Los Templarios - I: 34
Capítulo XXXIV - De cómo Castiglione se convirtió en el más implacable enemigo de la orden del templo
editarTrasladémonos al aposento principal de la solitaria torre del Tesoro. Castiglione se hallaba en compañía de un personaje que, según todas las trazas, acababa de llegar de luengas tierras. Notábase en su persona cierto aire de majestad, de dominio y de reconcentrada y sombría desesperación. Frisaba en los cincuenta años, y en su traje se notaba una mezcla tan confusa, que no hubiera sido fácil averiguar su estado o condición. Iba envuelto en un tabardo, calzaba espuelas de oro, y en uno de los sitiales inmediatos veíanse un almete y un manto como los que usaban los Templarios. Castiglione estaba en la actitud de un hombre que recibe la visita de una persona cuyas facciones no le son desconocidas, por más que en el momento no recuerde el nombre ni las circunstancias del visitante. El italiano, además, tenía en sus manos una carta e acababa de entregarle el desconocido.
-Esta carta es de Ayub, quien, según parece, se encuentra ahora en Alcalá de Henares, mientras que yo creía se había encaminado a Tánger.
-Yo conocía a Ayub de mucho tiempo atrás, y tuve la dicha de encontrarle en Alcalá. Él ha sido quien me ha informado de vuestro paradero, y felizmente para vos, no he tardado en tener el gusto de veros.
-Ha sido una casualidad, y en poco ha estado que esta noche no hubiese emprendido un viaje.
-Hubiera sido una calamidad que antes no me hubieseis visto.
-¡Una calamidad!
-Sin duda alguna.
-Explicaos.
-Si pensabais ausentaros, creo que después que hablemos un rato, os habéis de confirmar todavía más en vuestro pensamiento. ¿Adónde pensabais ir?
-Mi ausencia debía ser muy corta.
-¿Evasivas? Vamos, lo comprendo. Claro está que no tenéis necesidad de darme cuenta de vuestros proyectos. Pero, en fin, cuando lleguéis a reconocerme, estoy seguro de que habéis de variar de conducta para conmigo.
El italiano fijó su ojo único en el caballero, procurando, aunque en vano, reconocerle.
-¿Es posible que no me conozcáis? -preguntó el recién llegado.
-¡Yo! No recuerdo haberos visto nunca...
-¿Tan desconocido estoy?... Mírame bien, Matías.
Y esto diciendo, aquel extraño personaje dejó caer una cabellera postiza que contribuía de un modo poderoso a desfigurarle completamente. Apenas el recién llegado quitose aquel disfraz, cuando al punto fue reconocido por Castiglione.
-¡Sechín de Flexián! -exclamó el calabrés como si tuviese delante de sí un espectro-. ¿Tú por aquí? ¿Es verdad o es ilusión?
-Es mucha verdad, mi querido amigo.
Ambos personajes se abrazaron con tal júbilo y ternura, como no era fácil esperar de semejantes caracteres. Es verdad que las naturalezas perversas simpatizan entre sí hasta el extremo de ser capaces de sentir cierta especie de amistad, fundada, no en la mutua estimación de las buenas cualidades, sino en el aprecio recíproco de las aptitudes más odiosas.
-¿Te acuerdas de la última vez que nos vimos? -preguntó Castiglione.
-Perfectamente. Entonces era yo prior o maestre provincial de los Templarios en Tolosa; pero después... ¿No ha llegado a tus oídos ninguna noticia de mi triste historia?
-Algo he oído; pero muy vagamente y con mucho misterio.
-Ya sabrías que me condenaron a perpetua prisión.
-Efectivamente lo supe; mas no he podido explicarme nunca cómo, ni quiénes, ni por qué te castigaron tan bárbaramente.
-Todo fue obra de nuestro gran maestre Santiago Molay, a quien Dios confunda.
-Pero cuéntame...
-Es una historia muy larga de contar.
-Así lo creo. Me has dicho que estabas condenado a encierro perpetuo, y ahora te encuentro aquí cuando menos podía pensarlo...
-Ya ves que ese enigma no es difícil de descifrar. El verme aquí se explica muy sencillamente con decirte que me he escapado de mi prisión. Ya te informaré, cuando estemos más despacio, de la iniquidad que han usado conmigo los Templarios.
Castiglione, que tan fanático era por el brillo, y esplendor de su orden, frunció el ceño cuando de tal manera oyó hablar a Sechín de Flexián. Éste notó lo que en el interior de su antiguo amigo pasaba, mas no por eso pareció inmutarse en lo más mínimo; antes, por el contrario, continuó con voz segura y mirando fijamente a Castiglione:
-No trates, amigo mío, de defender a los nuestros; pues precisamente contigo tratan de hacer otra felonía por el estilo...
-¡Cómo! ¿Estás en ti?
-Tan cierto como te lo digo, que los Templarios de Castilla tratan de jugarte una muy mala pasada.
-¡A mí! ¿Por qué?
-Si te empeñas, no tengo inconveniente alguno en decírtelo.
-Habla, habla.
-Se dice que tú envenenaste al maestre provincial de Castilla don Gómez García.
-¡Dicen eso.
-Y otras muchas cosas más.
-¿Y qué más pueden decir?
-Que hiciste lo mismo con don Sancho Ibáñez.
-¡Qué infamia! ¡Viles calumniadores!
Castiglione, pasado su primer trasporte de cólera, se sonrió gozosamente, diciendo:
-Todo eso me importa un bledo, pues antes de mucho no tendré nada que temer en Castilla.
-¿Piensas acaso que vas a ser maestre?
-Estoy seguro de ello.
-Pues siento decirte que te has engañado miserablemente.
-Yo bien me entiendo, y sé que no me engaño, -dijo Castiglione con aire de triunfo-. Tengo previsto muy bien todo lo que puede suceder.
-¿Y no has previsto que el maestre de Castilla había de ser don Rodrigo Ibáñez?
-¡Don Rodrigo!
-Uno de tus enemigos más encarnizados.
Grande a la par que dolorosa impresión produjo esta noticia en el ánimo de Castiglione, que inclinó la cabeza sobre el pecho, como si el golpe hubiese sido demasiado rudo para él. Al cabo de algunos momentos, dijo:
-¿Es posible, Sechín, lo que me dices? O tú has perdido el seso, o tratas de engañarme de una manera, a la verdad, muy poco diestra. ¿No conoces que si tal noticia fuese cierta, debería yo saberla tan bien como cualquiera otro?
-Eres muy presuntuoso, amigo Castiglione; no atino de dónde sacas ese privilegio de saber las noticias primero que los demás.
-Yo me entiendo.
-¡Siempre estás con que tú te entiendes! ¿Qué quieres decir con eso? Tal vez que tienes espías, que has prodigado tesoros entre los comendadores y otras personas influyentes para salir elegido prior de Castilla...
-¿Y bien? No te lo niego.
-Sería inútil.
-Pero ya conocerás que yo todavía abrigo muy bien fundadas esperanzas de ser maestre de Castilla.
-Ya sé que ese es tu sueño dorado.
-Y será una realidad, porque yo lo quiero.
-El caso está en que puedas.
-¿Y acaso piensas que no lo tengo todo dispuesto de manera, que es casi imposible que pierda el triunfo?
Sechín de Flexián miró atentamente a Castiglione con una expresión que revelaba cierta compasión desdeñosa.
-Nunca como ahora me he convencido de una gran verdad.
-¿Cuál es? -preguntó el italiano.
-Que los hombres más discretos y astutos salen airosos en sus empresas, por difíciles que sean, siempre que tengan libre y desembarazada su inteligencia de pasiones muy fuertes; pero, por el contrario, cuando el afán de posesión, cuando algún deseo vivo y enérgico se apodera de ellos, en este caso los hombres más astutos se tornan imbéciles y necios. Mucho pesar me causa el hablarte en estos términos; pero, amigo Castiglione, en esta ocasión reconozco que te ha abandonado tu destreza acostumbrada.
-A fe mía que tomas un tono tan magistral, que ya me cansa.
-Siempre es amargo oír verdades.
-Pero veamos, ¿qué es lo que encuentras de reprensible en mi conducta? ¿Por qué juzgas desatinados e inoportunos los medios que he puesto en práctica para conseguir mis deseos? Todavía es tiempo de enmendar cualquiera yerro.
-El caso es que la cosa ya no tiene enmienda. ¿Cuántas veces te he decir que a estas horas ya es maestre de Castilla don Rodrigo Ibáñez?
-Repito que yo debía saberlo, -dijo Castiglione más pálido que la muerte.
-¿Y por qué?
-Porque no me han dado aviso para asistir al capítulo.
-Pues he ahí lo que debías saber, que el capítulo se ha verificado sin necesidad de tu asistencia.
-¡Eso es imposible! ¿Me querrás hacer creer que no han contado con la asistencia de todos los caballeros de las Casas [1] de Castilla para la elección del nuevo maestre? Según las prácticas establecidas, y conforme el espíritu de nuestra regla, para tales actos deben reunirse todos los caballeros. Lo contrario es una injusticia, de la cual yo mismo me quejaré al gran maestre.
-Es que también la elección se ha verificado con toda legalidad, es decir, que en nada se ha contravenido a la regla.
-Si tal dices, me atrevería a jurar que nunca la has leído.
-Y yo te probaría lo contrario, recitándote de memoria el artículo que trata de esta cuestión... Óyeme: «No siempre mandamos llamar a todos los hermanos a consejo, sino a aquellos que se conocieren próvidos e idóneos: cuando se tratare de cosas mayores, como es el dar tierra, o de conferenciar del Orden, o de recibir a alguno, entonces es competente llamarlos a todos, si al maestre pluguiere; y oídos los votos del común cabildo, se haga por el maestre lo que más convenga». ¿Ves cómo he leído nuestra regla y la sé de coro? -añadió Sechín de Flexián con aire triunfante.
-Ahora te digo otra cosa peor, y es que la recitas de memoria y no penetras su sentido.
-¡De veras! Yo, que he sido prior de Tolosa nueve años, ¿no entiendo la regla de la orden del Templo? Vamos, querido Castiglione; explicame tú él sentido del tal artículo: yo escucharé tu decisión como si fueses un Santo Padre.
-Ya verás cómo te convences. Tratándose aun de las cosas más importantes, dice la regla que se reúnan todos los hermanos; pero añado que si al maestre le pluguiere.
-Así es la verdad.
-Ahora bien, -continuó Castiglione-; en las actuales circunstancias no tiene aplicación alguna este artículo, supuesto que tales reuniones no son provocadas por el maestre, en cuyo caso, no puede tener lugar la preferencia de estos o aquellos caballeros para que asistan a los capítulos. En una palabra, no habiendo maestre, no puede suceder que le plazca dar aviso a unos y olvidará otros.
-¡Ah, buen Castiglione! Todas esas son salidas de italiano, y no te han de valer tus astucias. Dices que ahora no hay maestre, y en eso te equivocas en gran manera. A falta de maestre, ya sabes que ocupa su lugar el comendador más antiguo, o por mejor decir, éste es el que preside los capítulos, y que una decisión de los comendadores tiene tanta o más fuerza que si fuese una orden del maestre...
-Pero en la regla no hay ningún artículo que así lo exprese formalmente.
-Aún cuando eso sea verdad, no lo es menos el que tales son las prácticas establecidas, y que tienen el mismo vigor que un artículo de nuestras instituciones. En resolución, mi querido Castiglione yo te aseguro que me consta que ha sido electo don Rodrigo Ibáñez. El moro Ayub, que sin duda sabe hasta qué punto tenías interés en recibir noticias de esta especie, me ha encargado te lo comunique así, y aun otras cosas de mayor importancia.
-¡De mayor importancia! -repitió absorto Castiglione.
-Se trata nada menos que de perder la cabeza.
-¡Cáspita! ¿Te ha dicho eso Ayub?
-Precisamente este ha sido el asunto principal de que me encargó te hablase.
Durante largo rato el calabrés permaneció confuso y demudado, a causa de las desagradables nuevas que Sechín de Flexián le comunicara.
-¿Y cómo se ha verificado esa elección?
-Habiéndose reunido todos o casi todos los comendadores de Castilla, designaron a los caballeros que habían de asistir al capítulo que acaba de celebrarse, y que ha tenido por resultado la elección de don Rodrigo Ibáñez.
-¡Voto a Hugo de Paganis! ¡No haber yo sabido nada!
-No es extraño, si se atiende a que el capítulo se ha celebrado a gran distancia de aquí.
-¡Oh! ¡Si yo hubiera sabido esa trama de los malditos Ibáñez!...
-¿Qué habrías hecho?
-Me hubiera hallado en Alcalá, y entonces tal vez hubiera impedido esa elección.
-¡En Alcalá!
-Sí, sí, yo hubiera sido capaz de variar la resolución del capítulo.
-¡Pero si el capítulo se ha celebrado en Ponferrada!
-¡Ahora lo comprendo todo! -exclamó Castiglione con voz dolorida; pero su rostro tenía tal expresión de ferocidad, que causaba espanto-. ¡Me han vencido! -murmuraba con voz sorda e iracunda-. ¡Me han vencido! ¡Me han vencido los Ibáñez!... ¡Malditos sean!
-Pues no es lo peor que te hayan vencido en el asunto del maestrazgo.
-¿Puede haber otra cosa que me sea más sensible?
-Te lo repito: con esta desgracia has olvidado que te cercan otras mayores. Ya te he dicho que tu cabeza peligra. Don Rodrigo Ibáñez y todos sus deudos, así como también los de don Gómez García, tratan ahora de descargar su cólera sobre ti, supuesto que te acusan de no sé qué cosas de envenenamiento... En fin... tú sabrás lo que sobre eso hay.
Cien rayos que se hubiesen desplomado sobre la torre no habrían aterrado tanto a Castiglione como la noticia de que los mismos Templarios trataban de proceder contra él, acusándole de horrorosos crímenes.
-¡Es posible! -exclamó al fin-. ¿Es posible que a tanto se atrevan los Templarios?
-Descuídate y lo verás; por lo menos te condenan a un encierro perpetuo, si es que no te dan un tósigo para de este modo vengar a esos maestros envenenados, según dicen, por tu mano.
-¡Sechín de Flexián!
-Amigo Castiglione, yo no hago más que repetir lo que me han referido.
Y así diciendo, Sechín de Flexián clavaba sus ojos penetrantes en el italiano con una expresión maligna. Castiglione observó aquella maliciosa sonrisa, y entonces cruzó por su mente una sospecha.
-¿Si se habrá convertido Flexián en un sicario de mis enemigos?
Sechín adivinó este pensamiento de Castiglione, y por lo tanto se apresuró a convencerle de que se engañaba.
-No juzgues temerariamente, mi caro amigo; te ruego que deseches tus recelos y temores, y que te acostumbres a ver en mí otra víctima del resentimiento de los Templarios. Así, pues, aun cuando no fuera por razones de simpatía y amistad, todavía nuestro interés propio, nuestra seguridad individual nos ponen en el caso de asociarnos para combatir a nuestro común enemigo.
Castiglione pareció dar grande importancia a las razones de Sechín de Flexián, y por consiguiente creyó encontrar en él un firme aliado contra sus enemigos y un coadjutor inteligente para llevar a feliz cima sus proyectos.
-¡Oh! -exclamó el italiano con feroz sonrisa-. Yo pudiera vengarme de una manera la más cruel y sensible para la orden... Yo pudiera...
De pronto el calabrés se detuvo, y su rostro tomó una expresión verdaderamente afligida.
-¡Ay de mí! -exclamó-. Yo, que tanto me he desvelado por el acrecentamiento y esplendor de la Orden del Templo, me veo ahora perseguido por los mismos Templarios.
-En este mundo, amigo mío, casi siempre se pagan los beneficios con ingratitudes. A mí me ha sucedido exactamente, lo mismo que a ti. No solamente en las batallas he prodigado mi sangre por el brillo y honor de nuestra milicia sino que también en las cortes y en los palacios he manejado asuntos muy espinosos con el mayor tino, y que, sobre todo, han sido de gran provecho para nuestra Orden... Y sin embargo, heme aquí ahora, pobre y fugitivo, y temblando a cada instante no sea que encuentre en mi camino alguno de mis correligionarios que piense hacer una grande hazaña prendiéndome y entregándome a disposición de la Orden. Cinco años he vivido en la prisión más espantosa, sin más alimento que pan y agua, sin más lecho que el mármol del pavimento, sin ver a nadie más que a un carcelero inexorable, sordo a mis quejas y mudo para consolarme, sin luz en una oscuridad cavernosa, en una noche interminable como la eternidad y amarga como la desesperación, separado del mundo de los vivos sin esperanza... ¡Cinco años! ¡Oh! Yo he vivido cinco años en una tumba... Al salir de mi calabozo, yo he experimentado una emoción semejante a la que experimentarán los muertos el día de la resurrección... ¿Y quiénes han sido mis enemigos, mis carceleros, mis verdugos? Los Templarios. ¡Ira de Dios! Los Templarios. ¡Quién había de decirlo!... Mas, yo te juro, por mi nombre, que ya que he conseguido escaparme de mi prisión de una manera casi milagrosa, yo juro que he de tomar también una venganza atroz, cruel, inaudita, inmensa como mi agravio y mis dolores. ¡Oh Dios del cielo y de la tierra! ¡haz que luzca para mí el día anhelado de la venganza, que yo pueda saciar la hidrópica sed de mi furor en mis cobardes enemigos, y entonces yo iré gozoso, aunque el infierno abra sus puertas para recibirme!
Calló Sechín de Flexián; pero sus ojos lanzaban chispas, y sus puños crispados y su respiración anhelante y todas sus facciones horriblemente contraídas le hacían parecer al genio destructor de las venganzas. Aquel furor satánico se comunicó a Castiglione como por un contacto eléctrico. El rostro del italiano estaba también centellante de furor, y en su ojo de cíclope podían leerse mil sanguinarios proyectos, mil deseos destructores, mil desastres.
-Por eso he venido a buscarte, -continuó Sechín de Flexián-; porque tú y yo hemos de ser los Hércules que ahoguemos en nuestros poderosos brazos esta nueva hidra que a sí misma se muerde, porque, intenta, devorar hasta a los mismos suyos.
Sí, sí, -exclamó Castiglione-; supuesto que tratan de ofendernos, demostrémosles que tan buenos como hemos sido para acrecentar su prestigio y riquezas, tan terribles seremos ahora para aniquilarlos.
-La ocasión no puede ser más propicia, y nosotros debemos aprovecharla.
-¿Qué quieres decir?
-Los Templarios tienen muchos y poderosos enemigos; nuestras ocultas ceremonias han dado ocasión y pábulo a mil hablillas entre el vulgo, que nos mira con horror más bien que con respeto; la prosperidad y riquezas de la Orden son miradas con envidia por muchos grandes señores y reyes, si bien disimulan su despecho; pero entre todos, el que más dispuesto se encuentra a dar un golpe mortal a la orden del Templo es el rey de Francia...
Sechín de Flexián, al llegar aquí, bajó la voz, como si temiera que las paredes mismas pudiesen oírlo.
-Y de orden del rey Felipe, -continuó-, vengo a tratar de estas cosas contigo y con todos los que estén dispuestos a hacer la guerra a los Templarios, guerra que por ahora tiene que ser subterránea, pero incansable, hasta que llegue el día en que la Orden pueda ser herida de muerte.
-¡De veras! -exclamó Castiglione-. ¿Podremos contar por un aliado nuestro al rey de Francia?
-Sin duda alguna.
-¡Oh! Cuéntame todo lo que haya.
-Todo vas a saberlo.
-Pero ante todas cosas, -dijo Castiglione-, deseo vivamente que me refieras la causa de tu prisión, y de qué modo has conseguido evadirte de ella.
-Es una historia tan lamentable como extraordinaria.
Mientras que Sechín de Flexián se ocupaba en referir a Castiglione sus raras aventuras y el origen del encono que el gran maestre abrigaba contra él, tenía lugar en la misma torre otra escena que no conviene pasar en silencio para la mejor inteligencia de nuestra historia. En un aposento situado en el piso bajo de la torre, y junto a la puerta, encontrábanse dos esclavos que, a juzgar por su traje, tanto parecían moros como cristianos, supuesto que su atavío era una mezcla en que por iguales dosis entraban las galas morunas con el cristiano ropaje. Ambos conservaban el indispensable turbante y la característica barba, dado que estaban envueltos en negros mantos que por lo raídos probaban elocuentemente haber pertenecido en sus tiempos mejores a los armigueros del Templo. Aquellos humildes personajes habitaban de continuo en la torre, y estaban siempre dispuestos a obedecer las órdenes de su señor. El uno de ellos parecía tener como unos cuarenta años, y aun cuando de tez casi bronceada, notábase en su fisonomía un no se qué de humilde y bondadoso, de melancólico y reflexivo. El otro esclavo era joven de veinte años, alto, delgado, moreno, vivaz, ligero como un corzo y un sí es no es atolondrado. Los dos esclavos estaban sentados en torno del hogar y departiendo amigablemente al amor de la lumbre. Según podía deducirse de su coloquio, no eran ellos exclusivamente los que en aquella torre estaban destinados al servicio de Castiglione, el cual, como procurador de la Encomienda, podía valerse de los demás esclavos de la casa, y aun de los armigueros, salvo el permiso de sus respectivos señores.
-¿Y qué dices de estas cosas, Ismael? -preguntaba el más joven. -¡Vive Alá, que los cristianos son asaz marfuces!
-¿Quién será el pajarraco que está hablando con nuestro amo? ¡Tiene mala traza!
-Me parece que ese caballero no es español.
-¿Será tal vez compatriota del señor Castiglione?
-Según he podido juzgar de su acento, por las pocas palabras que le he oído, ese caballero es francés.
-¿Y qué estarán tratando?
-No será nada bueno.
-¿Vendrá tal vez ese caballero en busca de la dama?
-¿Quién sabe?
-Si tal es su intención, mal le ha salido el viaje, pues la garza ya no está en el nido.
-La tal señora es dura como una piedra. Apenas descansó algunas horas, cuando ya se puso otra vez en camino
-Y según parece, el señor Castiglione no ha querido que nos enteremos del sitio en que ahora pretende ocultarla.
-Desde la alquería hasta aquí no tuvo inconveniente en que la escoltáramos; pero ahora... ¿Y adónde la habrá enviado con el bueno de Mendo? ¡Tiene cara de traidor!
-Esas gentes son las que privan. Nuestro amo le ha dado un gran talego de oro, y a nosotros...
-¡Cómo ha de ser! ¡Nosotros somos esclavos!
-Pero aun así y todo, podíamos hacernos respetar.
-¿Estás en ti?
-Yo bien sé lo que me digo. Si el señor de Alconetar supiese...
-¿Quieres que te cuelguen de una almena?
-Algunas veces me dan unas tentaciones...
-¡Calla, desventurado!
-¿Tampoco hemos de poder hablar?
-¡Por Alá, que tienes gana de que te corten la cabeza!
-¡Estoy tan cansado de esta vida!...
-Otros hay que padecen mucho más que nosotros. ¿Ves tú al señor Castiglione? Pues ya daría él todas las riquezas que se encierran en esta torre por conseguir un sueño tan tranquilo como el tuyo.
-He ahí una cosa que no te niego... ¡Si vieras, Ismael, cómo se asusta el señor Castiglione siempre que baja al subterráneo!... Ya sabes que me mandó acompañarle esta noche cuando bajamos a la sala de los aparecidos, y... ¡qué miedo!
El esclavo se detuvo como horrorizado.
-Vamos. ¿Qué viste?
-Aquella pintura que hay sobre la puerta, que representa la cabeza de un monstruo, parecía moverse al resplandor de la luz... De pronto el señor Castiglione dio un grito y se quedó inmóvil y pálido como un muerto, mirando... mirando a la terrible figura... A mí se me erizaban los cabellos solamente de verlo...
-¿Y no dijo nada?
-Balbuceó algunas palabras como si murmurase una oración.
-¿Y permaneció mucho tiempo así?
-Bastante rato; pero al fin, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, se adelantó hacia la habitación en que ya le aguardaba la dama...
-¡Oh! -interrumpió Ismael-; aquella habitación ha sido teatro de grandes crímenes...
-Perpetrados sin duda por el señor Castiglione; porque al entrar allí se puso tan turbado, que creí se iba a desmayar. Por fortuna, se detuvo muy poco, ordenando al punto que la señora siguiese a Mendo, con el cual estuvo hablando largo rato el señor Castiglione... ¿Adónde habrán conducido a la dama?
-Ellos tomaron la dirección de Alconetar.
-¿Si la habrán llevado al convento de Marién de la Luz? ¡Estaría gracioso el lance!
-Tal vez hayas acertado.
-¡Maldita torre! ¿Sabes que tengo miedo de habitar en ella? Cuando han venido aquí los armigueros de la Encomienda, les he oído decir que en esta mansión hay duendes.
-Y tú, ¿qué dices?
-Creo que tienen razón los cristianos. Dicen que se suele aparecer un fantasma blanco: yo no lo he visto; pero he oído muchas noches unos suspiros y lamentos tan tristísimos, que me han helado de pavor.
-¿Y en dónde has oído tan siniestros rumores?
-En todas partes; no parecía sino que la voz iba volando aquí y allá como una mariposa al través de las tinieblas de la noche. Pero más particularmente he oído ayes angustiadísimos algunas veces que he bajado a los subterráneos; y en otras ocasiones he oído también siniestros rumores en el aposento del señor Castiglione... ¡Qué horror!.. Yo, por mi parte, digo que creo en los duendes y en las fantasmas de que hablan los cristianos.
Sonriose Ismael oyendo hablar de esta manera al joven Alí.
-¿No puede suceder que haya fantasmas y duendes en esta tierra, así como en la nuestra hay genios y hadas?
Con estas palabras Alí pretendía hacer una reconvención a su compañero para que éste en adelante evitase sus incrédulas sonrisas.
-Tú no sabes la verdadera causa de esos lamentos que dices. En todas partes, hijo mío, en todas las regiones, el crimen siempre vela y nunca goza de las gratas dulzuras del sueño. También, sin embargo, no goza de sueño tranquilo el lloroso infortunio que en el silencio de la noche se ocupa de verter sus amargas lágrimas... Esta torre maldita es a la vez la mansión del crimen, de la inocencia y de la desgracia. En el subterráneo hay seres vivos condenados a habitar como los muertos en una tumba; y en la sala del bafomet se han cometido crímenes espantosos... Esta misma noche hace dieciocho años que allí fue asesinada una hermosísima dama.
-¿Y qué crimen había cometido?
-Amar al señor Castiglione.
-¿Acaso fue él su asesino?
-Él mismo fue el verdugo de su amada.
-¡Maldito tuerto! -refunfuñó Alí.
-Te voy a contar esta historia, y verás hasta qué punto tienes razón al decir que, como los cristianos, crees firmemente en la existencia de los duendes y fantasmas. Yo también les he oído hablar muchas veces a los armigueros de no sé qué cosas acerca de la resurrección de los muertos. Sobre esto, lo digo francamente, mis ideas no están muy claras; pero lo que sí sabré decirte es que yo mismo he visto cosas tan extraordinarias, que creo firmemente que los muertos resucitan y que desde el otro mundo, vienen a visitar a los vivos... En fin, yo no puedo dejar de creer en eso que los cristianos llaman milagros.
-¿Y qué son milagros? -preguntó Alí.
-Una especie de sucesos que tienen lugar tan fuera de las vías comunes, que no pueden atribuirse sino a la voluntad directa del poderoso Alá, y que causan admiración y espanto a los mortales.
-Te ruego, mi querido Ismael, que me cuentes sin dilación esa historia maravillosa.
El buen Ismael atizó el fuego, y en seguida tomó la actitud meditabunda de un hombre que procura evocar en su memoria y coordinar en su mente sucesos ocurridos en una fecha remota.
Luego dio comienzo a su historia de esta manera:
-Desde muy joven caí en manos de los Templarios y me trajeron a Italia, en donde estuve algunos años en una Encomienda de Calabria al servicio del señor Castiglione, que a la sazón era muy joven. Luego vine a España, y nunca me he separado de don Matías desde que vino a habitar esta torre. En los primeros tiempos de nuestra residencia aquí, trabó nuestro amo grande amistad con un caballero español que vivía en Jaraicejo. En aquella época, el señor Castiglione vivía frecuentemente en la Encomienda, y también muy a menudo iba a visitar a su amigo. Al cabo de algún tiempo cambió completamente de conducta, habitando en esta torre con tanta obstinación, que nunca y por ningún motivo era posible hacerle pasar una noche fuera de esta mansión. La causa de este cambio repentino fue que se enamoró de una dama a la cual había traído secretamente aquí, ocultándola en la sala del bafomet...
-¡Qué miedo! -exclamó Alí.
-Una noche, -continuó Ismael-, subió el señor de Castiglione pálido y turbado a su aposento, sentose en un sitial junto a la cabecera de su cama, y así permaneció largo rato con actitud meditabunda. Al entrar en su habitación me había llamado con voz breve e imperiosa; acudí prontamente; pero como después no me dirigió la palabra, yo había permanecido inmóvil en medio de la estancia y contemplando a Castiglione, el cual de pronto, saliendo de su distracción, púsose en pie de un salto, y con voz atropellada y ademán desatentado me dijo: «Ismael, toma esta llave y baja al punto a la sala del bafomet, y toma en hombros un arca que allí encontrarás; la sacas al campo sin perder tiempo, la arrojas al río Almonte, que pasa por aquí cerca... Anda, vuela, no te detengas ni un instante; es preciso, que todo quede concluido en esta misma noche». Yo no sabía qué pensar de semejante turbación, ni mucho menos podía adivinar el motivo de una orden tan intempestiva. Sin embargo, comprendí que de algún siniestro acontecimiento se trataba, supuesto que había observado que el manto del señor Castiglione estaba todo salpicado de sangre.
-¿Y tú, qué hiciste?
-Obedecer a Castiglione, el cual añadió: «No te detengas, Ismael; obedece pronto, si no quieres que te cuelgue de una almena; sírveme bien, y yo recompensaré espléndidamente tus servicios». Provisto de una lamparilla que destellaba una luz opaca, me encamine al subterráneo y penetró denodadamente en la funesta habitación. ¡Qué horror!... En la alcoba veo una figura con cabellera de sierpes y con un rostro disforme, que estaba sobre un pedestal. Aquella figura es el ídolo horrible a que los Templarios tributan una adoración misteriosa... Me aproximo al arca de oloroso cedro, que estaba abierta. A la luz de la lamparilla pude distinguir un cadáver; retrocedo horrorizado, piso una cosa blanda, y la curiosidad me hace recoger aquel cuerpo extraño que había sobre el pavimento. ¡Cosa inaudita! Lo que yo había pisado era una mano, una mano ensangrentada que parecía salir de las entrañas de la tierra; yo me turbo y permanezco algunos instantes inmóvil y contemplando aquella mano, que parecía aún crisparse de furor. Súbito salgo de mi enajenamiento, oigo a mi espalda una voz que grita: ¡asesino! ¡asesino! Vuelvo el rostro, y me encuentro frente a frente con una dama. Aturdido de terror, huyo de aquella maldita estancia y me precipito hacia las lóbregas galerías del subterráneo. Perplejo, confuso, ahogado en tinieblas, no sé adónde voy ni en dónde me encuentro. ¡Qué angustia, poderoso Alá! Me había dejado la lamparilla en el aposento del bafomet, y me era imposible atinar con la salida para subir a dar aviso a Castiglione. Gran parte de la noche anduve perdido por aquellas interminables galerías, sin encontrar en torno mío más que las frías piedras de los muros o la impalpable oscuridad. De pronto me creí trasportado a un círculo extenso, supuesto que por ninguna parte alcanzaban mis manos a tocar los límites. Vagaba en todas direcciones sin encontrar puertas ni paredes, y cada vez el piso era más húmedo, más terrizo, más fangoso. Repentinamente oí una voz lejana que exhalaba doloridos ayes, una voz que salía de los cimientos de la torre; yo creí que eran los espíritus del otro mundo, y... ¡lo creo todavía!
Ismael guardó silencio algunos momentos, como si permaneciese abismado en los recuerdos de su espantosa aventura.
Alí le miraba con ojos atónitos.
-¿Y cómo saliste de allí? -preguntó.
-Después de haberme serenado algún tanto, traté de orientarme, y por último conseguí atinar otra vez con la puerta de la siniestra estancia. Entro y hallo encendida la lámpara que pendía del techo, mas en vano busco la que yo había llevado. Registro la estancia por todas partes, y nada ni a nadie encuentro; me dirijo al retrete del ídolo, y nada veo, sino la horrible escultura; miro en el fondo del arca, y ¡oh sorpresa! estaba vacía.
-¡La muerta había resucitado!
-Sí.
-Pero sepamos, ¿qué dijo el señor Castiglione?
-Descolgué la lámpara y subí a dar cuenta a nuestro amo de todo lo que me había acaecido. Castiglione, sin desnudarse, se había reclinado en su lecho, y parecía aletargado. A mis reiterados llamamientos despertó por fin, y mirándome con ojos extraviados, me preguntó: «¿La echaste al río?» Cuando le referí el suceso, se quedó como estúpido. Luego de pronto gritó con una voz que resonó como una campana: «Tú me engañas, infame». E hizo ademán de sacar la espada para darme la muerte. Pero luego debió reflexionar, y como cambiando de resolución me dijo: «Vamos allá». Bajamos segunda vez, y después que se hubo cerciorado de la verdad de cuanto yo le había dicho, cerró la puerta y guardó la llave...
-¿Y no volvió más a examinar la estancia? -preguntó Alí.
-Desde entonces no ha vuelto a abrirse aquella puerta hasta anoche, en que la funesta habitación sirvió de refugio a la dama que trajimos de la alquería.
-Es una historia...
-¡Silencio! -exclamó Ismael-. ¿No has oído?
-¡El qué!
-Que nos llama el señor Castiglione.
Así era la verdad.
El italiano y el francés habían terminado su conferencia, adoptando de común acuerdo la resolución irrevocable de hacer la guerra a la orden del Templo. A la misma hora en que tenían lugar estas escenas en la torre que habitaba el italiano, salía de Jaraicejo una cabalgata compuesta como hasta de veinticinco jinetes, a cuya cabeza iban cuatro personajes que tenían muy grande interés en penetrar en la torre de los Templarios.
-¿Os encontráis mejor? -preguntó el caballero de la Muerte.
-Algo más aliviado me encuentro; pero son tan crueles los dolores que me atormentan, que difícilmente puedo sostenerme a caballo. Sólo el deseo de recobrar a Elvira puede prestarme valor.
El que así hablaba, entrecortando sus palabras con sordos gemidos, era el fantasma blanco.
-A fe, señor, que hemos sido desgraciados. Vuestra caída nos ha hecho perder un tiempo precioso; no parece sino que el mismo diablo, a la mejor ocasión, se entromete en los asuntos de más importancia. ¡Miren a qué hora ha ido a espantarse vuestro caballo!... ¡Y gracias que habéis escapado con la vida. ¡Vamos, si el maldito animal dio una revolandeta tan súbita, que no parecía sino que le habían puesto alas! En un tantico estuvo que no caísteis por el precipicio, que entonces... ¡adiós mi dinero! antes saltan los sesos que el polvo.
-¡Verdaderamente ha sido un milagro! -exclamó el contuso caballero.
-¿Y creéis que encontraremos en la torre al infame Castiglione? -preguntó con voz breve e iracunda Aldonza.
El Templario suspiró.
-¿Lo dudáis tal vez?
-Sí, lo dudo, -respondió el caballero.
-Anoche debieron llegar a la torre.
-Ya debía ser de madrugada.
-¡Nosotros hemos perdido tanto tiempo!
-Apenas nos hemos detenido, -dijo Garcés-. ¡Qué diablos! ¿Significan algo dos horas que habéis tardado en reponeros algún tanto? Lo primero de todo es vivir.
-Sin embargo, esas dos horas pueden hacernos falta.
-El mal ha estado, -observó el caballero de la Muerte-, en que no podía verificarse nuestro proyecto en vuestra presencia, supuesto que nosotros ignoramos las ocultas entradas de la torre.
En esto arribaron nuestros jinetes a una extensa llanura.
-¡A escape! -gritó el Templario.
-¡A escape! -repitieron todos, perdiéndose en la oscuridad como una legión de sombras...
Pero volvamos a la torre de los Templarios.
-¡Ismael! ¡Alí! -llamó Castiglione.
Presentáronse los esclavos.
-Ensilla al punto los dos mejores caballos, -dijo a Alí.
Y volviéndose a Ismael, añadió:
-Y tú lleva al punto esta carta a la Encomienda, y entrégasela a don Lope de Haro.
Cada uno de los esclavos partió rápidamente a cumplimentar las órdenes que se les habían comunicado.
-Te advierto, -dijo Sechín de Flexián-, que no tenemos tiempo que perder.
-Descuida, que no será mucha nuestra detención. Cuando me ausento de la torre por un día, rara vez lo participo a la Encomienda; pero como ahora, según me has dicho, nuestra ausencia será un poco más larga, me parece bien dar parte a don Lope para que envíe aquí al viceprocurador, a fin de que la torre no quede completamente desamparada.
Sechín de Flexián preguntó:
-¿Y las riquezas?...
-¡Oh! En cuanto a eso, debemos estar descuidados; pues aun cuando todavía hay considerables tesoros en el depósito, lo más selecto y exquisito, nadie, sino yo, sabe en dónde se encuentra.
Sechín estrechó afectuosamente la mano de Castiglione, y al mismo tiempo el francés guiñó los ojos de una manera muy expresiva, que hubiera podido traducirse por estas palabras:
-¡Magnífico! Estamos en muy buen terreno, y es preciso convenir en que eres un hombre de provecho.
-¿Y monsieur Nogaret nos aguardará de fijo? -preguntó Castiglione.
-Es indudable, supuesto que él tiene tanto empeño como nosotros en aniquilar a la orden del Templo.
En esto presentose Alí, diciendo:
-Señor, ya están los caballos.
-¿Ismael no ha venido? -preguntó de Flexián.
-Como la hora es harto intempestiva, acaso los caballeros que estén de guardia tarden algo en transmitir mi carta a don Lope. De todos modos, hasta la diana no vendrá el viceprocurador.
-¡Y le aguardaremos aquí hasta entonces! -exclamó con extrañeza de Flexián.
-Nada de eso: cuando quieras podemos partir.
Pocos momentos después ambos caballeros partieron de la torre. Aún no se había extinguido completamente el galope de los caballos de los dos Templarios, cuando en dirección opuesta aparecieron los bandidos.
- ↑ Conventos.