Los Pazos de Ulloa: 18
- Capítulo XVIII -
Largos días estuvo Nucha detenida ante esas lóbregas puertas que llaman de la muerte, con un pie en el umbral, como diciendo: «¿Entraré? ¿No entraré?». Empujábanla hacia dentro las horribles torturas físicas que habían sacudido sus nervios, la fiebre devoradora que trastornó su cerebro al invadir su pecho la ola de la leche inútil, el desconsuelo de no poder ofrecer a su niña aquel licor que la ahogaba, la extenuación de su ser del cual la vida huía gota a gota sin que atajarla fuese posible. Pero la solicitaban hacia fuera la juventud, el ansia de existir que estimula a todo organismo, la ciencia del gran higienista Juncal, y particularmente una manita pequeña, coloradilla, blanda, un puñito cerrado que asomaba entre los encajes de una chambra y los dobleces de un mantón.
El primer día que Julián pudo ver a la enferma, no hacía muchos que se levantaba, para tenderse, envuelta en mantas y abrigos, sobre vetusto y ancho canapé. No le era lícito incorporarse aún, y su cabeza reposaba en almohadones doblados al medio. Su rostro enflaquecido y exangüe amarilleaba como una faz de imagen de marfil, entre el marco del negro cabello reluciente. Bizcaba más, por habérsele debilitado mucho aquellos días el nervio óptico. Sonrió con dulzura al capellán, y le señaló una silla. Julián clavaba en ella esa mirada donde rebosaba la compasión, mirada delatora que en vano queremos sujetar y apagar cuando nos aproximamos a un enfermo grave.
-La encuentro a usted con muy buen semblante, señorita -dijo el capellán mintiendo como un bellaco.
-Pues usted -respondió ella lánguidamente- está algo desmejorado.
Confesó que, en efecto, no andaba bueno desde que..., desde que se había acatarrado un poco. Le daba vergüenza referir lo de la noche en vela, el desmayo, la fuerte impresión moral y física sufrida con tal motivo. Nucha empezó a hablarle de algunas cosas indiferentes, y pasó sin transición a preguntarle:
-¿Ha visto usted la pequeñita?
-Sí, señora... El día del bautizo. ¡Angelito! Lloró bien cuando le pusieron la sal y cuando sintió el agua fría...
-¡Ah! Desde entonces ha crecido una cuarta lo menos y se ha vuelto hermosísima. Y alzando la voz y esforzándose, añadió:- ¡Ama, ama! Traiga la niña.
Oyéronse pasos como de estatua colosal que anda, y entró la mocetona color de tierra, muy oronda con su vestido nuevo de merino azul ribeteado de negro terciopelo de tira, con el cual se asemejaba a la gigantona tradicional de la catedral de Santiago, llamada la Coca. A manera de pajarito posado en grueso tronco, venía la inocente criatura recostada en el magno seno que la nutría. Estaba dormida, y tenía la calma, el dulce e insensible respirar que hace sagrado el sueño de los niños. Julián no se cansaba de mirarla así.
-¡Santita de Dios! -murmuró apoyando los labios muy quedamente en la gorra, por no atreverse a la frente.
-Cójala usted, Julián... Ya verá lo que pesa. Ama, déle la niña...
No pesaba más que un ramo de flores, pero el capellán juró y perjuró que parecía hecha de plomo. Aguardaba el ama en pie, y él se había sentado con la chiquilla en brazos.
-Déjemela un poquito... -suplicó-. Ahora, mientras duerme... No despertará de seguro en mucho tiempo.
-Ya la llamaré cuando haga falta. Ama, váyase.
La conversación giró sobre un tema muy socorrido y muy del gusto de Nucha: las gracias de la pequeña... Tenía muchísimas, sí señor, y el que lo dudase sería un gran majadero. Por ejemplo: abría los ojos con travesura incomparable; estornudaba con redomada picardía; apretaba con su manita el dedo de cualquiera, tan fuerte, que se requería el vigor de un Hércules para desasirse; y aún hacía otros donaires, mejores para callados que para archivados por la crónica. Al referirlos, el rostro exangüe de Nucha se animaba, sus ojos brillaban, y la risa dilató sus labios dos o tres veces. Mas de pronto se nubló su cara, hasta el punto de que entre las pestañas le bailaron lágrimas, a las cuales no dio salida. -No me han dejado criarla, Julián... Manías del señor de Juncal, que aplica la higiene a todo, y vuelta con la higiene, y dale con la higiene... Me parece a mí que no iba a morirme por intentarlo dos meses, dos meses nada más. Puede que me encontrase mejor de lo que estoy, y no tuviese que pasar un siglo clavada en este sofá, con el cuerpo sujeto y la imaginación loca y suelta por esos mundos de Dios... Porque así, no gozo descanso: siempre se me figura que el ama me ahoga la niña, o me la deja caer. Ahora estoy contenta, teniéndola aquí cerquita.
Sonrió a la chiquilla dormida, y añadió:
-¿No le encuentra usted parecido...?
-¿Con usted?
-¡Con su padre!... Es todito él en el corte de la frente...
No manifestó el capellán su opinión. Mudó de asunto y continuó aquel día y los siguientes cumpliendo la obra de caridad de visitar al enfermo. En la lenta convalecencia y total soledad de Nucha, falta le hacía que alguien se consagrase a tan piadoso oficio. Máximo Juncal venía un día sí y otro no; pero casi siempre de prisa, porque iba teniendo extensa clientela: le llamaban hasta de Vilamorta. El médico hablaba de política exhalando un aliento de vaho de ron, tratando de pinchar y amoscar a Julián; y, en realidad, si Julián fuese capaz de amostazarse, habría de qué con las noticias que traía Máximo. Todo eran iglesias derribadas, escándalos antirreligiosos, capillitas protestantes establecidas aquí o acullá, libertades de enseñanza, de cultos, de esto y de lo otro... Julián se limitaba a deplorar tamaños excesos, y a desear que las cosas se arreglasen, lo cual no daba tela a Máximo para armar una de sus trifulcas favoritas, tan provechosas al esparcimiento de su bilis y tan fecundas en peripecias cuando tropezaba con curas ternes y carlistas, como el de Boán o el Arcipreste.
Mientras el belicoso médico no venía, todo era paz y sosiego en la habitación de la enferma. Únicamente lo turbaba el llanto, prontamente acallado, de la niña. El capellán leía el Año cristiano en alta voz, y poblábase el ambiente de historias con sabor novelesco y poético: «Cecilia, hermosísima joven e ilustre dama romana, consagró su cuerpo a Jesucristo; desposáronla sus padres con un caballero llamado Valeriano y se efectuó la boda con muchas fiestas, regocijos y bailes... Sólo el corazón de Cecilia estaba triste...». Seguía el relato de la mística noche nupcial, de la conversión de Valeriano, del ángel que velaba a Cecilia para guardar su pureza, con el desenlace glorioso y épico del martirio. Otras veces era un soldado, como San Menna; un obispo, como San Severo... La narración, detallada y dramática, refería el interrogatorio del juez, las respuestas briosas y libres de los mártires, los tormentos, la flagelación con nervios de buey, el ecúleo, las uñas de hierro, las hachas encendidas aplicadas al costado... «Y el caballero de Cristo estaba con un corazón esforzado y quieto, con semblante sereno, con una boca llena de risa (como si no fuera él sino otro el que padecía), haciendo burla de sus tormentos y pidiendo que se los acrecentasen...». Tales lecturas eran de fantástico efecto, particularmente al caer de las adustas tardes invernales, cuando la hoja seca de los árboles se arremolinaba danzando, y las nubes densas y algodonáceas pasaban lentamente ante los cristales de la ventana profunda. Allá a lo lejos se oía el perpetuo sollozo de la represa, y chirriaban los carros cargados de tallos de maíz o ramaje de pino. Nucha escuchaba con atención, apoyada la barba en la mano. De tiempo en tiempo su seno se alzaba para suspirar.
No era la primera vez que observaba Julián, desde el parto, gran tristeza en la señorita. El capellán había recibido una carta de su madre que encerraba quizás la clave de los disgustos de Nucha. Parece que la señorita Rita había engatusado de tal manera a la tía vieja de Orense, que ésta la dejaba por heredera universal, desheredando a su ahijada. Además, la señorita Carmen estaba cada día más chocha por su estudiante, y se creía en el pueblo que, si don Manuel Pardo negaba el consentimiento, la chica saldría depositada. También pasaban cosas terribles con la señorita Manolita: don Víctor de la Formoseda la plantaba por una artesana, sobrina de un canónigo. En fin, misia Rosario pedía a Dios paciencia para tantas tribulaciones (las de la casa de Pardo eran para misia Rosario como propias). Si todo esto había llegado a oídos de Nucha por conducto de su marido o de su padre, no tenía nada de extraño que suspirase así. Por otra parte, ¡el decaimiento físico era tan visible! Ya no se parecía Nucha a más Virgen que a la demacrada imagen de la Soledad. Juncal la pulsaba atentamente, le ordenaba alimentos muy nutritivos, la miraba con alarmante insistencia.
Atendiendo a la niña, Nucha se reanimaba. Cuidábala con febril actividad. Todo se lo quería hacer ella, sin ceder al ama más que la parte material de la cría. El ama, decía ella, era un tonel lleno de leche que estaba allí para aplicarle la espita cuando fuese necesario y soltar el chorro: ni más ni menos. La comparación del tonel es exactísima: el ama tenía hechura, color e inteligencia de tonel. Poseía también, como los toneles, un vientre magno. Daba gozo verla comer, mejor dicho, engullir: en la cocina, Sabel se entretenía en llenarle el plato o la taza a reverter, en ponerle delante medio pan, cebándola igual que a los pavos. Con semejante mostrenco Sabel se la echaba de principesa, modelo de delicados gustos y selectas aficiones. Como todo es relativo en el mundo, para la gente de escalera abajo de la casa solariega el ama representaba un salvaje muy gracioso y ridículo, y se reían tanto más con sus patochadas cuanto más fácilmente podían incurrir ellos en otras mayores. Realmente era el ama objeto curioso, no sólo para los payos, sino por distintas razones, para un etnógrafo investigador. Máximo Juncal refirió a Julián pormenores interesantes. En el valle donde se asienta la parroquia de que el ama procedía -valle situado en los últimos confines de Galicia, lindando con Portugal- las mujeres se distinguen por sus condiciones físicas y modo de vivir: son una especie de amazonas, resto de las guerreras galaicas de que hablan los geógrafos latinos; que si hoy no pueden hacer la guerra sino a sus maridos, destripan terrones con la misma furia que antes combatían; andan medio en cueros, luciendo sus fornidas y recias carnazas; aran, cavan, siegan, cargan carros de rama y esquilmo, soportan en sus hombros de cariátide enormes pesos y viven, ya que no sin obra, por lo menos sin auxilio de varón, pues los del valle suelen emigrar a Lisboa en busca de colocaciones desde los catorce años, volviendo sólo al país un par de meses, para casarse y propagar la raza, y huyendo apenas cumplido su oficio de machos de colmena. A veces, en Portugal, reciben nuevas de infidelidades conyugales, y, pasando la frontera una noche, acuchillan a los amantes dormidos: éste fue el crimen del Tuerto protegido por Barbacana, cuya historia había contado también Juncal. No obstante, las hembras de Castrodorna suelen ser tan honestas como selváticas. El ama no desmentía su raza por la anchura desmesurada de las caderas y redondez de los rudos miembros. Costó un triunfo a Nucha vestirla racionalmente, y hacerle trocar la corta saya de bayeta verde, que no le cubría la desnuda pantorrilla, por otra más cumplida y decorosa, consintiéndole únicamente el justillo, prenda clásica de ama de cría, que deja rebosar las repletas ubres, y los característicos pendientes de enorme argolla, el torquis romano conservado desde tiempo inmemorial en el valle. Fue una lid obligarle a poner los zapatos a diario, porque todas sus congéneres los reservan para las fiestas repicadas; fue una penitencia enseñarle el nombre y uso de cada objeto, aún de los más sencillos y corrientes; fue pensar en lo excusado convencerla de que la niña que criaba era un ser delicado y frágil, que no se podía traer mal envuelto en retales de bayeta grana, dentro de una banasta mullida de helechos, y dejarse a la sombra de un roble, a merced del viento, del sol y de la lluvia, como los recién nacidos del valle de Castrodorna; y Máximo Juncal, que aunque gran apologista de los artificios higiénicos lo era también de las milagrosas virtudes de la naturaleza, hallaba alguna dificultad en conciliar ambos extremos, y salía del paso apelando a su lectura más reciente, El origen de las especies, por Darwin, y aplicando ciertas leyes de adaptación al medio, herencia, etcétera, que le permitían afirmar que el método del ama, si no hacía reventar como un triquitraque a la criatura, la fortalecería admirablemente.
Por si acaso, Nucha no se atrevió a intentar la prueba, y dedicóse a cuidar en persona su tesoro, llevando la existencia atareada y minuciosa de las madres, en la cual es un acontecimiento que estén ahumadas las sopas, y un fracaso que se apague el brasero. Ella lavaba a su hijita, la vestía, la fajaba, la velaba dormida y la entretenía despierta. La vida corría monótona, ocupadísima, sin embargo. El bueno de Julián, testigo de estas faenas, iba enterándose poco a poco de los para él arcanos misteriosos del aseo y tocado de una criatura, llegando a familiarizarse con los múltiples objetos que componen el complicado ajuar de los recienes: gorras, ombligueros, culeros, pañales, fajas, microscópicos zapatos de crochet, capillos y baberos. Tales prendas, blanquísimas, adornadas con bordados y encajes, zahumadas con espliego, templaditas al sano calor de la camilla -calor doméstico si los hay- las tenía el capellán muchas veces en el regazo, mientras la madre, con la niña tendida boca abajo sobre su delantal de hule, pasaba y repasaba la esponja por las carnes de tafetán, escocidas y medio desolladas por la excesiva finura de su tierna epidermis, las rociaba con refrescantes polvos de almidón y, apretando las nalgas con los dedos para que hiciesen hoyos, se las mostraba a Julián exclamando con júbilo:
-¡Mire usted qué monada..., qué llenita se va poniendo!
En materia de desnudeces infantiles, Julián no era voto, pues sólo conocía las de los angelotes de los retablos; pero cavilaba para sus adentros que, a pesar de haber el pecado original corrompido toda carne, aquélla que le estaban enseñando era la cosa más pura y santa del mundo: un lirio, una azucena de candor. La cabezuela blanda, cubierta de lanúgine rubia y suave por cima de las costras de la leche, tenía el olor especial que se nota en los nidos de paloma, donde hay pichones implumes todavía; y las manitas, cuyo pellejo rellenaba ya suave grasa, y cuyos dedos se redondeaban como los del niño Dios cuando bendice; la faz,esculpida en cera color rosa; la boca, desdentada y húmeda como coral pálido recién salido del mar; los piececillos, encendidos por el talón a fuerza de agitarse en gracioso pataleo, eran otras tantas menudencias provocadoras de ese sentimiento mixto que despiertan los niños muy pequeños hasta en el alma más empedernida: sentimiento complejo y humorístico, en que entra la compasión, la abnegación, un poco de respeto y un mucho de dulce burla, sin hiel de sátira.
En Nucha, el espectáculo producía las hondas impresiones de la luna de miel maternal, exaltadas por un temperamento nervioso y una sensibilidad ya enfermiza. A aquel bollo blando, que aún parecía conservar la inconsistencia del gelatinoso protoplasma, que aún no tenía conciencia de sí propio ni vivía más que para la sensación, la madre le atribuía sentido y presciencia, le insuflaba en locos besos su alma propia, y, en su concepto, la chiquilla lo entendía todo y sabía y ejecutaba mil cosas oportunísimas, y hasta se mofaba discretamente, a su manera, de los dichos y hechos del ama. «Delirios impuestos por la naturaleza con muy sabios fines», explicaba Juncal. ¡Qué fue el primer día en que una sonrisa borró la grave y cómica seriedad de la diminuta cara y entreabrió con celeste expresión el estrecho filete de los labios! No era posible dejar de recordar el tan traído como llevado símil de la luz de la aurora disipando las tinieblas. La madre pensó chochear de alegría.
-¡Otra vez, otra vez! -exclamaba-. ¡Encanto, cielo, cielito, monadita mía, ríete, ríete!
Por entonces la sonrisa no se dignó presentarse más. La zopenca del ama negaba el hecho, cosa que enfurecía a la madre. Al otro día cupo a Julián la honra de encender la efímera lucecilla de la inteligencia naciente en la criatura, paseándole no sé qué baratijas relucientes delante de los ojos. Julián iba perdiendo el miedo a la nena, que al principio creía fácil de deshacer entre los dedos como merengue; y mientras la madre enrollaba la faja o calentaba el pañal, solía tenerla en el regazo.
-Más me fío en usted que en el ama -decíale Nucha confidencialmente, desahogando unos secretos celos maternales-. El ama es incapaz de sacramentos... Figúrese usted que para hacerse la raya al peinarse apoya el peine en la barbilla y lo va subiendo por la boca y la nariz hasta que acierta con la mitad de la frente; de otro modo no sabe... Me he empeñado en que no coma con los dedos, y ¿qué conseguí? Ahora come la carne asada con cuchara... Es un entremés, Julián. Cualquier día me estropea la chiquilla.
El capellán perfeccionaba sus nociones del arte de tener un chico en brazos sin que llore ni rabie. Consolidó su amistad con la pequeñuela un suceso que casi debería pasarse en silencio: cierto húmedo calorcillo que un día sintió Julián penetrar al través de los pantalones... ¡Qué acontecimiento! Nucha y él lo celebraron con algazara y risa, como si fuese lo más entretenido y chusco. Julián brincaba de contento y se cogía la cintura, que le dolía con tantas carcajadas. La madre le ofreció su delantal de hule, que él rehusó; ya tenía un pantalón viejo, destinado a perecer en la demanda, y por nada del mundo renunciaría a sentir aquella onda tibia... Su contacto derretía no sé qué nieve de austeridad, cuajada sobre un corazón afeminado y virgen allá desde los tiempos del seminario, desde que se había propuesto renunciar a toda familia y todo hogar en la tierra entrando en el sacerdocio; y al par encendía en él misterioso fuego, ternura humana, expansiva y dulce; el presbítero empezaba a querer a la niña con ceguera, a figurarse que, si la viese morir, se moriría él también, y otros muchos dislates por el estilo, que cohonestaba con la idea de que, al fin, la chiquita era un ángel. No se cansaba de admirarla, de devorarla con los ojos, de considerar sus pupilas líquidas y misteriosas, como anegadas en leche, en cuyo fondo parecía reposar la serenidad misma.
Una penosa idea le acudía de vez en cuando. Acordábase de que había soñado con instituir en aquella casa el matrimonio cristiano cortado por el patrón de la Sacra Familia. Pues bien, el santo grupo estaba disuelto: allí faltaba San José o lo sustituía un clérigo, que era peor. No se veía al marqués casi nunca; desde el nacimiento de la niña, en vez de mostrarse más casero y sociable, volvía a las andadas, a su vida de cacerías, de excursiones a casa de los abades e hidalgos que poseían buenos perros y gustaban del monte, a los cazaderos lejanos. Pasábase a veces una semana fuera de los Pazos de Ulloa. Su hablar era más áspero, su genio, más egoísta e impaciente, sus deseos y órdenes se expresaban en forma más dura. Y aún notaba Julián más alarmantes indicios. Le inquietaba ver que Sabel recibía otra vez su antigua corte de sultana favorita, y que la Sabia y su progenie, con todas las parleras comadres y astrosos mendigos de la parroquia, pululaban allí, huyendo a escape cuando él se acercaba, llevando en el seno o bajo el mandil bultos sospechosos. Perucho ya no se ocultaba, antes se le encontraba por todas partes enredado en los pies, y, en suma, las cosas iban tornando al ser y estado que tuvieron antes.
Trataba el bueno del capellán de comulgarse a sí propio con ruedas de molino, diciéndose que aquello no significaba nada; pero la maldita casualidad se empeñó en abrirle los ojos cuando no quisiera. Una mañana que madrugó más de lo acostumbrado para decir su misa, resolvió advertir a Sabel que le tuviese dispuesto el chocolate dentro de media hora. Inútilmente llamó a su cuarto, situado cerca de la torre en que Julián dormía. Bajó con esperanzas de encontrarla en la cocina, y al pasar ante la puerta del gran despacho próximo al archivo, donde se había instalado don Pedro desde el nacimiento de su hija, vio salir de allí a la moza, en descuidado traje y soñolienta. Las reglas psicológicas aplicables a las conciencias culpadas exigían que Sabel se turbase: quien se turbó fue Julián. No sólo se turbó, pero subió de nuevo a su dormitorio, notando una sensación extraña, como si le hubiesen descargado un fuerte golpe en las piernas quebrándoselas. Al entrar en su habitación, pensaba esto o algo análogo:
«Vamos a ver, ¿quién es el guapo que dice misa hoy?».