Los Ayacuchos/5
De D. Serafín de Socobio a D. Fernando Calpena
12 de Octubre.
Señor mío de toda mi estimación: Dios no ha querido que sean alegres las nuevas con que me estreno en el honroso cargo de suministrar a usted provisiones para la historia; pero hemos de acomodarnos a la divina voluntad, aceptando con resignación las amarguras que se digna enviarnos, en espera de lo bueno y dulce que vendrá... crea usted que vendrá, mi Sr. Don Fernando. Dios no abandona a los suyos.
Debo ante todo decirle, para su tranquilidad, que ninguna desazón ni estorbo me ocasiona esta faena de las cartas, pues bien sabe usted que estoy cesante, víctima de una ruin intriga, y en nada tan útil puedo emplear mis forzados ocios como en ir fijando en el papel la fugaz imagen de personas y sucesos para que no lo desfigure luego la infiel memoria. La delicadeza oblígame a prevenir una salvedad necesaria en estas informaciones, y es que por respeto a las buenas migas de usted con el Regente, callaré las verdades amarguísimas que acerca de este funesto personaje sugieren los hechos. Pero si contra Espartero nada digo, permitirá usted que despotrique a toda mi satisfacción contra la cuadrilla masónica que le rodea, criminal autora de estos desastres, y que entone el tu nos ab hoste protege, que son palabras de completas... Sí, sí, mi Sr. D. Fernando; esta Regencia intrusa que nos han traído, dará al traste con España, si Dios misericordioso no pone mano en ello... que sí la pondrá... ya verá usted cómo la pone.
Voy a la carne, amigo mío. Por los papeles públicos y por cartas de otros amigos más diligentes, tendrá usted noticia del fracaso de los intrépidos caballeros que arriesgaron sus vidas para salvar a nuestra excelsa Reina y a su serenísima hermana de la esclavitud en que la tiene el jacobinismo, que allá se va esta situación de las personas reales con la de sus egregios parientes Luis XVI y consorte, con la diferencia de ser dorados estos calabozos, y los de allá negros y vestidos de suciedad y telarañas. La generosa empresa de los leales salió torcida por impericias en la preparación, y bien lo dije yo dos días antes, receloso del éxito al ver con cuánta ligereza prevenían el golpe los que en ello andaban. Escapó cada cual como pudo, refugiándose algunos en los altos de Palacio, escabulléndose otros por las espesuras del Campo del Moro y de la Casa de Campo; no todos con igual suerte, pues si bien ambos Conchas y Pezuela, Lersundi y Nouvilas están ya salvos, y lo mismo creo de San Carlos y Marchesi, aunque no alcanza mi convicción tan largo como mi deseo, otros ¡ay! han caído en la garra del Cromwell de Granátula (perdone usted). Cayeron el bravo Quiroga y mi compañero en Palacio el señor conde de Requena, los heroicos tenientes Boria y Gobernado, el coronel Fulgosio; y por último, y esto es lo más sensible, víctima también de su sordera, fue sorprendido y hubo de entregarse en Colmenar Viejo el rayo de la guerra, el valiente entre los valientes, ante quien mudo se postró Marte; el héroe que hacía temblar el suelo de España con su pujanza, siendo temido hasta de la misma muerte; el que llevó siempre la victoria en la punta de su lanza, y con ella agujereaba los ejércitos enemigos como si fueran un pliego de papel. Permite Dios a veces cosas tan abominables, que necesitamos afianzarnos en nuestra fe y evocar toda nuestra sensibilidad religiosa para no protestar de ellas... Yo he llorado como un niño al saber que el moderno Cid era conducido a esta Corte y encerrado en Santo Tomás como el último vocinglero de los clubs, a quien el hambre y la ignorancia convierten en furibundo maratista. ¡Belascoain prisionero de la revolución, a la cual con pleno derecho, como español, como militar y caballero combatía! Contra tal absurdo deben levantarse hasta las piedras. ¡Ay! las piedras no se han levantado; yo tengo por seguro que se levantarán... pero mientras llega el caso, el horrible contrasentido prevalece, y tenemos al Cid sometido a un Consejo de guerra. Por las formalidades de la Ordenanza, que en ciertos casos no favorecen más que a los pillos, vemos hollada la ley moral, la eterna ley. Esperemos. ¿Permitirá el Cielo que perezca la lealtad, aplastada bajo el pie grosero de la usurpación?
En tanto que se desarrolla este drama, del cual sólo hemos visto aún los primeros actos, repetiré una vez más que el principal resorte de la máquina esparterista no es otro que el oro inglés. Ya le veo a usted reírse de este concepto mío, que oye como la muletilla de un maniático; pero yo sigo en mis trece, y si antes a cada momento sacaba a relucir la seducción aurífera en nuestras disputas, ahora lo haré con mayor motivo y convicción más firme, porque ya no son runrunes, sino pruebas y hechos innegables los que llegan a mí. En el plan de grandioso alzamiento para libertar a nuestra Reina hallábanse comprometidos generales, jefes, oficialidad y cuerpos en número harto mayor del que figuró en la desgraciada noche del 7. ¿Por qué faltaron en el momento preciso? Díganlo las conciencias poco fuertes, las voluntades flacas, fácilmente reductibles a los halagos del metal. Dentro de Palacio se contaba con la connivencia de más de cuatro caballeros de la alta y mediana servidumbre, que se brindaron a franquear las puertas interiores, y si no estoy equivocado, a producir una discreta somnolencia de los monteros de Espinosa. ¿Por qué sólo San Carlos y Requena respondieron a su compromiso? Averígüelo Vargas.
Créame usted, Sr. D. Fernando: la Inglaterra ha comprado a buen precio la ruina de nuestra industria algodonera, librándose, por el medio más sencillo, de un competidor formidable. El esparterismo, o sea la revolución, necesita, para sostenerse, del apoyo de los ingleses. ¿Quién gobierna en España? En apariencia, su ídolo de usted, elevado al poder supremo por las turbas indoctas; en realidad, el Embajador británico, asistido de la caterva de ayacuchos, que con nombre tan feo designamos a los que componen la camarilla del Regente. En cuanto al Gobierno, Ministerio responsable, o como usted llamarlo quiera, téngolo por un insignificante grupo de personajes decorativos, inmóviles y estupefactos como figuras de cera vestidas con prestados trajes, y expuestos al público para producir la ilusión de que tenemos mandarines españoles al frente de cada ramo. Pero estos remedos de ministros a nadie interesan, y se cambian de un puntapié. Los ayacuchos son los que todo lo mangonean, ayudados del unto maravilloso que reciben de las arcas londinenses, y si usted lo duda, pronto ha de verlo, si observa todo el mecanismo interior del retablo de maese Baldomero. Verá usted que lo mismo da un Ministerio que otro, y que cuando se habla de crisis, Su Alteza les interpela con serenísimo desdén en lenguaje riojano o ayacucho, que viene a ser lo mismo: «Ea, chiquios, si queréis disus, disus, y si no estaisus, como vus dé la gana». Naturalmente, los Ministros prefieren quedarse, y así lo hacen hasta que salta un ayacucho que necesita entrar al pienso.
Concluyo ésta con la noticia, que acaban de darme, del fusilamiento de Borso di Carminati en Zaragoza. Empieza la carnicería: será muy chusco, de una ridiculez espeluznante, que a estos figurones se les ocurra emplear el rigor contra los sublevados, a quienes movió la ley de honor, el respeto a las damas. Sublevarse por una reina ultrajada es de caballeros. He aquí un caso en que no es aplicable la pena de muerte como no sea pisoteando el almo código de la decencia. A pesar de esto, no estoy tranquilo, porque todo se puede temer de los ignorantes hinchados de soberbia. Dícenme que ayer, arengando Espartero a los pobrecitos milicianos, les soltó la bomba de que sería implacable en el castigo. Optimé trompetasti, digo yo, recordando los burlescos ejercicios oratorios de mis felices tiempos estudiantiles. Este señor siempre dice mu cuando habla. La indignación se desborda en mi alma. Pidiendo a Dios que envíe pronto un rayo para el aniquilamiento de todo el progresismo, a usted exclusivamente le pongo pararrayos, mi querido amigo, para que se salve solito entre tantos antipáticos o perversos. Por que no hay colectividad, por mala que sea, en la cual no haya algo bueno. Dios le guarde, y a mí me dé paciencia para ver lo que veo y oír lo que oigo. Siempre suyo -Socobio.