Los Apostólicos/XXXI
XXXI
-Se ha fijado la gota en el pecho...
-Así parece.
-Peligro inminente... ¡muerte!
-El Señor lo dispone así...
El que tal dijo (y lo dijo con el aplomo del que está en los secretos de Dios y mantiene relaciones absolutamente familiares con Él) era un anciano corpulento, recio y hasta majestuoso, vestido de luengas ropas moradas. Parecía la efigie de un santo doctor bajado de los altares, y así sus palabras tenían una autoridad semi-divina. Hablaba dogmáticamente y no admitía réplica. Era obispo y aragonés.
Su interlocutor vestía también ropas talares pero negras, sin adorno alguno ni preciadas insignias. No parecía tener más de treinta y cinco años y se distinguía por su hermosura como el obispo de León por su apostólica majestad. Era el Padre Carranza, prepósito de los Jesuitas, hombre listo si los hay, y además de cara bonita, calidad que avaloraba su extraordinaria elocuencia, de tal modo que cuando subía al púlpito parecía un ángel con sotana, celestial mensajero para proclamar con encantadora voz lo pecadores que somos. Por su elocuencia y talento, (no por otras de sus eminentes cualidades, como la malignidad ha dicho alguna vez) ganó en absoluto la confianza de doña Francisca, a quien conoceremos en seguida.
-Diga usted a Sus Altezas que Su Majestad me ha llamado para pedirme consejo en estas críticas circunstancias. En este momento Su Excelencia el Sr. Calomarde está en la cámara de Su Majestad, el cual... Dios lo quiere así... continúa en malísimo estado, en deplorable estado... Cúmplase la voluntad del Altísimo.
Esto se decía en lujosa antecámara de esas que abundan en nuestros palacios reales y que en su ornato y mueblaje ofrecían mezcla confusa del estilo Luis XV y del gusto neo-clásico puesto en moda por el imperio francés. La tapicería era rica y graciosa; el piso, cubierto de finísimo junco, daba carácter español al recinto, y por el techo corrían entre nubecillas semejantes a espuma de huevo batido, varias ninfas a lo Bayeu que parecían representaciones de la retórica de Hermosilla y de la poesía Moratiniana, según las baratijas simbólicas que cada una llevaba en la mano para dar a conocer su empleo en el vasto reino del ideal. La luz que alumbraba la pieza era escasa y apenas se distinguía un Carlos IV en traje de caza que en la pared principal estaba, escopeta en mano, la bondadosa boca contraída por la sonrisa, y con la vista un poco extraviada hacia el techo, cual si intentara dar un susto a las ninfas que por él se paseaban tranquilas sin meterse con nadie.
La hermosa figura del obispo y el elegante cuerpo negro del jesuita concordaban admirablemente con aquel fondo o decoración palatina. Ambos dijeron algunas palabras precipitadas que no pudimos oír y salieron a prisa por distintas puertas. Seguiremos al jesuita guapo, quien rápidamente nos llevó a otra monumental y vistosa sala donde salieron a recibirle dos damas más notables por su rango que por su belleza. Eran la infanta doña Francisca y la princesa de Beira, brasileñas y ambiciosas. La primera habría sido hermosa si no afeara sus facciones el tinte rojizo, comúnmente llamado color de hígado. La segunda llamaba la atención por su arremangada nariz, su boca fruncida, su entrecejo displicente, rasgos de los cuales resultaba un conjunto orgulloso y nada simpático, como emblema del despotismo degenerado que se usaba por aquellos tiempos.
El padre Carranza les habló con nerviosa precipitación, y ellas le oyeron con la complacencia, mejor dicho, con la fe que el buen padre Carranza les inspiraba, y en el ardiente y vivísimo coloquio, semejante a un secreto de confesonario, se destacaban estas frases: «Dios lo dispone así... veremos lo que resulta de ese consejo... ¿y qué hará esa pobre Cristina?».
Los tres pasaron luego a la pieza inmediata, sólo ocupada en aquel momento por un hombre, en el cual conviene que nos fijemos por ser de estos individuos que, aun careciendo de todo mérito personal y también de maldades y vicios, dejan a su paso por el mundo más memoria y un rastro mayor que todos los virtuosos y los malvados todos de una generación. Estaba sentado, apoyado el codo en el pupitre y la mejilla en la palma de la mano, serio, meditabundo, parecido por causa del lugar y las circunstancias a un grande emperador de cuyos planes y designios depende la suerte de toda la tierra. Y la de España dependía entonces de aquel hombre extraordinariamente pequeño para colocado en las alturas de la monarquía. Tenía todas las cualidades de un buen padre de familia y de un honrado vecino de cualquier villa o aldea; pero ni una sola de las que son necesarias al oficio de Rey verdadero. Siendo, como era, rey de pretensiones, y por lo tanto batallador, su nulidad se manifestaba más, y no hubo momento en su vida, desde que empezó la reclamación armada de sus derechos, en que aquella nulidad no saliese a relucir, ya en lo político, ya en lo marcial. Era un genio negativo, o hablando familiarmente, no valía para maldita de Dios la cosa.
Su Alteza se parecía poco al Rey Fernando. Su mirada turbia y sin brillo no anunciaba, como en este, pasiones violentas, sino la tranquilidad del hombre pasivo, cuyo destino es ser juguete de los acontecimientos. Era su cara de esas que no tienen el don de hacer amigos, y si no fuera por los derechos que llevaba en sí como un prestigio indiscutible emanado del Cielo, no habrían sido muchos los secuaces de aquel hombre frío de rostro, de mirar, de palabra, de afectos y de deseos, como no fuera el vehemente prurito de reinar. Su boca era grande y menos fea que la de Fernando, pues su labio no iba tan afuera; pero el gran desarrollo de su mandíbula inferior, alargando considerablemente su cara, le hacía desmerecer mucho. El tipo austriaco se revelaba en él más que el borbónico, y bajo sus facciones reales se veía pasar confusa la fisonomía de aquel espectro que se llamó Carlos II el Hechizado. A pesar del lejano parentesco, la quijada era la misma, sólo que tenía más carne.
Cuando entraron las infantas D. Carlos levantó los ojos de su pupitre, miró con tristeza a las damas y después a un cuadro que frente a él estaba y era la imagen de la Purísima Concepción. El Soberano de los apostólicos dio un suspiro como los que daba D. Quijote en la presencia ideal de Dulcinea del Toboso, y luego se quedó mirando un rato a la pintura cual si mentalmente rezara.
-Francisquita -dijo al concluir-, no me traigas recados, como no sean para darme cuenta de la enfermedad de mi adorado hermano. No quiero intrigas palaciegas, ni menos conspiraciones para sublevar tropa, paisanos o voluntarios realistas. Mis derechos son claros y vienen de Dios: no necesitan más que su propia fuerza divina para triunfar, y aquí están de más las espadas y bayonetas. No se ha de derramar sangre por mí, ni es necesario tampoco. Yo no conquisto, tomo lo mío de manos de Altísimo que me lo ha de dar. Esa, esa augusta señora -añadió señalando el cuadro-, es la patrona de mi causa y la generalísima de nuestros ejércitos: ella nos dará todo hecho sin necesidad de intrigas, ni de sangre, ni de conspiraciones y atropellos.
Doña Francisca miró a la imagen bendita, y aunque era, como su ilustre esposo, mujer de mucha devoción, no parecía fiar mucho, en aquellos momentos, de la excelsa patrona y generalísima. La de Beira fue la primera que tomó la palabra para decir a Su Alteza:
-Carlitos, no podemos estar mano sobre mano ni esperar los acontecimientos con esa santa calma tuya, cuando se van a decidir las cosas más graves. Nosotras no intrigamos, lo que hacemos es apercibirnos para cortar las intrigas que se traman contra ti, legítimo heredero del trono, y contra nosotras. No conspiramos; pero estamos a la mira de la conspiración asquerosa de los liberales, que ahora se llamarán cristinos, para burlar tus derechos, emanados de Dios, y alterar la ley sagrada de la sucesión a la corona. En este momento, Cristina, por encargo del Rey, llama a Consejo al ministro Calomarde, al obispo de León y al conde de la Alcudia. ¿Sabes para qué?
-¿Para qué?
-Para proponer un arreglo, una componenda -dijo prontamente Doña Francisca, no menos iracunda que su hermana-. Pronto lo sabremos. Esa pobre Cristina apelará a todos los medios para embrollar las cosas y ganar tiempo, hasta que se desencadenen las furias de la revolución, que es su esperanza.
-¡Un arreglo!... -dijo D. Carlos con entereza-. ¿Con quién y de qué? Entre los derechos legítimos, sagrados y la usurpación ilegal no puede haber arreglo posible.
Dijo esto con tanto aplomo que parecía un sabio. Después miró a la Virgen como para tener la satisfacción de ver que ella opinaba lo mismo.
-Basta de cuestiones políticas -dijo Su Alteza volviendo a tomar una actitud tranquila-. ¿Sigue Fernando más aliviado del paroxismo de esta tarde?
-Hasta ahora no hay síntomas de que se repita...
-Pero puede suceder que de un momento a otro...
-¡Pobre Fernando! -exclamó D. Carlos dando un gran suspiro y apoyando la barba en el pecho. Incapaz de fingimiento y de mentira, la apariencia tétrica del Infante era fiel expresión de la vivísima pena que sentía. Amaba entrañablemente a su hermano. Para que todo fuera en desventaja de los españoles, Dios quiso que estos se dividieran en bandos de aborrecimiento, mientras los hermanos que ocasionaron tantos desastres vivieron siempre enlazados por el afecto más leal y cariñoso.
Poco más de lo transcrito hablaron el Infante y las dos damas, porque empezó a reunirse la camarilla en el salón inmediato, y Doña Francisca y su hermana abandonaron a Don Carlos para recibir a los aduladores, pretendientes y cofrades reverendos de aquella cortesana intriga. En poco tiempo llenose la cámara de personajes diversos, el conde de Negri, el padre Carranza, el embajador de Nápoles, vendido secretamente a los apostólicos desde mucho antes, y D. Juan de Pipaón, que según todas las apariencias, representaba en el seno de la comunidad apostólica a Calomarde. Luego aparecieron el obispo de León y el conde de la Alcudia, y entonces la cámara fue un hervidero de preguntas y comentarios. Vanidad, servilismo, adulación, los rostros pálidos, las palabras ansiosas, el respeto olvidado, el rencor no satisfecho, la esperanza cohibida por el temor... todo esto había bajo aquel techo habitado por sosas ninfas, entre aquellos tapices representando borracheras a lo Teniers, remilgadas pastoras o cabriolas de sátiros en los jardines de Helicona.
-Una proposición inaudita, señores -dijo el reverendo obispo con fiereza-. Veremos lo que opina el Señor. Ahí es nada... Quieren que durante la enfermedad del Rey se encargue del gobierno doña Cristina, y que el Serenísimo Señor Infante sea... su consejero.
Una exclamación de horror acogió estas palabras. La princesa de Beira casi lloraba de rabia, y a la orgullosa Doña Francisca le temblaban los labios y no podía hablar.
-Es una desvergüenza -se atrevió a decir Pipaón, que siempre quería dejar atrás a todos en la expresión extremada del entusiasmo apostólico.
-Es una jugarreta napolitana -indicó Negri, que en estas ocasiones gustaba de decir algo que hiciera reír.
-Es burlarse de los designios del Altísimo -afirmó Abarca, atento siempre a entrometer la Divinidad en aquellas danzas.
-Es simplemente una tontería -dijo el de Alcudia-. Veamos la opinión de Su Alteza.
El ministro y el obispo pasaron a ver a D. Carlos, que hasta entonces tenía la digna costumbre de huir de los conventículos donde se ventilaban entre aspavientos y lamentaciones los intereses de su causa, y al poco rato salieron radiantes de gozo. Su Alteza había contestado con enérgica negativa a la proposición de la madre de Isabelita; que de este modo solían allí nombrar a la Reina Cristina.
Entonces los cortesanos corrieron del cuarto del Infante a la cámara real, donde, en vista de la denegación, se buscaban nuevas fórmulas para llegar al deseado arreglo. Hora y media pasó en ansiedades y locas impaciencias. La Reina y los ministros conferenciaban en la antecámara del Rey. En la alcoba de este nadie podía penetrar, a excepción de Cristina, los médicos y los ayudas de cámara de Su Majestad. El Infante no salía del rincón de su cuarto, en que parecía estar recogido como un cenobita que hace penitencia; pero la bulliciosa Infanta, la implacable princesa de Beira, su hijo D. Sebastián y la mujer de este no se daban punto de reposo, inquiriendo, atisbando, en medio del vertiginoso ciclón de cortesanos que iba y venía y volteaba con mareante susurro.
Al fin aparecieron el obispo y el conde de la Alcudia, trayendo las nuevas proposiciones de arreglo. ¿Cuáles eran? «¡Una regencia compuesta de Cristina y D. Carlos, con tal que este empeñase solemnemente su palabra de no atentar a los derechos de la Princesa Isabel!». Tal era la proposición que a unos parecía absurda, a otros insolente, a los más ridícula. Hubo exclamaciones, monosílabos de desprecio y amargas risas. «¡Los derechos de Isabelita!». Esta idea ponía fuera de sí a la enfática y siempre hinchada princesa de Beira.
¿Y quién sabrá pintar la escena del cuarto de D. Carlos, cuando el obispo y el ministro le comunicaron la última proposición de los Reyes? Por todos los santos se puede jurar que el que tal escena vio no la olvidará aunque mil años viva. Nosotros que la vimos la tenemos presente lo mismo que si hubiera pasado ayer, ¿pero cómo acertar a pintarla? Es tan rica de matices y al propio tiempo tan sencilla que es fácil se eche a perder al pasar por las manos del arte. ¡Pasó allí tan poca cosa y fue de tanta trascendencia lo que allí pasó!... No hubo ruido; pero en el silencio grave de aquella sala se engendraron las mayores tempestades españolas del siglo.
Al ver entrar al obispo y al ministro, seguidos de las infantas, D. Sebastián y el agraciadísimo Padre Carranza, D. Carlos se levantó solemnemente. Era hombre que sabía dar a ciertos actos una majestad severa que contrastaba con su llaneza en la vida privada. Mientras Alcudia leía el borrador del decreto en que se establecía la doble regencia, la princesa de Beira estaba lívida y Doña Francisca mordía las puntas del pañuelo. Ambas hermanas vestían modestamente. ¿Quién olvidará sus talles altos, sus ampulosos senos, sus peinados de tres lazos y sus pañoletas de colores? Estaban como dos estatuas de la ambición doméstico-palatina, erigidas en el centro del arco que formaba la comisión de príncipes y magnates. Miraban ansiosas a D. Carlos cual si temieran que el grande amor que al Rey tenía venciera su entereza en aquel crítico instante, haciéndole incurrir en una debilidad que se confundiría con la bajeza.
D. Carlos no tenía talento ni ambición, pero tenía fe, una fe tan grande en sus derechos que estos y los Santos Evangelios venían a ser para Su Alteza Serenísima una misma cosa. Esta fe que en lo moral producía en él la honradez más pura, y en los actos políticos una terquedad lamentable, fue lo que en tal momento salvó la causa apostólica, llenando de júbilo los corazones de aquellos señorones codiciosos y levantiscas princesas. Mientras duró la lectura, D. Carlos no quitó los ojos del cuadro de la Purísima, a quien sería mejor llamar Capitana por las prerrogativas militares que el príncipe le había dado. Después hubo una pausa silenciosa, durante la cual no se oyó más que el rumorcillo del papel al ser doblado por el conde de la Alcudia. Las infantas miraban a los labios de D. Carlos y D. Carlos se puso pálido, alzó la frente más ancha que hermosa, y tosió ligeramente. Parecía que iba a decir las cosas más estupendas de que es capaz la palabra humana, o a dictar leyes al mundo como su homónimo el de Gante las dictaba desde un rincón del alcázar de Toledo. Con voz campanuda dijo así:
-No ambiciono ser rey; antes por el contrario desearía librarme de carga tan pesada que reconozco superior a mis fuerzas... pero...
Aquí se detuvo buscando la frase. Doña Francisca estuvo a punto de desmayarse y la de Beira echaba fuego por sus ojos.
-Pero Dios -añadió D. Carlos- que me ha colocado en esta posición me guiará en este valle de lágrimas... Dios me permitirá cumplir tan alta empresa.
Aún no se sabía qué empresa era aquella que Dios, protector decidido de la causa, tomaba a su cargo en este valle de lágrimas. El conde de la Alcudia que a pesar de estar secretamente afiliado al partido de D. Carlos, quería cumplir la misión que le había dado el Rey, dijo algunas palabras en pro de la avenencia. Pero entonces don Carlos, como si recibiera una inspiración del Cielo, habló con facilidad y energía en estos términos, que son exactos y textuales:
-«No estoy engañado, no, pues sé muy bien que si yo por cualquier motivo, cediese esta corona a quien no tiene derecho a ella, me tomaría Dios estrechísima cuenta en el otro mundo y mi confesor en este no me lo perdonaría; y esta cuenta sería aún más estrecha perjudicando yo a tantos otros y siendo yo causa de todo lo que resultare; por tanto no hay que cansarse, pues no mudo de parecer».
Dijo y se sentó cansado. Las infantas dejaron a sus abanicos la expresión del orgullo y satisfacción que sentían por aquellas cristianísimas palabras. ¿Qué cosa más admirable que un príncipe decidido a reinar sobre nosotros, no por ambición, no por deseo de aplicar al Gobierno un entendimiento que se siente poderoso, sino por cristianismo puro, por temor de Dios y por miedo al Infierno? En aquel breve discurso nos explicó Su Alteza Serenísima la clave de sus ideas y de su modo de hacer la guerra y de gobernar. No era ambicioso ni conquistador, sino una especie de cruzado de la Tierra Santa de sus derechos. Según él, Dios estaba profundamente interesado en aquel negocio, y tanto, que no se sabe lo que habría pasado en los reinos celestiales si al buen Infante le da la mala tentación de dejar reinar a Isabelita. Es sabido que estas contiendas de familia se miran allá arriba como cosa de casa. Bien enterado estaba de todo el confesor de Su Alteza, que así le había pintado la imposibilidad de ser modesto y la urgente precisión de ceñirse la corona por estar así acordado allí donde se hacen y deshacen los imperios. ¿Y cómo se iba a atrever el pobre D. Carlos a confesar en el temeroso tribunal de la penitencia el horrible delito de no querer ser Rey? ¿Y además no estaba de por medio la infeliz España a quien Dios no podía abandonar? ¿Y qué era el príncipe más que el instrumento de Dios, protector decidido en todos tiempos de nuestra nación con preferencia a todas las demás que ocupan la interesante Europa, la América lozana, la negra África y el Asia opulenta? ¡Instrumento de la Providencia! Esto y no otra cosa era D. Carlos, y bien lo comprendía así el bueno, el evangélico, el seráfico obispo de León, cuando al salir de la cámara del Infante se abrió paso entre la multitud de cortesanos, diciendo con entusiasmo:
-¡Paso al partido del Altísimo!
Olvidábamos decir que D. Carlos, luego que dio aquella respuesta digna de un arcángel, encargado de defender una plaza del Cielo sitiada por los pícaros demonios, habló un rato con sus amigos y con su esposa y cuñada, repitiéndoles lo que ya les había dicho muchas veces, a saber: que se negaba resueltamente a apelar a las armas, que desaprobaba todas las conspiraciones fraguadas en su nombre y que se le enterase cada poco rato del estado de la salud del Rey.
Luego se encerró en su oratorio donde rezó gran parte de la noche, pidiendo a Dios, su superior jerárquico, y a la Limpia y Pura, su generala en jefe, que salvaran la vida de su amado hermano Fernando. Tal era, ni más ni menos, aquel D. Carlos que en España ha llenado el siglo con su nombre lúgubre, monstruo de candor y de fanatismo, de honradez y de ineptitud.