Los Ayacuchos/13
De Gracia a D. Fernando Calpena
La Guardia, Marzo, 1842.
Grandísimo badulaque: Te escribo por encargo de mi hermana, que no puede hacerlo hoy con el detenimiento que piden las circunstancias. Como entre Demetria y yo no hay secretos, las órdenes que ella tenía que darte, dóytelas yo, y es lo mismo, ¿sabes? No te enfades por no ver letra de mi hermana. Está buena, y rabiando porque se nos ha llenado la casa de visitas, y heme aquí encerrada en mi cuarto, con pretexto de dolor de cabeza, para estar sola y poder mandarte estos rasgos... Advertirás que ya sé poner las haches: lo aprendí para no hacer mal papel cuando me carteaba con el ser más indigno que hay en la creación, con el que en lo traidor y engañoso te supera... digo, a ti no... En fin, punto final en esto.
Pues verás: dice Demetria que ya es ocasión de que vengas. Luego te diré el cómo y dónde has de presentarte. ¡Ay de mí! Vas a ser feliz, y ella también. ¡Con cuánta pena, con cuánta envidia lo digo!... No temo pasar por envidiosa: lo soy, ¿y qué? Cierto que no le quitaría yo a mi hermana ni un pedacito de su felicidad, ni a ti tampoco; pero me duele ver dichosos a los demás, cuando yo me muero. ¡Ay, Fernandito, qué desgraciada soy, qué martirios han destrozado y destrozan el alma de tu hermanita! Mis ojos, que eran tan preciosos, tú me lo has dicho, están secos de tanto llorar, y llorando he de seguir, pues mi pena no se acaba, me va labrando por dentro y comiéndome las entrañas; y si no quiero morirme es por esto que nos dicen de que somos eternos... ¡Eternos, y allá también sentiremos las penas de aquí! ¡Eternos o inmortales, lo mismo da, creo yo, para no hallar consuelo en los siglos de los siglos!... No, no: más quiero vivir, por ver si este dolor se me calma. ¿Qué crees tú?... No me hagas caso. ¿Te acuerdas de cuando nos trajiste de Oñate? Pues ¡ay! si me hubiera muerto yo con mi padre, habríame ahorrado tantos dolores, y ahora estaríamos descansando juntitos... En fin, dicen que Dios lo dispone todo: yo me conformo; digo, no me conformo, no me da la gana... Sólo que... Francamente, ¿qué saco de no conformarme? Pues padecer más y afilar los cuchillos de mi pena.
Te diré que como no hay secretos entre mi hermana y yo, he visto las veinte cartas que desde la reconciliación de Samaniego le has escrito, y las diecinueve contestaciones de ella también han pasado por estos ojitos, que ahora con el llorar se vuelven tan feos. Pues sí: el día que tocaba carta era para nosotros gran fiesta; la guardábamos para leerla a media noche, y cuando llegaba el momento encendíamos nuestra luz, y cabeza con cabeza leíamos con cuatro ojos, y con dos bocas recitábamos tu escritura, niño bobo. ¡Ay, ay, ay, qué lindas cosas le decías a tu novia! ¡Cuántas veces vi que a Demetria se le dilataba el pecho, se le cortaba la respiración, y ni llorar podía! Otra noche, leyendo aquella carta en que le hablabas de tu mamá, y de que tu mayor gloria sería que nosotras la adorásemos, a Demetria y a mí se nos caían a hilo las lágrimas... y luego mojamos tanto los dos pañuelos, que se podían torcer.
Ya puedes estar satisfecho, Fernandito: ¡qué mujer te llevas! Yo creo que buscándolo bien, revolviendo la tierra, se podría encontrar un hombre como tú; lo que no encontrará nadie es otra Demetria, ni aunque la busquen con las antiparras del Padre Eterno; y debo decirte también que si satisfecho estás tú, ella lo está más, porque... ¡Ay, ay! me echo a llorar como una simple, y los goterones que caen sobre el papel me lo ponen perdido... Espérate un poco.
Sigo: pues te decía que Demetria no cabe en sí de satisfacción; desde que te declaraste por boca de Valvanera, está como un chiquillo con zapatos nuevos... Pavonéate, hombre: tu novia te quiere con delirio, y no es esta pasión de ayer ni de la semana pasada, bien lo sabes tú; trae la fecha de nuestro conocimiento: nació en el camino de Aránzazu y se fue criando en esta casa, cuando te tuvimos aquí curándote la herida y dándote tanto mimo. Aunque yo no tenía entonces la reflexión que me han dado después los años, comprendí que mi hermana te quería; mas como ella callaba, yo también. Demetria es muy reservada, y a mí me trataba como a una chiquilla, absteniéndose de confiarme sus pensamientos íntimos. Llegó un día en que dejé de ser chiquilla; también me entró la demencia de amor... ¡ay, nunca lo hubiera hecho!... y entre mi hermana y yo empezaron las confianzas. Yo, por movimiento natural, le contaba todo lo que me ocurría. Correspondiendo a mi sinceridad, me dio a entender Demetria que no eras tú para ella saco de paja, hasta que una noche... Fue cuando los tíos apretaban de firme para que diera el sí al tacaño de Cintruénigo; la pobre no sabía qué hacer, ni cómo desenvolverse de tal compromiso... Pues una noche de verano, cálida y serena, de esas noches en que no nos llama el sueño ni apetecemos la cama, y gusta una de pasar embobada las horas mirando a las estrellas, nos hallábamos las dos niñas de Castro en un balcón de casa tomando el fresco, o esperando el primer fresco que quisiera bajar de la sierra. Yo hablaba como una taravilla, y ella no me contestaba más que con lo que yo llamo suspiros hablados. Ya era muy tarde, ya nos daba en las caras algún soplo fresquito, cuando vi que mi hermana lloraba, cosa en ella rarísima, pues sabe contenerse como ninguna, y es maestra en disimular sus aflicciones... En fin, que allí me abrió las arcas de su alma, confesándome que desde Aránzazu te quiere con pasión grande y avasalladora, y que no puede querer a otro, ni hacer caso de quien le proponga tal absurdo; que aunque le habían dicho que tú también la querías, no podía darlo por cierto mientras tú no te declararas, y que, entre tanto, su destino era esperar, esperar siempre, pues o se casaba contigo o con palma la enterrarían. Luego, hablando de mí, Demetria me dijo: «Ya que no pueda ser yo feliz, me cuidaré de que tú lo seas...». ¡Ay de mí!, ahora resulta que ella es la dichosa, y que las desgracias se ceban en mí como los buitres en la carne muerta. ¡Jesús mío, Virgen del Carmen, Madre del alma, qué desgraciada soy!... No sigo, porque el pecho se me oprime, una mano de hierro me aprieta la garganta, y... Déjame, déjame que llore todo lo que me dé la gana...
Ya pasó la congoja. Tengo por cierto que me moriré, pronto: no puedo vivir, ni quiero... ¿Para qué vivo yo? Me gusta que se me deshaga el pecho, que agua se vuelva mi sangre, y que me vaya consumiendo hasta que llegue el instante de apagarme como una luz. Me pondrán entre cirios, y me cantarán tristes responsos... Después me enterrarán y... No, no, que enterrada sentiré los pasos de mi hermana y los tuyos, y les oiré a los dos haciéndose fiestas... Ustedes muy felices, y yo enterrada. Francamente, no quiero. Me rebelo, me pronuncio, no quiero... O dichosas las dos o ninguna... Igualdad pido a Dios, justicia...
¡Pues está esto bueno! Dos pliegos llevo ya, y aún no he dicho lo principal, el cómo y cuándo has de venir a casarte... Déjame que tome aliento, que ya no puedo con mi alma, y la pluma me pesa tres arrobas... Bueno: ya he descansado, y sigo diciéndote que si me vieras, Fernando, no me conocerías: tan desfigurada me tienen los pesares. Mi delgadez aumenta cada día, y con la mayor facilidad del mundo me cuento toditos los huesos. Padezco toses y desvanecimientos que me ponen a morir; no duermo; como a la fuerza porque mi hermana me vea comer. En fin, hijo de mi alma, que estoy hecha una vieja... No lo tomes a broma. La otra tarde fuimos de paseo mi hermana y yo por el camino de Avalos, y salió una mujer a pedirnos limosna. No nos conocía; hablamos con ella, y al despedirse le dijo a Demetria: «Dios se lo aumente, y a su señora mamá le dé salud». La mamá era yo, y bien me señalaba cuando lo decía. Pues creo que aún se quedó corta, pues no ya madre, sino abuela de mi hermana parezco. No lo dudes: estoy viejísima y horrorosa... Pero, ¡ay!, no vayas a creer que se me han caído los dientes. Eso no: ¡bonita estaría yo si perdiera los huesos de la boca!... Tampoco se me ha caído el pelo; pero ya no lo tengo ensortijado... Canas, no faltan. Ayer me conté más de doce. Tiempo ha que no se ven colores en mi cara; los ojos se me han hecho más grandes, y tengo en las sienes unas arruguitas muy feas, pero muy feas.
Otra cosa tengo que contarte, para que llores o te rías de mí, lo dejo a tu elección: ya no me entretengo con las palomitas; ya no me cuido de darles de comer ni de limpiarles los nidos; ni tampoco me paso las horas muertas con los pájaros, alimentando con cañamones a los prisioneros, y con migas de pan a los libres. Los salvajes gorriones, como los verderones y jilgueros, están a la cuarta pregunta por causa de mi pena. Ya mis amigos son los murciélagos; no les cojo ni les doy de comer; pero me gusta acecharles a la hora de ponerse el sol, para verles salir disparados de sus agujeros. Me entretiene seguir su vuelo con la mirada, y paréceme que observando estos animaluchos, la tristeza se me alivia un poco... Tampoco me verás jugar con los corderos, como antes. ¿Sabes qué animales me gustan más? Pues los burros... Nada me encanta como un borrico chiquitín, cuando va detrás de la madre. Uno hay por aquí tan monín, que ya dan en decir que es mi novio. Le doy muchos besos, que él me pagó con coces la otra tarde, porque no le dejaba mamar. ¡Qué ingratitud!
Pero yo aseguro que el ser más ingrato del mundo no es el asno, sino el hombre. ¡Ay!, los hombres son lo más odioso que ha creado Dios, y vele ahí por qué yo les detesto a todos, como a un solo hombre... a todos menos a ti, porque mi hermana te quiere, y porque me consta que la quieres tú. Si no fuera esto, te aborrecería con todo mi corazón. ¿Quieres que te confíe un secreto? Pues mira: el hombre villano que un día me inspiro cariño, y hoy una tan grande aversión que no hay palabras con que yo pueda expresarla, ese hombre, ese miserable, ese vil, me fue simpático, primero, por las cualidades que creí ver en él; segundo, por la sola razón de ser amigo tuyo. Parecíame a mí que el ser amigo del hombre amado por mi hermana era ya un gran mérito... Había pocos, muy pocos que ostentaran un título tan hermoso. Pues por eso le quise, ya ves; por eso exclusivamente no; quiero decir que influyó mucho el ser él tu amigo. Sin que me lo cuente nadie, sé que te ha causado indignación la vil conducta de ese hombre; pensarás que no sólo a mí me ha ofendido, sino también a ti; le habrás arrojado de tu corazón para siempre, cerrándole la puerta, por si quiere, como los ladrones, meterse otra vez dentro. Creerás, como yo, que es mentira todo lo que de él se decía, que ni es valiente en la guerra ni caballero en la sociedad, que no hay en su alma ni chispa de honradez, ni asomos de virtud en nada de lo que hace. En fin, si por acaso le ves, y te dignas descender a cruzar con él una palabra, le dirás que el mundo no tiene bastante anchura para contener el desprecio que siento hacia él. Así mismo se lo dirás.