Los Ayacuchos/28
Del mismo al mismo
San Feliú de Llobregat, Diciembre.
Amigo mío: Aquí estamos ya sanos y salvos, con la pena de haber dejado a la bella Barcelona en las bestiales manos del motín. La última extracción de revoltosos se ha echado de jefe a un vendedor ambulante de perfumería llamado Crispín Gaviria, el cual debe de ser hombre para un fregado como para un barrido. Se pasa el día redactando bandos terroríficos, que son fijados en las esquinas por sus agentes, a los cuales precede un pelotón de tropa tan heterogénea en el vestir como en las armas que lleva. Unos van con morrión y otros con barretina o pañuelo; éste lleva zamarra y trabuco; aquél levita, fusil y pistolas. En los bandos se conmina con pena de muerte al que no se presente con armas al toque de generala; la menor falta se castiga con cuatro tiros, como medida preventiva, y para sufragar los gastos de la defensa de la ciudad decretase la ocupación de bienes de todos los que, habiéndose ausentado, no acudan prontito al llamamiento de D. Crispín.
El vecindario huye despavorido. Centenares de nacionales esconden las armas y se escapan como pueden, por mar o por tierra. Los jamancios y patuleos, desarmados por los Diez,y armados de nuevo por organización espontánea, se constituyen en cuadrillas de vario contingente, dedicándose a cobrar la salida de los que huyen. Familias enteras son despojadas de cuanto tienen, hasta de la ropa, en el momento de embarcarse. En tanto que en el puerto y en las salidas de la ciudad unas secciones de Tiradores intervienen la emigración, otras recorren los barrios céntricos y comerciales tomando nota de existencia metálica, o recaudando lo que la Patulea necesita para dejar bien puesto su honor en aquel lance. Algo de esto vi, Sr. D. Serafín, y algo me han contado, que no repito para que no diga usted que recargo la pintura con fuertes brochazos y tintas chillonas.
Esperábanos ya en San Feliú nuestro generoso castellano D. Magín, y por cierto que su primera conversación conmigo fue un tanto resbaladiza, y me faltó poco para quebrantar las leyes de hospitalidad contestando a sus sandeces con los puños antes que con la boca. ¿Pues no se condolía del anunciado bombardeo, calificándolo de bárbaro, de inaudito y criminal? Y dos clérigos allí presentes, cruzando las manos y arqueando las cejas con hipócrita sentimentalismo, también dijeron pestes de Espartero porque bombardeaba, y le llamaron Tamerlán, Atila, azote de Dios y otros hinchados disparates. Con lo nervioso que yo estaba, bastaron los ridículos enternecimientos de Cornellá y el farisaísmo de sus amigos para que me volara. ¡Qué oportuna estuvo mi madre al contener con una mirada y un gesto la rabia que me enardecía! Tan sólo les dije: «¿Pero qué quieren ustedes? ¿que deje a los patuleos en plena posesión de la ciudad, y encima les mande raciones de chocolate de Astorga?...». En fin, mi madre no me dejó seguir, y se restableció la concordia, conteniéndome yo dentro de las reglas de la más elemental urbanidad.
Desde San Feliú veíamos las tropas de Espartero en Esplugas, y el avance de los convoyes de provisiones hacia la eminencia de Montjuich. Hubiera sido muy de mi agrado llegarme allá para ver a Espartero y hablar con él; pero no quise hacer ostentación de mis concomitancia sayacuchas, y empleaba las horas de aquel destierro paseando con los curas amigos de Cornellá y míos, uno de los cuales era ilustradísimo, de buena sombra y un tantico maleante; el otro cerril y tozudo, con un acento catalán tan gordo y áspero, que me costaba trabajo entenderle cuando llenaba su boca de palabras castellanas, como si la llenara de sopas calientes. No me causó sorpresa oírles hablar con hiperbólica admiración de los clérigos regulares de San Quirico, poniendo en los cuernos de la Luna su prodigiosa sabiduría y la austeridad de su regla...
Ha pasado un día. Continúo con la noticia de que en el actual momento, que señalará la Historia, ha comenzado el bombardeo, amigo D. Serafín... ¡Pobre Barcelona! Lo digo por las casas, pues todos los habitantes dignos de consideración se hallan fuera de aquellos profanados muros. A las once y media largó el Duque los primeros confites: la función, mirada sólo como espectáculo, resulta bonita desde esta planicie del Llobregat. Se ve admirablemente la línea parabólica que trazan los proyectiles, y la caída de éstos en la infortunada plaza. Se me figura que Espartero bombardea con miramiento y pulso, procurando hacer el menor daño posible, en espera de que D. Crispín pida misericordia. Corren aquí voces de que los nacionales que salieron de la plaza y gran número de vecinos honrados darán seguridades al Regente de que la plaza se rendirá esta noche, y en caso contrario, ofrécense todos, en unión de la tropa que ha traído Su Alteza, a forzar las entradas de la ciudad... Dios quiera que todo esto sea cierto. Dícenme además que una nueva Junta de respetablesha surgido ayer, y que en ella figuran su amigo de usted y mío D. Antonio Mas y Brugada, y el simpaticone Ramoneda... El Duque ha trasladado su Cuartel general de Esplugas a Sarriá, donde esperan verle los nuevos junteros y acordar con él la salvación de Barcelona. Dios ponga tiento en sus manos, y a todos les ilumine, para que veamos pronto el término de estas aflicciones y respiremos el dulce aire de la paz.
A media noche termino ésta, mi buen D. Serafín, con la noticia de que ha cesado el fuego. Montjuich, desarrugando el ceño torvo y conteniendo el resoplido ardiente, mira compasivo a su esposa, y una vez aplicados los palos que su decoro de marido exigía, parece que examina y cuenta los cardenales que le ha hecho, y le recomienda que se los cure pronto para que luzca en toda su hermosura. «Ráscate un poco y ponte unas compresas, que eso no es nada -le dice-. De tant que t' estimo t' punyego». Es opinión general que mañana entrará Van-Halen en Barcelona, y que terminado el imperio de jamancios y patuleos, volverán las cosas a su antiguo ser y estado, con los quebrantos y rencores que son infalible secuela de estos sacudimientos. En Esplugas, adonde fui al anochecer con los cleriguitos que se dignan acompañarme, he adquirido noticias del próximo desenlace de la tragedia. Espartero cree haber cumplido con su deber, como jefe del Ejército y del Estado, y su conciencia no le acusa de crueldad; antes bien, estima que se ha mantenido en la justa medida del rigor que las circunstancias hacían indispensable. No me lo ha dicho Su Alteza, pues no he tenido el honor de hablarle; pero conozco su pensamiento por referencias del coronel D. Felipe Navascués, amigo, según me ha dicho, y que desde esta noche lo será mío. Usted, que le conoce, comprenderá la prontitud campechana con que se ha manifestado en los dos la corriente de simpatía, y cuán de mi agrado es, singularmente, el carácter abierto y leal de este noble hijo de Navarra. No hacía un cuarto de hora que nos habíamos ofrecido amistad, y ya me brindaba su cooperación para cualquier barrabasada que yo le propusiera, añadiendo que mayor sería su gusto cuanto más atrevido y extravagante fuese lo que juntos acometiéramos. No es fácil que usted me entienda, ni ha llegado la ocasión de que yo le hable con más claridad. Por mi conducto, mi flamante amigote Navascués le manda a usted sus recuerdos con toda la ruidosa vehemencia y toda la incorrección que gastar suele.
Un día más. Desmedidas alabanzas me han hecho mis cleriguitos de la piedad y virtud de D. Magín Cornellá, añadiendo en loor suyo que es una de las más firmes columnas de la Instrucción Cristiana, y el protector más ardiente de San Quirico. Su ejemplo me ha contagiado de tal modo, que no he querido ser menos que él; y aquí me tiene usted, mi Sr D. Serafín, arrimando el hombro a la Congregación para sostenerla en sus necesidades y ayudarla en el cumplimiento de sus altos fines. A más de llevar mi óbolo modesto al cepillo de la Instrucción, he querido significar a los padres mi simpatía con el regalo de un cáliz de plata sobredorada y de un terno completo para misa de tres en ringla; por fin, sabedor de que no rebosaban de provisiones las despensas de Papiol, heme permitido mandar allá cuatro celemines de garbanzos, tres de judías y dos arrobas del delicioso vino blanco de Sitges.
Ya le veo a usted sonreír, ¡oh espejo de los ladinos!, D. Serafín de Socobio... Pero no dudo que al fin hará justicia a la bondad de mis intentos, conservándome su preciosa confianza y mandando la bendición a su constante amigo -Calpena.