Los Ayacuchos/2
Estaba de Dios que las pobres niñas vieran cada día nuevas caras en su mansión regia, pues a poco de ser declaradas pupilas del orador asturiano, hicieron conocimiento con Doña Juana de Vega, Condesa de Mina, señora gallega, notoria por sus virtudes y grande ilustración. Designada para el cargo de aya de la Reina y Princesa, resistió con protestas vehementes la aceptación, temerosa de ahogarse en la atmósfera palatina. Pero al fin, los primates del partido lograron convencerla, y con su entrada en Palacio se alborotó el gallinero, como suele decirse; que en lo grande como en lo chico, las mismas causas traen iguales efectos. Marquesas y condesas de la antigua servidumbre se conjuraron para presentar sus dimisiones in solidum , con lo que creían poner al Gobierno en un grave conflicto. Bien se vio en ello una intriga de los retrógrados, que se tenían por irremplazables en el mangoneo de Palacio, y por depositarios exclusivos de la influencia en la voluntad, no formada todavía, de la Reina niña. No les salió el juego tan terrorífico como esperaban: aceptadas fueron las dimisiones, y todo se redujo a buscar por Madrid damas que sustituyesen a las antiguas. Saludable política era ésta, y el despejo de la atmósfera debía facilitar la educación nacional de las niñas; pero a éstas no les hizo gracia el cambio de personal, porque tenían muy arraigadas sus afecciones, y el paso de las viejas a las nuevas les costaba no pocas lágrimas. Con palabra grotesca decía un grave personaje coetáneo, buena cabeza, lengua detestable, que ya se irían haciendo. En efecto, se hacían a las nuevas amistades y cariños con la fácil adaptación de la infancia; y para que no extrañaran demasiado el cambio de escena, Argüelles repuso a no pocas personas de la servidumbre moderada, alejando de Palacio a las que se conceptuaban más peligrosas.
Casi al mismo tiempo que la Condesa de Mina entró en funciones la nueva camarera mayor, Marquesa de Bélgida, y poco después, D. Manuel José Quintana, nombrado ayo y director de estudios. La primera impresión de las niñas no fue la mejor, porque le encontraron muy feo; pero no tardaron en congraciarse con él y en hacerse sus amiguitas. El gran poeta se pasaba insensiblemente las horas departiendo con las regias chiquillas, atento al examen de sus caracteres y a las cualidades o defectos que en ellas apuntaban. En ambas halló bien manifiesta la sensibilidad: en Isabel particularmente, la nobleza del corazón y los arranques gallardos y generosos; en Luisa Fernanda, mayor reserva en la manifestación de los mismos sentimientos, como si les impusiera el freno de la razón; en Isabel, suma espontaneidad, franqueza grande, que llegaba hasta la fácil confesión de sus yerros cuando los cometía; en Luisita, mayor capacidad para asimilarse el convencionalismo social. Pensó que en la crianza de Isabel, nuestra Reina constitucional, era forzoso desarrollar mayor reflexión a expensas de la espontaneidad generosa; infundirle el sentimiento claro de las funciones neutrales y del criterio sintético del Rey en el flamante Sistema; hacerle sentir vivamente la justicia, la equidad y la tolerancia de todas las opiniones, sin abrazarse con ninguna. Esto pensaba, y esto emprendería con paciencia y entusiasmo, si le dejaban. Necesitaba para ello tiempo y facultades amplísimas. Si contribuyó a la implantación del Régimen en la esfera representativa y popular, tendría la gloria de completar la maravillosa maquinaria, dotándola de su rueda más importante: el Rey. Materiales excelentes le deparaba Dios para su obra.
¿Era esto una ilusión de poeta? El que amaestrado había su espíritu, con supremo arte, en la fabricación de robustos versos pindáricos u horacianos, bien podía equivocarse soñando con el artificio de una organización política del más puro abolengo inglés. Mientras Quintana, en su ruda labor poética, forjaba el yunque y retorcía las voces y cláusulas del Romancero para componer odas, que eran el asombro de los académicos y que el pueblo no entendía ni gozaba, en otras manifestaciones literarias de la época, no menos lucidas, podía observarse que la lengua se rebelaba contra la esclavitud, rompía las cadenas pindáricas, y se volvía con gozosos brincos al Romancero, así como se escapaba del potro inquisitorial de la tragedia clásica para refugiarse en las amenas regiones del drama español y caballeresco. Pues si esto pasaba en literatura, bien podía la política reservarnos sorpresa igual en los desenvolvimientos futuros del Sistema; esto es, que la materia, o más bien los materiales, se rebelaban, se escabullían, no querían servir. Si era forzoso vivir a la moderna, ¿por qué los caballeros de 1812 y de 1820, en vez de estudiar la reforma en la emigración, no la estudiaban en el terruño patrio?
No le pasaban por las mentes estos recelos al bueno de D. Manuel José Quintana, empapado, como padre de la criatura, en las ideas llamadas doceañistas, y entreveía un porvenir político venturoso. La Providencia nos había dado una cría de Rey en la cual resplandecían todas las cualidades de la raza española, y no era floja ventaja que la cría estuviera en poder de la Nación desde su edad temprana, coyuntura feliz para que la misma Nación a su gusto la moldeara, sin maléficos influjos de otros principillos ni de palaciegos del ominoso régimen.
Si algo había en la Reinita que le desagradaba, era ciertamente de un orden secundario: resabios, desenvolturas infantiles fáciles de corregir. En cambio, encantábale su escaso apego a las grandezas de pura vanidad, su gusto de la vida popular, la simpatía con que miraba a los humildes, a los pobres, a los que vivían de un honrado trabajo. Al propio tiempo, su amor al pueblo despertaba en ella el gusto de toda manifestación artística del genio español en las bajas esferas de la canción y del baile; y aunque estos pueriles entusiasmos debían corregirse o templarse, eran hermosos como síntoma y merecían un cultivo inteligente. Luego vendría la dignidad real a moderar el excesivo gusto de las cosas plebeyas, y la completa educación artística le enseñaría ideales más elevados que las malagueñas, el vito y la cachucha... En fin, que estábamos de enhorabuena: poseíamos una tierna plantita de soberana, y la Nación no tenía que hacer más que poner a su lado buenos jardineros para criarla lozana y dirigirla derecha.
No era tiempo aún de enseñar a la Reina la teoría y práctica del mecanismo constitucional. Su inteligencia no estaba preparada para conocimientos tan sutiles; antes había que perfeccionarla en los estudios elementales, y aleccionarla en la historia general, pues la española no bastaba ciertamente para el caso, como escuela de la arbitrariedad y del absolutismo. En tanto que esta grave enseñanza se disponía, era forzoso atender a la instrucción primaria, que D. Manuel José encontró en las niñas muy débil, por el abandono y mala dirección de los años pasados. Lo primero que hizo fue organizar, de acuerdo con la condesa de Mina, un plan de lecciones y un método de trabajos que permitieran ganar el tiempo perdido por las regias educandas. Verdad que éstas no eran un modelo de subordinación; a lo mejor se pronunciaban no sólo contra el nuevo plan de estudios, sino contra los maestros fastidiosos y prolijos que les puso Quintana, y no había en Palacio quien osara someterlas a rigurosa disciplina. La etiqueta y la enseñanza no andaban muy acordes, y tanto la autoridad del tutor como la del ayo se detenían balbucientes en los límites del respeto que las nietas de cien reyes les imponía. La condesa de Mina era la mejor domadora; pero en casos de rebelión declarada no tenía más remedio que doblegarse y dejar a las chiquillas que hicieran lo que les daba la gana. Valíase Quintana de los arbitrios más ingeniosos para hacer estudiar a unas criaturas contra cuya desaplicación no cabían castigos ni severidades; las entretenía con amenos discursos, con ejemplos, apólogos y parábolas que sacaba de su cabeza, y hacía que se enfadaba, y se ponía muy afligido, como si le ocurriese una desgracia. Algo conseguía con esto, porque las chicuelas eran de buena índole; pero no se las podía llevar más allá de su propio gusto, y cuando estallaba el pronunciamiento con todos los caracteres de brutalidad y de insolencia de esta enfermedad nacional, ¿quién era el guapo que intentaba restablecer el orden?
Y mientras el cantor de la imprenta pasaba estas fatigas, el divino Argüelles padecía crueles tormentos por la endiablada cuestión del personal palatino, que resultaba la más grave que a un estadista pudiera ofrecerse. Loco le traían los empleados salientes y los entrantes, y en un solo día recibió el buen señor cartas, peticiones, memoriales y anónimos con que se podría cargar un carro. Los servidores despedidos ponían el grito en el cielo, declarándose víctimas de una clasificación injusta, pues no eran moderados ni cosa tal. Aseguraban que los de la cáscara amarga, los más afectos a Cristina y al oscurantismo, habían conseguido, con hipócritas manejos, quedarse dentro, y a los buenos y leales se les había quitado el garbanzo. A este rebullicio se unían los clamores de la gente nueva, que solicitaba puestos en Palacio, alegando lo conveniente que sería para las instituciones una servidumbre exclusivamente reclutada entre las filas del Progreso. Decía D. Agustín que manejar todos los Ministerios y conducir bajo una sola rienda todo el personal administrativo de España era tarea más fácil que gobernar la casa del Rey.
Siempre que visitaba a las nenas exhortábalas al estudio, pidiéndoles, casi con lágrimas en los ojos, que fuesen aplicaditas. España esperaba de ellas días gloriosos, y para corresponder a la idolatría de la Nación era preciso que se esmeraran en la escritura y tuvieran mucho cuidado con la ortografía... ¿Qué cosa más fea que una Reina ignorante de dónde se ponen las haches y dónde no? Pues la Aritmética también les era necesaria, pues aunque las testas coronadas no tienen que andar en enredos de cuentas, deben saber cómo las hacen los intendentes, para no dejarse engañar. De la Gramática, ¿qué había de decirles, sino que en ella verían la imagen hablada de la Nación? Sin una buena sintaxis no puede un soberano ordenar los discursos que tiene que echar a los embajadores de otros monarcas, ni poner bien una carta sobre negocios de Estado. ¿Qué dirán los reyes y emperadores de Europa si reciben carta de la Reina de España con una mala construcción y un giro defectuoso? En cuanto a la Historia, estudiándola entablaban las niñas mental conocimiento con personas de su propia familia: sus abuelos y tatarabuelos. ¿Qué trabajo les costaba aprenderse de memoria todo el catálogo de reyes, y los nombres de las principales batallas, de los hechos culminantes y gloriosos descubrimientos? Nada más bonito, nada más ameno podían encontrar en letras de molde. Para los chicuelos de Juan Particular se escribían los cuentos comunes, inocente literatura de la infancia. Para las niñas de la Nación se había escrito el más bonito de los cuentos: la historia de España.
Lo mismo Quintana que D. Agustín concluían sus cariñosos sermones diciéndole a Isabel que su nombre glorioso la obligaba a emular las virtudes y el talento de la otra Isabel, a quien apellidaron Católica. Todos, hasta los criados, le decían lo mismo. Con ello estaba conforme la hija de Fernando y Cristina, y por su parte procuraría dejar bien puesto el nombre. Preguntaba qué tendría que hacer para dar a su reinado los esplendores del de Isabel I, y nadie le daba respuesta clara... ¡Toma! Pues si los grandes no lo sabían, ella, tan chiquita, ¿cómo había de saberlo?... El cuento era que tenía que hacer algo, algo que llevase la fama de su reinado a los siglos venideros, para que todas las gentes dijesen: «¡Isabel II, ah!...». Pero si no se le presentaban ocasiones de descubrir otras Américas y de conquistar otras Granadas, ¿qué haría? Pues dar muchas limosnas para que no hubiera pobres en el Reino... Dinero no había de faltarle, corazón le sobraba... Pues ¡viva Isabel II!