Los Templarios - I: 08


Capítulo VIII - Un aforismo de Hipócrates

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Poco distante de Alconetar, y en el fondo de un valle, levantaba al cielo sus añosos troncos una espesa selva, a donde nunca había conseguido extender su imperio el rey de los astros que distribuye los días a nuestro globo. La soledad y las sombras reinaban en aquel recinto, del cual se referían en la comarca mil temerosas consejas. No cantaban allí los ruiseñores, ni el plácido favonio llevaba sobre sus alas fugitivas el eco melodioso de los cantares de las enamoradas zagalas, ni el sencillo y supersticioso pastor conducía allí su ganado.

Tiene también la naturaleza expresiones trágicas y sublimes. Así como hay alboradas que sonríen a las praderas engalanadas de flores, hay también horrorosos abismos, torrentes bramadores y peñascosas cimas cubiertas de negras nubes que, melancólicas, despiden llanto de lluvias, o que enfurecidas prorrumpen en tempestades.

Más allá del bosque sombrío que hemos mencionado, se levantaba un altísimo y enriscado monte, en cuya cima veíanse las ruinas de una ermita.

El sol en el ocaso destellaba un brillo tan melancólico como las solitarias ruinas sobre las cuales derramaba sus últimos resplandores.

No se respiraba en aquel lugar esa melancolía deliciosa que baña el alma en celestial ternura en la soledad de los campos a la hora del crepúsculo, y que parece que al caer el rocío de la tarde despierta también en el espíritu una tristeza sublime y una dulce e irresistible propensión al llanto.

Las lágrimas son el rocío de un alma enamorada y afligida.

Experimentábase, en aquel sitio agreste y lleno de salvaje rudeza una emoción indecible que oprimía el corazón como con la losa de un sepulcro. Era la que allí se sentía tristeza profunda, pero era la tristeza del terror.

Por una estrecha y tortuosa senda subía a pie, y no sin fatiga, un hermoso joven, cuyo semblante daba muestras de dolor y de cansancio.

Ya comenzaba a oscurecer cuando el mancebo arribó a la cumbre y se encaminó a las solitarias ruinas. Allí, como el genio de la soledad, sentado sobre una piedra y con la mejilla apoyada en una mano, estaba un hombre que era sin duda caballero del Templo de Salomón, a juzgar por el hábito blanco que vestía y la cruz roja que campeaba en su pecho.

El recién llegado saludó respetuosamente al Templario, que le manifestó la mayor ternura, si bien un observador atento habría podido notar que el freile trataba al joven con cierta reserva. Diríase que se esforzaba por ocultar el vivo interés que el mancebo le inspiraba.

-Creí que ya no venías, -dijo el Templario.

-No he tardado mucho, me parece.

-Lo bastante para que dudase de tu palabra.

-Lo que yo prometo lo cumplo. Sólo la muerte habría podido impedirme venir aquí hoy.

Sonriose el Templario.

-Además, -añadió el joven-, ¿la cita no era al anochecer? Ya estoy aquí, y a fe que he sudado como nunca en mi vida subiendo por estos riscos.

-Vamos, dejémonos ya de disculpas. Eres un valiente caballero y un buen hijo.

El joven suspiró.

-Ahora, -continuó el Templario-, vamos a lo que importa.

-Decid, decid.

-Siéntate aquí, junto a mí... ¡Muy bien! Estaba impaciente por hablarte, para que me dijeses si por último el otro día averiguaron algo en la Encomienda. Dime todo cuanto sobre esto hayas sabido.

-Voy a obedeceros puntualmente. Después que me dejasteis a la margen del arroyo que pasa cerca de la torre donde habita Castiglione, me encaminé rápidamente a la Encomienda, y siguiendo vuestros consejos, y haciendo uso de la llave que me habíais dado, penetré por el postigo de la huerta.

-Y no te vieron, ¿eh?

-Felizmente a la sazón se hallaban todos ocupados en buscarme por los subterráneos, adonde creían que el fantasma me había conducido para asesinarme.

El Templario no pudo contener una sonrisa.

-Continúa, Jimeno, continúa.

-Yo me dirigí hacia el punto en que mayor ruido sonaba, y la sorpresa de los caballeros y armigueros fue extraordinaria cuando me vieron sano y salvo aparecer por donde ellos menos podían imaginar. Me preguntaron cuál había sido la causa de que mis compañeros se hubiesen alarmado y de mi desaparición por aquellos sitios...

-¿Y qué les respondiste? -preguntó vivamente el Templario.

-Les dije que todo había sido pura ilusión de Fortún y de los demás compañeros, que se habían empeñado en hacerme creer que un fantasma aparecía todas las noches por aquellos parajes. -«¿Y cómo Fortún dice que te vio desaparecer con el fantasma blanco? ¿En dónde has estado hasta ahora?» -me preguntó el comendador; porque habéis de saber que toda la casa se había puesto en movimiento, y caballeros y armigazos habían acudido, sin faltar uno, para la empresa de libertarme de vuestras manos; y como iba diciendo, hasta el mismo don Diego de Guzmán venía a la cabeza de los caballeros. Cuando el comendador me preguntó que adónde había estado hasta entonces, se me ocurrió una respuesta que creo muy feliz.

-¿Qué le dijiste?

-Que todos se habían equivocado respecto a creer que a mí me llevase ningún fantasma ni duende ni cosa por el estilo; y que en cuanto a no haber aparecido antes, había sido la causa el que la centella pasó tan cerca de mí, que caí desmayado al pie de un árbol, y que al volver en mi acuerdo, escuchando gran rumor hacia aquella parte, me había encaminado allí y encontrádome con todo aquel tumulto.

-Efectivamente, Jimeno, es preciso convenir en que hallaste una explicación muy plausible.

-Fortún y los demás armigueros se quedaron con tanta boca abierta, y me miraban con ojos incrédulos, y trataron de hacerme algunas objeciones, reconviniéndome porque intentaba negar lo que ellos mismos habían visto sin que pudiesen abrigar la menor duda.

-¿Y te descubrieron por fin? Podías haberles hecho seña...

-Me pareció más oportuno no hacerles partícipes de mi secreto, porque no es la discreción la dote que más campa en ellos, y por lo tanto resolví afectar la más completa indiferencia, sosteniendo con imperturbable sangre fría lo que ya había dicho al comendador. Afortunadamente don Diego de Guzmán parecía más dispuesto a dar crédito a mis palabras que a las de mis compañeros, por lo cual se convenció de que el miedo y la superstición habían sido la causa de toda aquella barahúnda que los armigueros habían movido en la Encomienda.

-¿Y el comendador no tenía noticia de la tradición que se conserva en la baylía desde tiempo inmemorial, de que un duende se aparece todas las noches?

-Efectivamente, eso se dice en la Encomienda, pero yo ignoro si el comendador lo sabe; lo cierto es que se dio por convencido de mis razones, nos mandó retirar a nuestros aposentos, y todo volvió a quedar en la misma tranquilidad y sosiego que de costumbre.

-Muy bien, Jimeno: en esta ocasión he visto que te has portado con mucho ingenio y astucia, y esto es cabalmente lo que necesitamos para llevar a feliz cima nuestra peligrosa empresa.

-Yo estaba temblando, -repuso Jimeno- de que volvieseis a la Encomienda por los ocultos caminos que vos sabéis, porque si tal sucedía, es muy posible que os hubiese amenazado algún peligro.

-¿Por qué?

-Porque os habrían disparado un flechazo en el momento que os hubiesen vuelto a ver.

El Templario se encogió de hombros con desdeñosa indiferencia, como si quisiese dar a entender que estaba a cubierto de toda agresión, es decir, que era invulnerable. No dejó esta circunstancia de llamar vivamente la atención del trovador; pero ya éste se había acostumbrado a mirar a aquel personaje como a un ser sobrenatural.

-Yo he tenido mis razones para no ir a la Encomienda durante algunas noches, porque has de saber, Jimeno, que he hecho un viaje desde la última vez que nos vimos, y esta fue la causa de haberte dado la cita para esta noche y en este sitio. Por lo demás, es muy conveniente a mis planes el que nadie se haya enterado de nuestra entrevista en el subterráneo de la baylía. Ahora bien, ya es tiempo de que tratemos del asunto para que te he llamado. La otra noche me prometiste solemnemente vengar a tus padres de la perfidia y crueldad que con ellos había ejercido el infame Castiglione.

-Pero ¡ay! también me exigisteis que no atentase contra la vida de ese ruin italiano, y os puedo asegurar, señor, que he necesitado todo el dominio que un hombre puede ejercer sobre sí, para no haberle atravesado el corazón al verdugo de mi familia. Creedme, señor, nunca como en la ocasión presente me ha sido tan sensible y difícil el cumplir una palabra que haya empeñado.

-¿Y no comprendes que yo deseo aún más vivamente que tú mismo el que nuestra venganza sea tan grande, tan terrible, tan cruel como Castiglione merece?

-Francamente, no lo comprendo.

-¿Tal vez porque te he prohibido derramarla sangre de ese hombre, aborto del infierno?

-Precisamente por eso mismo.

-Ya lo sospechaba yo; pero cuando te explique el móvil que para obrar así me impulsa, estoy seguro de que has de darme la razón.

-Deseara penetrar ese enigma.

-Para eso te he llamado.

-Señor, estoy dispuesto a obedeceros ciegamente. Yo no sé qué misteriosa fascinación ejercéis sobre mi espíritu, que conozco me es imposible el dejar de seguir vuestros consejos, por más que tenga que combatir conmigo mismo para no entregarme sin freno al odio inmenso que abriga mi corazón hacia ese hombre criminal y autor de todas mis desdichas. ¡Oh Dios de las venganzas! La sangre hierve en mis venas, y mi pensamiento enloquece y se extravía cuando recuerdo que Castiglione fue el seductor de mi madre y traidor para con su más fiel amigo, el caballero noble y leal que era mi padre... Si ese maldito italiano no hubiera existido, ¡cuán feliz sería yo a estas horas! Yo, que tan ardientemente ambiciono la aureola brillante de la gloria; que daría sin vacilar la mitad de mis años de vida por ser un héroe en los combates, por ser un genio en las letras, por impedir a la muerte que extendiese sobre mi nombre el tenebroso velo del olvido, por hacerme inmortal en fin; yo ¡rayos del cielo! me encuentro ahora sin padres, despreciado de todo el mundo, envilecido, pobre y oscuro... ¿No es verdad que esto es muy cruel, señor? ¿No es verdad que esto está clamando venganza contra el villano Castiglione? ¡Él, solamente él, ha sido el origen de tantas amarguras como han emponzoñado mi corazón desde que era niño!

-¿Conque tanto le aborreces?

-¡Oh! Desearía tener a mi arbitrio el darle mil vidas, para saciar con mil muertes la hidrópica sed de mi venganza.

Y así diciendo, el bello rostro del trovador, inflamado en ira, brillaba como la espada de fuego de un ángel de exterminio.

El Templario por su parte contemplaba silencioso al mancebo; pero su fisonomía, poco antes de una expresión dulce y cariñosa, se había vuelto tan espantosamente amenazadora y sombría, que no era posible mirarla sin terror.

Después de algunos momentos de un lúgubre silencio, el Templario exclamó:

-¡Bien, hijo mío! Reconozco con un placer inexplicable que todas las desventuras que el cielo ha llovido sobre ti no han bastado para amortiguar el noble brío de tu sangre generosa. La ardiente sed de gloria que abrasa tu pecho me demuestra la elevación de tu carácter, porque solamente las almas grandes abrigan esos altos sentimientos de disputar a la muerte su poderío. La inmortalidad es la sublime aspiración de todos los hombres que llevan en su frente un sello de la elección divina. Si un destino cruel ha hecho insaciable al corazón humano, sólo la inmensidad de una fama eterna es capaz de llenar este vacío que pregona la alteza de nuestro origen y que nos levanta a las regiones etéreas. Una fama gloriosa por acciones grandes y buenas es en esta vida, a la vez que la recompensa, la imagen anticipada de la gloria inmortal que en los cielos reserva el Criador a sus criaturas más predilectas.

-¿Tal vez porque pensáis de ese modo me prohibís que me vengue del infame Castiglione? ¡Ah, señor, confieso que no soy tan virtuoso como vos!

El Templario bajó los ojos sonrojado al oír hablar este modo al trovador que revelaba una bondad angelical y una sencillez encantadora. Aquella naturaleza virgen no sabía disimular ni sus nobles pensamientos ni sus sentimientos menos dignos. Ansiaba con vehemencia vengarse de su enemigo y por nada en el mundo habría renunciado a su deseo, que solamente se hubiera atrevido a ocultar en el caso de que esto le conviniese para dar el golpe más seguro, para que Castiglione no se escapase de su furor. Jimeno, aun cuando estaba dotado de los más ricos dones de la naturaleza, tenía, como todo hombre, sus pasiones, sus debilidades y sus rencores. Pero el trovador era capaz de todo, menos de ser vil e hipócrita.

-Bien sabe el cielo, -añadió el joven-, que me place mucho oír vuestras sabias y generosas palabras, porque me infunden soberano aliento para buscar y adquirir una fama inmortal: pero conozco que no podré perdonar a Castiglione, aunque vos me lo exijáis.

-Yo no te prohíbo la venganza, -dijo el Templario con voz sorda.

-¿Pues no decís?...

-Te he dicho, y te lo repito, que no quiero que derrames la sangre de Castiglione.

-¿Pues entonces?...

-Esto no se opone a que te vengues.

-¿Y cómo?

-Concediéndole la vida. Las fuiras vengadoras, desmadejada su cabellera de sierpes y con feroz sonrisa, me han aconsejado el horrendo martirio que merece un hombre tan inicuo. ¡La muerte! ¿Qué es la muerte? Sería hacerle un beneficio... Yo contemplo la vida de ese maldito italiano como un bálsamo precioso que quiero saborear gota a gota; sería una insensatez apurar el licor de un solo trago. ¡Demonio de las venganzas! Tú has escuchado mis votos, porque me has infundido el pensamiento de una calamidad peor que la muerte, que pueda desear al infame. ¡Que viva; pero que viva errante y padeciendo todo género de desdichas! Él es orgulloso, que sea humilde. Él es avaro, que sea robado. Él es valiente, que desfallezca de terror. ¡Aterrado! ¿Comprendes tú todo el valor de esta palabra? ¡Ah! Tu alma joven y cándida no puede adivinar que nada hay más espantoso para un malvado que los eternos terrores de su conciencia. Que pida su pan como un mendigo; que viva perseguido de los hombres como una alimaña carnicera; que su vigilia esté rodeada de angustias; que su sueño sea interrumpido por negras visiones... ¡Oh! Así sucederá, siempre que tú quieras ayudarme.

-En cuerpo y alma.

-Será preciso que despleguemos grande astucia, -dijo el Templario después de algunos momentos de reflexión.

-Yo haré todo cuanto me mandéis.

-Te advierto que la menor imprudencia, pudiera perdernos.

-Seré astuto como una serpiente.

-Castiglione, aunque es tuerto, ve más que un Argos.

-¿Me permitís que os haga una pregunta, señor?

-Pregunta lo que quieras.

-¿Hace mucho tiempo que habitáis en este sitio?

-Hace quince años.

-¡Es posible!

-No creo que esto tenga nada de maravilloso.

-Pues yo lo extraño muchísimo.

-¿Y en qué se funda tu extrañeza?

-¿No es Castiglione uno de los hombres más astutos que hay debajo del cielo?

-Sin duda alguna.

-En ese caso, ¿cómo, habitando tan cerca de Alconetar, no ha descubierto vuestra morada?

-Aquí vivo en seguridad, porque de este recinto se cuentan en el país mil tradiciones portentosas.

-Perdonad, señor; pero yo no acierto a comprender la relación que existe entre las patrañas que se cuentan de este sitio y vuestra seguridad.

-Pues yo creo que es muy fácil de comprender...

-Supongo, -interrumpió vivamente Jimeno-, que Castiglione no es un cobarde.

-Ya te he dicho que es muy valiente; pero es también muy supersticioso.

-Que no se atrevan los campesinos a pisar estos contornos, me lo explico muy bien, a causa de su rudeza lo mismo a un hombre del temple de Castiglione.

-¡Ah, hijo mío! Los criminales son siempre supersticiosos. El rudo e inocente pastor presenta en último caso su pecho a cualquier peligro con el alma serena; pero aquel cuya conciencia culpable está siempre aterrorizada por los gritos horribles de sus propios remordimientos, mira con espanto la muerte, y hasta en medio del día ve cruzar ante sus ojos espectros vengadores.

-Yo no he oído nunca hablar de esos portentos que decís...

-Te he dicho y te repito que es una historia maravillosa en extremo la que se refiere de esta ermita.

El trovador no pudo resistir a la tentación de saber aquella historia milagrosa.

-Mucho me holgaría de oírla, -dijo.

-No tengo ningún inconveniente en referírtela.

-Os suplico....

-Seré muy breve, porque debemos aprovechar el tiempo, aunque no quiero dejar de complacerte.

-Es tan grande mi afición a esta clase de historias...

-Ya sabemos que eres trovador, -dijo sonriéndose con benevolencia el Templario.

Jimeno estaba impaciente por oír el relato prometido.

Durante algunos momentos el misterioso personaje permaneció silencioso.

Al fin dijo de esta manera:

-Diz que antiguamente habitaba en esta ermita un santo solitario que con áspera penitencia pretendía ganar el cielo. Una noche de Diciembre oyó que llamaban a la puerta con extraordinaria tenacidad. El frío era intenso y la noche estaba muy tempestuosa. Muchos años hacía que ningún viviente había visitado al ermitaño, por cuya razón no sabía qué pensar de aquel insólito llamamiento.

-¿Si sería el diablo? -pensó el trovador.

-Salió a abrir el ermitaño, creyendo que algún caminante se habría extraviado por estas breñas, y que ganaría una buena obra que Dios le acordaría en el cielo, ofreciendo hospitalidad al peregrino. Grande fue la sorpresa del ermitaño cuando, en vez de un viajante, se halló con una hermosísima joven, cuyos deliciosos atractivos aumentaba más y más el doloroso llanto que vertía. La doncella, tímida y temblando de frío, arrodillose a los pies del ermitaño, y con sentido acento y con irresistibles lágrimas le rogó que la amparase y le diese abrigo aquella noche. Manifestó alguna repugnancia el cenobita en recibir a la doncella bajo su mismo techo; pero al fin cedió, vivamente impresionado por tan peregrina hermosura y por tan cruel aislamiento. El ermitaño procuró agasajarlo mejor que le fue posible a la graciosa viajera, a quien no dejaba de prodigar palabras de consuelo, prometiéndole que al día siguiente la acompañaría hasta la población más inmediata.

-¡Dios libre al ermitaño de malas tentaciones!

-La joven le dijo que caminando hacia Cáceres su padre y hermano, fueron de repente asaltados por unos bandidos que dieron muerte a su hermano y a su padre.

-¿Y cómo la perdonaron a ella?

-Diz que logró escaparse, gracias a la velocidad de su hacanea y a la diligencia de un criado que le sirvió de guía para libertarla de los ladrones. Llegados al pie de esta montaña al ponerse el sol, y habiendo divisado la ermita, determinaron refugiarse aquí para pasar la noche, que se presentaba en extremo fría y lluviosa.

-¿Y qué fue del criado?

-Favorecido por las sombras de la noche, y ardiendo en impureza, trató de abusar de la hermosura y debilidad de su afligida señora, la cual, indigna de tanta avilantez, defendió valerosamente el más bello adorno de la hermosura.

-¿Sabéis que, en efecto, es gustosa la conseja?

-Luchando contra su ruin enemigo, a la luz de los relámpagos la afligida joven vio un horrible precipicio a espaldas del villano y licencioso mancebo, puesta su confianza en el cielo que le mostraba el peligro, se defendió vigorosamente de su adversario, a quien dio un fuerte empellón para librarse de su violencia. Extendió el mozo los brazos, lanzó una maldición, y cayó de espaldas en el profundo abismo, que le sirvió de sepultura.

-A la verdad que ese es un rasgo magnífico de honor y valentía, por parte de la hermosa dama.

-Mientras que ella refería su historia al ermitaño, éste la devoraba con sus ojos, y pensaba para sí que no dejaba el criado de tener disculpa por su intentado crimen. Cada mirada de la joven penetraba el corazón del ermitaño como un dardo ponzoñoso. No le era posible sustraerse de aquella emoción calenturienta, y cuanto más el solitario la miraba, más y más activo era el veneno que bebía en aquellos hermosos y brillantes ojos, a la manera que el hidrópico experimenta una sed tanto más abrasadora, cuanto más bebe. El ermitaño cedió a la hermosa su humilde lecho, y ella no parecía insensible a las cariñosas atenciones de aquel hombre, que sentía devorado su pecho por una llama tan intensa, como grande había sido su alejamiento del mundo.

-¿Sabéis, señor, que me interesa, vuestra historia? ¡Es todo un poema! Es verdad que vos sabéis narrar de una manera admirable.

El narrador se inclinó agradeciendo este elogio, y continuó:

-Rendida de cansancio, retirose al lecho la hermosa peregrina; pero el ermitaño no podía conciliar el sueño con las voluptuosas imágenes que le pintaba su ardiente fantasía y con los tumultuosos sentimientos que la presencia de aquella mujer encantadora había despertado en su corazón.

-¡Adiós, vida eremítica! -exclamó Jimeno.

-Aguijado el cenobita por el frenesí que le perturbaba, no pudo contenerse en ir a contemplar a la hermosa dormida, cuyo seno medio desnudo palpitaba blandamente. Una niebla humeante cubre los del ermitaño; todos sus miembros se agitan trémulos; una embriaguez inexplicable se apodera de todo su ser, y cae desfallecido a la cabecera de la joven, exhalando ardientes y profundos suspiros. Despiértase la hermosa, y en vez de rechazarlo indignada, le sonríe con agradable y voluptuoso gesto. De pronto el ermitaño lanza un aullido terrible, una espesa nube de humo cubre este recinto, espárcese en torno un olor insoportable de azufre, la ermita se derrumba con horrísono estrépito, y el solitario comprende que en lugar de una mujer de sobrehumana hermosura, ha abrazado a una serpiente negra y brillante como el plumaje del cuervo, con alas de dragón y con ojos enrojecidos y ardientes como el fuego del infierno.

-¡Qué historia tan maravillosa! -exclamó el trovador.

-Envuelto en sus negras y crujientes alas llevose la horrible serpiente al ermitaño por los aires. Muchos años hace que en esta comarca se refiere esta historia, y nadie habrá que se atreva a poner en duda lo que acabas de oír. Es una verdad incontestable para las gentes de estos contornos que el demonio, bajo la figura de una hermosísima mujer, quiso tentar la virtud del santo cenobita, que en un instante perdió el fruto de largos años de áspera penitencia.

-Es una de esas historias maravillosas que el vulgo supersticioso suele inventar y creer; pero que no dejan por eso de tener un sentido profundo. Además, las leyendas tradicionales que corren de boca en boca entre los pueblos, ostentan tanta frescura, lozanía e imaginación, que hacen olvidar muchos de sus defectos. ¡He aquí un buen asunto para hacer algunas trovas!

El poeta se había entusiasmado con la milagrosa historia que el Templario le había referido.

-Otro mérito tienen además estas consejas, y es que a esta causa he debido el vivir en esta arruinada mansión sin que nadie haya venido a interrumpirme.

-¿Y no os ausentáis nunca de este sitio?

-Con mucha frecuencia. Creo haberte dicho que hace pocos días he hecho un viaje.

El trovador contemplaba al misterioso personaje con una extrañeza siempre creciente.

Y a la verdad que no le faltaba razón a Jimeno.

Notábase en el Templario un aire tan singular, que no podía menos de llamar vivamente la atención. Eran sus facciones hermosas, muy marcadas y simétricas, y sin ser alta su estatura, no dejaba de mostrar su cuerpo cierta gallardía y porte distinguido. La expresión de su fisonomía era profundamente melancólica y pensativa, y algunas veces en sus labios brillaba una sonrisa de ironía, de reserva, de desdén y de amargura. Pero lo que no podía menos de causar una impresión inexplicable, era el timbre de su voz, dulce, suave, argentino, y que contrastaba singularmente con sus palabras, casi siempre llenas de odio, de venganza y de varonil esfuerzo.

Al oír hablar a aquel hombre con un acento tan melodioso y con un furor tan reconcentrado, hubiera podido comparársele a un arpa eolia en que se tocase un himno guerrero.

-Ahora bien, amigo mío, -dijo el Templario después de algunos momentos de meditación-; es preciso que durante muchas noches nos veamos para llevar a cabo nuestro propósito.

-¡En este sitio!

-No siempre nos veremos aquí.

-Me será imposible venir muy a menudo a este monte. Ya sabéis que no soy dueño de mi voluntad. Ahora estoy temblando de que el comendador emprenda alguna expedición contra los moros, pues corren algunas voces de que de nuevo va a encenderse la guerra...

-Entonces quiere decir que dilataremos nuestro proyecto.

-Al contrario, por no diferirlo, sería capaz de escaparme de la Encomienda.

-En cualquiera ocasión que te suceda algún lance desagradable, ya sabes que aquí tienes un asilo seguro, a donde a nadie se le ocurrirá el perseguirte.

Pero en ninguna manera quiero ni nos conviene el que salgas de la Encomienda.

-Y yo ¿de qué puedo serviros allí? Desde que me habéis hecho tan funestas revelaciones, aborrezco de muerte a los Templarios.

-Haces mal, Jimeno.

-Si ellos me han admitido en la baylía, y si me han dispensado alguna consideración, también los he servido con mi sangre.

-Y en tu niñez, ¿quién te amparó sino el comendador que precedió a don Diego de Guzmán?

-Yo no he tenido más padres que unos infelices pastores que me acogieron en su cabaña. Durante muchos años me he considerado hijo de mi propio aliento, y a nadie tengo nada que agradecer sino al anciano pastor que me adoptó por hijo, haciendo que una cabra fuese mi nodriza.

-Te engañas, hijo mío. Es cierto que unos pastores te encontraron dentro de una cesta pendiente de un árbol, a una legua de distancia de la Encomienda; pero cabalmente al mismo tiempo acertó a pasar por allí el comendador que había entonces, don Martín Núñez, acompañado de otros caballeros, y habiendo interrogado a los campesinos, éstos le refirieron el extraño hallazgo que la casualidad acababa de ofrecerles. Entonces el comendador rogoles que no te abandonasen, y para hacer más eficaces sus ruegos les entregó una bolsa llena de oro, exigiéndoles las señas del lugar en que habitaban y recomendándoles tu crianza, que desde aquel punto corría por su cuenta. Hecho este ofrecimiento de pagar todos los cuidados que te prodigasen, don Martín Núñez mandó al pastor más anciano que de tiempo en tiempo viniese a la baylía para traerle noticias de la inocente criatura, a quien en su terrible abandono había tomado bajo su protección.

-Yo ignoraba eso completamente.

-Yo he querido manifestártelo para que comprendas que entre los Templarios, como en todas corporaciones numerosas, hay de todo, bueno y malo. La acción que contigo hizo don Martín Núñez no puede negarse que fue digna de mi noble caballero, y eso que también la vil calumnia se cebó en el comendador, afeando e interpretando siniestramente aquel acto tan desinteresado y caritativo. Hasta los mismos pastores llegaron a contagiarse de las hablillas que circulaban, suponiendo que eras hijo del virtuoso don Martín Núñez.

-¡Oh noble, caballero! ¡Cuán desgraciado he sido en no haber alcanzado a conocer a mi generoso bienhechor!

-¿Conoces ahora que debes estar agradecido a los Templarios?

-Solamente conozco que debo inmensa gratitud a uno de ellos.

-No pararon aquí para contigo todas las bondades de don Martín Núñez.

-Pues ¿qué hizo?

-A su muerte rogó a un hermano suyo que continuase velando sobre ti; pero por tu desgracia, el hermano del comendador murió a poco en una encarnizada batalla que dieron los Templarios contra los moros. Luego viviste oscuro y afligido, guardando ganado, hasta que fuiste admitido de armiguero en la Encomienda. Si el comendador o su hermano no hubiesen muerto, seguramente tu suerte habría sido muy otra. Tres años hace que algunas personas se han interesado por ti, y aun cuando hubieran podido sacarte de tu estado, al saber que habías sido recibido en la Encomienda han considerado oportuno que permanezcas de armiguero.

-¿Y quiénes son esas personas?

-A su tiempo lo sabrás, si te haces digno de saberlo.

-¿Y qué es preciso hacer?

-Ser tan prudente como debe serlo una persona que merezca se le confíen importantísimos secretos.

El trovador hizo un ademán que quería decir:

-Descuidad, que ya veréis cómo soy un hombre capaz de merecer vuestra confianza.

-Ahora bien, -continuó el Templario-; yo conozco muy a fondo a Castiglione, y me atrevo a decir que veo su alma como debajo de las corrientes se ven las guijas. Ya te he dicho en otra ocasión que tiene una verdadera manía, cual es la de preverlo, todo, y es preciso convenir en que no existe debajo de la capa del cielo un hombre que le iguale ni que se le asemeje siquiera en astucia.

-Entonces, es un enemigo formidable.

-No se puede negar que es así.

-¿Y cómo luchar con semejante hombre?

-Con sus mismas armas.

-¿Qué queréis decir?

-Quiero decir que si él es previsor, debemos combatirle con la previsión; si él es astuto, que le aventajemos en astucia; si él es intrigante, que lo envolvamos en nuestras intrigas. Y, créeme, Jimeno, yo que le conozco, te aseguro que nada le será más doloroso e insoportable que el ser vencido de esta manera.

-Eso es exactamente el similia similibus de Hipócrates. Las cosas semejantes se curan con las semejantes.

-Perfectamente. Eso para nuestro propósito equivale a «herir por los mismos filos». Castiglione es muy ambicioso, y el mayor tormento que podemos darle es destruirle todos sus planes de ambición. Además, yo por experiencia sé otra manera de atormentarle, y tengo la seguridad de que con los medios de que yo me valgo le anticipo las torturas que debe padecer un condenado.

Y esto diciendo, el Templario se reía con un júbilo feroz.

-¿Y qué haréis para mortificarle de una manera tan cruel como decís?

-Seguir al pie de la letra el sistema de ese autor que tú has citado...

-Es el principio de un aforismo que dice...

-Puedes excusar tus citas, pues yo no entiendo más idioma que el castellano. No en balde se dice que en poco tiempo te has hecho muy letrado; y a la verdad que me place mucho el ver que tanto adelantes en tus estudios, sobre toda ponderación admirables, si se atiende a las condiciones en que te encuentras. Ahora bien, Castiglione te tiene mucho afecto; acaso eres la única persona a quien no aborrece ese corazón de hiena, y es preciso sacar partido de esta circunstancia. Por esto te decía que era conveniente permanecieses en la Encomienda. Ya llegó la ocasión de que desplegues tu astucia y tu valor para luchar con ese hombre tan valeroso y tan astuto. ¿No pudieras hacer que te trasladasen a la torre donde habita el italiano?

-Lo encuentro muy difícil.

-Será una desgracia, si esto no se consigue.

-Prometo intentarlo con todas mis fuerzas.

El Templario permaneció algún tiempo sumergido en una meditación profunda.

Cuando después salió de su distracción, viendo que ya las estrellas tachonaban el firmamento, hizo un ademán de impaciencia y, no sin algún sobresalto dijo:

-¡Es muy tarde! ¡Y yo que esta noche debía ir!... pero... escucha, Jimeno, mañana en la noche es indispensable que nos veamos.

-¿En dónde?

-En las márgenes del arroyo que pasa cerca de la torre en que habita Castiglione.

-¿A qué hora?

-A media noche. Por lo demás, te encargo y te repito una y otra vez que respetes la vida de nuestro enemigo, porque ya comprenderás mañana el modo que tengo de atormentarle.

-Pues adiós, señor, y os suplico que no vayáis a la Encomienda, porque si allí penetraseis, en el estado de alarma en que se encuentran los incrédulos armigueros, tengo para mí que os pudiera suceder algún funesto lance.

-Descuida, que ya se hará todo según conviene. ¡Oh! ¡El día de la venganza se acerca! ¡La venganza será tanto más terrible cuanto más prolongada!

-Sí, sí, le combatiremos con sus mismas armas, -repuso Jimeno.

-Él a muchos ha hecho víctimas de su astucia y de su crueldad. ¡Seamos, pues, nosotros más crueles y más astutos!