Los Templarios - I: 20


Capítulo XX - El sueño del criminal

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Apenas se terminó la espléndida cena que en la bailía de Alconetar había dispuesto el comendador, Castiglione fue a recogerse a su solitaria torre, misterioso refugio que nunca abandonaba, a no ser que gravísimas circunstancias le obligasen a ello. Las razones aparentes que el italiano tenía para seguir esta conducta era la inmensa responsabilidad que sobre él pesaba, a causa de estarle encomendada la custodia de la mayor parte de las riquezas y tesoros que en Castilla poseían los Templarios.

El empeño de Castiglione en irse aquella noche a dormir a la torre traía su origen principal del deseo que abrigaba de departir largamente con un huésped que se albergaba en la solitaria mansión.

Fácilmente recordará el lector que este huésped no era otro que el esclavo Ayub, el servidor y agente de todas las maquinaciones del infante don Juan.

Empero antes de hablar con Ayub Castiglione se había dirigido al subterráneo con la resolución irrevocable de intentarlo todo, a fin de obligar a su prisionero a que le entregase el precioso manuscrito, objeto de sus más ardientes deseos, y cuya adquisición en aquella coyuntura era para él de la más trascendental importancia, como que con aquellos anhelados tesoros podía comprar la ayuda del infante y disponer las cosas de modo que sin ningún género de duda se llegasen a realizar sus planes ambiciosos.

El maestrazgo de la orden de los Templarios en Castilla era el sueño dorado de Castiglione.

Más que rey, más que emperador, deseaba ser maestre de su orden, tanto por lo honorífico de esta dignidad cuanto porque habiéndose propuesto obtenerla, no estaba en su carácter el cejar de su propósito. El calabrés estaba dotado de una voluntad de hierro.

Como ya sabemos, aquella misma noche estaban citados Jimeno y el Templario a la margen del arroyo que pasaba cerca de la torre. Jimeno se había detenido algún tiempo cantando al pie de la reja de la encantadora Amalia Molay, olvidando el universo entero. El triste trovador había recibido aquella noche una impresión profunda, que jamás se olvida, que aparece hasta entre las sombras del postrimer instante, la impresión de un amor primero.

Corta fue la dilación del joven en asistir a la cita, cuyo recuerdo le hizo suspender súbitamente su serenata.

Pero aquella detención, aunque breve, fue lo bastante larga para causarle serios sinsabores.

Ya hemos visto en qué estado de desorden y turbación se alejó Castiglione del subterráneo, teatro de un nuevo crimen.

Insensato, aterrado, roído por los remordimientos, llegó a su estancia, donde se dejó caer en un sitial junto a una mesa, apoyando en ambas manos su frente calenturienta.

Trascurrido algún tiempo, y experimentando con indecible energía la necesidad de movimiento, se levantó como impelido por un resorte, y comenzó a pasearse por el aposento con la misma rapidez y ademán desatentado que el tigre se pasea por su jaula.

Súbito quedose parado delante de la mesa, con los cabellos erizados, con la boca entreabierta, los ojos inyectados en sangre, lívido como un difunto e inmóvil como si hubiese echado raíces en el pavimento.

Indudablemente algún extraño objeto había llamado la atención de Castiglione, a juzgar por la intensidad de su mirada, fija tenazmente en la mesa que delante de sí tenía. Sobre la mesa veíase una pequeña caja abierta. En el interior de la tapa había un retrato que representaba un anciano de venerable aspecto.

Aquella era la misma caja que el Caballero de la Muerte le había entregado al Templario en las ruinas de la ermita.

-¡El conde Arnaldo! -exclamó Castiglione pálido y trémulo.

No cabe en humana lengua expresar el terror que experimentaba el italiano.

Aquel hombre a sangre fría era incrédulo, valeroso e inteligente. Pero el crimen puede hacerlo todo, menos desentenderse de los roedores remordimientos. Es verdad que las circunstancias extraordinarias que rodeaban a Castiglione infundieran pavor en el corazón más temerario. Así es que un horror supersticioso helaba la sangre de sus venas.

¿Quién había puesto aquel retrato encima de aquella mesa? La venerable figura del conde Arnaldo, después de largos años, se le aparecía en las altas horas de la noche, en su aposento solitario, y en el instante mismo en que acababa de cometer otro asesinato también en la persona de otro anciano débil e indefenso.

Llamó Castiglione al esclavo que constantemente velaba en la antecámara de su dormitorio.

Presentose el esclavo, diciendo todo aturdido, en vista del acento desentonado con que su amo le llamara:

-¿Qué mandáis, señor?

-¿Quién ha entrado aquí? -preguntó Castiglione con voz de trueno.

-¡Aquí!... Nadie, señor.

-No me engañes, villano, -repuso el calabrés fijando una mirada de víbora sobre su servidor.

-Yo no he visto a nadie... os lo juro...

-¿Tú conoces de quién es este retrato?

El esclavo fijó en él sus ojos atónitos.

-No, señor, -dijo-. En mi vida he visto ni aun a quien se le parezca.

Tales fueron las muestras de asombro que daba el esclavo al contemplar la caja y al escuchar las palabras de su señor, que éste se convenció de que realmente el esclavo nada sabía de la terrible significación que para él tenía aquella caja colocada sobre su mesa.

El italiano, pues, mandó retirarse a su esclavo.

Cuando Castiglione se hubo quedado solo se entregó a las más profundas reflexiones; pero de ellas solamente resultaban las hipótesis más absurdas.

-¿Quién es ese fantasma?-murmuraba-. ¡Es un espíritu del Averno! Constantemente me persigue; por donde quiera se me aparece. ¡Ira de Dios! ¿Es posible que existan espíritus? ¡Es claro! ¿Quién, sino un espíritu infernal, ha podido traer aquí la efigie del conde Arnaldo?...

Súbito Castiglione tomó la caja y la arrojó por la pequeña ventana enrejada con gruesos barrotes que daba al campo. El calabrés sintió que sus cabellos se erizaban de horror. Le pareció haber oído que, al golpe que la caja hizo al caer, había respondido un lúgubre lamento.

Durante algunos minutos Castiglione se paseó por su estancia como un insensato, prorrumpiendo en rugidos de furor. Al fin, quebrantado de fatiga y rodeado de negras visiones, se dejó caer en su lecho.

Entretanto el esclavo, viendo el estado de desorden y delirio en que su señor se encontraba, corrió a llamar a Ben-Ayub, que dormía en un aposento inmediato. El servidor había tenido ocasión de oír que Ayub era muy docto en la ciencia de Avicena. Así, pues, creyó que nadie mejor que el moro podía favorecer en aquellas circunstancias a Castiglione.

Ayub se hallaba profundamente dormido, por cuya razón tardó bastante tiempo en encontrarse dispuesto para seguir al esclavo hasta la estancia del calabrés, donde ambos penetraron con paso recatado y silencioso. En la antecámara detúvose Ayub, mientras que el esclavo avanzó hasta el lecho de Castiglione, al cual vio sumergido en un letárgico sueño.

-Ya está más sosegado, -volvió diciendo el esclavo del calabrés.

-Déjame que vaya a verlo.

-Señor, os ruego que no le despertéis.

-Descuida.

Ayub se adelantó de puntillas hasta el lecho de Castiglione. Allí permaneció largo rato, contemplando al dormido con la atención más minuciosa.

Luego volvió a incorporarse con el esclavo que impaciente le aguardaba.

-Yo no veo, -dijo Ayub-, qué motivo hayas tenido para alarmarte y despertarme...

-¡Ay, señor!... No digáis eso...

-Pues tu señor duerme como un lirón.

-Mejor diríais que se ha quedado completamente desvanecido.

-Su respiración es igual y tranquila. Ningún síntoma he encontrado que pueda confirmar tu escandalosa inquietud.

-Muy pronto os convenceréis de que tengo muchísima razón. ¡Si supierais las cosas extraordinarias que hace durante su sueño!

-¿Pues qué hace?

-Lo que voy a deciros no sucede todas las noches; pero no deja de suceder con bastante frecuencia.

-Al caso, habla pronto.

-Muchas veces he visto a mi señor que en el silencio de la noche se levanta, se dirige a aquel armario, lo abre con mucho tiento, saca un pequeño Crucifijo, y comienza a murmurar algunas palabras con aire consternado y dolorido acento.

-¡Cosa más rara! ¡Castiglione aterrado por un Crucifijo! -exclamó Ayub en extremo admirado.

-Luego de pronto arroja el Crucifijo y prorrumpe en hondos y tristísimos sollozos.

-¡Castiglione! -exclamó el moro cada vez más asombrado.

-¿Estás en ti?

-Es tan cierto como lo digo, señor.

-¡Es posible! ¿Y él nota si tú lo estás mirando?

-No, señor. Lo más singular es que todo esto lo hace profundamente dormido.

-¡De veras! He ahí un síntoma que indica grande perturbación en las funciones vitales. ¡Dormir profundamente y obrar como si estuviera despierto!... Pero sin duda este sonambulismo es debido a causas morales... Dime, por tu vida, dime todo cuanto hace y dice.

-¡Ay, señor! Dice y hace las cosas más extraordinarias y terribles... Pero vedle ahí: ya sale... ¡Bien me lo temía yo que esta noche iba a soñar!

Efectivamente, Castiglione apareció en la estancia, pálido como un difunto y con los ojos abiertos, pero con la expresión de mortuorio reposo propia de un sonámbulo.

Dirigiose el calabrés a la mesa y tomó la lamparilla.

-Es extraño, -exclamó Ayub-. ¿Para qué le puede servir la luz?

-Nunca permite que me lleve la luz de este aposento.

-¡Pobre hombre! -murmuró el médico-. ¡Tan pusilánime, y yo le creía un varón fuerte!

Castiglione se dirigió al referido armario, y pocos momentos después el esclavo y Ayub le vieron sacar una efigie de Jesucristo enclavado en la cruz, y comenzó a besarla con un aire tal de contrición, que cualquiera lo hubiese creído un santísimo anacoreta.

A la verdad que era sobre toda ponderación extraño el ver al feroz, al insensible, al siempre cruel y pérfido italiano practicar aquel acto a la vez de religiosidad y arrepentimiento.

Ben-Ayub, que, según todos los datos que nos ofrece la exactísima crónica que seguimos en nuestra no menos verídica narración, tanto creía en el Corán como en la Biblia, no dejaba de admirarse de los vanos terrores del calabrés, terrores que el moro calificaba de absurdos y supersticiosos.

-Aunque tiene los ojos abiertos, no ve una gota, -dijo el esclavo.

-¿Y qué querrán decir esos ademanes extraños?

-¿No oís cómo murmura algunas palabras entre dientes?

-Escuchemos.

Castiglione había dejado la lamparilla en el suelo, y con ambas manos estrechaba el Crucifijo con ademán fervoroso y repitiendo sin cesar:

-¡Cristo! ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Madre mía!... ¡Cuando era niño!... Ninguna noche me entregaba al sueño sin haber rezado mis oraciones... ¡Cristo! ¡Cristo!... ¡Qué horror! ¡Qué horror!... ¡No perdona! No, no, no...

Y al pronunciar estas frases incoherentes, Castiglione se sonreía de una manera imposible de describir.

Luego el sonámbulo se encaminó hacía la mesa, en donde colocó el Crucifijo y la lamparilla.

El inmenso armario quedó abierto, y atrajo por un instante las curiosas miradas de Ayub; pero cuando ya pensaba satisfacer su curiosidad examinando el interior del armario, el moro desistió de su intento por no perder de vista un instante a Castiglione, cuyas palabras y estos le interesaban sobremanera.

-¡A fe mía que esto es singular! ¿No ves cómo se frota las manos?

El esclavo respondió:

-Yo le he visto en otras ocasiones hacer lo mismo durante largo rato.

-Parece que imita la acción de una persona que se lava las manos.

-Y mientras, dice palabras espantosas.

-Escucha... Ya habla... Oigamos lo que dice.

Ayub y el esclavo quedáronse pendientes de los labios de Castiglione, que con un acento sepulcral, extraño, indescriptible, murmuraba:

-¡Espíritus infernales!... ¡Y tú, blanco y aterrador fantasma!.... ¡Y vosotros, espantosos recuerdos que tomáis la figura de ponzoñosas sierpes!... ¿Por qué eternamente os ponéis delante de mis ojos? ¡Si no fuerais más que espíritus! Acaso no os temería; pero no... Además de vuestra ciencia infernal, os veo, me habláis, me perseguís, me ahogáis, me ahogáis como dogales inhumanos que oprimiesen mi garganta... La duda... la duda... No me queda ni aun me queda el consuelo de dudar de lo que siento..¡La duda!... Este abismo para el resto de los mortales, sería para mi un blando lecho de plumas, una pradera de flores... ¡El lecho! Yo no puedo....

Castiglione se detuvo, y durante algunos momentos permaneció mudo e inmóvil.

Luego volvió otra vez a murmurar palabras tan suavemente, que apenas eran inteligibles.

El calabrés había tomado una actitud suplicante.

Súbito prorrumpió en una amarga sonrisa. La expresión de su semblante era a un mismo tiempo feroz y tristísima.

-No perdona, -murmuraba-, no perdona, no perdona... Lo que importa es ser maestre... ¡Un tesoro perdido! ¡Maldito Gonzalo!... Ya no se burlará por más tiempo... Con este ya se va aumentando el número... Nos lavaremos las manos... ¡Que no se conozca la sangre! ¿Quién demonios había de pensar que un cuerpo tan extenuado contuviera tanta sangre?... ¡Secreto! ¡Secreto! ¡Ay! Lo peor de todo es que yo no puedo ignorarlo... ¿Quién puede deshacer lo hecho?... ¡Maestre!...

Castiglione guardó silencio durante un buen espacio de tiempo.

Entretanto Ayub experimentaba el vivísimo deseo de examinar lo que contenía el inmenso armario que estaba en la estancia de Castiglione, y que éste se había dejado abierto. Según podía divisarse a la pálida luz de la lamparilla, el armario contenía en sus diferentes departamentos papeles, vasijas, armas, bridas y algunas espuelas de oro.

Por más que el esclavo quiso disuadir al emisario de don Juan de su propósito, no pudo aquel conseguirlo. Ayub se encaminó de puntillas hacia el armario, objeto de su vehementísima curiosidad.

Precisamente en el mismo momento que Ayub creyó satisfacer su anhelo, Castiglione comenzó a decir:

-¡Maestre!... Yo no lo envenené... El moro... El infante... ¡Yo quiero! ¡Yo quiero ser maestre!

El sentido terrible de estas palabras resonó en el corazón de Ayub, en cuyo semblante se reflejó, como en un espejo, una palidez mortuoria, la misma palidez del sonámbulo.

El moro, pues, se detuvo, y espantadores recuerdos y remordimientos crueles turbaron su corazón.

Súbito un rumor confuso oyose cerca del armario, cuyo misterioso recinto parecía servir de habitación a los espíritus infernales que, bajo la figura de anfisbenas, se complacen en torturar a los condenados.

Ayub fijó sus ojos atónitos en dos serpientes, sobre cuyas espaldas de oro, salpicadas de manchas azules, reverberaba la oscilante luz de la lamparilla. Aquellos animales, los más terribles y antipáticos para el hombre, atravesaron la estancia lanzando de sus bocas horrendas silbidos pavorosos.

Al mismo tiempo que tuvo lugar la tan repugnante aparición de los reptiles, Castiglione gritaba:

-¡El fantasma! ¡El fantasma blanco!... Ya suena, ya viene, ya está ahí... ¡Huyamos!... ¡Al lecho!... ¡Al lecho!

El calabrés tomó el Crucifijo, lo colocó en el mismo sitio de donde lo había tomado antes, y cerró el armario precipitadamente.

En seguida se retiró a su alcoba y volvió a colocarse en su lecho, dejando atónitos a Ayub y al esclavo.

Luego pudo oírse al desdichado Castiglione, que como entre sueños murmuraba:

-¡No perdona!... ¡Dios no perdona!

Esta idea terrible era la que causaba todo su desconsuelo y desesperación. Perder la esperanza es entrar en el infierno.

Diríase que el infeliz Castiglione, torturado por los remordimientos, no podía ver que el ángel de su guarda permanecía a alguna distancia del lecho con la faz entristecida, y que en vano procuraba murmurar en su oído esta palabra «arrepentimiento», esta palabra que encierra un dolor tan amargo al principio como después el consuelo es inefable.

El negro pavor, la ira impotente, la tenacidad incorregible, el sueño perturbado eran los que velaban en torno del lecho del criminal.