Los Keneddy: Pelea del quebrachal
Es indudable que el carraspeo de Eduardo Kennedy fue la guía del enemigo. A media luz del alba en el monte, los gendarmes avanzan recogiendo ese hilo de tos... Gatean... tocan el borde del alba... se tienden en guerrilla.
Forman una hoz. Vienen por el desquite. A segar. Son muchos. Elegidos. Desde sus parapetos de maleza hacen fuego graneado. Los proyectiles llegan por tres punto, se concentran en el “guaraniná” y hace caer sobre los revolucionarios una garúa de hojas.
Cada tirador acciona tendido boca abajo. Semiempotrado en tierra. Ha ojalado con el fusil el malezal. Sólo se ven caños de acero, Veinte crótalos furiosos que asoman y asoman sus lenguas de llama. Desde treinta metros, fusilan el “batallón” de los cuatro. Papleo responde el primero. No da en el blanco. Al advertirlo, el jefe de los atacantes lanza un alarido de triunfo al que sigue redonda frase cambroniana:
- “Ya c . . ¡”
Qué tembló el brazo de un Kenndy?
No. Ahora Eduardo y Roberto se levantan a recoger el guante clavado a plomo en el “guaraniná”.
Ya están de pié, Winchester en mano. Cada uno escoge su enemigo. Buscan entre las ramas sus cabezas. Hacen fuego, caen dos gendarmes.
Es la respuesta.
Mario Kennedy se tira del observatorio. Elástico. Empuña en el aire su arma. Entra en acción. Quedan firmes los tres. Son tres árboles. Y son tres leñadores. Pelean a campo abierto, a corazón limpio. Eran grandes y crecen más en la tormenta. Entre el humo y el acoso, empujados a bala, blanco impávido de veinte fusiles jadeantes, continúan administrando energía. Emplean la justa. Se mueven lo necesario. Ni un ademán excesivo. Ni una palabra de más. Ni un disparo inútil.
Ponen para morir, la misma dignidad con que vivieron. No combaten al dictador, sino a la dictadura. Hunden sus balas en las frentes de los enemigos como semillas en la tierra. Lobos convertidos en cazadores, habituados a “centrear” a rumbo, no pierden el tiempo; descubren, abocan, disparan. Una cabeza cae de bruces sobre el paso. Buscan otra. Agujerean la frente. Duerme. Buscan otra más.
En el otro campo sueltan plomos y gritos. Los Kennedy responden con su puntería. Con su altivez. Con su formidable decisión de vencer.
Es imposible! Son muchos gendarmes, hombres probados, de pelo en pecho, duros. Tiran por debajo del poncho de liana. Abrieron boca para el máuser y por allí respiran agitados, de prisa, impacientes por acabar con esos tres varones invulnerables. Sus alientos caldean el monte. Entre el chisperío afiebrado de los fusiles, se oyen pausados los puntos finales que clavan los winchesters.
Para cada revolucionario hay siete gendarmes. Pero éstos tiran a cubierto. Por no perder las ventajas de su posición disminuyen la justeza de sus disparos. Atacan a la defensiva.
En cambio los Kennedy no tienen nada que cuidar. Están bien ocultos tras su armadura de carne. Disponen de todo su poder combativo. Y lo gastan.
Se oye una voz de mando:
- “Avancen!”
Estréchase la fila en el flanco derecho. Algunos gendarmes continúan a cuerpo tierra. Hay dos hombre de pié, uno disimulado por los arbustos: el Jefe.
Otro en descubierto: el Sargento. Roberto y Mario Kennedy le apuntan.