Los abismos
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo IX

Capítulo IX

Inés, vestida, sobre las ropas de la cama, contando cuentos y cintas del cinematógrafo, se había dormido en brazos de la madre. Ésta dormitaba también. En la butaca, Eliseo, tan cerca de las dos, leía un periódico a la luz de la lamparita rosa.

Por la alcoba perfumada de éteres y de almas de bondad, flotaba una doliente calma de inocencias.

Dejó el periódico Eliseo. Hasta ahora, que estuvo Libia a punto de morir, no había sentido la enorme angustia de haber podido perderla sin haberla envuelto en los anhelos de su vida instante por instante.

Las miraba, a la madre y a la hija, en ansiosa adoración.

¡Qué bellas! ¡Qué buenas, ambas!

Única explicación de su existir sobre la tierra.

Deshecho por la almohada el tesoro de su pelo rubio, Libia tenía la palidez espectral de una ilusión de maravilla. Melancólico arcángel de pureza y de candor. Compañera suya en la alegría y en los pesares. Tendía los brazos fuera de las blancas sábanas, y sus manos, aún más blancas, asemejábanse a dos flores de ensueño.

¡Oh, madre ideal!... La hija de los dos, suspiro de amor y de hermosura, reposaba en la frente de ella su célico abandono. Cuadro de feliz descanso triste, protegido como en alas de castidad bajo el dosel diáfano del lecho.

Triste, porque todavía la faz de Libia ostentaba las nerviosas torturas del sufrir.

Recobrada para la esperanza, al fin, en fuerza de cuidados, temblaba él con sólo recordar aquella tarde en que un coche se la trajo, medio muerta, acompañada por la modista, en cuya casa hubo de fulminarla el terrible mal, herida en la sien, sangrada por un médico en el brazo...

¿Cómo podían ser tan débiles, tan frágiles las dichas más altas de este mundo, que bastase a cortarlas un instante?

La idea de haber podido perder a Libia para siempre, sin verla siquiera, sin darla el supremo adiós con un beso que recogiese el último destello de sus ojos en memoria eterna, habíale consagrado al afán de no separarse de su lecho de martirio.

No salía. La niña y él acompañaban a la enferma a todas horas infiltrándola su amor, resucitándola a ternuras y a caricias...

¡Pobre niña, en su candidez infantil incapaz de comprender aquel horror de la orfandad con que quiso el Destino amenazarla! Él, reflexivo, lo comprendía por ella, y no había martirio como el del pensamiento de esta buena esposa, de esta santa madre, entregándole su aliento al no ser en una casa extraña, clamándole a las queridas almas, que inútilmente buscase sus últimas congojas, el consuelo y el socorro...

La evocación clavósele en el pecho como un puñal.

Ausentes por la dispersión del veraneo casi todos los amigos, Astor y Ernestina en Biarritz, Ambroa en Berlín, Luis también, el médico, que era como su hermano entrañable, en Suiza con su mujer y sus hijos, él se hallaba en un aislamiento cordial, cortado apenas por algunas damas en visita breve, de etiqueta, y por las del célebre doctor Guervós, llamado para cuidar a la paciente.

-¿Qué tiene, doctor? -preguntábale a menudo.

El viejo sabio vacilaba; no lo sabía bien. Sin embargo, con un pronóstico no grave, ponía el mal extraño y caprichoso en las nerviosas cuentas del histérico.

Y estaba aquí Eliseo, el poeta, el inmensamente enamorado de lo noble, y velaba el sueño de la infeliz que no dormía, procurándola paz en los efluvios de infinita paz de su mirada.

Amargábale el remordimiento de las horas que la hubo de robar por los otros amigos falsos, de la calle.

A pretextos de arte, y realmente por la vanidad de artista que buscaba la lisonja y encontraba con mayor frecuencia el desengaño, frecuentaba de más los literarios cenáculos y perdía en ellos lo mejor del tiempo que pudiera dedicarle al bello arte de su amor y de su hogar, de su esposa y de su hija.

¿Dónde encontrar más hondas delicias que en la gracia de los juegos de una niña y en la apasionada amistad serena con una mujer inteligente?...

Alma de delicadezas, la suya, desde su actual cautiverio de hechicerías hermosas, tocadas en los misticismos del dolor, repugnaba aquellas groserísimas tertulias de los cafés y los teatros.

Círculos de juventud desorientada e impaciente, que confiábanle su triunfo más a la impulsividad agresiva que al trabajo; fracasados envidiosos que mordían con perfidias de tigre o de serpiente; solitarios bohemios sin calor del corazón, que todo lo querían envenenar de escepticismo. El talento era viveza y procacidad de prostituta. Todo el ingenio florecía en una sarta estúpida de chistes, de colmos, de retruécanos... Y jamás hablaban de arte los artistas, ni tomaban en serio más que algún negocio de ocasión, o alguna fama o alguna honra ajenas, que hacían sangrar con uñas y con dientes.

Eliseo había llegado muchas veces a pensar, y creía ahora confirmarlo, que los instintos sociales manifestados en la forma de la conversación, de las habituales tertulias con amigos, constituía un absurdo, lejos de ser una espiritual necesidad. La práctica lo demostraba. No se reunían sino para envidiarse y destrozarse. Probábalo, además, un razonamiento: si cada concurrente a una tertulia de casino, de teatro, de café, artistas o no artistas, tenía sus convicciones ya arraigadas acerca de las cosas, la mutua curiosidad de una generosa discusión no podía durarles más que hasta que se fuesen todos espiritualmente conociendo; y luego, heridos, maltrecho cada uno en el orgullo de no haber logrado reducir a su opinión a los demás, el recíproco desdén de todos tenía que desgranarse, cuando no fuese meramente aunado por el material interés de algún asunto, en sandios pasatiempos de insigne trivialidad, o en rabias, en burlas, en desprecios y en escarnios de cuanto fuera respetable.

Y bien: él, si tenía un ideal altísimo de arte, si tenía un hogar de amor y de belleza, si tenía una excelsa amiga, con quien departir, en su mujer... ¿por qué había buscado ni volvería más a buscar la torpe ingratitud de los amigos?

De éstos, y verdaderos, por otra parte, forjados en fidelidad desde los candores de la infancia, como algunos a quienes veía a menudo en esta casa o en las de ellos, o leales en la inmensidad de su comprensión que no necesitaba, a lo mejor, comunicarse sino en la sabia intuición de su silencio, como Astor, ya contaba con bastantes. Una tarde entera paseando sin decir una palabra; una muda admiración en un museo; un comentar discreto de sonrisas en un viaje..., o ante una linda mujer que pasaba... o ante una música divina... ¡he aquí la amistad! El amigo, sintiendo al otro en el corazón, si no tenían sus labios nada que expresarle, libre podría llevar el pensamiento en sus quimeras.

Las de Eliseo cifrábanse en las formas puras de un arte cuya finalidad piadosa tendía a encauzar la vida en dulce sencillez. Respirándola aquí, contemplándola en la ternísima elegía surgente, como un efluvio del sueño de su mujer y de su hija, deploraba que los dramas tuvieran que ser hechos del dolor, de la maldad, del trágico infortunio, y no del reposo de estos grandes sentimientos.

¿Por qué las almas buenas no tendrían dramas ni comedias? ¿Por qué no pudiera cautivarse al público con cuadros placenteros de virtud?

Sentía él perpetuo el impulso de amasar su arte en las propias carne y sangre de su ser, y mil veces, tal que ahora, aunque ahora más, en la exaltación lírica de todas las bondades, habría querido hallar el molde nuevo de un idílico teatro en que, sin necesidad de acciones turbulentas ni tramas complicadas, pudiera transmitirse la inefable emoción de dicha inmensa y simple que él gozaba...

Mas, ¡ah, cuánto las prácticas limitaciones de la realidad cercenábanle al poeta lo mejor de su poesía! ¡Nunca podría hacerse un teatral poema de una madre y de un ángel que dormían y de un alma de amor que las velaba!

Desalentado, doblóse a urgir su pena con un beso en la mano de la amadísima durmiente, y tornó sus impotencias a la prosa del periódico.

Congreso. Toros.

Un relato extenso, más abajo, del escándalo de «buena sociedad», que ya venía rodando por la prensa hacía tres días.

Lo había recortado y guardado él de otro periódico y se lo había leído a Libia esta semana.

Sin embargo, volvía a leerlo. Documento humano de la vida, le interesaba al autor.

Era una hermosa y elegante dama madrileña del alto mundo que, con una célebre modista, contrajo importantes deudas que no podía pagar el medio arruinado esposo. De acuerdo ambas, la dama tomó un joven amante a quien quisieron estafar; y un sagaz comisario las descubrió y hubo de perdonarlas, a condición de que renunciase a la deuda la modista.

¡Ah, esto, sí! ¡Tan cruel, tan bochornoso! ¡Esto podía guardar el germen de una obra de teatro!...