CAPITULO XIII
Celebran los indios la fiesta del "gualicho", y en acabando, matan á Mascardi.

En las mismas cartas en las que Mascardi daba cuenta á su provincial y al gobernador de Santiago del resultado de su anterior viaje, pedíales permiso para acometer otro, empeñado como estaba en registrar toda la Patagonia hasta conseguir su propósito. La misma esquivez del problema exaltaba su pasión de viajero y su celo de apóstol. Veía además, expirar su tiempo de misión, y esta quizás contribuía más que nada á excitar su amor propio y á que apresurara la resolución de la incógnita.

No era el oro, factor principal de las empresas humanas, lo que impulsaba al héroe de los Césares, sino el sentimental y poético espíritu de romance, tal como lo vemos en los paladines de la Tabla Redonda—y ajustándonos á la persona y al ideal de Mascardi—á los campeones del Santo Graal. Así parecían entenderlo las españoles de Chile y del Río de la Plata, entre los cuales el padre Mascardi venía á ser el Parsifal de los Cesares. El virrey de Lima le felicitaba y le animaba en su empeño; muchos particulares le enviaban limosnas para la cruzada; él, por su parte, estaba poseído de las mejores esperanzas.

Respetemos esta credulidad. Al fin y al cabo era un proyecto como tantos otros que aún siguen fascinando á los hombres. Sólo se sabe el resultado á costa de los sacrificios y el trabajo de los que, si aciertan, les llamamos descubridores ó inventores, y si no aciertan, ilusos ó fatuos.

La naciente misión de Nahuelhuapí iba prosperando. La base de sustentación era la ciudad chilena de Valdivia, á la que se llegaba con mulas en ocho días, por tierras de pehuenches y otros indios de guerra que dejaban pasar mediante ciertos agasajos.

Mascardi, con el fin de atraer á los puelches de Nahuelhuapí al dominio Español, exhortó á los caciques á pedir la protección del gobernador de aquella ciudad. Así lo hicieron, y el gobernador contestó con un documento que se leyó en la plaza de la Misión; una proclama pomposa en la que se exhortaba á los indios á acatar la fe católica y ponerse bajo la obediencia del augusto don Carlos II, rey de España.

Obstáculo serio para la prosperidad de la misión era la rivalidad entre puelches y poyas, hasta el punto que, siendo vecinos, no querían vivir juntos. A fuerza de persuasiones, Mascardi consiguió que fraternizaran, y para halagar al altivo Antullanca, puso en sus manos el bastón con puño de plata, regalo del gobernador de Chile á la primera autoridad civil de Nahuelhuapí.

Toda la defensa de Mascardi consistía en su energía varonil, en su valor cristiano; no obstante, como acto posesorio, la autoridad chilena envió á Nahuelhuapí un destacamento militar. Estos pocos soldados españoles servían no tanto para imponer respeto á la soberbia de los indios, cuanto para proteger la misión de posibles ataques de las tribus vecinas, reñidas con la obra de Mascardi.

Con todo, el mayor enemigo estaba en casa; era el pérfido Antullanca que veía suplantados su autoridad y prestigio por la influencia religiosa del misionero, No admitía la conversión y odiaba al extranjero. Lo que más temía era que, abierto el camino á los españoles, éstos repitieran sus temidas entradas para esclavizar á los indios; y quizá no se equivocara en esto.

En concíbulo con otros secuaces, se acordó la destrucción de la misión y, antes que todo, la muerte de Mascardi. Para obrar más á mansalva, Antullanca le alejaría de Nahuelhuapí, con el incentivo de un nuevo derrotero á los Césares. Iría al misionero con la mentira que en los confines del Estrecho estaba lo que buscaba, y en el camino harían lo suyo. Bien ajeno á esta perfidia de Antullanca, Mascardi le agradeció la noticia y la compaña conque le brindaba y sin demora se alistó para el nuevo viaje.

Era el cuarto que emprendía. Esta vez no le acompañó la princesa Huanguelé, porque convino dejarla al cuidado de los poyas de la misión, sino un sargento con un pelotón de milicianos chilenos, así para la defensa de Mascardi, como en demostración de que el descubrimiento se hacía en servicio del rey. Con tan reducida escolta salió el misionero de Nahuelhuapí, entre Antullanca y sus puelches.

Sucedió lo de siempre. Mascardi se dejó llevar por donde los indios le decían, y así fué internándose por las pampas. Encontró á los indios en la misma buena disposición del año pasado, y esta primera impresión le hizo augurar un éxito feliz para su empresa. Como además de saber araucano y tehuelche, tenía un tino especial para insinuarse con los indios, en todas las tolderías averiguaba algo sobre los huincas.

Tropezó con un indio que chapurreaba el castellano, quien le dijo acababa de llegar de una ciudad de Aucahuincas, que tenían muchos caballos, ovejas y cerdos, y que, menos en las vacas, eran más ricos que los de Chile. Mascardi le propuso que les llevase una carta, y el indio dijo que la llevaría, pero que tardaría diez meses la respuesta.

—¿Tan lejos están?—preguntó el misionero.

—Sí; pero ya saben que tú andas buscándoles, y como eres su pariente, dicen que vendrán á verte á Nahuelhuapí.

—Entonces, ¿por qué no han venido?

—Porque mis hermanos no les permiten el paso—repuso el indio—; pero, vendrán por el mar.

Según esta confidencia, las empresas de Mascardi transmitidas por los indios, se habían sabido en Buenos Aires y algún otro establecimiento del Atlántico, hasta el punto de prepararse una expedición para salir á su encuentro, si bien rodeando el Estrecho, porque el camino por tierra lo tenían cerrado los indios. Era el eco de una misma voz que se desdoblaba y repercutía de un extremo á otro de la Patagonia. En tanto el misionero de Nahuelhuapí buscaba desolado la ciudad encantada del oriente, la gente del Río de la Plata creía en unos Césares chilenos á orillas del lago Nahuelhuapí, y á Mascardi poco menos que su jefe ó patriarca.

El mismo indio lenguaraz anunció la llegada de su cacique que venía de los Césares.

Salió Mascardi al encuentro del viajero, y vió un indio jactancioso y vano, metido en una casaca galoneada, al estilo español. Cambiados los primeros saludos, el cacique anunció con mucho imperio que traía una carta del "Capitán de los huincas".

A Mascardí le brincó el corazón de gozo. ¿Sería la anhelada respuesta de los Césares?... Cogió el pliego y leyó:

Certificación dada al cacique Melicurrá.

"D. José Martínez de Salazar, gobernador de Buenos Aires. Certifico que el cacique Melicurrá ha estado en esta campaña por espacio de más de tres años, en los que dió pruebas de afecto á los cristianos; y para que conste y le agasajen en nuestros establecimientos, pues puede ser útil, le doy ésta, que firmo en el Fuerte de Buenos Aires, en 15 de Agosto de 1673."

No es para dicha la decepción de Mascardi. En lugar de la codiciada carta, leía el salvoconducto de un bribón; porque esto era Melicurrá, un ladrón de la pampa que, so color de amigo de los cristianos, había conseguido de las autoridades del Río de la Plata un certificado de buena conducta para ser recibido de paz en los establecimientos españoles. Quizás al gobernador de Buenos Aires le convenía tenerle contento para librarse de sus depredaciones, y por esto le había librado el certificado y regalado además una casaca militar y un bastón de mando. La casaca la lucía muy á gusto; en cuanto al bastón, considerándolo como chirimbolo de vasallaje, lo había cortado para mango de rebenque.

El nombre de guerra de Melicurrá era Cacique Negro por su atezado cutis y sus negros sentimientos. Su campamento era un portugalete de pícaros y ladrones de la pampa. Venía muy rico de alhajas, mujeres y ganado que había robado en las estancias.

Parece que se sintió ofendido porque Mascardi, "el capitán de Nahuelhuapi", no le hacía un regalo proporcionado á la categoría de ambos. Acostumbrado al aguardiente, yerba y chafalonía de Buenos Aires, mal podía agradecer las chaquiras y el bizcocho, únicos obsequios que podía ofertarle el pobre misionero.

No obstante, entre ambos se cambiaron las cortesías indispensables de cacique á cacique.

Otro día, Mascardi le pidió licencia para celebrar una vista con él, y le respondió que sí. El misionero fué á su toldería, acompañado de Antullanca, y Melicurrá les dió las manos en señal de amistad. Su mujer luego empezó á cantar, y fueron llegando otras indias que acompañaron á la cacica en su canto y guiaron por la mano á los recién llegados para servirles la chicha á la puerta de la ruca. La ruca ó choza del indio del sur, está compuesta de siete ú ocho estacas, entre dos horcones, con un toldo de cueros de venados bien bruñidos, ó si no con pieles cosidas de caballo, dejando un agujero en el centro para dar respiradero al humo del hogar. Para recibir á sus huéspedes, Melicurrá sacó dos pellones negros, los que puso sobre un cuero de caballo, y les mandó sentar.

En tanto las mujeres servían la chicha, los criados sacrificaron un carnero y sirvieron una pierna asada á los visitantes.

Toda la tema de Mascardi era preguntarle por los españoles: pero Melicurrá no estaba en venas de hablar y, más que todo, se manifestaba receloso del viaje de Mascardi. Este procuró tranquilizarle, diciéndoie que no venía á hacer daño á los indios, sino á buscar su amistad,

Luego comenzó á tratar el Cacique Negro con Antullanca, y en seguida se hicieron compadres. Viéndolos tan entretenidos, Mascardi sacó el breviario para rezar, y al hacer la señal de la cruz, los dos indios se turbaron, pensando que les hacía el gualicho [1]. Comprendiéndolo así Mascardi, cerró el libro, pero antes se lo tomó el Cacique Negro, y en lo que más reparó fué en las letras coloradas.

La entrevista fué corta, porque ambos estaban excitados por mutua desconfianza. Mascardi, que conocía el carácter alevoso de los indios, empezó á abrigar serios temores por su seguridad con la súbita amistad despertada entre los dos caciques; en tanto que el Cacique Negro recelaba dela aparición inesperada de Mascardi, con hombres de fusil, por un camino nuevo.

De este recelo se aprovechó Antullanca para hacer aliado suyo al cacique moluche. Dióle á entender que la misión de Mascardi era establecer un punto de contacto entre las guarniciones españolas de Chile y del Río de la Plata, y que ellos debían estorbarlo á todo trance, defendiendo la pampa del amago extranjero. Con esto se estrecharon las relaciones entre el Cacique Negro y Antullanca, hasta el punto que juntaron sus toldos á distancia del cuartel de Mascardi.

Tan sospechosa se hizo la actitud de la indiada, que el sargento español que mandaba la escolta expresó la conveniencia de atrincherarse y velar las armas. Confirmó este temor ver que empezaban á faltar caballos de los que se soltaban para pacer. Una mañana se vieron los pastos quemados y mudarse algunos toldos, con el ganado y las mujeres por delante, señal inequívoca de que los indios se disponían á atacar.

Aquel día no pareció indio alguno por el alojamiento de los españoles. A media noche asomó la luna y se oyó tropel de caballos y ladridos de perros de la indiada. Avisados por los escuchas, los soldados de Mascardi se prepararon á la defensa, cargando los fusiles; pero como el ruido se alejó, se su puso que los indios harían una de las fiestas nocturnas á las que son tan aficionados.

Así era; en esta noche tenían una gran junta al pie: del árbol del huecuba. La morada de este genio maléfico suele ser un algarrobo secular que crece solitario en la llanura, de tronco arrugado y torcido, y de ramas casi siempre desnudas, en las que los indios cuelgan sus ofrendas. El huecuba araucano corresponde al hualicho pampa, por lo que los brujos de Antullanca y de Melicurrá oficiaban de consuno.

Las ceremonias del conjuro se ajustan á un ritual determinado.

Primero echan puñados de tierra: al aire para que la neblina lo envuelva todo y entregue el enemigo al genio del mal. Todos quedan en silencio hasta que se oye el grito de una lechuza, á cuyo instante azuzan los caballos y parten en todas direcciones, hasta dar muerte á la agorera ave, el preciado trofeo que ha de adornar el árbol maléfico. A esta ofrenda se añade otra: "el rey de los guanacos", que se va á buscar á un revolcadero ó baño de polvo de estos animales.

Los cazadores manean los caballos y desde un escondite espían la llegada del rebaño. En una loma cercana aparece un guanaco. Escudriña las sombras en todas direcciones, y convencido de que no hay peligro ninguno para sus hermanos, baja á la llanada. Larga procesión de guanacos le siguen de uno en uno y así llegan á una hoya, á cuyo alrededor despliegan en círculo, con las cabezas dentro el redondel. De entre los treinta ó cuarenta guanacos y guanacas así formados, avanza sólo al revolcadero el capitán de la tropa. Dobla las patas delanteras, se arrodilla; inclina el largo pescuezo, como si hiciese zalemas, y acaba por hundir la frente en el polvo. Tras esta se levanta, y como un poseso, patea, brinca y se revuelta, y cuando se ha sacudido bien, se va muy despacio á ocupar el puesto que dejó vacio. Sus camaradas, en círculo, le han estado mirando inmóviles, sin perder detalle de sus ceremonias y cabriolas. Ninguno se impacientó; todos permanecen en inmovilidad hierática. Un segundo guanaco baja á la hoya é imita exactamente las reverencias y los revueltos del jefe, y así sucesivamente los demás por riguroso turno.

Una nube de polvo cubre entretanto el lugar de tan extraña ceremonia. Los indios se han ido acercando cautelosamente, y á una señal convenida, los más hábiles tiradores hacen girar las boleadoras que, como trompas de elefante, se enroscan en las patas de los guanacos. Caen diez, veinte de estos animales, pero el ojo ejercitado del cazador conoce entre todos al capitán del rebaño. Este será la víctima ofrecida al hualicho.

Los cazadores vuelven á montar sus caballos, arrastrando las presas en el lazo y vuelven al pie del árbol fatídico á entregar su ofrenda. Los brujos degüellan al rey de los guanacos, y sus cuartos, palpitantes y chorreando sangre, los cuelgan de las ramas

La carne de los otros guanacos se destina para el banquete nocturno. Las piezas de más enjundia son los costillares, el pecho y el anca de cada res, y con ellas hacen el asado con cuero, de tan soberano hechizo, que los criollos lo han incorporado á su culinaria campestre, siguiendo el mismo procedimiento indígena, que no es otro sino asar la carne al aire libre, conservándola el cuero, espetada en un asador de palo, y rociándola con salmuera al tiempo de hincarle el diente.

Antullanca y el Cacique Negro hicieron su festín, conforme la costumbre araucana en vísperas de una batalla.

Clavados en tierra los toquis ó pedernales negros, ensangrentados con la sangre del guanaco, uno á otro se repartieron el corazón de la víctima atravesado con sus flechas cambiadas, diciéndose:—"Hartáos, flechas, de sangre; bebamos y hartémonos también de la sangre de Mascardi; que como á este guanaco hemos muerto, así le mataremos á él, con la ayuda de Pillán." Y en tanto los toquís hacían esto, los otros capitanes, arrastrando y corriendo las lanzas con gran furia, gritaban á la chusma congregada alrededor:—¡"Leones valerosos, abalanzáos á la presa; halcones ligeros, despedazad á vuestros enemigos como el halcón al pajarito," Y todos, oyendo estas voces, batían con los pies la tierra, haciéndola temblar, y dando un grito á una, decían: ¡Lape, lape! (muera).

La alborada sorprendió á los indios ahítos de carne, ebrios de chicha y satisfechos por haber conjurado el huecuba ó hualicho. Aprovechando tan buenas disposiciones, Antullanca y el Cacique Negro arengaron á su gente y la compelieron contra el cuartel de Mascardi.

Para descuidar al enemigo, se desplegaron en grupos, haciendo aquellos alardes de equitación que solían los españoles en el juego de cañas y ahora los árabes cuando corren la pólvora. En este simulacro de combate los indios son extremados. Cabalgan á la jineta, es decir, que sólo se valen del freno y del mucho pulso en la mano de rienda; siendo de ver la agilidad y destreza con que manejan el caballo, las revueltas y rebatos de cada jinete. Demás de enflaquecerse á sí mismos, enflaquecen también á los caballos para ser más ligeros, y les ponen en la boca plumas de pájaros para que por el resuello se les entre la ligereza; y les dicen á los caballos que miren lo que hacen; que no han de correr, sino volar. En el manejo de la lanza no tienen par. La llevan al galope, arrastrándola por el suelo y de pronto la tercian, la deslizan por la mano hasta una cuarta de la punta, ó bien dándole una vuelta, ó echándola al aire, vuelven á tomarla por el cuento para darle mayor alcance.

De pronto, lo que parecía juego hípico se convirtió en acometida. La caballería india, ululando ferozmente, cargó en masa compacta sobre el cuartel de los españoles. No estaban éstos tan descuidados que la carga les cogiese de sorpresa; así, que la primera embestida la rechazaron con fuego graneado. Pero los escuadrones indios se iban sucediendo como las olas del mar, intercalados en ellos flecheros y macaneros, hombro con hombro, acometiendo con gran algazara y gritando: ¡Lape, lape! Daban saltos, tendíanse en el suelo, se levantaban rápidos y se revolvían contra los españoles para jugar de sus porras y lanzas. Los más valientes, entrándose por las picas y bocas de fuego del enemigo, tiraban un bote de lanza á dos manos, con todo el cuerpo levantado sobre los estribos, nombrándose á cada golpe. Mascardi, para animar más á los suyos, asumió el papel de capitán, dirigiendo la defensa con serenidad pasmosa, eso que los indios venían derechos contra él, oyéndose que le gritaban: "auca, Mascardi", voz de improperio para quien se dirige, pues es sinónima de bárbaro ó ruin enemigo.

Entendiólo así Mascardi y quiso entregarse con tal que se salvaran sus compañeros; pero éstos no admitieron tamaño sacrificio, por más que las armas arrojadizas de los indios causaban terribles estragos entre ellos. En tanto los soldados morían matando, el misionero, hincado de rodillas, encomendaba su alma á Dios. En esto una lanzada le atravesó el costado y cayó de bruces. Con sangre de la herida trazó Mascardi una cruz en el suelo, la besó y quedó muerto.

Como si con su muerte quedaran satisfechos los indios, empezaron á replegarse, acabaron de levantar sus toldos y el mismo día se perdieron de vista. Los pocos españoles que quedaron con vida enterraron á sus camaradas muertos, improvisaron una cruz sobre la fosa común y, haciéndose de algunos caballos que vinieron á la querencia, emprendieron la vuelta á Nahuelhuapí

Intenso y sincero fué el sentimiento que produjo en la misión la muerte del ilustre mártir.

Informado del suceso el gobernador de Chile, despachó seis soldados que, penetrando en la tierra, dieron con el cuerpo del santo padre y con los ornamentos y vasos sagrados de su pertenencia, y atravesando otra vez la cordillera, lo entregaron todo en Concepción, donde se enterró al misionero.

Esto prueba la veneración en que se tenía al Padre Mascardi.

No es aventurado suponer que los viajes de Mascardi en procura de los Césares despertarían entre sus contemporáneos idéntico interés que en época moderna las expediciones de Stanley en busca de Livingstone, perdido en el interior del "continente negro". Este romántico episodio de la historia geográfica del Imperio colonial ingles tiene cierto parecido con el de Mascardi cuando el Imperio colonial hispano. Comparando los escasos recursos de que se disponía en el siglo xvii con los abundantes y eficaces de ahora, la exploración de la Patagonia resulta empresa de tanta magnitud como el avance al corazón de Africa. Aparte los rigores del clima, el jesuita español tropezó con iguales ó mayores dificultades que el viajero inglés [2]: peligrosos esguaces de ríos, desiertos arenales, emboscadas de tribus salvajes, perfidia y mala fe de aliados... Con la ventaja del segundo sobre el primero de ir bien pertrechado de todo y del estimulo que supone saber que todo el mundo civilizado tenía los ojos puestos en él; mientras que Mascardi iba confiado en sus propios recursos y únicamente estimulado por el cumplimiento del deber. Los dos coinciden, sin embargo, en su pasión por los viajes y en el entusiasmo con que tomaron su misión.

Es verdad que Mascardi no encontró lo que buscaba, pero su trabajo no fué estéril; después de él se vió que la leyenda de los Césares carecía de base sólida, y relegada á la categoría de ficción popular, geógrafos y exploradores prescindieron de ella, dedicándose exclusivamente á investigaciones científicas. Así y todo, ni antes ni después de Mascardi ningún viajero ha recorrido mayores distancias ni atravesado en tantas direcciones la Patagonia como él. Finalmente, rindió la vida en aras de su convicción y de su ministerio, y en tal concepto debemos honrarle como mártir de la fe y de la ciencia.

¿Qué fué de Nahuelhuapí después «le muerto Mascardi? Tanto la corte de Madrid como los jesuítas de Chile se esforzaron en mantenerla, ó mejor dicho, restaurarla, porque con la pérdida del fundador la misión quedó deshecha. Gobernáronla sucesivamente los padres Laguna (jesuíta flamenco que castellanizó así su apellido Van der Merer); Guillelmo, natural de Córcega, que escribió Artes de los idiomas puelche y poya, y descubrió el camino de Buriloche que evitaba la terrible travesía de los lagos; y Elguea, que fué el último. Los tres murieron á manos de los indios: Laguna y Guillelmo, envenenados, y Elguea, asesinado por el cacique Maricuhumai. Los indios saquearon la misión y sólo respetaron la "señora española", la imagen de la Virgen, que escondieron tapada con un cuero á la orilla del lago.

Aún vivía la antigua amiga de Mascardi, la princesa Huanguelé, si bien muy menoscabada su autoridad y hermosura por los años. Parece ser que como Guacolda, la hermosa compañera de Lautaro cantada por Ercilla en La Araucana, acabo siendo la querida de un soldado español. ¡Qué bien dice Homero que morir joven es un favor que los dioses conceden á los héroes!"....................................

Aconteció la catástrofe de Nahuelhuapí en 1719, según consta por una comunicación al rey del gobernador de Chile, que lo era á la sazón D. Gabriel Cano de Aponte.

Considerando que el resultado de la misión de Nahuelhuapí no había correspondido á las esperanzas puestas en ella, quedó abandonada, volviendo al dominio de la barbarie. De este modo quedó cortada la comunicación entre una y otra banda de la cordillera, y al cabo de los años hasta los vestigios se perdieron de los caminos que unían á Nahuelhuapí con Chiloé, tal como sucedía antes de Mascardi. Ya veremos cómo una de las comisiones del último viajero á los Césares, el franciscano Francisco Menéndez, fué el descubrimiento del lago de Nahuelhuapí, cuya memoria conservaba la tradición en Chile poetizada con los últimos reflejos de Los Césares.


  1. El hualicho pampa se ha convertido en el daño argentino. Corresponde al fascino napolitano, jettatura ó mal de ojo, y es superstición que ha trascendido á los gauchos.
  2. Español é inglés, respectivamente, por adopción, pues Mascardi era italiano, así como Enrique Stanley oriundo de los Estados Unidos.