Los Templarios - I: 18
Capítulo XVIII - La señorita Amalia Molay
editarMatías Rafael Castiglione comprendió al punto que algún negocio de grande importancia había dado motivo a que le llamase el comendador.
Y como las circunstancias en que la orden se encontraba en Castilla eran tan críticas, sospechó si alguna nueva noticia habría llegado, que fuese de un interés general para los Templarios.
Apenas llegó a la Encomienda, encontró grandísima o inesperada novedad, ocurrida durante su breve ausencia a la torre en que habitualmente residía.
En los patios veíase multitud de apuestos caballeros, de pajes y de corceles de batalla. Por todas partes notábase el rumor y el bullicio que se advierte siempre en una casa invadida por numerosos huéspedes. No sin sorpresa observó el calabrés que todos los caballeros que encontraba al paso hablaban un idioma extraño.
Un armiguero avisó al comendador de que allí se hallaba Castiglione.
En cada Encomienda o casa de Templarios había un caballero que desempeñaba el cargo de procurador, el cual cuidaba de la provisión de paños, monturas, armas y vituallas que consumían los caballeros y armigazos.
Castiglione desempeñaba el susodicho empleo en la bailía de Alconetar.
Don Diego de Guzmán salió al encuentro del procurador.
-¿Qué sucede? -preguntó éste.
-No creí que tan pronto os hubieseis marchado.
-Ni yo imaginara nunca que tan pronto me necesitaseis. Ya estoy aquí a vuestras órdenes.
-Es indispensable que dispongáis todo lo necesario para regalar espléndidamente a la lucida tropa que por acá tenemos.
-¿Son caballeros Templarios por ventura?
-Algunos hermanos nuestros vienen en esta cabalgata: el resto son caballeros particulares.
-Me han parecido de diversas naciones.
-Algunos son alemanes; pero los más son franceses, que vienen acompañando al ilustre caballero monsieur Federico Molay.
-¡Ah! ¡Ilustre apellido por vida mía! ¿Acaso ese caballero es deudo de nuestro gran maestre?
-Es hermano de monsieur Santiago Molay, maestra general de nuestra orden.
-¿Y adónde camina nuestro huésped?
Según he entendido, se dirige a Jerusalén para ver a su hermano, que hace muchos años abandonó la Francia. Pero no perdáis tiempo, Castiglione; disponed un banquete que sea digno de tan ilustres huéspedes.
-Descuidad, don Diego, que todo se liará según y como conviene a su regalo y nuestro decoro.
-Os advierto que hagáis preparar la mesa en los aposentos exteriores, es decir, en la hospedería.
-¿Qué decís?
-Ante todo es preciso cumplir rigurosamente con la observancia de nuestra regla. Ya sabéis que no pueden penetrar mujeres en el recinto interior de nuestros claustros.
-En efecto, nuestra regla lo prohíbe severamente.
-Monsieur Federico trae en su compañía, a una joven encantadora, hija suya, que tiene por nombre Amalia.
-Me alegro mucho de saberlo, para dar a nuestro banquete algunos de esos toques delicados que sólo las señoras saben comprender y apreciar.
-Por esa misma razón os lo he manifestado así. ¡Adiós!
El comendador tornó a la sala de recibimiento, en donde estaban Mr. Federico, su hermosa hija y varios caballeros de su comitiva.
Excusado parece decir que los opulentos Templarios obsequiaron de una manera verdaderamente suntuosa a sus nobles huéspedes.
Como era natural, el comendador, Castiglione y algunos otros Templarios respetables por su edad y nacimiento hicieron los honores de la casa y de la mesa con suma discreción y cortesanía.
Ya era bien entrada la noche cuando todos se retiraron a sus respectivos aposentos.
Verdaderamente que era encantadora la joven Amalia. Nada más expresivo que sus ojos garzos y serenos como el límpido azul de los cielos en un hermoso día de primavera. Su cuello, de suavísimos contornos, era blanco y erguido como el de un cisne. Tenía las cejas altas y perfectamente arqueadas; su nariz, de extraordinaria pureza, se adelantaba formando ese recto perfil propio de la belleza griega, y sus labios coralinos describían una línea ondulosa, en la cual podía leerse un sentimiento de dignidad, de melancolía y desdén a un mismo tiempo. Aquella graciosa cabeza estaba engalanada por una abundante cabellera de color castaño que caía en flotantes rizos sobre sus hombros, idealmente modelados. Como una mariposa de espléndidos matices se ostenta radiante en el cáliz aromoso de una flor, así brillaba una magnífica piocha de diamantes entre sus sedosos y perfumados cabellos.
Un traje de chamelote de aguas, flordelisado de oro y ceñido por un cinturón de seda azul, hacía resaltar su estatura gentil y su talle esbelto.
Brillaba en sus ojos la ternura, la tristeza en su sonrisa, la discreción en sus palabras y en todos sus ademanes algo de orgullo.
Nadie podía contemplar a la ilustre doncella sin experimentar el despótico prestigio, la magia irresistible de su belleza incomparable.
Varios armigueros vestidos de lujo habían servido aquella noche a la mesa, y por consiguiente habían tenido ocasión de admirar la peregrina belleza de la señorita Amalia Molay. Uno de estos armigueros había sido Jimeno, el hermoso e infortunado trovador.
¿Quién podrá pintar lo que sintió el mancebo al contemplar aquella mujer tan favorecida por la naturaleza? Las miradas de la hermosa fueron flechas agudísimas que traspasaron su corazón indefenso. ¡Desdichado Jimeno! Aquel día memorable fue el que decidió de tu destino. Un azar presentó a aquella mujer delante de sus ojos; pero esta circunstancia, al parecer insignificante, encendió en su corazón la hoguera de un amor inextinguible, mostró a su alma nuevos y desconocidos horizontes, trastornó los resortes de su vida, cambió la esencia de su ser, y mil y mil torrentes con ímpetu bramador se desencadenaron dentro de su pecho.
Todo yacía en silencio y soledad.
La blanca luna brillaba en el cielo, seguida de su innumerable coro de estrellas.
¿Qué suave rumor es el que turba el augusto silencio de la noche? ¿Es el suspiro de las brisas entre las flores? ¿Son tal vez los murmurios sollozantes de la cristalina fuente? ¿Son los trinos armoniosos del ruiseñor enamorado? ¡Ay! No... Es el eco melancólico del laúd del poeta, que exhala en el silencio de la noche el primer suspiro de su amor.
El triste Jimeno, en el patio exterior de la casa de la Encomienda, al pie de las rejas del aposento de Amalia, entonaba a media voz una canción de amores. Pulsaba el laúd tan suavemente, con tan recatada timidez por temor de ser oído de sus compañeros, que aquella encantada música resonaba a lo lejos dulcísima y vaga, como una melodía desprendida de las regiones etéreas.
El trovador cantaba, o mejor decir, suspiraba la letra siguiente:
Perdido en la noche oscura
De interminable dolor,
Caminaba a la ventura
El mísero trovador.
Y sufriendo
Las cadenas
Y las penas
Del vivir,
Triste aguarda
En su desvelo
El consuelo
De morir.
De temor y espanto lleno
Al cielo implora piedad,
Y responde el ronco trueno
Con su voz de tempestad.
Mas de pronto
Sollozante
Brisa errante
Murmuró,
Y una estrella
En su camino
Ya el destino
Le mostró.
¿Qué luz nueva y seductora
Sus pupilas viene a herir?
¿Son los rayos de la aurora
Que comienza a sonreír?
Son los ojos
Brilladores
En que amores
Pudo ver.
Que es sin duda
Cielo breve
Que conmueve
La mujer...
Aquí llegaba el nocturno cantor, cuando súbito se detuvo, como si hubiera oído algún rumor, o como si le hubiese asaltado algún recuerdo.
Inmediatamente Jimeno se dispuso a ir a la huerta, donde tenía preparados los instrumentos y armas que necesitaba para la expedición que debía verificar aquella noche.
Cuando ya el amartelado trovador dirigía a la ventana del aposento de la hermosa francesa la última mirada de despedida, experimentó un placer inexplicable. Detrás de la reja había sonado un suspiro, y el mancebo no dudó que la bella Amalia había escuchado su amorosa cántiga.
Como se arroja el ciervo herido a las frescas aguas del cristalino arroyuelo, del mismo modo, fuera de sí el armigazo, se encaminó velozmente a colocarse debajo de la reja de Amalia, tal vez aguardando en su amorosa locura alguna muestra de gratitud o de cariño.
De pronto Jimeno volvió su rostro con ademán de profunda sorpresa. El armiguero había sentido posarse sobre su hombro una pesada mano.
-¿Es así, -preguntó el recién llegado-, es así como yo debía encontrarte?
-Perdonad, señor; pero los acontecimientos imprevistos.
-Para los hombres de un carácter enérgico y de una voluntad firme no hay acontecimientos imprevistos, -interrumpió vivamente el recién llegado.
-Yo no creí que fuese tan tarde...
-Desesperado de aguardarte, y temiendo que algún otro motivo de más importancia te habría impedido concurrir a la cita, determiné venir a buscarte, muy ajeno de encontrarte en este sitio y en tal ocupación distraído.
Y el Templario señalaba al laúd que en la mano tenía el trovador.
-¡Sígueme! -añadió el Templario de las ruinas con voz severa.
Jimeno obedeció lleno de confusión y sobresalto.