Los Keneddy: Hacia el sur

Caminan sigilosos. Crujen las pajas. El silencio amplifica ese rumor; entonces salen al sesgo en procura de alfombra más discreta...
No hablan. No pisan. Asientan muy despacio un pié, afirman con tiento el otro... son tres sombras. Parecen felinos avanzando sobre el terciopelo de las garras...
Cada cincuenta metros se detienen, agachan y escuchan... silencio. Y prosiguen; un paso, otro, apartando la cortina de sombra, conteniendo el aliento, entre una vaina opaca de rocío, sobre blados muelles de gramilla... se acercan a la tropa.
Termina la compañía del monte.
Crece el peligro. Los Kennedy se agachan y columbran entre manchones de arbustos, el cordón militar. Gatean... Ahora podrán tocar a los centinelas. Quemarse. Al tallo seco que se quiebra, al glu, glu, de la damajuana, a la atropellada del tero, sigue un – “quien vive” – y el ramalazo de los máusers.
Por esa apertura pasan a la buena de Dios. Pero con la voluntad vibrante entre los dientes y el cuerpo listo para girar en el aire y ofrecer el pecho al plomo. Pasan. Han logrado filtrarse. Nadie espera a los Kennedy que se alejan paso a paso. Sin prisa, recorren cuadras y cuadras siempre hacia el Sur.
Ya el monte dormido y los soldados despiertos quedan a retaguardia. Y ellos siguen de puntillas. Hasta que encuentran las primeras lomas.
Alto!