Los Templarios - I: 25
Capítulo XXV - La segunda heroicidad del alcaide de Tarifa
editarAl inmenso dolor que como una losa sepulcral oprimía el alma del alcaide, siguió bien pronto la sed de sangre de sus enemigos. Hasta entonces no se había atrevido a hacer ninguna salida, porque además de ser escasa la guarnición, había llegado a disminuirse más todavía con los obstinados asaltos de los moros. Por otra parte, no era prudente salir a la campaña sin tener fuerza bastante para custodiar la plaza. Pero en aquel memorable día, el alcaide resolvió hacer pagar muy cara a sus enemigos la horrible atrocidad que cometieran.
Por toda la ciudad cundían el espanto y el furor a la vez, cuando los cristianos supieron la trágica muerte del desgraciado niño. Desde los adarves denostaban furiosamente los españoles a los africanos, y a grandes voces pedían al alcaide salir al campo para saciar en la pelea su hidrópica sed de venganza.
Ya repuesto de su turbación, don Alonso Pérez de Guzmán apareció de repente sobre los muros con el rostro centelleante de furor como un ángel de exterminio.
-¡Españoles! -gritó-. Hoy demostraremos a esos infames que la sangre de la inocencia clama al cielo; rayos del cielo serán hoy vuestras espadas. ¡Al combate!
Seis meses hacía que duraba el asedio, y en vano los españoles habían pedido socorro.
Con heroico valor y constancia habían resistido a las armas de los agarenos. Aquella era la primera salida que intentaban los cristianos. Los moros también por su parte se preparaban al asalto, furiosos de la tenaz resistencia del héroe Guzmán.
Aben-Jacob había resuelto a todo trance apoderarse de Tarifa.
Súbito clamoreo se levanta por los aires, y rumor de armas, de caballos e instrumentos bélicos hierve y resuena por los confines de los campos.
Desde las torres de la ciudad prorrumpen los cristianos en gritos de júbilo. Cual rápido torrente se desgaja del monte al valle, así lucidos escuadrones de caballeros cristianos se precipitan sobre los moros.
El sol brillaba suspendido en la mitad del cielo. Al través de una polvorosa nube descúbrense los mantos blancos y las rojas cruces de los caballeros Templarios.
-¡El socorro! -exclaman los de Tarifa llorando de gozo.
El alcaide reconoce a su hermano. El comendador don Diego de Guzmán es el caudillo de los caballeros del Templo, que hacen horrible carnicería en el ejército de Aben-Jacob. Apresúranse también a salir los de la plaza, y cogidos los moros, como suele decirse, entre la espada y la pared, llevan lo peor de la batalla, y huyen despavoridos.
Don Juan y Aben-Jacob se retiraron con ignominia, porque siempre los crueles son cobardes.
El pérfido infante a la sazón tenía en sus manos el hilo de muchas tramas. Pero todas sus maquinaciones habían salido fallidas, como si un genio enemigo se complaciese en mortificarle con una y otra derrota. Ya sabemos el proyecto que abrigaba don Juan respecto a la elección del maestre de los Templarios, y las proposiciones que de su parte había hecho Ayub a Castiglione.
El ejército enviado por don Sancho a socorrer la plaza se componía de mil y quinientas lanzas al mando del valiente caballero Hernando de Olea, y de trescientos caballeros Templarios bajo la conducta del comendador don Diego de Guzmán. Ciertamente que este; ejército era muy inferior en número al de los infieles, pero en cambio a los cristianos les sobraba la bravura. Los caballeros del Templo, que a la fe religiosa reunían el belicoso entusiasmo, ostentaban siempre un valor fabuloso en los combates. El Templario jamás retrocedía. Cuándo empuñaba la lanza o esgrimía la espada, era para alcanzar la victoria o la muerte.
Los cristianos recibieron gozos en Tarifa a los que en su socorro había enviado el rey don Sancho. Pero aquel regocijo estaba dolorosamente contrabalanceado por la tragedia lamentable que había tenido lugar delante de los muros de la plaza.
La fama con sus cien bocas incansables fue repitiendo por toda España aquel hazañoso hecho, y llegó hasta los oídos del rey, que a la sazón se hallaba enfermo en Alcalá de Henares.
Muchos caballeros, parientes y amigos partían de toda España ex profeso para dar al ilustre alcaide el parabién y pésame de su hazaña, a la vez tan brillante como dolorosa. Aquel suceso causó grande ruido, y atrajo sobre don Alonso el respeto y la admiración de todas las gentes.
Empero Guzmán, en medio de tantas felicitaciones, se hallaba triste, y en medio de tan grande acompañamiento se encontraba solo, como piedra abandonada en el desierto. Doña María, también inconsolable, no había querido salir de su aposento desde el día de la muerte de su hijo.
Don Diego procuraba consolar a su hermano y a su cuñada, y para distraerla algún tanto le propuso celebrar un convite, al cual asistieron varias nobles matronas y muchos caballeros. Sentados ya todos a la mesa, avisaron a don Alonso que había llegado un mensajero del rey. Hízole entrar el alcaide, y portador del mensaje, al ver a don Alonso, se prosternó en tierra, se descubrió con respeto y saludó casi con adoración al héroe castellano. ¡Noble privilegio de la virtud y de la gloria!
Levantó con bondad el alcaide al mensajero y le preguntó:
-¿Podéis decir vuestro mensaje en presencia de estas damas y caballeros?
Y don Alonso se disponía a salir, caso de que se tratase de algún asunto reservado.
-Señor alcaide, el rey me envía a vos solamente con el objeto de que os entregue esta carta. Y aun me atrevo a añadir que su contenido es público y notorio en la corte del rey don Sancho.
Diciendo así, el mensajero entregó la epístola al alcaide, que leyó:
«Primo don Alonso Pérez de Guzmán: Hemos sabido lo que por servirnos habéis hecho en defender esa villa de Tarifa de los moros, que os han tenido cercado seis meses, y os han puesto en la mayor estrechura y congoja; y principalmente hemos sabido y estimado en mucho lo que habéis hecho de dar vuestra sangre y ofrecer vuestro hijo primogénito por mi servicio, y el de Dios delante, y por vuestra honra. En lo uno imitasteis a Abraham, que por servir a Dios lo daba su hijo en sacrificio, y en lo otro quisisteis semejar a la buena sangre de donde venís. Por lo cual merecéis ser llamado el BUENO, y yo así os llamo, y vos así os llamaréis de aquí en adelante, porque justo es que el que hace la bondad tenga nombre de BUENO y no quede sin galardón de su buena obra; porque si a los que hacen mal les quitan su hacienda, a vos, que tan gran ejemplo de lealtad habéis mostrado y habéis dado a mis caballeros y a los de todo el mundo, razón es que con mercedes mías quede memoria de las buenas obras y hazañas vuestras. Y venid vos luego a verme, porque si no estuviera tan postrado como me tiene mi enfermedad, nadie me hubiera impedido que yo no hubiese ido a socorreros; mas vos haréis conmigo lo que yo no he podido hacer con vos, que es veniros vos luego a mí, porque quiero hacer en vos mercedes que sean semejantes a vuestros servicios. -A la vuestra buena mujer nos encomendamos la mía y yo, y Dios sea con vosotros-. De Alcalá de Henares a dos de Enero. Era de 1333 años. -EL REY». [1]
Al concluir su lectura, las lágrimas se rodaban de los ojos del héroe; pero aquel llanto
ahora estaba mezclado de gozo, porque a los nobles corazones les place que se reconozca por los
hombres los grandes sacrificios que cuesta el ser héroes. No buscan los buenos por recompensa el
oro. Después de la aprobación de su conciencia en el interior, la gloria es el bien extrínseco
que puede satisfacerles algún tanto, porque la gloria no es cosa que la tributan las manos, sino
que la dan las almas, ofreciendo a los héroes admiración y respeto.
No quiso don Alonso dilatar un instante los deseos del rey. Al punto salió de Tarifa, acompañado de su esposa y del comendador don Diego y de muchos deudos y amigos. El viaje de don Alonso puede con razón decirse que fue una marcha triunfal. Por todas partes salían las gentes a recibirle y aclamarle en los caminos; le hacían honrosos recibimientos en las ciudades; señalábanle con el dedo por las calles, los caballeros se lo presentaban a sus hijos como un modelo que debían imitar, y hasta las tímidas y recatadas doncellas pedían permiso a sus padres para ir a ver al insigne Guzmán.
Cuando llegó a Alcalá, salió a recibirle toda la corte a gran distancia por mandado del rey.
Don Sancho, como hemos dicho, se hallaba a la sazón postrado en su lecho, por lo que no pudo salir al encuentro del noble alcaide.
Al recibirlo el rey delante de un numeroso concurso, se volvió a los caballeros y donceles que estaban presentes, y les dijo:
-Aprended, caballeros, aprended a sacar labores de bondad; aquí tenéis el dechado.
A estas palabras de favor y de gracia añadió el rey mercedes y privilegios magníficos, y entonces fue cuando le hizo donación para sí y sus descendientes de toda la tierra que costea la Andalucía entre las desembocaduras del Guadalquivir y Guadalete.
En aquellos mismos instantes acaeció un suceso que probó maravillosamente hasta qué punto era noble y elevada el alma de don Alonso, que con tanta razón había merecido el renombre de Bueno.
Varios caballeros, amigos de don Alonso y deudos de su desolada esposa, aparecieron pálidos de ira en la cámara del rey, en tanto que en la parte de afuera sonaban sin cesar desaforados gritos, que indicaban algún sanguinario intento.
Todos los circunstantes miráronse consternados, no sabiendo a qué atribuir tan súbita mudanza de los himnos de triunfo en voces de ignominia y vituperio.
-¡Muera el infame! ¡Muera! Muera!
-¿Qué sucede? -preguntó el monarca dirigiéndose a los recién llegados.
-Señor, -repuso el de más edad de los caballeros-; habiendo salido al encuentro del ínclito don Alonso, que está presente, para felicitarle por la ilustre hazaña con que ha sabido sublimar su nombre, nos dirigimos hacia la parte de Carmona, por donde debía pasar el noble alcaide de Tarifa. Cuando llegamos allá, supimos que ya don Alonso nos llevaba dos jornadas de delantera. Apresurámonos a encontrarle, cuando he aquí que al día siguiente, ya el sol traspuesto, vimos cruzar por un camino a un caballero seguido de un esclavo africano. El caballero pareció querer recatar el rostro de nuestras miradas; empero, a pesar de sus precauciones, uno de nuestros compañeros consiguió reconocerle. Por grande que fuese nuestra sorpresa, tratamos de disimularla, y, dividiéndonos en dos partidas, logramos cortarle el camino, sorprenderle y aprisionarlo. Y en verdad afirmo a vuestra alteza que en el mismo punto habría dejado de existir, según nuestra indignación, a no haber tenido en cuenta que al fin era vuestro hermano; pero hemos querido traéroslo para que vuestra alteza disponga lo que más le plazca. En este momento acabamos de llegar...
El narrador fue interrumpido por un coro de voces que estalló gritando:
-¡Muera! ¡Muera!
Cada vez más se aproximaba el ruido, hasta que súbito apareció en la cámara real un hombre pálido y desencajado, que fue a colocarse tras el lecho del rey, diciendo con voz trémula y suplicante:
-¡Asilo! ¡Perdón! ¡Perdón!
El rey hizo un movimiento como si hubiese visto brotar del pavimento una víbora, y todos los circunstantes pusieron mano a las espadas con la irrevocable resolución de dar muerte al perseguido.
Al mismo tiempo una multitud furiosa apareció en la puerta con las espadas desnudas. Igualmente entre la turba iban algunas mujeres del pueblo gritando:
-¡Al asesino! ¡Al asesino! ¡Ese es el que arrebata a las madres sus pequeñuelos y los sacrifica bárbaramente! ¡Muera! ¡Muera!
Debemos advertir que las mujeres eran las que más encarnizadas se mostraban contra el fugitivo, lo que era muy natural, pues sólo ellas podían comprender hasta qué punto habían sido crueles las angustias de la infeliz doña María.
El mismo rey se hallaba a la vez embargado por la sorpresa y la indignación, y no parecía muy dispuesto a proteger al intruso, antes por el contrario, era fácil leer la sentencia de muerte del infante en los ojos del monarca.
Don Alonso se puso espantosamente pálido al ver al asesino de su amado hijo, víctima inocente del más atroz atentado. El alcaide, como todos los demás que se hallaban presentes, sacó la espada con actitud amenazadora; empero luego hizo un ademán como si procurase dominar su rencor, tornando a envainar su acero.
Un caballero joven quiso asir al infante y sacarlo de la cámara real, en donde había encontrado un asilo contra la muerte segura que le amenazaba. Sin duda alguna el infante no podía evitar su perdición desde el momento en que diese un paso fuera de la cámara, lugar sagrado que fue respetado por todas las espadas, a pesar de hallarse desnudas y en manos que se agitaban convulsivamente de cólera y rencor.
El inicuo don Juan se hallaba ahora a merced de sus enemigos, sin encontrar siquiera ni una palabra de consuelo, ni una mirada de simpatía. Todos le abandonaban como si estuviera tocado de la peste, aversión bien merecida por sus negras iniquidades. El ruin caballero, sin embargo, se hallaba en una situación tan crítica, que inspiraba compasión profunda.
El noble alcaide no pudo menos de conmoverse cuando vio al infante en tan inminente peligro dirigir en torno suyo una mirada de desconsuelo, implorando una protección que nadie le habría concedido sin creerla un sacrilegio.
Don Alonso, interponiéndose entre el infante y el joven que a viva fuerza pretendía sacar de la cámara, dijo:
-Dejad que Dios le castigue, porque solamente la divina justicia tendrá poder bastante para castigar debidamente crímenes tan horrendos. Por nuestra parte, démosle ejemplo para que vea cómo se portan los buenos caballeros, perdonando a los que les ofenden sin que jamás le hayan dado motivo alguno de disgusto. Respetemos, pues, su persona, porque es hermano de nuestro rey.
-Bien dicho, hermano mío, -dijo un caballero Templario que se hallaba en la cámara, y en el cual fácilmente habrán reconocido nuestros lectores al comendador don Diego Pérez de Guzmán. Éste saludó a su hermano con una expresión en que a la vez se revelaba fraternal ternura y religioso respeto.
Tienen tal poder las acciones generosas, que aquellos mismos que pocos momentos antes ansiaban enfurecidos la muerte de don Juan, sintieron en aquel acto el mágico prestigio de la virtud, e irresistiblemente fueron arrastrados a imitar el noble ejemplo del héroe Guzmán.
Los caballeros, deudos de doña María que tan implacable encono abrigaban hacia el infante, conocieron que su rencor flaqueaba y se deshacía como se derrite la nieve a los rayos del sol. La virtud es la voluntad de Dios ejecutada libremente por el hombre. ¡Cuán inmenso en su poder! A los vívidos rayos de la virtud, ninguna inteligencia permanece oscura, ningún corazón deja de presentir que puede elevarse hasta el cielo.
El rey don Sancho era de carácter noble y generoso, y en más de una ocasión había perdonado magnánimamente a su hermano, que sin cesar fomentaba en el reino asonadas y conjuraciones. Pero en el caso presente había sido tanta su indignación, que sin duda alguna le habría mandado quitar la vida, al no ser por el rasgo asombroso de incomparable generosidad que tuvo el alcaide de Tarifa, generosidad, que conmovió profundamente el ánimo del monarca e hizo descender la clemencia a su corazón, por lo que dejó a don Alonso la gloria de que fuese el libertador del mismo que le había ofendido de la manera más cruel o inicua.
Toda la multitud gritaba entusiasmada:
-¡Loor eterno a los héroes! ¡Gloria a los buenos!
-Verdaderamente que merece don Alonso llamarse el Bueno, -decían los caballeros que habían aprisionado al infante para que expiase su crimen, que había llenado de horror a toda España.
El infante cayó sobre su rostro, humillándose a los pies del héroe que como un ángel custodio le protegía, aborreciendo al crimen y cubriendo al criminal con el radioso manto de la virtud y la gloria.
Don Alonso levantó a don Juan, y pidiendo permiso al rey para retirarse, salió de la cámara sirviendo de egida a su mismo ofensor, a quien luego le facilitó los medios de fugarse y sustraerse al rencor universal que inspiraba.
Por las galerías, por los patios, por las calles se apartaban las gentes con respeto, dejando libre el paso al virtuoso caballero. Y a tal punto llegaba la veneración que le tenían, que nadie se atrevió a insultar al inicuo infante mientras que fue acompañado del ilustre Guzmán. Cuando éste hubo salido de la real cámara, don Sancho, volviéndose a los caballeros que le acompañaban, dijo:
-En verdad que me ha dejado atónito don Alonso y que ha dado hoy un ejemplo que admirará a los futuros siglos. ¿No encontráis que esta segunda heroicidad es mayor aún que la que hizo en Tarifa?
- ↑ Aún se acostumbraba entonces a contar por la Era de César. El año de esta fecha corresponde al de 1295 de la Era cristiana.