Los Templarios - I: 53
Capítulo LIII - Donde se prueba que el manuscrito de Cattinara era un tejido horrible de falsedades
editarYa se habían alejado un gran trecho, cuando Álvaro no pudo contener sus agudísimos dolores, y comenzó a quejarse. El escudero estaba atónito, y no dejaba de pensar que todo cuanto veía era asaz misterioso. La noche avanzaba, el cielo estaba purísimo, el ambiente perfumado, suaves céfiros recreaban a los caminantes, y la luna se ostentaba en el cielo con todo el esplendor de su melancólica belleza. A la pálida claridad del astro de la noche, el escudero advirtió que la manga de la ropilla de su señor estaba toda desgarrada, y que del brazo derecho le salía mucha sangre.
-¿Estáis herido, señor? ¡Y no me habéis dicho nada!
-No es cosa de cuidado.
-Permitidme que os vende la herida.
-Todo ello no vale un ardite...
-¿Y quién os ha herido?
-No me ha herido nadie es un perro que me ha mordido, al penetrar en los linderos de una alquería.
El escudero se empeñó en vendar la herida de su señor, y éste al fin consintió en ello. El escudero, que era un joven asaz avispado, hizo su composición de lugar, interpretando a su modo la expedición de Álvaro, el cual, en su concepto, había ido a la quinta de Guarnacci a conquistar alguna muchacha, o por lo menos a departir amorosamente con ella, y no viendo en la mordedura del perro sino un percance naturalísimo en amores campestres. Así es que el escudero se sonreía contemplando a su señor, mientras que éste se hallaba dolorosamente afectado, manifestando en su semblante las tintas sombrías del crimen y del remordimiento. Llegaron a Roma al amanecer. Cuando penetraron en la posada, aún no se habían levantado Jimeno y Gómez de Lara. Álvaro se encaminó a su aposento, y encargó a su escudero que guardase la mayor reserva acerca de su expedición. El cansancio, la fatiga y la angustia del joven reclamaban imperiosamente algunas horas de sueño; pero por la primera vez de su vida Álvaro se entregó a un sueño horriblemente turbado por las espantosas visiones del crimen. ¡Oh! El infeliz no podía figurarse que, si su sueño había sido horroroso, el despertar había de ser más terrible todavía. Ya sabemos que la encantadora Amalia Molay miraba con buenos ojos al trovador, y que, por dicha suya, vivía en la casa frontera a la que habitaban los caballeros españoles, es decir, en la casa del hermano de Jeroboam. Es inútil encarecer la sorpresa que causó a Jimeno y a don Guillén la extraña conducta de su amigo Álvaro. Apenas éste se levantó, cuando los dos amigos fueron a visitar al desdichado mancebo. Pocos momentos antes el hermano de Jeroboam había manifestado a Jimeno que al siguiente día marchaban de Roma monsieur Molay, su hija y demás caballeros franceses. Desde luego el apasionado trovador había concebido el proyecto de ausentarse también de Roma y no perder la pista a la hermosa joven que tan profunda impresión había causado en su alma. Este proyecto lo había comunicado con su amigo don Guillén, y éste lo había aprobado en todas sus partes. ¡Cuán ajeno se hallaba el trovador de que sus más vehementes deseos habían de encontrar obstáculos tan inesperados como invencibles!
-¡Gracias a Dios que te podemos echar la vista encima! -exclamó alegremente Jimeno cuando entró en la habitación de Álvaro.
-¿En dónde has estado, buena pieza? -preguntó Gómez de Lara.
-Perdonadme, amigos míos, que no os haya hablado con toda franqueza de los negocios que traigo entre manos.
-¿Y de qué se trata? -dijo el trovador.
-Ahora estamos despacio, y podéis referirnos vuestras hazañas, señor aventurero, -añadió don Guillén.
El giro que la conversación había tomado ponía a Olmo en el conflicto de engañar a sus amigos o de hacerles revelaciones espantosas. Lo uno era villano, lo otro vergonzoso para él; pues aunque había caído muy bajo, el desdichado joven guardaba siempre rezagos de su natural hidalguía, y érale sobremanera repugnante tratar a sus amigos con falsía ni doblez. Así, pues, para evitar una cosa y otra, Álvaro tomó la resolución irrevocable de guardar el más profundo secreto acerca de su aventura; pues si el mentir es indigno, el callar es propio de hombres prudentes. No dejaba, sin embargo, de ser esta resolución en extremo penosa para quien, como Álvaro, jamás había tenido reserva con sus amigos.
-¿Qué tienes, hombre? ¡Estás mustio! -exclamó Jimeno.
-Y espantosamente pálido, -añadió Gómez de Lara-. ¿Qué te ha sucedido, mi amado Álvaro?
El joven se hallaba en la confusión más dolorosa, y durante largo rato guardó obstinado silencio.
-¿Qué es eso, amigo mío? ¿Acaso no merecemos ya tu confianza? ¿En qué hemos podido ofenderte? ¡A fe mía, Álvaro, que tu conducta es bien extraña? Estas palabras, que fueron pronunciadas por don Guillén en tono de cariñosa reconvención, causaron en el ánimo de Olmo una impresión en extremo penosa. Sin embargo, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, respondió:
-Confieso, mis queridos amigos, que tenéis razón para extrañar mi conducta; pero también espero que me hagáis la justicia de creer que no sin grandes motivos obro de la manera que veis. Se trata de asuntos muy serios y de secretos que no me pertenecen. ¿Seréis vosotros, mis queridos amigos, los que me obliguéis a faltar a las leyes del honor? Jamás lo he creído, y estoy seguro de que por ello no habéis de incomodaros.
-¡Muy bien dicho! -exclamó entusiasmado Jimeno.
-Eres, como siempre, un cumplido caballero, -añadió Gómez de Lara, tendiendo con efusión la mano a aquel amigo, que siempre le había merecido gran respeto por sus virtudes.
Estos elogios traspasaban como flechas ponzoñosas el corazón de Álvaro, que se ruborizaba al verse y juzgarse débil juguete de una pasión frenética.
-¿Y has concluido ya tus negocios? -preguntó Jimeno.
-Sí, amigo mío. ¡Todo lo que prometí lo he cumplido!
-En ese caso, -dijo Gómez de Lara-, estarás resuelto a partir mañana.
Álvaro, de pálido que estaba, se puso lívido.
-¡Mañana! -exclamó
-Así lo hemos resuelto, y creo que no tendrás inconveniente en seguirnos. Se trata, -añadió don Guillén-, de los amores de nuestro buen Jimeno. La encantadora Amalia, según noticias, sale mañana de Roma para continuar su viaje a Tierra Santa, y no es justo contrariar las miras del trovador, que desea no perder la pista de su amada. Estos poetas tienen una fortuna admirable en tratándose de amoríos. Yo, por mi parte, de buen grado aún continuaría algún tiempo en Roma; pero una vez que Amalia se encamina, como nosotros, a Jerusalén, bueno será no perder esta ocasión que tan propicia se presenta a Jimeno. ¡Si vieras, Álvaro, cómo se señorean desde los balcones el buen trovador y la bella Amalia! Pongo en tu noticia que ahora Jimeno está insoportable. Todo el día lo pasa, o en el balcón mirando a su bella, o componiendo trovas de amores, y cantándolas al laúd para enternecer con eras a la señora de sus pensamientos.
-En efecto, mi querido Álvaro, me encuentro ahora dichoso; jamás la vida me ha sonreído más agradablemente. Por doquiera que tiendo mis ojos, diviso bellos paisajes, campos floridos y celajes de oro y azul en los mágicos horizontes que se finge un alma enamorada. Mis versos, ahora, tienen nueva armonía, en mi pecho arde una llama divina, y toda la naturaleza, con su magnífica pompa, me parece que toma parte en la felicidad que me embriaga. ¿Querrás creer que anoche, amigo mío, después de cantar una trova, me asomé al balcón, y al contemplar la plateada luna, me pareció que brillaba con un esplendor nuevo en que hasta entonces no había reparado? Y luego, en el balcón de enfrente, vi dibujarse la hermosísima figura de mi adorada, que vestida de blanco, me sonreía de amores. -«¡Muy bien!» me dijo con su voz de ángel, felicitándome por mi trova, que había escuchado... ¡Oh! Por haber oído de su boca esta aprobación, por haber recibido de sus rosados labios tan lisonjero premio, yo elevé al cielo una ardiente plegaria, y bendije dentro de mi corazón la inspiración del poeta que el cielo me ha concedido. Yo guardaré mi laúd como una reliquia sagrada; porque mi laúd, eterno compañero de mis trovas, me ha ayudado como un fiel amigo a arrebatar de los labios de Amalia una sonrisa más pura y más bella que la luz nacarina del alba.
Álvaro tenía los ojos bajos y estaba más pálido que la muerte. Acaso pensaba en su interior que mientras él cometía un asesinato, el más horrible de los sacrilegios, el trovador, a la bella claridad de la misma luna, gozaba la más suprema de las voluptades de la tierra, el placer divino de amar y ser amado en el seno de la cándida inocencia.
No sin extrañeza contemplaban sus amigos la sombría reconcentración de Álvaro, si bien ya se habían fijado en la idea de que Cattinara debía de ser la causa, por más que nunca pudieran sospechar el crimen perpetrado por su amigo.
-¿Conque en qué quedamos? ¿Estás resuelto a partir mañana?
-¡De ninguna manera! -exclamó Álvaro con voz de trueno y como si despertase de un profundo letargo-. ¡No! no partiré de Roma... Me es imposible; una mano de bronce me sujeta en esta ciudad... ¡Oh destino de los mortales! Tus faces son más cambiantes y movibles que los reflejos de la luz sobre el cuello de una paloma... ¡Quién me lo había de decir!...
Álvaro guardó silencio y comenzó a pasearse por la estancia con ademán desatentado. Jimeno y don Guillén se quedaron atónitos al ver el estado de turbación en que se encontraba el alma de su amigo. Llamábales la atención, sobre todo, el que Álvaro se negase a partir de Roma. ¿Cómo era posible que se separasen aquellos tres íntimos amigos en un viaje meditado y emprendido de concierto? ¿Qué razones no debería tener el mancebo para renunciar a seguir a sus compañeros?
-Mi querido Álvaro, -dijo el noble Jimeno-, sin duda debes tener poderosísimos motivos para obrar de la manera que lo haces; yo los respeto, y ni siquiera exijo que me los manifiestes, dado que en nuestra buena amistad cupiese el exigírtelo. Nadie mejor que tú sabe hasta qué punto interesa a mi corazón el seguir a Amalia; mas, supuesto que graves razones te detienen en Roma, yo sabré prescindir de mi amor en obsequio a tu amistad... Permaneceremos aquí hasta que tú digas: «Ya podemos marchar».
Álvaro lanzó un gemido al oír las generosas palabras del poeta.
-¡Oh! -murmuró Olmo-. ¡Cuán miserable soy! ¡En todo me aventajan! Jimeno es capaz de ser mi amigo, y yo soy indigno de su amistad... ¡Yo no me he atrevido a seguirlos, y ellos se resuelven a quedarse!
Y dirigiéndose a sus amigos, dijo con resolución: -No permitiré en ninguna manera que vosotros reforméis en lo más mínimo vuestros planes... ¡Estas son las cosas de la vida! Aun los propios hermanos que brotan juntos como las ramas de un árbol, se dispersan luego sobre la haz de la tierra, como las hojas que arrebata el huracán. ¿Qué importa que nos separemos momentáneamente, con tal que todos consigamos nuestro propósito?... Yo después iré a buscaros, aun cuando sea al fin del mundo.
El apasionado joven temblaba a la sola idea de abandonar a Roma, en cuyo recinto respiraba la mujer que para él era tan necesaria como el aire que se respira.
Jimeno y don Guillén se miraron de una manera que quería decir:
-Verdaderamente que la pasión ha hecho horribles estragos en nuestro amigo.
Y en efecto, Álvaro estaba desemblantado, y en sus ojos hundidos brillaba un fuego sombrío, que era a la vez la fiebre del remordimiento y la llama de un amor satánico. Acaso en aquellos momentos el infeliz Olmo deseaba con ansia que sus amigos saliesen de la habitación, pues su más vehemente anhelo era ir inmediatamente a casa de Cattinara para decirle con aire de triunfo que su puñal había atravesado el pecho del sacerdote. Álvaro estaba envuelto en un luengo tabardo, y había ocultado cuidadosamente a sus amigos la herida que tenía en el brazo derecho.
Súbito se abrió la puerta y aparecieron algunos oficiales de justicia, seguidos de varios hombres de armas de los que estaban al servicio del papa. Don Guillén, con la altivez soberana que le era característica, ordenó a los que tan bruscamente habían invadido la estancia que se saliesen de allí; empero las gentes del Sumo Pontífice no estaban de humor de obedecer a un simple caballero que no llevaba ninguna insignia eclesiástica, circunstancia que en Roma es asaz importante e inspiraba sumo respeto. El Jefe de aquella tropa se adelantó hacia don Guillén y con voz respetuosa, pero firme, dijo:
-Señor, os suplico que tengáis en cuenta que representamos aquí a la justicia, y que venimos a prender a un criminal. Yo supongo que un caballero, como vos parecéis no está en el caso de constituirse en defensor de aquellos que de la manera más horrible faltan a todas las leyes divinas y humanas.
-Aquí no hay criminales.
-Yo digo que sí.
-Os habéis equivocado.
-Permitidme que os diga que vos no estáis bien informado. En esta casa habita un cobarde asesino, al cual, de grado o por fuerza, llevaremos a la cárcel.
-¡En esta casa!
-Sí, señor, el criminal está aquí.
-Podrá suceder, en efecto, que en esta casa se albergue algún criminal; pero de seguro no es en esta habitación. Así, pues, retiraos.
-Me será muy sensible que os obstinéis en vuestro empeño.
-Pues no es fácil que yo desista.
-Pues no es posible que yo ceda.
-¡Atrás!
-¡Adelante!
El jefe de la tropa hizo una seña a los suyos, y todos desenvainaron las espadas. Don Guillén y Jimeno desnudaron también sus tizonas, con el firme propósito de no dejarse arrollar por aquella turba. Álvaro había permanecido inmóvil como una estatua y pálido como un difunto. La cuestión estaba a punto de agriarse en los términos más desastrosos; pero repentinamente Álvaro exclamó:
-¡Aquí está el criminal!
Un rayo que se hubiese desplomado sobre la casa no habría causado tanto asombro y terror a Jimeno y a Gómez de Lara. La vergüenza, el pesar, la ira se pintaron en sus semblantes. Los dos amigos interrogaron con una mirada llena de angustia a su compañero Álvaro, que apenas se atrevía a levantar los ojos del suelo.
-¿Qué has hecho? -preguntó don Guillén en voz baja.
-He cometido un crimen.
-¡Es cierto!... ¿Y bien? ¿Quieres que nos marchemos ahora mismo? Nuestros escuderos vendrán en nuestro auxilio, y verás qué pronto ahuyentamos de aquí a esta canalla.
-No, no; quiero que me prendan.
-¿Te convendrá eso mejor?
Álvaro inclinó la cabeza.
Entretanto el jefe de los soldados del papa, ya impaciente, dijo:
-¡Daos a prisión!
Álvaro entregó su espada sin resistencia.
El segundo de los ministros de justicia dijo al primero:
-¿Estáis seguro de que es él?
-Las señas convienen perfectamente. Miradlo vos mismo.
Y así diciendo, alargó un papel a su compañero, en donde estaban clavaditas las señas de Álvaro.
-No hemos errado el golpe, -dijo el segundo alguacil devolviendo el manuscrito al primero, que respondió:
-Además, él mismo se ha confesado delincuente.
Y he aquí una buena ocasión para disertar acerca de la antigüedad o identidad del procedimiento que usaron, usaban y usarán los alguaciles o corchetes o polizones de todos los tiempos y países. ¡Hay una homogeneidad maravillosa en esta clase de procedimientos! ¡Oh! ¡Cuánto ganaría el mundo, si se encontrase la misma unidad y sencillez en todos los ramos del saber humano! En resolución, diremos lo que casi casi no hay necesidad de decir, y es que el desenlace de la presente escena fue el mismo que el de todas las de su especie, esto es, que condujeron a Álvaro a un sitio que en castellano picaresco tiene muchos nombres, pero que nosotros, que (acaso sin motivo) nos preciamos de puristas, nos contentaremos con nombrarlo lisa y llanamente cárcel. Eran demasiado buenos amigos don Guillén y Jimeno para no acompañar a Álvaro, en tanto que se lo consintiesen. Así es que ambos fueron siguiendo al desgraciado Olmo hasta la torre de Nona, en donde lo sepultaron en un lóbrego calabozo.
Por el camino el apasionado joven dio a sus amigos sucinta cuenta de todo lo que le había acaecido, con lo cual, enternecidos sobremanera don Guillén y Jimeno, prometieron hacer en favor suyo cuantas diligencias estuviesen al alcance de su discreción y sus riquezas. Dádivas quebrantan peñas, se ha dicho siempre con mucha verdad, por desgracia del género humano; pero casi siempre las dádivas han servido para doblar la vara de la justicia, y rara vez, se han hecho dádivas exigiendo sola y exclusivamente que se justicie con rectitud. La presente fue una de estas ocasiones raras. Acaso se admirará el lector de que llamemos justa la defensa que los dos amigos pensaban hacer de Álvaro, y tal vez algún juez severo nos acuse de parcialidad en favor de nuestro desgraciado héroe.
Pero si se tiene en cuenta lo que principalmente constituye el delito, que es la intención, hallaremos que Álvaro del Olmo, aun siendo criminal de hecho, acaso no lo era en su conciencia; pues precisamente al cometer su crimen había obedecido a un impulso, de justicia, a un sentimiento moral. Guarnacci había ofendido a la hermosa Cattinara de la manera más ruin y cruel; y a mayor abundamiento, Álvaro había jurado solemnemente castigar a Guarnacci, y un juramento era la cosa más sagrada para el apasionado joven. No faltará quien diga que el que ignorantemente peca, se condena ignorantemente; pero una fascinación como la que Álvaro había experimentado pudiera servir de disculpa a un delito, por grande que fuese. Esta fascinación consistía en que nuestro joven se imaginaba que era un deber sagrado, no sólo castigar al ofensor de una débil mujer, hermosa y querida, sino también cumplir un juramento solemnemente pronunciado. No habiéndosele ocurrido la idea de que castigar un hombre a otro por su propia mano es un abuso del castigo, que toma el nombre de venganza, se comprende desde luego que al triste Álvaro podía acusársele de perturbación en la inteligencia, pero en ninguna manera de corazón dañado. Ya sabemos que precisamente Álvaro reducía todos sus deseos a la noble tarea de obrar el bien; pero ¡ay! por una funesta combinación, aquel hombre, cuya estrella polar era siempre la idea de la virtud, había caído en el crimen, sin duda impulsado por el mismo amor a la justicia, que constituía la base esencial de su carácter, a la vez que extraviado por su funesta pasión.
Al día siguiente sacaron al reo de su prisión y lo condujeron a la presencia del juez, quien no pudo menos de sorprenderse a vista de la gallardía y buen semblante del infeliz Álvaro. Interrogole el juez acerca del horrible atentado que había cometido, e hiciéronle descubrirse el brazo derecho, en que tenía la mordedura que le había causado el perro de Guarnacci. No cometió Álvaro la vileza de negar lo que había hecho; antes, por el contrario, confesó digna y valientemente todo lo acaecido. Quedose el juez mirando atentamente al joven español, que le inspiraba compasión profunda e irresistible simpatía, no acertando a comprender cómo aquel hombre, que parecía de tan buena índole, había podido perpetrar un crimen tan atroz. El apasionado mancebo, al ser conducido a la presencia del juez, había cambiado algunas palabras con sus fieles amigos.
-¿Y ella? -fue la primera pregunta del enamorado.
-¿Quién?
-Cattinara.
Jimeno clavó una mirada severa en su amigo, pero, en la cual, a pesar de todo, se revelaba la más tierna compasión.
-¡Infeliz! ¡Y aún preguntas por ella! En verdad, querido Álvaro, que tu cariño ha sido asaz mal empleado. ¡Has tributado el incienso de tu pasión al más falso de los ídolos!
-¡Oh amigo mío! ¿No ves que me afliges cruelmente con tus palabras? ¿Por qué me hablas en esos términos de la mujer que adoro, y por la cual daría gustoso hasta la última gota de mi sangre?
Durante este rápido diálogo, don Guillén guardó el más profundo silencio. Gómez de Lara sin duda no se atrevía a reconvenir a su amigo Álvaro por una desgracia de que él mismo había sido víctima. Él también había consagrado su amor a una mujer indigna de ser amada. Los dos amigos acompañaron a Olmo hasta la misma casa del juez; pero no les fue posible darle explicaciones acerca de la infame conducta de Cattinara, por la cual se interesaba tanto el infeliz mancebo.
-¿Y qué motivo habéis tenido para acometer tan villanamente a un hombre que en nada os había ofendido, a un anciano, a un sacerdote?
Álvaro permaneció silencioso y como reflexionando si debía o no entrar en explicaciones.
-Vamos. ¿Qué me respondéis? Tened en cuenta que os hablo en nombre de la religión, de la moral pública y de las leyes que habéis hollado.
El joven, por último, se decidió a romper el secreto, y en los términos más patéticos, con un acento de sinceridad que conmovía en extremo, comenzó a referir al juez punto por punto todo cuanto ya sabe el lector que contenía el fatal manuscrito que Cattinara había entregado a Álvaro del Olmo.
-Yo no he hecho otra cosa, -añadió-, sino castigar a un malvado que abusó de la debilidad y abandono de una pobre mujer. Estoy firmemente convencido que, al descargar mi puñal sobre el pecho de Guarnacci, le hirió el brazo de la justicia divina.
-¡Oh! -exclamó el juez horrorizado-. ¡Cuán engañado vivís!
-¿Por qué?
-¿Sabéis vos quién es Cattinara?
-No ignoro que ha sido una mujer en extremo perseguida por el infortunio, y que también, en el abandono de la orfandad, y siendo hermosa, joven y apasionada, ha vivido con alguna libertad.
Esto diciendo, Álvaro se puso encendido y tan turbado, que no pudo continuar hablando. Se acordó de lo que en Capua le había referido la fiel criada de Debilio Passionnati, y el desdichado Olmo, a pesar suyo, no podía menos de amar con delirio a aquella mujer, en la cual, sin embargo, le era imposible ver el modelo ideal de amor y de pureza que en sus juveniles años se fingiera.
-Comprendo, -dijo el juez después de un largo rato de silencio y meditación-, comprendo que habéis sido más desgraciado que criminal... ¡Cómo os ha engañado esa mujer infame!
-¿Quién?
-Esa cortesana llamada Cattinara.
-¡Silencio! -exclamó furioso Álvaro-. ¡No habléis así de ella!
-¡Insensato! Yo hablo así de esa mala mujer, porque tengo datos innegables para decir y probar lo que digo.
-¿Y queréis hacerme la gracia de manifestarme esos datos? -preguntó Álvaro con voz balbuciente.
El juez pareció reflexionar.
Al fin dijo:
-Cattinara ha sido una mujer de vida asaz licenciosa, primero en Capua y después en Roma. En ambas ciudades conozco a algunas personas que se han arruinado por su causa... El carácter de esta mujer es muy original. Hay las pruebas más convincentes de que ella mira casi con indiferencia y desprecio los placeres del amor; a lo menos, jamás se le ha conocido una pasión decidida por un hombre; ella nunca ha obrado sino rigurosamente del modo que su conveniencia le ha aconsejado; es una mujer dotada de un corazón frío como el hielo, y no obedece en su conducta a otros móviles más que a los cálculos mejor precombinados. Esta misma índole fría y reflexiva hace que siempre sea dueña de sí misma, y que remede con maravillosa fidelidad el acento de todas las pasiones. Por la misma razón es elocuente e insinuante hasta el punto de seducir y engañar a los hombres más sesudos y experimentados. Es un error tan común como craso el creer que las personas apasionadas son las más elocuentes y decidoras. La reflexión es la que hace que se imiten todas las voces de la naturaleza. Ahora bien; estas eminentes dotes intelectuales que posee esta mujer extraordinaria, las dirige ella hacia el mal... Una sola pasión es la que domina a Cattinara. Insensible, a lo que parece, a los placeres del amor, es, sin embargo, muy amiga del fausto y la opulencia de una vida cómoda y muelle, y nada ha perdonado para conseguir ver realizado su anhelo de riquezas y de lujo. El lujo de Cattinara es, no obstante, de un gusto exquisito, y sabe hacerse servir con magnificencia y boato, a la vez que en su casa brillan los más preciosos objetos de las artes. El juez le detuvo, como si le fuese muy penoso, lo que aún le restaba por decir.
-¿Y cómo ha podido Cattinara lograr hacerse tan opulenta? -preguntó Olmo suspirando.
-Fácil es adivinar. Cattinara ha tenido por amantes a los jóvenes más acaudalados de Capua y Roma; pero con todo, los ricos presentes de sus galanes no habrían podido bastar a sus gastos, si ella no hubiera sabido granjearse el cariño de monseñor Guarnacci, el más virtuoso de todos los sacerdotes de Roma.
-¡Guarnacci virtuoso! -exclamó Álvaro con tanta ira como extrañeza.
-Sí, señor; Guarnacci ha sido el que más beneficios ha dispensado a esa mujer.
-¡Es posible!
-Escuchadme. Hubo una época en que el azote de una feroz epidemia diezmaba a la ciudad de Roma; la carestía y el hambre llegaron hasta el más espantoso extremo. Personas muy bien acomodadas se deshacían de alhajas muy costosas por adquirir algunos celemines de harina. Hubo en aquellos días aciagos ejemplos del más feroz egoísmo; pero también al mismo tiempo hubo rasgos sublimes de caridad evangélica. Entre las personas que más se distinguieron en Roma por su celo ardiente, fue una de ellas el desdichado monseñor Guarnacci, el cual iba recorriendo una por una todas las casas, buscando a los enfermos para prodigarles auxilios, ora como hombre benéfico que repartía sus riquezas a los pobres, ora como sacerdote que consolaba y fortificaba en la fe a los moribundos. Cattinara fue atacada de la peste, y estaba en mucho peligro, cuando, como un ángel tutelar, apareció en su estancia el bondadoso Guarnacci. Compadecido de tanta orfandad y hermosura, que aún no habían podido extinguir los estragos de la cruel enfermedad, el sacerdote hizo cuanto pudo por salvar de las garras de la muerte a la hermosa joven, lo cual consiguió Guarnacci, gracias a sus exquisitos cuidados. Pasaron aquellos días de tribulación y angustia, y Cattinara, agradecida vivamente a los beneficios del sacerdote, le manifestó desde aquella época la adhesión más sincera, y un respeto tan profundo y afectuoso como pudiera tributársele al padre más venerado. El sacerdote, a la verdad, merecía este afecto; pero todas las demostraciones de Cattinara no eran sino el velo brillante con que se enmascaraba la más negra perfidia...
-¡Parece increíble que aquellos labios de rosa puedan articular palabras pérfidas! -murmuraba Álvaro con la indescribible angustia del que comienza a perder una ilusión querida, una de esas ilusiones que, como un faro luminoso, sirven de norte a toda una existencia.
-Era monseñor Guarnacci muy rico, y desde su infancia había vivido huérfano, y sin tener parientes ni amigos a quienes consagrar los tesoros de ternura que abrigaba su corazón bondadoso. Guarnacci estaba dotado de una sensibilidad exquisita; pero en su juventud fue muy desgraciado, porque, nunca encontró personas que correspondieran dignamente a su fina amistad. El buen Guarnacci se sintió impulsado hacia Cattinara por un cariño tan sincero como desinteresado, y, a no haber sido por su estado sacerdotal, Guarnacci habría ido a vivir en compañía de esa joven, que, habiéndole confesado todas sus flaquezas pasadas, prometió enmendarse para lo sucesivo; y en efecto, no ha dado más que decir respecto a cortejos y galanterías.
-Permitidme, señor juez, que no dé entero crédito, a vuestras palabras; no porque yo crea que me engañáis, sino porque estoy seguro de que os han informado muy mal.
-Vos mismo os convenceréis de lo contrario. En resolución, debo deciros que el cariño de Guarnacci, llegó hasta el extremo de hacer testamento, dejando por única heredera de todos sus bienes a la pérfida Cattinara. ¡Y vos, mejor que nadie, sabéis el pago que ella ha dado a los beneficios de Guarnacci!
Álvaro, al oír tales palabras, se quedó petrificado, de asombro y de dolor. ¡Había perpetrado un horrendo crimen, siendo el juguete de una ruin cortesana! Entonces se acordó de estas palabras de su amigo: «Has tributado el incienso de tu pasión al más falso de los ídolos». Jimeno, sin duda, sabía toda la historia que Álvaro acababa de oír. El desdichado joven se asió a un pensamiento, como el náufrago se ase a la tabla que le promete alguna vislumbre de salvación. El pensamiento que en aquellos instantes dominaba el corazón de Álvaro era que en ningún modo podía ser cierta la narración del juez.
-¡Imposible! ¡Imposible! -repetía.
El bondadoso juez, por toda respuesta, mandó a un tabelión o escribano que leyese el testamento de Guarnacci. Aquella lectura hizo grande impresión en Álvaro; pero, acordándose del manuscrito que le había entregado Cattinara, se afirmó más y más en la idea de que la hermosa joven podía muy bien haber sido frágil y desgraciada, pero en ninguna manera un ser tan horriblemente corrompido como se lo pintaban.
-¿Y podéis creer todo lo que me habéis referido, en vista de lo que os he contado del manuscrito? -preguntó Álvaro con aire de triunfo.
-¡Vaya si lo creo!
-Pero si decís que Cattinara es una mujer que tanto calcula, ¿como ha cometido la imprudencia de darme ese manuscrito?
-Ahí tenéis una prueba de que calcula mucho y no calcula bastante.
-Enigmático estáis.
-No hay aquí ningún enigma. ¿No os parece que hay un exceso de reflexión en haber inventado esa inicua historia y tenerla preparada para vos o para otro cualquiera que ella conociese que era bastante cándido y sensible en demasía a sus atractivos?
-Siendo tal como suponéis, no hay duda en que eso sería un maravilloso e incomprensible refinamiento de astucia y de previsión.
-Justamente en este sentido es como digo que ella calcula mucho. Ahora bien; ¿no encontráis que, por otra parte, es absurda esa historia, que podía destruirse con el testamento que acabáis de oír? En este concepto digo que no calcula bastante. ¡He aquí lo que es la mujer a quien tanto amáis!
Álvaro aún dudaba.
El juez, mirando fijamente al joven, conoció lo que en su interior pasaba, y entonces lo condujo a una habitación contigua, donde veíase un lecho, sobre el cual reposaba un venerable anciano.
El mancebo se puso espantosamente pálido.
-¡Guarnacci! -exclamó.
El sacerdote abrió los ojos y fijó una mirada dulcísima en su asesino.
-¡Vive! -exclamó Álvaro con una sonrisa de felicidad. Parecía que le habían quitado de encima del corazón un peso enorme. La voz de su conciencia le gritaba sin cesar:
-«¡Asesino! ¡Asesino!»
El sacerdote preguntó:
-Joven, vuestro aspecto no es el de un criminal. ¿Qué os ha movido a obrar en esta ocasión tan injustamente? ¿Por ventura, os he hecho yo algún daño?
Álvaro balbuceó algunas palabras; pero estaba confuso, lívido, aterrado.
El juez refirió sucintamente a Guarnacci toda la iniquidad de Cattinara...El sacerdote exhaló un profundo suspiro y exclamó:
-¡Quién había de pensarlo!
Y comenzó a llorar amargamente, murmurando con acento de sin igual dulzura y mansedumbre:
-Perdonadlos, porque no saben lo que se hacen.
-¡Oh, virtuoso anciano! ¡Oh digno sacerdote de Jesucristo! -exclamó Álvaro con los ojos inundados de lágrimas de arrepentimiento.
Y prosternándose a los pies del lecho de Guarnacci, añadió con acento de inefable dolor y de contrición sincera:
-Yo deseo morir, sé que la muerte me aguarda; pero yo moriría bendiciendo vuestro nombre, venerable sacerdote, si antes vuestro perdón viniera a mitigar en algún tanto los terrores de mi conciencia...
En esto se abrió la puerta y apareció un hombre vestido de negro y de faz severa.
El juez cambió algunas palabras con el recién llegado, el cual respondió:
-Yo no puedo menos de aprobar vuestro proyecto relativamente al reo; pero ha sido una imprudencia el haber turbado el sueño de Guarnacci, y, sobre todo, haberle obligado a hablar.
-¿Tendrá funestas consecuencias?...
-Tan funestas, que me temo mucho...
El médico se detuvo, y dirigiéndose al anciano sacerdote, le halló con las manos cruzadas convulsivamente sobre su pecho y murmurando:
-En tus manos encomiendo mi espíritu.
Estas fueron las últimas palabras del sacerdote.
El asesino prorrumpió en amargo llanto.