalo de la vida célibe, bajo pena de perdimiento de hacienda. Ítem, prevenía don Felipe, con paternal solicitud, que los que no tuviesen un arreglillo o aparejada novia, recibiesen costilla de real orden y fuese ésta la chica que la Audiencia escogiese entre las indias nobles del país. Ansí -concluía el sacramental documento- desaparecerá todo olor a barraganía, habrá la moral ganancia y se amansaría los genios turbulentos; que con viento se limpia el trigo y los vicios con castigo.

Que Dios ha en gloria a su majestad don Felipe II, en jamás de los jamases se me pasó por las mientes dudarlo; y una picaruela, que yo me sé y que anda por esas calles pisando corazones y con la cual platicaba cierta noche de cosas de Iglesia, díjome que sólo por esta real cédula merecido se tiene el hijo de Carlos V que Roma lo canonice. Conque... alcaraván zancudo, abre el ojo, que asan carne.

Parece que hogaño no vendría mal un mandamiento de la laya, visto que, en materia de matrimonio, los hombres andamos retrecheros, abundando que es bendición de Dios las hembras de buen palmito, que si Su Divina Majestad y una ley del próximo Congreso no lo remedian, se quedarán para peinar a Santa Catalina o vestir virgencitas de Chinquiquira, angelitos de cera y San Antoñitos de piedra de Guamanga.

No es preciso que yo lo apunte, pues adivinar se deja, que los solterones pusieron cara de hereje a la real provisión; pero la Audiencia se mantuvo tiesa que tiesa, y quieras, que no quieras, muchos prójimos mordieron del ajo, y los curas cosecharon buenos cuartejos y estuvieron diariamente de arroz y gallo muerto. A la moda estuvo entonces el cantarcillo:


«Si nadie quiere suegra
yo sí la quiero,
para a falta de leña
tirarla al fuego».


Y tiene razón que le sobra el cantarcillo. El padre Noé embarcó en el arca todo linaje de alimañas y sabandijas ponzoñosas; pero se cuidó mucho de no embarcar suegra.

¿Tienen ustedes la bondad de decirme de dónde diablos han salido después las suegras?

Hombres hay que dicen (¡habrá bellacos!) que siempre gallina amarga la cocina, o lo que es lo mismo, que es mucha plepa resignarse a no mudar de compañera. Si por algo ha hecho siempre furor el baile de cuadrillas es... porque el cambio de parejas hace imposible la monotonía.

De estos pícaros hubo más de veinte que se confabularon para escapar de Lima antes de ser notificados; y como el general Hinojosa debía salir para Potosí, a él fueron y le rogaron que los llevase en su comitiva. El frío sabe a quien se arrima, y en puridad de verdad que el justicia mayor era el hombre a propósito para ampararlos en tribulación tamaña.

Don Pedro de Hinojosa rayaba a la sazón en los cuarenta y cinco años; y dejando a un lado su valor, gallardía, fortuna y merecimientos, había conquistado fama de muy gran galanteador. En cierta ocasión y creyendo halagarlo, propúsole el licenciado La Gasca casarlo con la hija del marqués Pizarro, tras la cual andaban bebiendo los vientos nuestro simpático capitán Hernández Girón y don Miguel de Velasco, deudo del mariscal Alonso de Alvarado. Pero don Pedro no era de los que se dejan engatusar con dedadas de miel, y le contestó al presidente:

-Sabroso bocado es doña Francisca, hermosa como una perla, rica como una reina y con mucho señorío en la persona; pero perdono el bollo por el coscorrón, que en Dios y en mi ánima tengo jurado no renunciar a las gollerías de mancebo ni por todo el imperio de las Indias, amén de que entre el sí y el no de una mujer no pondría yo ni la punta de un alfiler.

Y doña Francisca tuvo que irse a España y apechugar con el vejestorio de su tío Hernando, que la triplicaba la edad, y a quien acompañó en su larga prisión hasta que Dios fue servido dejarla viuda.

Volviendo a don Pedro de Hinojosa, es típica y suya y muy suya esta frase que ha pasado a proverbio y que, mejor de lo que lo hiciéramos en grandes y numerosas páginas, revela su libertinaje:

-Con tres pares de muchachas no tengo yo para celebrar la pascua después del ayuno cuaresmal.

¡Digo, si el nene sería tagarote o fanfarrón!

A buen árbol se acogieron, pues, los que tenían ojeriza al casorio; y don Pedro, sin escoger a moco de candil, los enroló en la compañía destinada a resguardarlo en el viaje.

Pero no porque don Pedro fuese gran persona, pensó el oidor Bravo de Saravia, hombre bragado y tesonero y que era quien llevaba la voz en la Audiencia, que debía ser excusada la notificación, y un día presentose el escribano real Avendaño en casa del general.

Éste, que sospechó lo que entre manos traía el pájaro de pluma, le dijo.

-Mire vuesa merced que no puedo darme hoy por notificado, y ruégole me disimule hasta mañana, que con estas cosas de mi cargo ando con el seso perdido y sin calma para estampar mi garabato. Véngase, si es servido, mañana por ésta su casa, que el asunto no es cochite-hervite; y sin deservicio del rey puede dar largas, y dejarme por esta noche dormir sobre ello y tomar acuerdo con la almohada. Así notificará también vuesa merced la provisión a los soldados de mi compañía a quienes ella competa.

Aunque la excusa era, como se dice, achaques al viernes por no le ayunar, contemporizó el escribano, echose al buche una copa de Priorato o Málaga y se despidió, convenido en dejar la notificación para oportunidad mejor. En el acto, y con toda cautela, hizo el general sus últimos aprestos; y aquella misma noche, sin ser visto ni sentido, salió de Lima con su compañía de lanzas, compartía compuesta de gallos de mucha estaca, es decir, de solterones.

Al siguiente día, Avendaño reveló al oidor Saravia que Hinojosa y los suyos eran los únicos a quienes no había podido notificar la voluntad real. Pero Bravo de Saravia, zorro muy camastrón, lo miró entre ceja y ceja y le dijo:

-¡A mí con esas, señor cartulario! Vuesa merced no juega limpio, y si me ha tomado por un bragazas, como el licenciado Altamirano, sepa que no paso por fullerías. Cohecho o favor, ello culpa es de vuesa merced, y a vuesa merced toca remediarla, que no a mí. Y pues el general va camino de los Charcas, vea vuesa merced cómo le da alcance y le notifica y a él y sus lanzas les intima la vuelta, que mozas casaderas hay en Lima y agradecerle han la diligencia.

Y aunque intentó oponérsele el oidor Altamirano, no hubo santo que valiese para hacerlo apear de lo dicho.

El escribano montó a caballo, y con los pergaminos del caso y buena escolta, echose a galopar tras los fugitivos.

Habíanse éstos, creyéndose ya seguros, detenido en el pueblo de Mala, errando al caer de una tarde y en momentos en que el general se sentaba a la mesa con Alonso de Castro, su alguacil mayor y otros tres oficiales, entró corriendo un soldado, y trabucándosele las palabras, que tanto efecto hace en la lengua el miedo de perder la libertad, dijo:

-Sepa su señoría que a pocas cuadras de camino viene a todo venir, con gente de armas y pendón, el señor secretario de la Audiencia.

Don Pedro brincó del asiento como aquel a quien pica víbora, y dejando intacta la colación, gritó:

-¡A cabalgar, caballeros!... ¡Que nos casan, que nos casan! ¿Suegra conmigo? ¡Nones! De azúcar hubo una, y hasta esa amargó.


Que quiero estar tan lejos
yo de una suegra,
como las golondrinas
de las estrellas.


Y hubo toque de botasilla y confusión babilónica.

Y don Pedro de Hinojosa, el valiente entre los valientes, el que jamás volviera cara al enemigo en los campos de batalla, se amilanó como un pelele ante el amago de matrimonio, más que si el verdugo se presentara a descabezarlo, y le corrieron culebritas por el cuerpo, lo que no le aconteció pocos meses más tarde, el día en que a traición lo asesinaron en Potosí.

Y fue tal la prisa que él y los suyos se dieron para huir del peligro, que abandonaron equipajes y trebejos, y a tiempo que por un extremo del pueblo apareció Avendaño, escapaba por el opuesto y a revienta-caballos la comitiva del justicia mayor.

Avendaño, que aquel día había hecho larga jornada, vio que era imposible perseguirlo y decidió regresar a Lima, muy contento con llevar prisioneros a dos soldados de Hinojosa que, por estar en el tambo o ventorrillo remojando una aceitunita, no pudieron escapar a tiempo.

Llamábanse éstos Gracián de Sesé el Cojo y Diego de Tapia el Tuerto, cortados ambos por el mismo patrón de aquel Juan de Aracena de quien dice el refrán que no tenía ni palabra mala ni obra buena.

Cuando el escribano se presentó con ellos ante la Real Audiencia, el oidor Bravo de Saravia murmuró a la oreja de sus compañeros Hernando de Santillán y Mercado de Peñalosa:

-Este belitre de Avendaño no es para silla ni para albarda. ¡Dejar escapar a los buenos mozos y traerse un par de lisiados más feos que una excomunión! ¡Lindo regalo para las novias!

Pero cojo y tuerto, Gracián de Sesé y Diego de Tapia, pagaron por todos sus compañeros, y como no se les conocía tapujo ni contrabando alguno en la ciudad, la Audiencia los casó con hijas de un acaudalado cacique, muchachas que, si no mienten mis apuntes, no tenían malos bigotes.

Los dos soldados se resignaron por el momento, y al recibir la dote dijeron para sí: «¡Vaya en gracia! Los duelos con pan son menos: ¿Obediencia y torreznos? Que sea enhorabuena».

Y a propósito. He aquí el origen de este refrancito.

Cuentan que a Santa Teresa la obligó una vez la superiora a que suspendiese los ayunos, diciéndola: «Bajo santa obediencia, hermana, la mando que almuerce hoy una tortilla de torreznos». A lo que contestó Teresa: «¿Obediencia y torreznos? Sea muy enhorabuena».

Pero Felipe II se engañó como un papanatas, imaginándose que con el matrimonio entra el juicio en la cabeza de los hombres. Apenas llegó a Lima la noticia de que en Potosí se había armado la gorda, cuando nuestros casados de real orden abandonaron a las conjuntas, y se fueron a tomar cartas en la jarana. De ellos puede decirse con el refrán que tuvieron la ventura de la barca, «la mocedad trabajada y la vejez quemada».

A Diego de Tapia, el tuerto, lo ahorcó, no recuerdo si Vasco Godínez o el mariscal Alvarado.

En cuanto a Gracián de Sesé, el cojo, en la batalla de Chuquinga una bala le rompió la pata sana... y las lió el pobrete.

Relataré aquí de paso, aunque ello no viene a cuento, que en esa batalla de Chuquinga hubo un mozo llamado Gonzalo de Mata, quien pensando que su solo nombre bastaba para asustar gente, se arrojó en lo más revuelto de la pelea gritando desaforadamente:

-¡Rendirse, rendirse, que aquí está Mata!

-¿Sí? -contestó uno de los enemigos-. Pues aquí está quien lo mata. Y aplicando la mecha al arcabuz, le plantó en medio del pecho un balazo soberano, enviándolo a hacer el coco a la tierra de los calvos.

Y con esto, lectores míos, hagamos por hoy punto, diciendo a guisa de oración jaculatorias:

-Bendito y alabado sea el Señor, que nos hizo nacer en tiempos en que ningún hijo de vecino corre riesgo de que lo casen de real orden.