Los Césares de la Patagonia/IV
La noticia de los opulentos tesoros con que América brindaba á los castellanos llegaba á España exagerada por los pregones de la fama. Las barras de plata, los tejos de oro, las perlas que los navíos de Indias aportaban á Sevilla, eran las primicias de un mundo encantado que, en opinión de las gentes, venía á ser una inmensa é inagotable mina de ricos metales y piedras preciosas.
Quizás aún más extrañados que los pazguatos que en las gradas de la Lonja sevillana oían los pregones de mercaderías, plata labrada y esclavos de las Indias, eran los aventureros emigrantes á quienes el azar deparaba sorpresas á granel registrando los rincones de las provincias conquistadas. Chapetón hubo que apenas desembarcado, ganaba una fortuna. El despojo de los templos peruanos y de las guacas ó sepulturas indias llenaban la medida á los rancheadores más codiciosos. En diferencia de dos años (1535-37) los 200 soldados de Heredia se repartieron en Cartagena el tesoro de Dabaiba, y los 480 de Pizarro el botín del Cuzco, tocando unos y otros á 6.000 pesos oro cada uno, equivalentes á 24.000 pesetas de la actual moneda.
Mucho faltaba aún por registrar en el ámbito indiano; de ahí que la imaginación de los conquistadores soñara con nuevas, opulentas ciudades. Creíase á pies juntillas que las imperiales México y el Cuzco se habían trasladado á misteriosos parajes. Tal como las relaciones de un Marcos de Niza pusieron de moda en el Virreinato de México las Siete ciudades de Cibola, donde un descendiente de Moctezuma había restaurado el fastuoso imperio azteca; tal en el Perú se creía en el gran Paititi ó gran Mojo, áurea resurrección del imperio quichua. Cada uno de estos mitos llevaba aparejada la suposición de encantadas ciudades.
Flor de los desiertos patagónicos fué la "ciudad encantada de "Los Césares", con suntuosos templos y magnífico caserío entre dos cerros liminares, uno de diamante, otro de oro. Tan gran ciudad era, que para cruzarla de extremo á extremo se ponían dos días, y estaba edificada en la isla de un misterioso lago y rodeada de murallas y fosas. Los hombres que en ella moraban eran de prócer estatura, blancos y barbados; vestían capas y chambergos con pluma y usaban armas de bruñida plata. Eran además invulnerables y longevos; un reino, en fin, en que la vida se deslizaba feliz y deliciosa. Apellidábanse "Los Cesares", nombre hermosamente poético que lleva en si aroma de leyenda.
Fué un César de apellido quien los nominó así; el capitán Francisco César, portugués ó cordobés, que esto no está aún bien averiguado, venido con Gaboto al Río de la Plata por los años de 1527.
Según el historiador Ruy Díaz, Sebastián Gaboto despachó á ese capitán á descubrir las tierras australes y occidentales que quedaban á la parte del Río de la Plata, con intención de acercarse al Perú. César con sus españoles llegó á los Andes, y á la parte del Sur halló una provincia fértil, con mucho ganado de la tierra y multitud de gente rica en oro y plata. El cacique atendió á César y le hizo buenos regalos al despedirlo. Desandando camino, llegaron los aventureros á la fortaleza de donde habían partido, y viéndola arruinada y Gaboto ausente, emprendieron viaje al Perú, donde se sabía había españoles. Volvieron á los Andes y desde una altura divisaron el mar á entrambos lados—ó lo que es más probable, lagos amplísimos, á menos que hubiesen llegado al rincón del Estrecho.—Siguieron la costa, y por Atacama, Lípez y Charcas llegaron inopinadamente al Cuzco, al tiempo que Pizarro había capturado á Atahuallpa. El supradicho Ruy Díaz dice haber oído el relato de esta aventura á un Gonzalo Sáenz Garzón, que á su vez conoció en Lima al capitán César [1].
De tan épica excursión, que duró siete años, al través de medio América y que recuerda la de Alejandro Magno á la India, vino llamarse "Los Césares" á los soldados del capitán Francisco, y "la conquista de los Césares" á su hazañosa aventura.
Al divulgarse la odisea de una zona á otra se desfiguró en doradas visiones de encantos y tesoros. Los indios, sobre todo, comunicándose la nueva de la temeraria aparición de estos hombres blancos, que peleaban con rayos y truenos y montaban raros animales, serían los primeros en transfigurarlos en personajes legendarios; y la leyenda, agrandada por el misterio y el tiempo, y repercutiendo desde las fronteras del Perú hasta el remoto piélago magallánico, creó la encantada ciudad de los Césares en un rincón de la Patagonia.
La gente de la armada del Obispo de Plasencia, que llegó en salvamento del Perú, fué sembrando á su paso la leyenda en boga entre los indios patagones, y tal la exagerarían, que por las noticias que proporcionaron cuatro marineros de la nave de Camargo, hubo de organizarse en el Perú una famosa "entrada" con el propósito de ir en busca de los Césares. Se alude aquí á la famosa entrada que hizo Diego de Rojas al Tucumán.
Era este Rojas de noble estirpe, primo del marqués de Poza—el personaje inmortalizado por Schiller en su Don Carlos—, y había pasado al Perú desde Nicaragua, al frente de una compañía de soldados, en ayuda del virrey Vaca de Castro contra Almagro el mozo (1542). El virrey, queriendo recompensar sus servicios, le encargó la conquista y población delante de Chile el río Arauco.
Diego de Rojas iba asociado con Felipe Gutiérrez y Francisco Mendoza, pero cada uno de los tres entraron en campaña por separado. A Rojas le mataron los indios de un flechazo, en Humahuaca, que es en la puna de Jujuy al Norte de la Argentina. Gutiérrez y Mendoza llegaron á reunirse, pero riñeron muy pronto, y el Mendoza consiguió enviar preso al Perú á su rival, al que Gonzalo Pizarro hizo dar garrote en Guamanga porque no abrazaba la causa de la rebelión.
Dueño del campo Mendoza, al frente de 70 españoles siguió marcha. Aunque en el camino tuvo noticias lisonjeras de Chile, los indios le engañaron y le desviaron cien leguas al Este. De esta manera llegó sin saberlo á orillas del Paraná, al pie de la arruinada fortaleza de Gaboto, Por indicación de un indio que sabía castellano, Mendoza encontró una carta de Irala dentro de una calabaza, por la que avisaba á los españoles que aportasen por aquella parte, donde estaba él y supiesen de qué indios se habían de guardar y á cuáles habían de tener por amigos. Con esto, el capitán perulero determinó ir á la Asunción á verse con el gobernador del Paraguay; pero su gente, alucinada por las noticias de los cuatro soldados del Obispo de Plasencia que iban en la hueste, preferían ir en demanda del Río Arauco, en Chile. De esta divergencia resultó una conspiración que tuvo por desenlace el asesinato del capitán Mendoza.
La entrada de Rojas-Mendoza duró de 1542 á 1546; cuatro años de peregrinación al través del continente austral, entre odios, riñas y tragedias. De la lucida hueste que salió del Perú, regresó menos de la mitad, bajo la conducta de Nicolás de Heredia.
Allegados á la provincia de las Aullagas (en Oruro de la actual Bolivia), los expedicionarios toparon con unos mercaderes que iban á Potosí, de los cuales supieron el levantamiento de Gonzalo Pizarro con las demás cosas que habían sucedido, como la muerte del virrey Núñez de Vela y los alcances que estaba dando Francisco de Carvajal á Diego Centeno. Alférez mayor de este último, que había alzado bandera por el rey, era aquel Alonso de Camargo, hermano del Obispo de Plasencia, y que huyendo de la persecución del implacable "Demonio de los Andes" andaba perdido con Lope de Mendoza por los Andes. En esta huída se encontraron con los destrozados restos de la expedición de Rojas; y como los soldados se conocían, se holgaron de verse los unos y los otros. Los soldados de Camargo preguntaban á los de Heredia qué habían descubierto y qué tierras habían visto, y ellos, después de satisfacer á sus deseos, también les preguntaban las cosas que habían pasado después que salieron del Perú.
Al fin, Heredia determinó decidirse por el bando del Rey contra la facción de Pizarro y ayudar á los leales contra Carvajal, al que lograron sorprender el bagaje quitándole los líos de oro y plata, vinos, conservas y lo demás que traían los guardianes. Robaron lo más que pudieron, y hasta las indias vivanderas se llevaron á las ancas de los caballos.
Sobre el reparto de las mujeres y demás cosas preciadas hubo pendencias entre los despojadores; ello es que se descuidaron y Carvajal cayó sobre ellos con súbita llegada en los llanos de Pocona, prendiendo á los capitanes Lope de Mendoza, Alonso de Camargo y Nicolas de Heredia. A Lope de Mendoza y á Heredia, el implacable Carvajal les hizo dar garrote sin confesión; pero á Alonso de Camargo mandó que se guardase, porque quería informarse de él, y á los demás de la "entrada" perdonó también, dándoles licencia para que se pudiesen ir á las ciudades del Cuzco y Arequipa, y todos éstos pasaron á ser personajes de leyenda, agregando á sus nombres el título: de la entrada.
En cuanto al hermano del Obispo de Plasencia, Alonso de Camargo, fué conducido á la ciudad de La Plata (Chuquisaca: Sucre actual), y aquí entró en una conspiración para matar á Carvajal. Súpolo éste y al Camargo mandó descuartizar, pues dos perdones seguidos era demasiado para el "Demonio de los Andes" (1546).
Como se ve, los anales de esta verídica historia se van sucediendo como capítulos de una novela. Había necesidad de volver á tratar del Obispo de Plasencia, y la rápida aparición en escena de su infortunado deudo permite hacerlo sin que la transición parezca demasiado brusca.
- ↑ El personaje es auténtico. En 1533 lo vemos en Nueva Granada como segundo de Pedro de Heredia, el fundador de Cartagena, en la expedición al Perú. Removido Heredia por el oidor Vadillo, éste nombró por su teniente al famoso capitán, y juntos emprenden la conquista de Dabaiba. En el curso de esta expedición murió César en Noqui en 1540.