Los Templarios - I: 38
Capítulo XXXVIII - De cómo hay casualidades que parecen Providencias
editarEl lector recordará sin duda que, según dijeron los esclavos moros de la torre de Castiglione, Mendo se había alejado con Elvira en dirección a la aldea de Alconetar. Mendo (el criado que asistía a la triste doña Fidela y a Elvira en la granja, funesto teatro de acontecimientos que ya dejamos referidos) había sido sobornado por el opulento Castiglione. Éste, aconsejado por la vieja Plácida, había adoptado la resolución de que, por algún tiempo, Elvira permaneciese reclusa en el convento de Nuestra Señora de la Luz. Al principio se opuso el italiano a esta medida, como peligrosa a su amor y seguridad; pero todos sus temores se disiparon luego que Plácida le manifestó la ausencia de don Guillén Gómez de Lara, que había emprendido un largo viaje.
Acababan las monjas de terminar sus oraciones en el coro por la mañana, cuando en la celda de Elvira tenía lugar el siguiente diálogo:
-La niña parece que pasa toda la noche en vela, -decía la infernal Plácida.
-Así está tan amarilla.
-¡Pobre enamorada! Es probable que emplee sus vigilias en escribir epístolas a su amante.
-¿Y no podremos conseguir nuestro objeto? Estoy impaciente...
-Ya os he dicho que cachaza y mala fe.
-Pero esta mañana...
-No me ha sido posible en ninguna manera.
-¿No la has visto?
-No, señora.
-¿Pues qué hacía?
-Lo ignoro. La puerta estaba perfectamente cerrada. Es de creer que estuviese durmiendo.
-¡A estas horas!
-De ahí deduzco yo que pasa las noches velando.
-Es preciso no perder tiempo.
-Descuidad, señora mía, que ya he tomado perfectamente mis medidas, y lo que es ahora no se nos escapará.
-¿Y cuándo?...
-Hoy mismo.
-Veamos tu proyecto.
-Es tan sencillo como seguro será su éxito.
-Explícate pronto.
-Ya sabéis que la madre Sinforiana es muy entrometida y cachuchera y que tiene menos seso que una alondra, si bien en cambio posee algunas habilidades monjiles, como vestir niños de cera, hacer flores, y sobre todo tortas, bizcotelas y todo género de confites. Esta última habilidad es la que nos va a servir maravillosamente para nuestro propósito.
-¡Oh! ya comprendo. ¿Vas a regalar a Blanca algunos confites de la madre Sinforiana?
-Eso sería muy aventurado. Pudiera no comerlos.
-¿Pues entonces?...
-El golpe debe ser más seguro y más inevitable. Sor Sinforiana me ha dicho que algunas veces suele convidar a su celda a la hermosa Blanca para ofrecerle una merienda. Ahora bien; esta tarde me ha prometido convidarla, y entonces...
La diabólica Plácida hizo un gesto muy expresivo, señalando a la sortija en que estaba contenido el tósigo.
-Entiendo perfectamente, -dijo Elvira con los ojos radiantes de júbilo.
Mientras que esto acaecía en aquella caverna de demonios, que más bien merece este nombre que el de celda, todas las monjas corrían desatentadas por los claustros y con muestras de grandísima alarma y desconsuelo. Después de la inquietud que en aquellos corazones tímidos y sencillos había producido naturalmente el milagroso y espontáneo tañido de la campana del claustro, las monjas se afligieron y espantaron más todavía cuando supieron que muy poco tiempo se había hecho esperar el cumplimiento del fatal anuncio de la noche precedente.
-¡Ay señora abadesa de mi alma! ¡Qué gran desgracia ha sucedido! ¿Quién había de pensarlo? ¡Ayer tan bueno y tan sano, y hoy ya está gozando de Dios el santo varón! ¡Ah! ¡La campana no podía menos de anunciar la más funesta desgracia para el convento!
-Pero ¿qué ha sucedido, hermana tornera? -preguntaban algunas monjas que se hallaban al paso.
-Ahora mismo me lo acaba de decir el mayordomo. ¿Quién lo había de creer? ¡Tan bueno y tan colorado como estaba el buen señor!... ¡Ha sido muerte repentina!
-Pero ¿quién ha muerto?
-El señor Gil Antúnez.
-¡El capellán!
Figúrese el lector la batahola y alarma que esta noticia causó en el convento.
Pero ¡ay! a nadie afligió más cruelmente que a la desdichada Blanca, la cual despertó para saber que su amado tío, el que le había servido de padre, acababa de morir. Todas las monjas se afligieron sobremanera, porque todas estimaban las nobles prendas de aquel virtuoso sacerdote.
El mayordomo del convento, que hemos dicho estaba casado con una hermana de Blanca, se hallaba también muy afligido, tanto por la muerte de su tío, cuando por el triste estado en que se encontraba su esposa.
Una seglar de la abadesa aviso a Blanca para que al punto fuese a la celda prioral.
-¿Qué mandáis, señora abadesa? -preguntó la joven con su acostumbrado acento de modestia y dulzura.
La abadesa comenzó a usar de rodeos y medias palabras para comunicar a la doncella la desgracia acaecida.
-No os canséis, señora abadesa, en buscar palabras que pinten suavemente mi desdicha. ¡Lo sé todo!
Y la hermosa y afligida Blanca tenía los ojos inundados de lágrimas.
La abadesa, que era una excelente señora, no pudo menos de admirar la noble entereza, mezclada de celestial resignación, que reinaba en el semblante y en los modales de la modesta virgen, que no perdió su compostura y púdica reserva en tan doloroso trance.
-Otra en vuestro lugar, -dijo la abadesa tomando a la joven cariñosamente de la mano-, se hubiera deshecho en gritos alborotando el convento; pero vos, encantadora niña, os habéis guardado muy bien de tales demostraciones, que cuanto más ruidosas menos discreción prueban, además de ser indicio seguro de poca aflicción. ¡El dolor vocinglero nunca es profundo!
La joven escuchaba estas palabras con los ojos bajos, las manos convulsivamente cruzadas sobre el pecho, de pie, inmóvil y pálida como la luna.
-Basta sólo miraros para comprender cuán cruelmente padecéis en este instante.
La abadesa guardó silencio por algunos minutos, al cabo de los cuales, exclamó:
-¡Es lo mejor que podéis hacer!
La venerable monja había advertido el movimiento casi imperceptible de los labios de Blanca que estaba rezando.
En seguida la abadesa cayó de rodillas delante de una imagen de Nuestra Señora. La joven imitó aquel ejemplo, y ambas, sinceramente afligidas, manifestaron su dolor de la manera más digna, orando por el buen Gil Antúnez.
De repente fueron interrumpidas en su oración.
La madre tornera y algunas otras religiosas penetraron en la celda a participar otra nueva no menos dolorosa para la sensible Blanca.
-¡Ay, señora abadesa!
-¿Qué ha sucedido?
-Que otra vez ha vuelto el señor Garci Jurado diciendo que su esposa está muy malita...
La madre tornera se detuvo pensando en la imprudencia que había cometido de manifestar allí aquella noticia que tanto debía afligir a Blanca. Garci Jurado era el nombre del mayordomo del convento.
-Acabad, madre tornera, -dijo Blanca con su voz de ángel.
-Vuestro cuñado trae la pretensión de que al punto os vayáis a su casa para asistir y consolar a vuestra hermana.
-Y vos, ¿qué decís? -preguntó la abadesa dirigiéndose a Blanca.
-Que estoy dispuesta a salir ahora mismo del convento, -repuso la joven procurando en vano reprimir sus lágrimas.
-¡Pobre niña! -murmuró la superiora.
-¿Me permitís, señora abadesa, que salga al instante?
-De mil amores.
Blanca se despidió de la abadesa, quien le dio las mayores muestras de estimación y cariño.
En seguida la joven se marchó con Garci Jurado.
La casualidad, o mejor dicho, la Providencia, salvó a la hermosa Blanca de una muerte que en ningún modo hubiera podido evitarse, a no haber sido por el funesto accidente anunciado por la milagrosa campana del claustro y realizado en la persona del buen Gil Antúnez.