De D. Fernando a Pilar de Loaysa


La Bastida, Mayo.

Mi querida madre: Si han llegado a manos de usted mis cartas de Zaragoza, de Tafalla y de Campezu, lo que es muy dudoso por el desorden de estos correos malditos, sabrá que han dilatado mi viaje los cielos y la tierra, pues entre temporales de granizo y agua, y el deterioro de los caminos de herradura que hemos tenido que recorrer, todo ha sido adversidades y entorpecimientos. Pero al fin aquí estoy, aunque parezca mentira, sano, bueno y alegre, sin otra pena que la de contar las muchas leguas que ha puesto mi destino entre usted y yo.

A todos los de esta casa y familia encuentro en buen estado de salud, y hasta el mismo Don Beltrán, con el regocijo de verme, parece que se ha remozado. No sé el tiempo que duró esta mañana la zurribanda de abrazos con que me recibieron. Éste me soltaba y el otro me cogía, y concluida la rueda, empezaba otra vez. Tan estrujado me vi, que hube de pedirles que tuvieran piedad de mi pobre cuerpo molido; pero me dijeron que la mayor parte de los abrazos se daban a mi persona en representación de la de usted, y al oírlo repetí la ronda hasta que no me quedó hueso sano. He comido como un bruto, pues hambre atrasada traía... Sabas también ha llegado bien; su compañía me ha sido de gran utilidad.

Lo primero que me ha dicho Valvanera es que cree injustificadas las precauciones de mi viaje y el largo rodeo que me señalaron las niñas de Castro. Asegura Juan Antonio que no tengo por qué ocultar mi presencia en estas tierras, ni hacer misterio de que voy a casarme, toda vez que la voluntad de la que será mi mujer se ha manifestado tan categóricamente. Las pobrecillas temieron sin duda que el despecho de D. Rodrigo y la venenosa inquina de Doña Urraca me ocasionaran alguna desazón en el camino. Ello no es más que la expresión de la timidez, de la inquietud de ambas señoritas y del cariño que me profesan. Las instrucciones llegaron hace días; pero ayer han sido anuladas en esquela traída por un propio, anunciando que hoy vendrían las definitivas órdenes a que debo ajustar mi conducta. Quien manda, manda. Me someto a la que hoy tiene toda la autoridad, bien ganada con su resistencia heroica y la sublime constancia de sus afectos. Hablando de esta mujer incomparable, Juan Antonio y Valvanera no encuentran nunca la última palabra del elogio.

Martes.

Llegó ayer por la tarde un papelito donde la hacendosa mano había escrito este lacónico decreto: «Ven mañana a Samaniego, ni antes de las cuatro, ni después de las cinco y media de la tarde».

El mañana es hoy, querida madre... Dios vaya conmigo.

Miércoles.

Ten paciencia como la tengo yo. Voy a contar lo que me pasó ayer, cosa en verdad singular, peregrina, inesperada. Estoy triste... Pero no, no se asuste vuestra merced, señora madre. Ello no es malo; digo, es un poquito malo, sí; mas pertenece a ese género de mal subentendido, convencional, que forma parte de un plan dispuesto para producir mayores bienes. Mejor lo entenderá usted con la relación del caso... Pues a la hora señalada monté a caballo llevándome a Sabas, y tomamos el camino de Samaniego. Ya próximos a este ameno lugar, me sorprendió mucho no ver lucir entre los verdes viñedos las dos sombrillas rojas de que me habló Gracia en su carta. Eran en mi pensamiento las tales sombrillas estrellas que al Oriente de mi ventura habían de conducirme. El calor sofocaba: un motivo más para que yo no creyese que las niñas expusieran sus cabezas al sol. ¿Dónde estaban, pues? ¿Faltaban a la cita? No duró menos de diez minutos mi ansiedad. Un hombre nos salió al camino, cerca ya de las primeras casas, y señalando un grupo de árboles a la derecha, me dijo: «Allí está el ama esperándole, buen señor». Vamos, esto me volvió el alma al cuerpo. Enterome Sabas de que la casa cuya blancura clareaba entre el follaje de los álamos era Majada Mayor, propiedad de las niñas, inmensa construcción, donde tenían lagares, graneros y bodegas, corrales y otros edificios necesarios a una gran labranza y ganadería. Allá me dirigí por entre viñas lozanas, y no tardé en ver a Demetria, que en pie me esperaba guarecida del sol bajo un árbol. La emoción de verla, absorbiendo todo mi ser, impidiome reparar en el primer momento que no estaba Gracia con ella. Unos pasos más, y advertí que no estaba sola. Vi a su lado un objeto oscuro que me pareció tronco de un árbol. Otro paso, y vi que era un clérigo... No me causó pena ver un sacerdote en compañía de mi presunta esposa. Pareciome que el cura alzaba ya la mano para echarnos la bendición... Pero no: lo que hacía era quitarse el sombrero para saludarme.

Me apeé sin que nadie me tuviera el estribo, y al poner el pie en tierra, Demetria se acercó a mí, y yo le besé la mano. Tan conmovido estaba, que no acerté con las expresiones apropiadas a un caso tan excepcional y a tan feliz encuentro, y no puedo asegurar qué palabras le dije ni qué palabras callé... Algunas pronunció ella... Más turbada que yo, enrojecieron sus mejillas. Dirigiéndonos los dos hacia unos troncos donde debíamos sentarnos, advertí que mi futura esposa sonreía y que se le saltaban las lágrimas. No hallo diferencia notoria entre la Demetria de ayer y la del siglo pasado, que tan largo me parece el tiempo transcurrido sin gozar de su presencia: si hay mudanza, sólo consiste en un poquito más de carnes, en mayor blancura del rostro, que antaño era más tostado del sol. Durante nuestra conversación hubo momentos en que rodeada la vi de una aureola de majestad, que me habría rendido al vasallaje si ya no lo estuviese.

Antes que yo le pidiera explicación de la ausencia de Gracia me dijo que, hallándose su hermana enferma, se había decidido a venir sola por no condenarme al suplicio de la impaciencia, que suele convertirse en desesperación. Era esto un buen tema para romper la cortedad que a entrambos nos embargaba. Hizo ella una breve exposición del estado moral de su hermana, y por enlace natural pasó a referirme que los de Cintruénigo habían reanudado la batalla con refuerzos terribles. «Pero yo no me acobardo -me dijo-: ahora, después que nos hemos visto y podemos hablar, me atrevo con todos, y no habrá dificultad que me rinda. ¿Sabes qué clase de aliados ha traído Doña Juana Teresa para darnos la batalla? Pues en mi casa tengo de huéspedes al ilustrísimo señor obispo de Calahorra, al ilustrísimo de Tarazona con todos sus familiares, y en el Rectoral se alojan los reverendísimos arcedianos de Nájera y Santo Domingo, y el abad de San Millán de la Cogulla. ¿Creerás que en mi casa se prepara un concilio? Así es, y lo que quieren es el consentimiento de Gracia, que hoy no está nada conciliadora». Contestele yo que a su disposición me tenía, si entraba en sus planes espantar a los reverendos más o menos mitrados que querían meterse a gobernar familias ajenas. «No, no; por ahora hemos de andar con mucho pulso. Te necesito; pero no para eso. A los aliados de Doña Juana Teresa les espantaré yo dentro de unos días, y para ello me basto y me sobro, sin irreverencia, quedando en muy buenas migas con la Iglesia de Dios.

-Sepa yo pronto en qué pueda ayudarte. ¿Para qué estoy aquí, para qué soy tuyo en cuerpo y alma? -le dije impaciente ya, deseando que en algo grande y difícil me ocupara.

En esto creyó la señora que se había descuidado en la presentación del clérigo que a nuestra conferencia silencioso asistía, y apresurose a enmendar su olvido. El tal cura, alto y voluminoso, viejo, de buen color y risueño semblante, era D. Matías Baranda, tío carnal de Santiago Ibero por parte de madre, y párroco de Samaniego. Una vez presentado, retirose el presbítero sin añadir palabra, con delicada y oportuna discreción, y nos dejó abandonaditos bajo la espesa verdura de los álamos. Sólo un perro grandullón, blanco manchado, quedó en nuestra compañía, alargando su cuello para que le acariciáramos Demetria y yo, con lo cual nos facilitaba la aproximación de nuestras manos. Fue aquél un momento de los más solemnes, de los más hermosos de mi vida. Tuve la suerte de encontrar las expresiones más sinceras, más apropiadas, más dulces para expresar a la ideal mujer mis sentimientos, que habían nacido de la admiración, y que con el tiempo y quizás con la ausencia misma se habían elevado a las gradaciones más altas del afecto. Madrigales sin fin había dedicado yo a Demetria por escrito; pero creo que los más bellos que se me han ocurrido son los que de palabra le dije ayer. Estoy seguro de haber expresado con igual intensidad el amor y el respeto, y todos los matices delicadísimos de mi veneración ardiente por esta sin par mujer. También ella me dijo cosas muy bonitas, realzadas por la naturalidad más pura y deliciosa. Ni lo mío ni lo suyo cuento, porque estas expansiones y este hablar íntimo entre dos que se quieren empalagan a los que están distantes. Usted puede imaginarlo, sin que yo rompa el secreto que constituye todo el encanto y dulzura de los coloquios entre enamorados. Por el tono podría creerse que hablábamos de temas de santidad empleando los términos elementales del lenguaje místico, sin sutilezas, con efusión del alma, que también el amor tiene su padrenuestro, la oración más honda, más tierna y más clara.

Ocurrió al término de nuestro picoteo amoroso algo que fue para mí contrariedad grande, súbito desengaño que derramó un vaso de amargura sobre mi alegría. No sé cómo fue rodando la conversación al punto interesante de nuestro casamiento, y yo manifesté a mi futura la seguridad de que se cumplirían nuestros anhelos aquella misma tarde, o al día siguiente tempranito, pues así me lo hacía creer la presencia de aquel señor cura tan simpático. Puso Demetria una cara desconsolada, que no puedo describir. Era su desconsuelo infantil y al mismo tiempo grave. A mí se me nubló el alma cuando tal vi, y se me acabó de ennegrecer, volviéndose noche oscura, cuando los divinos labios dijeron: «¡Ay, hijo, siento decirte que hemos de esperar otro ratito! No nos casamos hoy ni mañana: aún no es tiempo, y tú convendrás conmigo en que un nuevo plantón es necesario...». Protesté... no me conformaba; se alteró un momento la placidez seráfica que había empleado en el palique de novios. «¿Qué entiendes por otro ratito? ¿Qué quiere decir un nuevo plantón? Estoy cansado ya de los ratitos, que han sido siglos de ansiedad en mi existencia, toda ella compuesta de situaciones provisionales. Ya estoy harto de plantones, pues los he llevado terribles, y uno más, ¡Santo Dios!, creo que me ocasionaría la muerte. Quiero ya el descanso, llegar al fin, y arrancar de mi alma la terrible expectación, que ha sido y es mi mayor martirio». Suspiró ella muy fuerte, miró fijamente la cabeza del perro, que yo acaricié con más gana que antes. Encontreme entre los pelos del animal la mano de Demetria, que cogí y besé, teniéndola en la mía todo el tiempo que quise. Entonces ella, con gracia suma, mirándome y lloriqueando un tantico, sonriendo para formar con las lágrimas y la sonrisa un argumento de supremo poder, me dijo: «¿Quieres apostar a que te convenzo si hablamos dos palabras más? Tú eres bueno, piensas con cordura, sabes sentir. Con una ideíta sola y un sentimiento grande voy a convencerte... ¿Por qué no hemos de pasearnos un poco? ¿No te cansas de este asiento tan duro? Vamos por este sendero adelante hasta llegar a la ermita que ves en aquella loma».

Sí, sí: yo quería también pasear por el campo, y que en medio del verdor lozano me dijera mi dama las ideítas y los sentimientos que habían de convencerme... Mucho tenía que apretar la sabiduría de la sin par doncella para persuadirme de que no debíamos desposarnos en aquel mismo momento, o al otro día con la fresca, lo más tarde. ¡Vaya con lo que sacaba en el instante que yo creía el más crítico de mi vida, el punto culminante de mi destino! ¿Conque más ratitos y más plantones? No, no; esto no podía ser. En aquel paseo, que habría sido encantador si en él no sintiera por nuevos peligros acechada mi felicidad, vi un pedazo de tierra todo lleno de amapolas. ¡Qué graciosa elegancia la de aquel vestido de la madre tierra! El perrazo iba delante de nosotros; miraba hacia atrás a cada instante por ver si le seguíamos. Vi corderos blancos como la nieve, negritos o berrendos, amarrados lejos de sus madres y balando por ellas; sentí el rumor del rebaño que bajaba de las lomas, y presencié la embestida que dio nuestro perro a dos o tres gozquecillos que andaban por allí, y que a su parecer nos estorbaban el paso. No quería el Serrano (que así se llamaba) que ningún perro feo, tiñoso y vagabundo interceptase la senda que seguían sus señores. Hasta se ponía nervioso viendo a los pájaros que se posaban en el sendero, y a las personas echaba miradas iracundas, dándoles a entender que no respetaría clases ni especies zoológicas para tenernos franco el camino. Demetria me dijo, y cuando lo decía pasábamos por un segundo manchón de amapolas, más bonito aún que el primero: «¿No has alabado la resistencia mía? ¿No aseguras que tenía yo más mérito por haberme sostenido en la soledad sin ningún apoyo y casi sin esperanza? Pues si ahora te pido yo un poquito de resistencia, ¿por qué no me la concedes? No la pido sin razones, y ahora verás si esas razones pesan o no pesan. Quien ha esperado tanto, ¿por qué no esperará días, tal vez semanas...?

-Por Dios -dije yo-, no me hables de semanas. Déjalo en días y me conformo, muy a disgusto, por supuesto.

Replicó entonces que no sentía menos que yo el aplazamiento de nuestra unión, y que había llorado mucho aquella noche antes de determinarlo; y cuando llegamos a la ermita, y a la sombra de su blanco muro nos sentamos en una piedra, observé en su rostro expresión festiva, un si es no es burlona, y presumí que lo de las largas me lo decía por hacerme rabiar, con travesura infantil. Echeme a reír, diciendo: «Todo es broma... juegas conmigo...». Y ella, envolviéndome en su mirada, toda penetración y ternura, me sorprendió con esta salida: «Tú me has dicho en una de tus cartas que eras Hércules, o que te asemejabas a Hércules en que la divinidad te había impuesto unos grandes trabajos, los cuales tenías que emprender con fe y valentía para ganar el premio de la felicidad.

-Sí que lo pensé y lo escribí; pero ya caigo en que fue mala comparación.

-No lo creo yo así. Haz el favor de recordarme, tú que eres tan sabio, cuántos fueron los trabajos del Sr. de Hércules.

-La Mitología nos dice que fueron siete; pero debo advertirte que todo lo mitológico es mentira, Demetria...