Los Keneddy: Mario

Hombre joven, elegante, urbano. Se mueve con cierto abandono muy personal. Parece estar siempre un poco abstraído, lejos... Habla reposadamente. Cuando necesita un vocablo expresivo cierra los ojos, le busca, atrapa y su diestra parece entregarlo al interlocutor. Después la mano desmaya y Mario Kennedy continúa hablando, caídos los brazos, vivaz la mirada, grave la expresión.
Administra su vigor. Ahorra como los atletas. Bajo esa calma se adivina el músculo pronto para el salto. Hay en él una fuerza imponente, tranquila, como la de su patria.
Ninguno de los tres conoce el miedo; pero Mario ni siquiera cree que exista. Su vida es un himno de voluntad. Prueba dura y tenaz. Necesita obstáculos. Después, necesita vencerlos. Respira donde los demás se ahogan. Doma bestias y ríos. Hace pié en lo más hondo. Es un hombre. Tiene derecho a la vertical.
Hace algunos años, vestido a la inglesa, llegó a un gran establecimiento ganadero. Pensaba ocupar su mayordomía. El administrador de la estancia ve a ese desconocido enguantado, cortés y encuentra que el “pueblero maturrango” no sirve para el puesto. Allí necesitan “un hombre”. Todo un varón capaz de imponer respeto por su carácter y su pericia.
Así lo declara sin ambages.
Al oír esto, cualquier campero salta hacia un caballo; piala el primer novillo. Lo monta en pelo o lo voltea de un manotón o de un balazo. Se muestra. Y después renuncia al puesto.
Pues Mario Kennedy permanece inmutable. Solo pide se pongan a prueba sus condiciones. El otro accede. Es cuanto el entrerriano necesita. Ha decidido permanecer un año allí, haciendo este ejercicio de voluntad: no ponerse un “culero”, no probar un arisco, no “guampear” una vez.
Durante meses y meses soporta las decortesías de unos, las burlas de otros, la compasión de todos. A veces su garra atraviesa el guante. Domina el arrebato. No deja su caballo lerdo, su montura inglesa, su fusta, su calma. Realiza menesteres de hortera: cuenta trigo, anota cifras, las ordena en los libros. Ni una vez su aletazo levanta la bandada de papeles. Soporta. Persevera. Quema tenacidad.
Por las noches mira las “Tres Marías”, sus boleadores imposibles o toca a Chopin en el piano de la estancia.
Por fin transcurre aquel año de penitencia. Kennedy ha cumplido su voto. Es libre. Dejará la celda. Esa misma mañana ve que el domador del establecimiento se dispone a montar un potro. Parece temer al animal pues le ha “maniao” las orejas.
-“Un buen bagual” – le dice Kennedy, “se jinetea sin más recurso que el de las espuelas”.
-“Porqué no lo sube usté” – responde el paisano “ansí apriendo”.
-“No hay inconveniente”.
Y sobre la palabra el salto y la doma con hambre de rebeldías. Ya Mario tiene el corazón en un somatén de corcovos. Tierra elástica. El vuelo. Sol y viento que se lleven tanta herrumbre. “Transija” al potro. Le trae a cachetadas. Descarga el puño entre las orejas... El animal se arrodilla... Y Kennedy cae de pié.
Los mirones se palpan. Qué ha ocurrido?
Enseguida Mario sube a su “lerdo” y se aleja para siempre de aquella estancia, con sus guantes, su fusta, su tranquilidad.