Los Templarios - I: 10
Capítulo X - Donde se habla del esclavo prisionero
editarLarga había sido la convalecencia de don Guillén Gómez de Lara a causa de la herida que recibió en la noche, para él inolvidable, en que por la reja del jardín había jurado eterno amor a la hermosa Elvira.
Durante su dolencia, en vano don Guillén había intentado adquirir acerca de su amada esas noticias llenas de pormenores que tanto satisfacen, que tanto se comentan y que con tanto afán procuran adquirir los amantes.
Al doliente caballero le fue preciso contentarse con las poco satisfactorias noticias que vagamente le llevaba Plácida, quien, como ya sabemos, tenía sumo interés en desbaratar aquellos amores que con tanta pasión y ternura, y al parecer tan indestructiblemente, habían tenido principio.
A los primeros días no dejaba de ir a visitar al enfermo la redomada dueña, la cual llevaba y traía noticias más a propósito para disgustar e indisponer a los amantes que para alentarlos.
Después de su convalecencia, don Guillén había tenido muy pocas ocasiones de ver a su amada Elvira, y siempre que había conseguido verla, había sido acompañada de su madre, cuando iban a la iglesia.
El señor de Alconetar hubiera podido muy bien entrar en casa de doña Fidela, no sólo porque ésta le conocía y le estaba agradecida desde la noche en que libertó a Elvira de los brazos de su raptor, sino también prevalido de la soberana dominación que allí ejercía como señor feudal de aquella comarca, pues también las tierras de la Encomienda habían pertenecido en lo antiguo al linaje de los Gómez de Lara, hasta que un ascendiente de don Guillén hizo donación de cuantiosos terrenos a la Orden del Temple.
Pero el joven se había abstenido de prevalerse en ningún concepto de su posición elevada, y aun podemos asegurar que ni siquiera tal cosa se le había ocurrido.
El gallardo caballero se hallaba entonces en esos bellos momentos de la vida en que una expansión generosa arrastra al corazón humano hacia otro ser hermoso y querido, sin que el amante vuelva la vista sobre su propio espíritu, y abandonándose a la deliciosa espontaneidad de su adoración sin límites, sin reserva, amor puro, amor primero, amor desinteresado que todos sienten una vez en la vida, al penetrar en la región, a la vez árida y encantada, serena y tempestuosa de las pasiones.
Pero don Guillén guardaba su amor en lo más íntimo de su corazón como en un santuario, con ese misterio propio de los sentimientos ardientes y profundos.
Este amor platónico y la tierna juventud del señor de Alconetar, hicieron que se contentase con ver a Elvira de lejos, en su ventana, en la iglesia, en la calle, si bien en todas partes cambiaba con ella miradas de fuego.
Una sola vez le había pedido una cita, y la joven se excusó manifestando que no quería que por su causa se expusiese a nuevos peligros, supuesto que enemigos encubiertos lo perseguían; y que, además, su madre cerraba la puerta de su aposento, de modo que, aun cuando ella quisiera, no podía salir a hablarle a deshora.
Las campanas del convento de Nuestra Señora de la Luz tocaban a las oraciones, cuando don Guillén Gómez de Lara llegaba a su castillo después de su entrevista con el rey.
Inmediatamente el joven se dirigió a su aposento, escribió un billete y llamó a Pedro Fernández.
-¿Qué mandáis, señor?
-Al punto lleva este billete a doña Elvira.
-¿Aguardo contestación?
-No te vengas sin ella.
El fiel servidor fue a cumplir las órdenes de su amo, y justamente encontró a la vieja Plácida que salía de la casa de los Vargas.
-¿Adónde va la señora Plácida?
-Buenas noches, Pedro.
-Me alegro mucho de encontraros.
-¿Por qué?
-Porque traigo un billete para doña Elvira.
-¿Y qué tengo yo que ver con eso?
-Vamos, no se haga vuesa merced la mosquita muerta.
-Es que luego doña Fidela, si llega a enterarse, me reñirá, y con muchísima razón.
-Vos sois demasiado diestra para que doña Fidela llegue a sorprenderos.
-En fin, dadme la carta.
-Hela aquí.
La vieja tomó entonces el billete y continuó su camino.
-¡Pardiez! ¿Adónde vais? -preguntó el halconero atajando el paso a Plácida.
-Voy a un negocio asaz importante.
-Es que a mí me urge sobremanera llevarme ahora mismo la contestación.
-Pues ahora no puedo volver a entrar en casa sin inspirar sospechas.
-Fingid algún pretexto.
-¡Eso es! Vos todo lo componéis con mentiras, y el mentir es uno de los pecados que Dios menos perdona.
-Pues bien, no echéis mentiras, -dijo con mucha sorna el halconero.
-Os digo, Pedro, que ahora no me es posible volver a casa. Además, que lo primero es lo primero, -dijo la vieja elevando sus ojos al cielo con expresión devota.
-Y lo segundo es lo segundo.
-Y vos sois un bellaco.
-Pero, señora Plácida, -dijo el halconero haciéndole una caroca, -tened en cuenta que mi señor se marcha mañana, y que es muy natural que antes quiera ver la hermosa doña Elvira.
-¡Que se marcha mañana! -exclamó la vieja sorprendida.
-Sí, señora.
-¿Y adónde?
-Eso es lo que no puedo deciros, señora Plácida, y a fe mía que lo siento.
La vieja, tal vez con la intención de sonsacar al halconero, dijo después de algunos minutos de reflexión:
-Pues aun cuando se vaya el señor de Alconetar ahora mismo, no me es posible complaceros. Antes que los señores de la tierra es el Señor del cielo,
-¿Quién ha dicho lo contrario? -interrumpió el buen Pedro Fernández.
-¿Pues no oís la campana del convento?
-¿Y qué tiene que ver la campana con la contestación que yo aguardo?
-¡A ver! Están tocando al rosario, y han dado ya el tercero y último toque.
-Vamos, señora Plácida, os ruego que no seáis tan escrupulosa. Además, que mañana podéis rezar dos partes de rosario y recuperar lo perdido.
La astuta vieja desde luego estaba dispuesta a satisfacer la exigencia del halconero; pero entraba en su cálculo el venderle caro aquel favor, a fin de captarse su voluntad y confianza.
Sin duda el lector no habrá olvidado que Plácida tenía interés en conservar relaciones amistosas con Pedro Fernández, que podía servirle de mucho para introducirla en el calabozo del esclavo prisionero.
Así, pues, la vieja comenzó a manifestarse blanda a la petición del halconero diciendo:
-¡Cómo ha de ser! Hoy por ti, mañana por mí.
-Eso es, acaso mañana podré yo prestaros algún servicio.
-No digo que no, Pedro; pero... En fin, voy a arriesgarlo todo por serviros.
-Por servir a mi buen señor.
-¡A tu buen señor! -exclamó la vieja lanzando una mirada de víbora.
-Veo que todavía le tenéis ojeriza por la aventura de vuestro hijo.
-Una madre nunca perdona.
-Eso es según y conforme. Además, no tenéis en cuenta que vuestro hijo era...
-¡No lo digáis por Dios! -exclamó Plácida con extraordinaria energía.
-Bueno, callaré; pero no digáis que mi señor es malo.
-Una madre siempre llora la muerte de su hijo...
-Pero no tenéis en cuenta que mi señor os regaló una buena suma, y que os ha dispensado muchos beneficios después de aquel penoso lance.
-Sí, sí, lo conozco todo, Pedro. ¡Soy una ingrata! ¡Yo debía besar la tierra que pisa don Guillén! ¡Dios me perdone las injustas quejas que algunas veces se me escapan contra un señor tan bueno y tan dadivoso!
-Eso tampoco tiene nada de extraño, porque el dolor saca de quicio a las almas; pero no perdamos tiempo, y hacedme el favor de entregar pronto esa carta a doña Elvira.
-Voy al instante, -dijo la vieja poniendo fin a sus lloriqueos y encaminándose hacia la casa de los Vargas.
Cuando ya estuvo en el umbral, volviose y preguntó:
-Amigo Pedro, ¿no me diréis qué milagro es ese?
-¿Cuál?
-El de la repentina marcha de don Guillén.
-¿Y qué queréis que yo os diga?
-La causa de tan extraordinario suceso.
-No creo que sea cosa tan inusitada que un noble caballero emprenda un viaje.
-Como Guillén nunca ha salido de la aldea...
-Alguna vez había de llegar la ocasión.
-Lo que yo digo es que aquí hay algún, misterio.
-Lo ignoro. Todo lo que yo sé está reducido a que, habiendo ido don Guillén esta tarde a la Encomienda de los Templarios, ha vuelto al anochecer diciendo que se hagan los preparativos de su viaje para mañana.
-¡Ha ido a la Encomienda!
-Sí, señora.
-Entonces, ¿habrá estado hablando con el rey?
-Mano a mano.
-Dicen que el rey quiere mucho a don Guillén, ¿no es verdad?
-A las pruebas me remito. ¿Os parece que el rey va tan aína a visitar a cualquiera, como ha visitado a mi señor cuando estaba herido?
-Efectivamente, se conoce que el rey tiene en mucho a don Guillén... Es verdad que es un señor tan bueno... que todo se lo merece... Voy al punto a entregarle a doña Elvira la carta... ¡Cuánto se alegrará mi señora!
Y la gárrula vieja, con más celeridad que la que sus años prometían, comenzó a caminar por el atrio de la antigua y suntuosa casa.
-Pícara bruja, -murmuró el halconero mientras se paseaba esperando la respuesta de doña Elvira.
Entretanto el señor de Alconetar, después de haber dado sus órdenes terminantes para que al punto se hiciesen los preparativos de su partida, llamó a su amigo Álvaro y le preguntó:
-¿Tienes ahí la llave del calabozo?
-Nunca la dejo, sino cuando se la doy a Pedro para que vaya a cuidar del herido.
-¿Y qué piensas tú de este lance?
-Pienso... que las mujeres son muy pérfidas.
Y Álvaro del Olmo exhaló un profundo suspiro.
-Pero Elvira no me engaña, -dijo el señor de Alconetar.
¡Ojalá que así sea!
-¿Crees acaso?...
-Creo que hay motivos para tener recelos
-¿Y cuáles son esos motivos?
-No tengo más razones que las que tú mismo sabes. Yo creo firmemente que doña Elvira no tiene participación alguna en el triste lance que te ha sucedido; pero tampoco puedo creer que ella ignore quiénes eran los que te acometieron.
-Soy de la misma opinión, -dijo don Guillén.
-¿Y no te lo dirá ella?
-Tampoco podrá, porque... ¿No te he dicho lo que ella me refirió acerca del misterioso personaje que trató de arrebatarla aquella noche?...
-Sí, me dijiste que era un enemigo encubierto de la familia de los Vargas, y que doña Elvira casi no le conocía sino por el aire del cuerpo, en atención a que nunca le había visto el rostro:
-Veo que te acuerdas perfectamente. ¿Y qué piensas tú de lo que me dijo doña Elvira?
Álvaro guardó silencio durante algunos minutos, porque estaba profundamente conmovido al pensar en la hermosa hija de doña Fidela.
El lector no habrá olvidado que el triste Álvaro adoraba en silencio a Elvira, y que sufría doblemente al considerar que aquella mujer tan querida, no sólo amaba a otro hombre, sino que acaso también lo engañaba.
-Si he de decirte la verdad, amigo mío, debo aconsejarte que desconfíes de doña Elvira, porque repito que es imposible que ella no conozca a tu rival...
-¡A mi rival! -interrumpió el fogoso Lara.
-Ni por un instante debes poner en duda que tienes un rival muy temible, y que éste, o por mejor decir, sus emisarios fueron los que intentaron darte la muerte.
-Pero doña Elvira ignora el nombre y condición del que la persigue.
-Pues eso es lo que yo dudo.
-¿Luego crees que ella me engaña?
-Sí, -dijo resueltamente Álvaro-, después de algunos momentos de reflexión.
-Bien, bien, dejemos eso, -dijo el señor de Alconetar con los ojos centelleantes de furor y pálido como la muerte.
Álvaro se encogió de hombros y dijo para sí:
-¡Cuán amarga es la verdad!
El señor de Alconetar, llevado de su pasión, sentía en el alma que le hablasen desfavorablemente de la hermosa Elvira, a quien adoraba con locura.
-¿Lo has visto hoy? -preguntó luego don Guillén mudando de conversación.
-Sí.
-¿No está más aliviado?
-Nada de eso.
-¡Oh! -exclamó el señor de Alconetar con acento reconcentrado por la ira-. ¡Tener que ausentarme ahora!
-No te aflijas, porque al fin todo se descubre con el tiempo.
-Yo estoy seguro de que ella me ama y de que es incapaz de engañarme; pero la fiebre de la impaciencia me devora por satisfacer la vehemente curiosidad que ha despertado en mi alma el consabido lance.
-Tu ausencia, o por mejor decir, la nuestra, no será muy larga. Tal vez cuando regresemos lo sepamos todo.
-Ahora es cuando quiero saberlo.
Y así diciendo, el señor de Alconetar tomó una lamparilla, y salió del aposento, seguido de Álvaro.
Ceñudos y silenciosos caminaron ambos jóvenes durante largo rato; atravesaron un extenso patio; subieron una escalera, y llegaron por último a una galería en donde estaba la estancia del halconero, a cuya entrada veíase una multitud de alcándaras.
Era el aposento de Pedro Fernández alegre y ventilado, y en aquella galería había otras viviendas de la misma extensión y condiciones.
Los caballeros detuviéronse en la habitación contigua a la del halconero.
Don Guillén hizo una seña a su amigo, que inmediatamente abrió la puerta.
El aposento estaba opacamente iluminado por una lámpara de hierro que pendía de la bóveda.
Pero cuando nuestros caballeros penetraron en la estancia, inundose con el vivo resplandor de la luz que llevaba don Guillén, y descubrieron a un hombre reclinado en un cómodo lecho.
El resto del mueblaje consistía en algunos sitiales de encina y una mesa sobre la cual se veían algunos frascos.
El rostro del que yacía en el lecho era disforme, repugnante y de color cetrino. Aquel hombre pertenecía a la raza moruna y a la condición de esclavo, a juzgar por la marca que llevaba en la frente; pero por las prendas de su traje no habían podido venir en conocimiento de quién fuese su dueño.
Sobre este punto habían hecho muchas conjeturas los dos mancebos; pero ninguna de ellas resolvía satisfactoriamente sus dudas.
En efecto, aunque a don Guillén se le había ocurrido que aquel hombre tal vez pertenecía a la casa del Templo, en donde solía haber muchos esclavos moros, no tenía al fin ninguna razón decisiva para afirmarlo, supuesto que el tal prisionero no llevaba el traje que acostumbraban los esclavos del Templo.
Por otra parte, era absurdo suponer que nadie que dependiese de los caballeros Templarios se mezclase en aventuras galantes, ni que por lo tanto hubiese interés en que asesinasen al señor de Alconetar, amigo y aliado constante de los Templarios.
Además, era muy frecuente en aquella época que muchos señores particulares tuviesen esclavos moros, y por lo tanto don Guillén creyó, no sin fundamento, que aquel esclavo pertenecía a algún otro caballero, que tal vez estuviese enamorado de la hermosa Elvira.
Los dos mancebos aproximáronse al lecho en que yacía el herido y lo contemplaron atentamente.
A la sazón parecía hallarse un poco aletargado; pero al ruido de los pasos, de los caballeros y a la impresión que le causó la proximidad de la luz, abrió súbitamente los ojos y los clavó con espanto en los recién llegados.
Quiso hacer un movimiento para incorporarse; pero inmediatamente la más dolorosa agonía se pintó en su rostro, y se llevó ambas manos al sitio de la herida, por la cual se le escapaba la respiración, cubriendo muy a menudo de sangre espumosa los blancos vendajes.
Al fin el herido se tranquilizó algún tanto y permaneció con los ojos fijos en el señor de Alconetar.
El esfuerzo que había hecho anteriormente para llevarse las manos al pecho, parecía haberle causado una impresión en extremo dolorosa.
Toda la vitalidad del herido estaba reasumida en su mirada. Sus labios pálidos y delgados dejaban escapar una respiración entrecortada y ronca, y todo su aspecto anunciaba que había sido víctima de una impresión profunda de terror, cuyas señales y estragos aún se veían escritos en su pálido semblante.
-¿Me oyes hablar? -preguntó el señor de Alconetar.
El herido abrió los labios, y sólo pudo oírse que aumentaba el estertor de su pecho.
-¿Sabes escribir? -preguntó Gómez de Lara después de algunos momentos.
Álvaro observó tímidamente:
-Un esclavo...
-¡Ah! -exclamó el amante de Elvira con acento dolorido-. ¡Tienes razón!... ¡Sería una casualidad prodigiosa!
Los ojos espantados del herido vagaron a un lado y otro, y al mismo tiempo un movimiento de cabeza, casi imperceptible, indicó a don Guillén que en efecto el prisionero no sabía escribir. Es verdad que aun cuando hubiese sabido, de nada podía servirle, supuesto que estaba materialmente imposibilitado de trazar una letra.
El señor de Alconetar se desesperaba al considerar que serían inútiles todos sus esfuerzos por saber el nombre de su rival, que a mayor abundamiento era moralmente su asesino.
-Es imposible por ahora averiguar nada, -dijo Álvaro.
-Pero yo tengo que partir precisamente mañana... ¡Ira de Dios!
Y don Guillén crispó los puños y dio una patada sobre el pavimento, que conmovió la estancia.
Hallábase Álvaro a los pies del lecho, mirando alternativamente a su amigo y al esclavo; el señor de Alconetar estaba a la cabecera del herido, y éste continuaba con los ojos siempre fijos en el amante de Elvira.
Así permanecieron largo rato.
Las ondulaciones de las luces, que de vez en cuando agitaba el viento, esparcían sobre aquella, escena un no sé qué de fantástico y lúgubre. De repente se agrandaban y se movían en la pared las sombras de los dos caballeros, a la par que las lívidas facciones del esclavo se alteraban también y se aumentaban o se disminuían, ya retratando la dulce sonrisa del ángel, ya la satánica expresión de un condenado, ora un júbilo inmenso, ora una desesperación sin límites; y todo esto sucedía, o parecía suceder, según el vario impulso del viento que agitaba las luces, alterando sin cesar sus trémulos reflejos.
Al fin don Guillén intentó de nuevo preguntar al esclavo, a pesar de todos los obstáculos que encontraba.
-¿Fuisteis mandados para asesinarme?
-Sí -respondió el herido con un leve movimiento de cabeza, y que parecía causarle agudísimos dolores a juzgar por la expresión de su semblante.
-Ahora verás cómo adelantamos algún terreno, -dijo gozoso el señor de Alconetar volviéndose a su amigo.
-Veamos, -dijo Álvaro-; supuesto que afirma y niega, puede sacarse partido de esta circunstancia, interrogándole del modo que últimamente lo has hecho.
El señor de Alconetar, dirigiéndose al herido, preguntó:
-¿Vive de aquí muy distante tu señor?
-No, -repuso el esclavo con un ligero ademán.
-¿Sabes si ama a doña Elvira?
El esclavo se encogió de hombros, como diciendo:
-Lo ignoro.
-¿Es de mucha edad?
El esclavo no hizo movimiento alguno; sus ojos se iban inyectando, y cada vez respiraba con mayor dificultad.
Según ya hemos indicado, el halconero había herido al esclavo en el momento en que éste menos esperaba que don Guillén fuese auxiliado, y por lo tanto el herido experimentó una emoción de sorpresa inexplicable.
La sorpresa produjo el terror, y el terror produjo el mutismo del esclavo, que tanta y tan amarga desesperación había causado en el ánimo del señor de Alconetar.
-¿No puedes darme más señas? -preguntó.
El esclavo continuó en la más completa inmovilidad.
-¿No me respondes? -insistió furioso Gómez de Lara-. Dame una señal, dime una palabra por la que yo pueda vertir en conocimiento de quién es tu señor... ¡Ah! No me ocultes, esclavo, no me ocultes donde habita mi rival. Yo te daré tesoros, si me ayudas a descubrir este secreto. ¿No me escuchas? ¡Maldito moro!
Y el señor de Alconetar, fuera de sí de impaciencia y de ira, trabó del brazo al infeliz esclavo, que se estremeció convulsivamente, y exhalaba roncos aullidos que daban harto a entender el dolor inmenso que le causaba don Guillén con sus bruscas sacudidas.
-Respóndeme, esclavo, responde por piedad, y te daré todo cuanto poseo, -insistía el señor de Alconetar con una agitación febril y creciente hasta el delirio.
En este momento se abrió la puerta y aparecieron dos hombres, uno de los cuales se aproximó a don Guillén, diciendo:
-¿Qué hacéis, señor?
Gómez de Lara volvió el rostro, y encontrose con Estigio Momo y con Pedro Fernández.
-¡Dejad a ese hombre! -gritó el médico-. ¿No veis que está espirando?
-¡Se morirá! -exclamó el señor de Alconetar palideciendo.
-Es muy posible.
Por Dios te ruego, Isaac, que salves la vida de este esclavo.
-Nada podré hacer de provecho, si vos no me dais antes palabra de no molestar al enfermo empeño mi palabra de honor. Además, que mañana mismo partiré de aquí, por cuya razón no me será posible quebrantar mi propósito; pero antes de abandonar este castillo, hubiera dado cuanto poseo porque este esclavo me dijese quién es su señor, mi rival, el que le mandó que me asesinase.
-Tened paciencia, señor, si no queréis para siempre renunciar a la esperanza de hacer esas averiguaciones.
-Sólo te exijo a mi vez que salves la vida de este hombre.
-Veremos, -dijo el médico frunciendo las cejas y examinando atentamente al herido.
Después de algunos minutos de minuciosa observación, el médico, dirigiéndose a don Guillén, dijo:
-Señor, permitidme os diga que habéis cometido una imprudencia imperdonable al interrogar al enfermo del modo brusco que lo habéis hecho... Antes respiraba trabajosamente, pero ahora...
-¿Qué sucede?
-Acabo de notar un síntoma funesto. La respiración difícil se ha convertido en la espantosa aululación que ahora escucháis... ¡Por vida de Jacob!
En efecto, era horrible el estado en que se hallaba el herido. Había cerrado completamente los ojos; sus facciones se habían desencajado, y roncos aullidos salían de su pecho con angustia horrorosa.
-Pero lo que más me extraña, -dijo don Guillén-, es que haya perdido el habla por una herida en el pecho.
-Pues nada tiene eso de extraño, -repuso Estigio Momo-. La herida ha sido muy penetrante, y ha interesado los gruesos troncos arteriales; y a consecuencia del terror, no sólo en el momento de ser herido, sino después, al ver muy a menudo que de la herida se escapa a torrentes una sangre rutilante y espumosa, es muy posible y aun frecuente que sobrevenga un mutismo accidental, como ha sucedido en este caso.
-¿Y ese mutismo no cesará? Inventa un medio cualquiera de que este hombre se encuentre en posibilidad de responder a mis preguntas; consigue esto, y después, Isaac, pídeme tesoros, exígeme lo que más te plazca, y yo te lo concederé.
Los ojos del judío brillaron de codicia.
-Vámonos de aquí, señor, y dejadme hacer, pues todavía quizás se consiga salvar al herido.
-¡Quizás! ¿Luego lo pones en duda?
-Ya os he dicho que la aululación es un síntoma funesto, porque en tales casos anuncia siempre un fin desastroso.
Y el médico se dirigió hacia la puerta diciendo:
-Salgamos de aquí.
Los circunstantes siguieron a Isaac, que fue a preparar una poción para el herido.
En la puerta se aventuró el halconero a decir a don Guillén:
-Señor, ya he cumplido vuestro encargo.
-¿Te han dado contestación?
-Aquí está.
Y el halconero entregó un billete a su señor, el cual inmediatamente leyó:
-«A media noche os aguardo por la reja del jardín».
No decía más la breve epístola de doña Elvira.
El señor de Alconetar se encaminó luego, en compañía de Álvaro, al aposento del señor Gil Antúnez, para darle cuenta de la honrosa misión que el rey le había confiado.