Los abismos de Felipe Trigo
Tercera parte
Capítulo I

Capítulo I

-Señor, ¡los diques!

-Sí.

Corría el coche.

-Señor, ¡la escuadra!

-Sí.

Desistió el cochero de sus baldías indicaciones.

Él seguía preocupadísimo.

Un domingo, dos años atrás, obstinábase en vencer la rebeldía de una escena de comedia. Llamaron. Se alarmó. Llovía, y todos, incluso las criadas, habíanse ido al teatro. Volvieron a llamar y fue a abrir. Era Ernestina. No obstante advertirla que se hallaba solo, o por lo mismo, entró, a pretextos de la lluvia y de haber despedido el automóvil para pasar con Libia la tarde. -«¡Tendrás que soportarme, hijo, hasta que cese este diluvio!» Instalada en el despacho, procuraba enredar conversación. Le preguntó qué escribía; quiso conocerlo; hubo de complacerla, poniéndose a leer... Pero Ernestina le miraba, le inundaba con su sonreir voluntarioso de coqueta; le pidió una taza de té, para escucharle, y en la ocasión de aquella propicia soledad estaría reflexionando por qué el autor de tantas apasionadas obras fuera el único hombre que jamás la deseó. Se quitó el abrigo, y le ayudó a confeccionar el té con igual delicia abandonada que en una entrevista de amantes, induciéndole a una escabrosa charla sobre si lo estaban pareciendo. La comprendió él de manera tal solicitado. Curioso de las audacias de ciertas almas femeninas, por observarla, dejóse ir en el juego de intenciones... Y, ¡oh, miseria de las almas!... pronto también la suya le repartió a los nervios y a los ojos el afán que en lumbres encendíale la espléndida morena, la hebrea beldad toda de carne y cuya boca loca le invitaba a morirse de placer... Iba quizá a tomarle el beso inmenso a la boca loca..., iba en olvido del mundo entero a pronunciar la vehemente frase que sacándolos de equívocos hubiérale entregado a la lasciva entre leves ficciones de sorpresa y de rubor..., y sólo él sabia el esfuerzo que, por no morder aquella boca, le costó morder aquella frase y tornar a la lectura. Leyó, leyó, leyó... Con mal disimulado desdén, luego, partió la defraudada, sin temor al aguacero.

Más que por nada, verdaderamente, por esta experiencia de cómo hasta en el más cuerdo una casquivana hermosa puede hacer zozobrar todos los respetos, él había sospechado de Astor.

Recordábalo ahora, semitendido en el abierto cochecillo que corría por las calzadas, frente al mar; y cuando el automatismo del pensamiento impulsábale otra vez a la defensa del amigo que pudo sentir los mismos escrúpulos en la inminencia de la traición con Libia, dado que cupiese suponer a Libia tan procaz como a la otra, le volvió en sí el estridor de una fanfarria de cornetas.

Le volvió en sí. Es decir, le restituyó a la voluntad de no pensar y al miedo de perder el juicio.

Un poco más, y sería un monomaníaco condenado a la obsesión de un círculo de ideas, el mismo siempre, y que en fuerza de girarle en el cerebro no le impresionaba ya al pobre corazón roto de angustia.

Las cornetas se acercaban. El coche se paró, dejando paso. Era un regimiento. Soldados desmedrados y pequeños, de casacas rojas. Los vio desfilar, con su inglesa rigidez, y alegrábase, quería alegrarse de advertirlos menos vigorosos y marciales aún que los de España.

Sí, sí, quería alegrarse. Quería saber que no se le había agotado la facultad de interesarse por las cosas que no eran su conflicto; y al seguir el coche y cruzarse más allá con tres rifeños hercúleos, salvajemente dignos en sus jaiques, pensó que la semicivilización actual, en Londres y en París, como en Madrid, degenera a los humanos.

Le reflexión le llevó en seguida a considerar de cuán lógica manera los hábitos sociales pudieron ir empujando a Libia...

Se rehizo, casi de un salto en el asiento. Tornaba a la manía. Procuró arrancársela mirando el mar, el cielo, las ciclópeas rocas horadadas de cañones..., lo que no tuviese, como todo parecía tenerlo, la horrible propiedad de suscitarle su infortunio.

Cerraban el marino horizonte unas montañas, y fue ahora él quien le preguntó al auriga:

-¿Qué sierras son ésas?

-De África, señor.

-¿Tan cerca?

-Y hay bruma; fíjese, y verá el peñón de Ceuta. Estamos frente al Estrecho.

Cruzaron un avalladado campo de polo cerca de un paseo donde las niñas jugaban.

Tuvo la visión dolorosísima de la hija suya, de Inés, y le mandó al cochero seguir al borde de la costa para continuar viendo nada más los montes africanos.

Por unos momentos, los contempló como perdidos en su barbarie. Tras ellos estaban los estragos de la guerra, de la humana ferocidad sin razón y sin sentido. Creyó haber encontrado el filón de ajenas emociones que le librase de las propias, y bien pronto la tenacidad de su dolor supo relacionar lo incongruente. La guerra le pareció una ocupación envidiable para hacerse matar, siquiera, entre embriagueces del horror y en fuga y en asco de aquella guerra mansa de que libraba por la tierra entera la perfidia. Entendió la guerra. Él iría de buena gana a pelear, a morir, matando hombres, ya que no supo matar a una mujer indefensa en un desmayo.

-¡Cochero, para! -gritó.

En un rústico bar bebían coñac unos marineros, británicamente ebrios sin perder su muda compostura; y él, que no bebía nunca, sintió súbito el deseo de ahogarse en alcohol el alma. Bajó, fumó, pidió copas, copas... tres, cuatro..., las tragó, meditando que tal vez el poderío de los británicos debiérase a la perpetua borrachera que los reduce a satisfechos animales. Satisfecho a su vez, volvió al coche y siguió recorriendo, hasta que el sol se puso, el idiota pechascón de Gibraltar transformado en limbo, en maravilla...

Explicábale al señor cosas el cochero, y todo al señor hacíale sonreír como admirable.

Diques, buques, dársenas...; docks y cuarteles para tropas, parquecillos con chalets -pabellones para jefes; más costados de la ingente roca con cañones; un palacio, residencia veraniega del señor gobernador...

Regresaron desde la zona militar, en que no podían aventurarse sin permiso. Estaba anocheciendo. La ciudad se iluminaba. La angosta y larga calle principal refulgía las luces de sus tiendas contrabandista de tabaco, de sedas y marfiles y maritatas indias, e impermeables y calcetines y bastones auténticos de Londres. Otro regimiento de gorritos rojos, que volvía de la instrucción tocando una música de pitos. Luego, otras puertas de muralla y el camino del muelle, en que esperaba el vapor para Algeciras.

La brisa, durante la travesía de media hora, le despejó la semiturbación que habíale hecho menos desdichado. Se advertía otra vez el amargor de la boca, y la vista de una valija de cartas le recordó la que habíale escrito Libia desde la estación, en Madrid: «-Salgo en un tren. Ya sabrás dónde me encuentro. Te lo aviso para que no añadas al escándalo la inútil alarma de buscarme...» Cuando el vapor atracó, él era nuevamente un fardo de tristezas.

Un coche, aún, transportándole al hotel Reina Cristina, y un gran salón de periódicos. Los que habían llegado con él por la mañana, deshacíanse en elogios del estreno. Había ahora muchos más, y se dedicó a leerlos. Grandes epígrafes. Retratos del autor y de escenas de la obra. Columnas enteras sembradas de adjetivos: «insigne», «ilustre», «glorioso», en raudales de ponderación ardiente y de entregada admiración. Constituían, pues, sus Abismos una actualidad de acontecimiento nacional, y el ansia del triunfo y el cálido fragor de los aplausos dijérase que le perseguían y volvían a alcanzarle seductores en esta paradójica fuga de bochorno. La Prensa provinciana insertaba también largas reseñas telegráficas en lugares predilectos. No había en el salón un solo lector que no tuviese el nombre y la esfigie del ya solemnemente consagrado dramaturgo delante de los ojos.

¡Ah, qué ironía!... Otra vez herido, así que salió del leteo consolador de la lectura, por la cruda realidad, cuya lírica exposición en el teatro le abrumaba de victoria, de respetos, no acertaba a penetrar qué misterios de hermenéutica hiciesen juzgar el mismo hecho de modo tan distinto al público, a la Prensa y al mísero que estaba aquí lleno de terror y oculto en la vergüenza de un supuesto nombre, como un ladrón.

¡Misterio, sí! ¡Siempre misterio y discordancia en todo, y siempre la inconciliación de todo él, y dentro de él propio aún más caótica y absurda entre el hombre y el artista! Contemplando los periódicos, el hombre imaginaba que debería retirarle al público el drama aquel que era su escarnio, y el artista oponíase a retirarle al público el drama aquel que era su gloria.

Y el hombre, al menos, oyéndole al artista un «¡Ya qué más te da!...», de cinismo irreplicable, arrastró al artista al comedor, como del cuello, ansiando la venganza burda de aniquilarle en vino su histriónico descaro.

Comió, bebía, bebía mucho el hombre, la bestia de los miedos y los odios..., burdeos, champaña. Más champaña, al notar que una honorable familia de la mesa de enfrente suscitábale la idea de las cuántas lujurias secretas de la madre sostendrían la digna felicidad del esposo y de las hijas... Más champaña, al advertir que aún otro gran sorbo no habíale impedido continuar reflexionando que, como acaso aquel señor, él mismo habría llegado a la vejez, creyente ciego en su honorabilidad y su felicidad, si el azar no le hubiese desvelado a Libia en impudencias.

Pero la bestia de los odios y las burlas llegó luego, sepultada en sí propia, a sentirse la satisfacción de su grosera intimidad, aquella a que reducíala el vino por los fondos de la carne, y apartó a un lado las botellas para ver mejor, hasta los pies, a una de las bellas hijas de la ex bella posible pecadora.

Alta, blonda, esbeltamente estatuaria en la lozanía de sus diez y siete años, escotada para la severísima etiqueta del regio comedor, ceñía un bizarro traje a bandas color naranja sobre blancos tules, y su talle de elasticidad maciza y su cara de ideal arcángel (¡oh, el de la idealísima mujer arcángel de Madrid!) parecían hechos para conmoverse en todas las hipócritas lascivias.

Cruzadas una sobre otra, enseñaba media pierna. ¡ya la iba aleccionando la elegante educación!

Le recordó historias de él, de antes de casarse, de antes de la época en que su egoísmo juzgó oportuna la definitiva instalación en la vida grave con máscara formal.

La chiquilla, aunque más primorosamente vestida, parecíase a la meritoria de teatro que, con el don de su inocencia, le resolvió a darla papel en cierta obra; parecíase también, aunque menos lujosamente vestida, a la cocota roja que, durante una estancia en París, él se llevó una noche de la Taberna Olimpia por tres luises.

París, a su vez, le evocaba la fiebre de lujuria que hubo de saciarse a fuerza de luises y cocotas... Rubias, como esta muchacha y como Libia, grandes y pelinegras como Ernestina, de caras granujas de apaches y de caras y aspectos pudorosísimos de vírgenes de altar... Reíasele la carne en la sonrisa de la boca. El fatuo artista mentecato y lírico, bien con su primer triunfo de dinero hubo de subvenirle al bestia a la sed de menos líricos antojos.

Y detrás de aquéllas, perdidas aún más lejos por los juveniles años del metido luego a austero imbécilmente, un gracioso y grotesco tropel se le esfumaba. Eran las cómicas y cupletistas de Madrid, las rameras puercas del tiempo de estudiante, las criadas de patronas, la novia sentimental, allá en Jaén, de aquella andaluza reja con claveles... la... las... ¿Cuántas?... Nunca pasó entre sus amigos por un preocupado de mujeres; y, sin embargo, de ellas guardaba la memoria esta abundancia de recuerdos.

Ahora, aquí, en la austeridad de la vasta sala, donde estaban cenando tantos ingleses que serían los reyes del acero o los reyes del petróleo, hallaría él, en verdad, bizarramente divertido ver desfilar el batallón de «sus mujeres» con una música de pitos como la del regimiento inglés... Algunas dejaríanle un tufo de huatas yodofórmicas a la dignísima familia.

Sonreíase tomando otro sorbo de champaña. La vida resultaba entretenida a poco que se supiese contemplarla. Lo mismo (cuestión de antes o después) en las candorosas señoritas y los papás de barbas diplomáticas, que en los dramáticos autores. Igual en los prostíbulos y en las honradas casas de Madrid, que en estos hoteles del buen tono. Sonreíase, sonreíase gozosamente cierto, siquiera de haberse desquitado de Libia anticipadamente. ¿Qué tenía que echarla en cara?... Puestos a un balance de franquezas, ella, con sus amantes, quedaría en ridículo sin poder oponerle otro tan nutrido y pintoresco batallón.

Mas... ¡oh! tal fue para Liba el desprecio del bestia de las burlas y los odios, triste y soez en su alegría como un payaso, que de los fondos de su carne resurgió el artista, en ella acurrucado como otro payaso Mefistófeles burlón, y le cuajó en asombro la sonrisa.

El bestia consideraba con borracha seriedad de qué modos tan diversos, desde cuáles puntos de vista tan contrarios, coincidía por primera vez con el artista en la disculpa a la traidora.

El uno, en nombre de las líricas piedades imposibles para el hombre.

El otro, en nombre de dos niveles de idéntica miseria en la misma humanidad.

¡Bien!

Harto abstruso el problema de semejante disyuntiva armónica para estudiado a vapores de champaña y del burdeos. Quedóse en los ascos humanos de la vida con la sensación de su falta de derecho a odiar los ascos de otra vida... y como esto proporcionábale también por primera vez la egoísta comodidad de ahorrarle el odio..., se levantó, salió a fumar, y en cuanto el cigarro le aumentó la pesadez del sueño, marchó a acostarse.



Mas ¡oh, su sueño de borracho! Un sopor de pesadillas. Había visto dobles las cosas, al dormirse; habíanle angustiado náuseas y mareos y se había sentido la alcohólica anestesia en las manos y en los labios. Despertaba en un quebrantamiento lamentable, con la boca más amarga, con el alma más colmada de afrentosa cobardía, y un retrato de Inés, con su seriedad dulce de ángel, de aquella niña que allá lejos esperaría la salvación, le dio la impresión neta y desolada de los estoicismos de bruto en que él mientras cifrábase el consuelo.

No volvió a beber más. Al problema que le acosaba debía oponerle el íntegro valor de su espíritu despierto. Si soluble, para hallarle solución; si irresoluble, para persuadirse de ello contemplándolo con nobleza dolorosa, frente a frente.

Persistíale en las entrañas el convencimiento de su falta de derecho para odiar, dejado al menos por el bestia; y libre de las ásperas urgencias del rencor, quiso fortalecerse en una conciliación con la paz del sol y de las flores, que hubiese de permitirle más serenidad al juzgar de su conflicto.

Invirtió las tardes paseando en un bote por el mar y las noches vagando a la luna por el parque.

El humo de los buques sumíale en un ensueño de fuga a luengas tierras con su hija, con Inés. No sabía de qué manera realizarlo. No sabía siquiera, ¡oh!, si su Inés sería su hija. ¿Desde cuándo la madre estaba lanzada a la traición?... Sacaba de la cartera el retrato de la niña, y con el impávido reposo que contra toda clase de horrores iba aprendiendo, procuraba deshacerse este último horror de sus dudas estudiándola el parecido en las facciones. ¡Sí, eran de él la suavidad de aquella frente, la lealtad de aquellos ojos..., como eran de Libia la frescura de la barba y la belleza insuperable de la boca!... Guardaba el retrato, y perdíale el contrasentido monstruoso de que una mujer así hubiera podido engendrarle la mitad de la vida a un alma toda de pureza.

Sin embargo, a la segunda tarde que le aturdió esto mismo, en la misma absorta contemplación que quería dejar extinguida para siempre la sospecha cruel sobre el retrato, la irreverente memoria, recordándole el grotesco batallón de sus mujeres, hízole extraviarse más en el absurdo de que la otra mitad de aquella alma de candor y de bondad estuviese hecha por otra vida igual de grosería... Y dobló la frente, y ante la imagen de la Libia abominada tornaron a quebrarse en humildes impotencias sus orgullos justicieros.

Entonces, el ensimismamiento de humildad le empujaba algunas veces a pretender, examinar si no fuesen igualmente condenables o igualmente perdonables las infamias de Libia y sus infamias. Ningún código humano ni divino declaraba al honor del hombre inmune contra las idénticas miserias y traiciones que se lo hubiesen de arrancar a la mujer; y sólo un despotismo de amo bárbaro podía arrogarle la facultad de infringirlos, al propio tiempo que no perdiese la de exigirle su estrecho cumplimiento a la esclava compañera...

Sin embargo, abandonaba pronto esta ruta que le inducía a un camino falso. Su problema no era ético, sino del corazón..., del corazón que ama o aborrece por encima de toda clase de razones.

¡Oh, las flores! ¡La ruina!... Regresaba del mar, de mirar las olas que con la misma gracia de su eterno juego le metían o pudieran sepultarle, y miraba las flores y la luna, que tampoco en lo que nacen saben si hacen bien o si hacen mal. Querría imitarlas en su cósmica inconsciencia. Él, como las inglesitas melancólicas que allá por las mañanas paseaban leyendo libros, era en su patria misma un más lejanamente desterrado príncipe del país de la ilusión, que arrastraba su melancolía dolida por el parque principesco. Suyo, a estas horas. Cruzábalo en la extensión vasta de sus verjas, deteníase a oír en un tilo a un ruiseñor, hartábase de aromas en las platabandas de rosas blancas, de rosas rojas, de nardos, de gardenias, y sentábase en un banco de tiempo en tiempo para reposar su fatiga, contemplando en los boscajes los mágicos efectos de la sombra y de la luz. En el centro de la amplísima colina, transformada en paraíso, alzábase el palacio campestre del hotel como una inmensa quinta señorial, exótica, de dos pisos, de paredes blancas y maderas verdes, de balcones que eran terrazas al jardín, y de una irregularidad pintoresca que rompía por todas partes en cúpulas y torrecillas.

Placíale, a la verdad. Debíale al azar, siquiera, la fortuna de haberle traído a un hermoso y pacífico refugio de extranjeros, que aquí buscaban en el perenne sol primaveral el olvido de sus nieblas y sus fríos, no cerca de la pequeña ciudad adonde no bajaba nunca, tampoco él, que desearía a la luna y entre flores encontrar el mayor posible olvido a su dolor y la menos triste solución de su problema.

Eliminado de éste el término de muerte y destrucción que lo llenó al principio, iban las horas devolviéndole el ansia amarga de la vida al desesperado que sólo pensó en morir y que debería vivir para su Inés. El problema horrible definíasele poco a poco, con respecto a Libia, en una voluntad de separación que necesitaría concretarse en sus detalles, y confirmarse como buena en el tiempo y en la madura reflexión.

Era de sobra complejo y delicado para resolverlo con las engañosas inspiraciones de la rabia, en un instante. Cada nuevo día le había ido dando el juicio nuevas calmas y restándole una probabilidad más al desacierto. Ni debiera apresurarse, pues, ni pudiera la hija de su alma reprocharle de inacción en la intensa pasividad fecunda de este anónimo y profundo apartamiento de la tierra.

Mas... ¡oh! al cuarto día empezaron a llegar las revistas ilustradas con retratos del autor célebre, limpios, nítidos, donde podía reconocérsele mejor que en aquellos que trajeron tan borrosa como profusamente los diarios... y el sombrío huésped del hotel temió fundadamente por su incógnito. No sólo espiábale furtiva la tarda curiosidad de aquellas inglesitas, sino también, más viva, la de otros caballeros y damas acerca de cuya española nacionalidad hízole caer en sospechas, la noche antes, el álbum del hotel: firmado, en primer término por los reyes doña Cristina y don Alfonso, seguían las firmas de muchos extranjeros; pero también las de no pocos españoles y las de no pocas aristocráticas familias de Madrid...

Se aterró. Aquella tarde tomó el tren para Granada. Una guía le informó de que en la ciudad morisca había otro hotel, más perdido aún que éste en una montaña de jardines, y casi exclusivamente frecuentado por turistas.